—¿Por qué hasta ahora?
—Porque ahora estás aquí, has entrado en la Casa de Dios, y quizá El, en su infinito poder, logre llevar a tu alma la luz de la Verdad.
—Padre, por favor, siéntese y escúcheme.
El fraile dejó sobre un pilar el vaso y el jarro de cobre que contenía el agua con el limón y luego sentóse en el sillón que antes ocupara Nick Searles. Éste se sentó en otro pilar, junto a una de las columnas de los arcos, y empezó:
—Hace diez años, padre, un hombre me citó para el día de mañana en esta Misión. Yo acababa de enterrar a mi padre, que había muerto injustamente. Aquel hombre me ayudó y me dijo que diez años más tarde, si mi vida había sido recta, le aguardase aquí. Mañana se cumple el plazo.
—¿Y has acudido a la cita? —preguntó el fraile.
—No, padre. Mi vida se torció, y si las cosas hubieran ocurrido como yo esperaba ahora yo estaría camino de San Jacinto, con otros dos compañeros. Pero mis compañeros murieron violentamente y yo sólo, milagrosamente, escapé con vida. Mis perseguidores me obligaron a venir hacia aquí, sin que yo mismo supiese hacia dónde iba. Por eso creo que Dios ha guiado mis pasos, trayéndome aquí casi contra mi voluntad. ¿Hará lo mismo con el hombre que me citó?
El fraile separó las manos, e inclinando la cabeza, replicó:
—Si Él te ha traído aquí, también traerá al hombre que te citó; pero diez años son muchos años y en ese tiempo pueden haber ocurrido muchas cosas.
—Aquel hombre se llamaba
El Coyote
.
—¿
El Coyote
? —el franciscano quedó pensativo—. ¿Conoces su verdadero nombre?
—No. Le vi enmascarado y desde entonces no he vuelto a verle.
—Dios puso también a prueba su fortaleza. Como el acero, su alma fue templada con los golpes del infortunio. Dios suele descargar sus más duros golpes sobre los más fuertes. Si hiciera lo mismo con los que somos frágiles, nuestras almas se quebrarían como el cristal. Ese hombre a quien has mencionado sufrió el mayor dolor que podía resistir su alma y vino a nosotros preguntándonos, como tú has preguntado, si Dios existía. Su alma se debatía en la tempestad de la angustia; pero supo resistir, y hoy, acaso equivocadamente, dedica su existencia a reparar el mal que otros cometen.
—¿Qué le ocurrió?
—Perdió a su mujer en los momentos en que recibía un hijo. La alegría de la paternidad fue amargada por el dolor de ver morir a su compañera. Y, loco de angustia, huyó de su hogar, de sus riquezas y t sobre todo, de su hijo, que se ha criado sin conocer a su padre. Marchó a Europa, a España, y, para todos, vive allí, pero yo sé que hace poco tiempo ha regresado a California.
—¿Dónde está ahora? ¿Acudirá a la cita que me dio?
—Tal vez. No puedo decirte más, porque mis labios están sellados. Descansa esta noche aquí y quizá mañana recibas la respuesta que deseas.
Alejóse el fraile y Nick Searles permaneció en el porche hasta que las sombras nocturnas lo invadieron todo. Entonces entró en la Misión y, después de una sencilla aunque apetitosa cena, se retiró a dormir en una pequeña celda. Su último pensamiento fue para preguntarse si
El Coyote
acudiría a la cita.
****
La intensidad de la luz que penetraba por la ventana de la celda, proyectando contra el suelo la cruz de sus barrotes, despertó a Nick Searles. La altura del sol indicaba que la mañana estaba muy avanzada y el joven comprendió que, en muchos años, aquélla había sido su más tranquila noche. Vistióse sin prisa, como lamentando tener que abandonar aquel remanso de paz, y salió al blanco pasillo al final del cual había un tosco lavabo, en cuya taza caía un continuo chorro de fresca agua. Después de lavarse, Searles se dirigió al comedor. Una vieja india, que era una niña cuando en 1797 se colocó la primera piedra de la Misión, y que había permanecido fiel a ella a través de las mil vicisitudes por que pasó San Juan de Capistrano, junto con el resto del sistema de Misiones, le sirvió un gran tazón de leche y pan moreno y oloroso, de gruesa y crujiente corteza.
—Desde hace más de diez años es la primera vez que desayuno así —dijo Searles, en español, a la india, que replicó con una amplia sonrisa:
—Mi padre siempre me hacía desayunar leche y pan.
El resto de la mañana lo pasó Searles recorriendo los huertos y tierras de cultivo de la Misión. Ayudó a los cinco frailes que aún quedaban en ella, especialmente en la doma de unos potros.
—Eres buen jinete —comentó el fraile que la tarde anterior le recibiera—. En ese trabajo podrías hallar un honrado medio de vida.
—¿Quién querría como vaquero a Nick Searles, padre?
—Yo sé de un hombre que te aceptaría, hijo. Pero mañana hablaremos de esto.
Durante la tarde, a pesar de lo abrasador del sol y del sofocante calor, Nick continuó domando los potros. Cuando hubo terminado, el fraile le preguntó:
—¿Cuánto te debemos, hijo mío?
