—Para su hija va a ser muy triste no saber qué suerte ha corrido usted —observó Searles.
—Lo sé; pero no hay otro remedio. Si Carol supiese la verdad, su comportamiento haría sospechar a otros y entonces el efecto del paso que voy a dar se perdería. Negro Bulder me perseguiría hasta dar conmigo. Riley, del R. R., quiere unas cincuenta cabezas de ganado de tres a cinco años. Con el dinero que le pague tendrá usted para los gastos que se presenten, ya que la verdad es que en el Banco apenas tengo cien dólares. Como verá, amigo Searles, a pesar de su fama, tengo confianza en usted y pongo en sus manos mi rancho y mi fortuna.
—Puede confiar en mí —aseguró el antiguo proscrito.
—Así lo haré. Y ahora, muchacho, recuerde que yo no le he dicho nada y que no tiene usted ninguna explicación que dar acerca de mi ausencia. Adiós.
Los dos hombres cambiaron un fuerte apretón de manos y se separaron. El ranchero salió de su casa más alegre de lo que había estado en mucho tiempo.
La ausencia de Meade no sorprendió aquella noche a su hija, pues no era la primera vez que el ranchero pasaba la noche fuera de su casa; pero cuando el día siguiente transcurrió sin que se supiera noticia alguna de su padre, la joven empezó a alarmarse, alarma que culminó cuando el caballo en que había partido Meade regresó sin su jinete. Searles y Carol examinaron al animal, que parecía muy fatigado y en cuya silla se veían unas inquietantes manchas oscuras. Un detalle también inquietante era la ausencia del fusil que el ranchero solía llevar cuando salía a caballo.
Esto era algo distinto de lo que esperaba Searles, y temiendo que las cosas se hubieran complicado más de lo que se había convenido, reunió un grupo de vaqueros y salió a recorrer los prados y el desierto, sin que su busca tuviera ningún resultado. Cuando regresó al P. Cansada, al cabo de seis días de inútil investigación, tuvo que confesar a Carolina que no sé había hallado ni rastro de su padre. Bulder estaba allí y escuchó sombríamente la noticia.
—Carol, puedes disponer de mi equipo —dijo—. Ellos continuarán buscando a tu padre. No comprendo qué puede haberle sucedido.
—Si estuviera sobre la tierra le hubiéramos encontrado —replicó Searles—. Si está debajo… —el capataz se encogió significativamente de hombros.
—Creo lo mismo —asintió Bulder—. En fin, no abandonemos la esperanza. A propósito, Carol, tu padre me prometió setenta y cinco cabezas para completar una expedición.
—Encárguese de que sean entregadas —ordenó la joven, dirigiéndose a Searles.
—¿Qué precio paga? —preguntó el capataz.
El rostro de Bulder se ensombreció.
—No hay que hablar del precio —replicó—. Esos animales forman parte del pago de una deuda.
—¿Puede presentarme el documento que justifique esa deuda? —preguntó el capataz.
—¿Qué le importa eso? —gritó Bulder—. Ha recibido usted unas órdenes. ¡Cúmplalas!
—No es de usted de quien debo recibir órdenes, señor Bulder —replicó Searles—. Y aunque haré lo posible por complacer a la señorita Meade en cuanto me pida, no estoy dispuesto a entregar a nadie parte de los bienes de los que soy responsable ante el propietario del rancho. Soy el capataz de esta hacienda.
—Diga usted que lo era, Searles —replicó, violentamente, Bulder—. La señorita Meade acaba de despedirle.
—Eso es algo que la señorita no puede hacer —replicó Searles.
—¿No? ¿Es que este rancho no es suyo?
—Tiene usted razón. El rancho no será de la señorita Meade hasta que ella llegue a la mayoría de edad. Entonces podrá despedirme; pero, entretanto, Meade me colocó en este puesto y yo permanezco en él.
Había tal firmeza en el tono de Searles que toda discusión resultaba ya inútil; por ello, el capataz dio media vuelta y marchó a sus asuntos, dejando a Carol y a Bulder. Éste declaró:
—Este tipo merece una buena lección y yo me encargaré de dársela. Déjalo en mis manos y no te preocupes más. Pronto te verás libre de él.
Mucho después de haberse marchado Bulder, Carol siguió reflexionando sobre la situación creada por la ausencia de su padre. Aunque familiarizada con la vida del rancho, no sabía nada de cómo se organizaba el trabajo en él. Además, la fría v tranquila autoridad del joven capataz le daba una confianza muy grande, aunque no quería admitirlo. Odiaba a Searles y deseaba que Bulder le echara de allí.
****
Transcurrieron así unos diez días sin que se supiese noticia alguna del desaparecido ranchero. Los vaqueros, después de ver cómo se había portado Searles con Donahue, mostráronse dóciles y dispuestos a colaborar. Y nadie mejor que Daniels, a quien el capataz observaba atentamente.