—¿Deberme? ¿Por qué? —preguntó, extrañado, Nick.
—Por tu trabajo. Hubiéramos tenido que contratar a un vaquero…
—Olvídelo, padre. Si tuviésemos que decidir quién debe más, yo resultaría mayor deudor. Nunca olvidaré las horas que he pasado en esta casa.
Mientras Searles se sacudía el polvo llegó la india que servía a los frailes y dijo algo al oído del superior. Éste casi lanzó una exclamación de asombro y, en seguida, dirigióse hacia la Misión. La india se acercó luego a Searles y le ofreció agua fresca en una jarra de barro de labor indígena.
Bebió ansiosamente el jinete, y cuando hubo calmado la sed llegó otro indio que le anunció que fray Jacinto le aguardaba en el patio.
Se encaminó hacia allí el joven, ciñéndose, mientras tanto, el cinturón canana del que pendían los dos revólveres. Al abandonar el porche y salir al jardín vio el pequeño estanque sobre cuyas aguas, sólo agitadas de vez en cuando por los juegos de los pececillos que las poblaban, florecían, esplendorosos, los nenúfares, salpicados por la fina lluvia que brotaba del surtidor de bronce que parecía una gran jarra sobre la ancha bandeja del mismo metal. Sentado al borde del agua y de espaldas al porche, se hallaba un hombre vestido a la moda mejicana, enteramente de negro, como si no le importase el calor que aquel tipo de traje tenía que producirle.
—¿Es usted? —murmuró Searles.
El hombre se volvió, descubriendo un rostro cubierto por un negro antifaz.
—Hola, Forbes —saludó el desconocido—. Ganaste una triste fama con tu nuevo nombre de Nick Searles.
—También la suya fue una fama un poco triste, señor
Coyote
—replicó el joven.
—Sí. Creí que no vendrías. Fray Jacinto me ha explicado un poco de lo que te ha ocurrido. Tal vez mi viaje hasta aquí haya sido inútil. Quería encargarte un trabajo «honroso».
—¿Cuál?
—Uno en el que no conseguirás fortuna. Quizá prefieras asaltar Bancos.
—Es lo único de que tengo verdaderamente que avergonzarme, señor —replicó Searles—. Lo demás lo hice siempre en defensa propia y contra gente que lo merecía. Me gané la vida domando potros y a veces cuidando ganado…
—Ya lo sé. En el P. Cansada necesitan un nuevo capataz. El anterior murió asesinado por la espalda. ¿Quieres correr el riesgo de que también a ti te maten por la espalda?
—¿A dónde hay que ir?
—A Esperanza. Hay quien dice que el capataz del P. Cansada murió por orden de Isaías Bulder.
—¿El asesino de mi…?
—Sí, el asesino de tu padre. ¿Aceptas?
—Acepto.
—Deberás salir en seguida hacia allí. Irás recomendado por el juez Palmerston. Aquí tienes una carta suya, dirigida a Abraham Meade.
—¿Qué debo hacer?
—Si aceptas mi oferta entrarás a formar parte de la legión de hombres que me sirve sin saber quién soy, pero dispuesta a obedecer siempre mis órdenes. Recibirás el dinero que necesites y nunca te faltará mi ayuda, pues siempre estaré cerca de ti. Exijo obediencia ciega, porque el fin que persigo es noble y no debe ser puesto en peligro por una orden mal interpretada. Recibirás mis mensajes firmados con esta marca.
El Coyote
se inclinó hacia el suelo y, con un enguantado dedo, trazó en la arena una cabeza de coyote.
—No debes decir jamás quién es tu jefe, ni mostrar a nadie mis mensajes. Si fracasas porque las circunstancias son más fuertes que tú, no deberás preocuparte; pero si el fracaso se debe a cobardía o desobediencia, serás expulsado de nuestra legión. Si fracasas porque eres traidor, el castigo es la muerte. Y por traición entiendo cometer acciones indignas de nuestra organización. Si alguna vez sientes tentaciones de valerte de la violencia para aumentar tu fortuna, debes desecharlas, porque sería implacable contigo.
—Sólo una vez me dejé llevar por el deseo de recurrir a la violencia para robar y obtener dinero. Me avergüenzo de ello.
—Así debe ser. Habrá momentos en que se exigirá de ti un trabajo que quizá no te guste, porque tu opinión personal esté en oposición con la mía. No debes creer que me engaño, sino que, valiéndome de mis medios, sé la verdad y, en cambio, tú la ignoras. Sin embargo, procuraré siempre no exigirte que mates a nadie; pero si llega el momento no debes vacilar.
—¿En asesinar?
—No, en matar cara a cara, poniendo tu vida en juego.
—¿Y usted estará cerca de mi?
—Siempre. Bajo disfraces que tú no podrás penetrar; pero dispuesto a ayudarte y a exponer mi vida por la tuya.
—Acepto; mas hay seis hombres que deben morir. Sé que están en Esperanza y no quiero que nadie se interponga entre mi venganza y ellos.