Por su parte, Carol, aunque seguía esforzándose en considerar a Searles como un tirano insoportable, se veía obligada a reconocer que el nuevo capataz sabía manejar bien a los hombres. Una mañana llamó a Searles y le dijo:
—He visto que prepara usted una expedición de ganado. Supongo que debe de ser para el señor Bulder.
—Supone usted mal, señorita Meade. Es para Riley, del R. R. Su padre preparó la venta y me hace falta el dinero.
—¿Le hace falta a
usted
? —preguntó, sarcásticamente, Carol.
—Sí. Tengo que pagar los gastos del rancho.
—Está bien. No haga nada hasta que yo hable con el juez Palmerston. Hoy vendrá a verme.
—El ganado lo tengo que entregar mañana —replicó Searles—. Por lo tanto, hay tiempo.
El juez Palmerston llegó poco después, en respuesta a la carta recibida de Carol. Era un hombre de unos sesenta años, de rostro firme y bondadoso, de cabello revuelto que ni el peine ni el cepillo podían dominar. En la región se le respetaba como hombre recto, valiente y muy diestro en el empleo de un Derringer de dos cañones que reposaba en una funda sobaquera de donde podía salir con toda facilidad en el momento en que su uso era necesario.
—Hola, Carol —saludó al entrar en el rancho—. Has crecido mucho desde la última vez que nos vimos. ¿Aún no sabes nada de tu padre? Bien…, es pronto para desesperar. ¿Qué querías de mí?
Carolina Meade hizo sentar al juez, le sirvió
whisky
y agua fresca y, por fin, explicó:
—Al examinar los papeles de mi padre encontré una carta de él en la que me decía que si llegaba a ocurrirle algo me pusiera en contacto con usted. Hubiera preferido ir a Desierto; pero no me atreví a hacer sola el viaje.
—Ya sé —sonrió el juez—. En efecto, tu padre y yo hemos sostenido relaciones amistosas durante muchos años. Hace unos meses redacté su testamento. En él me nombra tu tutor. O sea, que hasta que Meade reaparezca o se tengan pruebas seguras de su muerte, yo le represento y seré tu tutor hasta tu mayoría de edad.
—Entonces… —siguió, vacilante, la joven—, si quisiera casarme necesitaría el permiso de usted.
—Sospecho que sí —sonrió el juez—. El testamento prevé semejante contingencia y, si te casaras sin mi permiso, tu herencia se vería reducida a una pequeña renta anual. Ignoro los motivos que obligaron a tu padre a incluir semejante cláusula; pero debió de considerarlos importantes, ya que insistió mucho en ella.
Carol quedó pensativa. Había pensado en el matrimonio como medio de librarse de la presencia de Searles. Como adivinando su pensamiento, el juez declaró:
—Si lo que te preocupa es la dirección del rancho, no debes inquietarte. Tienes un excelente capataz.
—No me gusta —replicó, impetuosa, Carol—. Se porta como si el rancho fuera suyo. Es tozudo como una muía y parece un pistolero profesional. Siempre está buscando pendencias.
—Tal vez tenga algo de pistolero —sonrió Palmerston—; pero eso es una ventaja cuando se quiere conservar un buen capataz. El hombre que trate de disparar contra él tendrá que reflexionar un par de veces antes de hacerlo, pues se expondrá a empuñar el revólver unos segundos demasiado tarde.
—¿Y su destreza en el manejo de las armas le faculta para dictar órdenes? Entonces, el mayor idiota, por el simple hecho de ser un buen tirador, podrá regir a los demás.
—Carol, estás muy equivocada. Un hombre que sabe disparar de prisa sólo puede hacerlo pensando con agilidad. Ha habido pistoleros buenos y malos; pero pocos han sido unos idiotas. Y en cuanto al comportamiento de Searles, no olvides que representa a tu padre y que debe portarse como dueño del rancho.
—Pero no conmigo.
—¿Lo ha hecho? —preguntó el juez, sonriendo maliciosamente.
—Pues… —la joven vaciló y, al fin, reconoció—: No, no lo ha hecho; pero se niega a acatar mis órdenes y explicó lo ocurrido con el ganado exigido por Bulder.
—Hizo perfectamente —replicó el juez—. A los precios actuales del ganado, esos setenta y cinco animales representan una gran suma de dinero, y tu padre le hizo responsable de todo cuanto de valor hay en este rancho. ¿Crees que obraría cuerdamente entregando unos bueyes que valen más de dos mil dólares fiándose sólo de la palabra de un extraño? Conozco perfectamente los asuntos de tu padre y puedo asegurar que no debía ninguna suma importante ni pequeña a Isaías Bulder. Además quiero decirte que recomendé a Searles a tu padre y que me alegra ver que no me equivoqué.
El juez hablaba bondadosa pero firmemente, y Carol comprendió que era inútil seguir discutiendo con él y mucho más pedirle que despidiera a Searles. Palmerston había adivinado las intenciones de la muchacha y se anticipó a su petición demostrando claramente que no estaba dispuesto a acceder a ella. Además, con lo dicho acerca de Bulder había puesto de manifiesto cuál era su opinión acerca del dueño del I. B.