—Son tuyos, ya que forman parte del trabajo que se te encarga. Pero creo recordar que eran siete.
—Uno de ellos fue bueno conmigo.
—Está bien. Toma. En esta bolsa encontrarás cien dólares. No necesitas más y no quiero que te vean llegar con demasiado dinero. Buen viaje.
El Coyote
se puso en pie y, sin agregar más, alejóse por el jardín, invadido ya por las primeras sombras de la noche. Searles le vio desaparecer como una sombra confundida con aquellas otras sombras. Más tarde oyó un galope y en un momento fray Jacinto reunióse con él.
—¿Llegó el hombre a quien esperabas?
—Sí, padre. Ahora seré honrado.
Abriendo la bolsa que
El Coyote
le diera, Searles vio dentro de ella un papel doblado. Era una carta en la cual el juez Palmerston recomendaba a Nick Searles a Abraham Meade.
A la mañana siguiente, Nick abandonaba la Misión de San Juan Capistrano, en dirección a Esperanza.
El pueblecito de Esperanza yacía dormido apaciblemente bajo el calcinador sol del mediodía. El origen del nombre aquella población era un misterio; pero cabía suponer que fue bautizada por los conquistadores españoles que llegaron a ella después de haber perdido toda esperanza en el desierto que se extendía al Sur. Sin duda, la visión de los árboles resucitó los ánimos en ellos y los que quedaron en el lugar, reponiéndose de las fatigas pasadas, y levantaron las primeras casas, dieron el nombre de Esperanza a aquella incipiente población que luego fue creciendo hasta convertirse en lo que era entonces, o sea una población fronteriza, semejante a mil otras, formada por dos irregulares líneas de tristes parodias de casas hechas de troncos, o de adobes, o de ambas cosas. Sólo dos de aquellas casas constaban de un piso superior. Las demás sólo eran plantas bajas. De las dos casas en cuestión, una era el hotel y la otra la taberna de Glen, que tenía sobre su puerta un ancho rótulo con el nombre de «El Dorado». Este establecimiento tenía adjunta una sala de baile y una sala de juego. El resto de la población comprendía un Banco, sólidamente construido de ladrillos, una herrería, dos almacenes donde se vendía de todo y uno de los cuales era, al mismo tiempo, estafeta de Correos; varias tabernas de menor importancia, barracas y malas casas que albergaban la población permanente. Unas irregulares aceras de tablas hacían posible el paso de los transeúntes. La calle terminaba en un rústico puente que cruzaba el riachuelo que, después de un tortuoso viaje desde las montañas de Mesa, al Norte, surtía de agua a la población de Esperanza e iba a morir unos dos kilómetros más allá.
En aquellos momentos la calle aparecía desierta, a excepción de los dos hombres que se hallaban a la puerta de una de las tabernas de menor importancia. Uno de ellos era el propietario del lugar, Brennon, tipo bajo, recio, de cara amplia y ojos menudos y alegres. El otro era forastero en Esperanza, y el dueño de la taberna sentía mucha curiosidad acerca de él.
El forastero era un joven que representaba unos veinticinco o veintiséis años, aunque debía de tener menos. Sus anchos hombros y estrechas caderas eran los de un atleta. Su afeitado rostro, muy curtido por el sol, poseía unos ojos azules y fríos, una mandíbula firme y la gravedad de un piel roja. Su atavío de vaquero era de buena calidad, aunque no muy nuevo, y lo mismo se advertía respecto a sus revólveres, colgados muy bajos y cuyas fundas estaban sujetas por su extremo a las piernas, para facilitar el saque de las armas.
—Esta ciudad parece muy vacía —comentó el forastero.
—Cuando llegue la noche se animará —replicó Brennon.
La charla languideció de nuevo. El tabernero observaba al otro, preguntándose quién podía ser. ¿Un vaquero sin trabajo? ¿Un pistolero? ¿Ambas cosas a la vez? ¿Qué podía haberlo traído a Esperanza, pueblo que no estaba en el camino de ninguna parte?
Las meditaciones de Brennon y las posibles del forastero fueron interrumpidas por una sarta de imprecaciones, por unos restallidos y unos aullidos de dolor. Un hombre acababa de salir de «El Dorado» y con un látigo se dedicaba a despellejar vivo a un perro, casi un cachorro. El sujeto llevaba una sucia camisa a cuadros y poseía una lengua mucho más sucia.
—¡Te enseñaré a gruñirme! —gritaba repitiendo sus latigazos—. ¡Aunque tenga que arrancarte la piel a tiras! ¡Desagradecido!
Varios hombres salieron a disfrutar del espectáculo que estaba dando Loco Mike.
—¡Duro con él! —rió alguien—. ¡Demuéstrale que tú le ganas a bestia!
El perrillo aullaba con todas sus fuerzas y pugnaba por escapar, arrastrando tras él a su amo. Al llegar frente a la otra taberna, Loco Mike levantó el látigo para descargarlo de nuevo, cuando una voz ordenó:
—¡Suelta ese látigo!
El forastero habíase puesto en movimiento, dando un par de pasos que le condujeron al borde de la acera.