Más tarde, Bulder supo, por boca de Carolina, parte de lo que había dicho Palmerston.
—Me extraña mucho que tu padre pusiera su rancho en manos de ese viejo loco —refunfuñó—. Veo algo turbio en ello. Debemos ir con cuidado, pequeña. Puede que todo sea una trampa.
—¿Qué quiere decir?
—Muy sencillo. Palmerston extendió el testamento y convirtióse, gracias a él, en ejecutor testamentario de tu padre. A su debido tiempo logró meter aquí a Searles, y luego, casi sin tiempo a que tu padre se diera cuenta de la clase de hombre que era su nuevo capataz, Meade desaparece y el rancho pasa, prácticamente, a las manos de Palmerston y Searles. Apuesto a que nada les complacería a esos dos como que tú te casaras contra su voluntad. Entonces podrían despojarte de todo. En fin, ya arreglaremos a ese par. ¿Cómo está de dinero Nick Searles?
—Venderá cincuenta cabezas de ganado a Riley, del R. R.
—¿Cuándo piensa entregarlas?
—Mañana.
—Bien, eso nos da tiempo para entorpecer un poco su acción.
Carol no preguntó a Bulder lo que pensaba hacer. Sospechaba que el ganadero buscaría la forma de impedir al capataz que entregase el ganado para que no pudiera, así, obtener el dinero que necesitaba; su resentimiento contra Searles era tan grande, que Carol no se detuvo a reflexionar que así perjudicaría al mismo tiempo sus intereses. Las capciosas palabras de Bulder habían envenenado su alma contra el más fiel de sus servidores.
Searles empleó parte de aquella mañana y el comienzo de la tarde en terminar de agrupar el ganado que pensaba entregar a Riley. Luego fue a inspeccionar la ruta que conducía al R.R. Este rancho se encontraba a unos treinta kilómetros del P Cansada y el camino discurría en la mitad de la distancia por la pradera, adentrándose más tarde por un terreno boscoso que culminaba en el llamado Cañón del Búfalo.
El capataz había dejado ya atrás la pradera y avanzaba por las estribaciones de las montañas que eran atravesadas por el cañón, cuando, de pronto, de entre unos árboles que crecían a unos ciento cincuenta metros de él, vio surgir una columna de humo, acompañada del zumbido de una bala de gran calibre y, un instante después, de una detonación.
Searles se dio cuenta, cuando todo hubo ocurrido, de que, un momento antes de sonar el disparo, él había obligado a su caballo a saltar a un lado, obedeciendo a un súbito e inexplicable impulso. El haberlo hecho le salvó la vida. Y de nuevo volvió a salvarla al picar espuelas, y en vez de buscar la protección que podían ofrecerle las altas hierbas que crecían a ambos lados del camino, siguió adelante, en dirección al oculto tirador.
Apenas había hecho esto una segunda bala zumbó como un rabioso moscardón y mordió el borde del ala del sombrero del joven.
Este comprendió que había caído en una emboscada, pues la segunda bala procedía de otro punto.
Empuñando su rifle, Searles saltó del caballo y quedó oculto tras los árboles de un bosquecillo. Apenas se hubo aplastado contra el suelo, otras dos balas zumbaron sobre él, haciendo caer unas ramitas de pino.
Searles disparó contra una de las nubecillas de humo; pero lo hizo sin afinar la puntería. En seguida se dejó rodar hasta el fondo de una pequeña hondonada y rápidamente recargó el fusil.
Mientras lo hacía iba dándose cuenta de lo desesperado de su posición. Los movimientos de sus ocultos enemigos eran fáciles de adivinar. Uno de ellos permanecería en su puesto, para impedirle que se moviera, en tanto que el otro daría un rodeo, escalaría la ladera de la montaña y, antes de diez minutos, podría disparar sobre él desde una posición segura, que le colocaría entre dos fuegos.
Entretanto estaba seguro, pues las balas no podían alcanzarle allí; sólo cuando uno de los tiradores llegara a una posición más alta podría herirle sin que él lograse impedirlo.
Dispuesto a vender, al menos, cara su vida, Searles se arrastró lentamente hasta detrás del tronco de uno de los arbolillos que constituían la avanzada del bosque de grandes pinos que se extendía hasta lo alto de la montaña. Recordaba dónde se había ocultado uno de los dos tiradores y su mucha práctica en aquella clase de luchas le hizo comprender que por tratarse de un punto donde la vegetación era escasa, el asesino apostado allí no tardaría de abandonarlo. En cambio, el segundo disparo había llegado de la parte donde la vegetación era más densa y ofrecía fácil enmascaramiento.
Aquel sitio era el que más le preocupaba; pero al cabo de unos minutos de estudiarlo, comprendió Searles que le sería imposible descubrir nada; por ello volvió su atención hacia el primer emboscado.
Apenas lo había hecho sonó una detonación y oyóse un grito de agonía, seguido de un quebrar de ramas y arbustos. El cuerpo de un hombre salió como disparado de entre la maleza y rodó ladera abajo.