La taberna (11 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La taberna
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—Sí, sí, la obra es linda —murmuró Lorilleux en tono de mofa—; el primer acto concluye en cinco, minutos, y luego hay para toda la vida… ¡Ah, pobrecito Cadet-Cassis!

Y los cuatro testigos palmearon la espalda del plomero, que se manifestaba muy satisfecho. Mientras tanto, Gervasia abrazaba a mamá Coupeau, sonriente, no obstante hallarse humedecidos sus ojos. Respondía a las palabras entrecortadas de la anciana:

—No tenga usted ningún temor, haré cuanto esté de mi parte para que todo marche bien, y mía no será la culpa si las cosas cambian. No, ciertamente; tengo mucho deseo de ser feliz… En fin, ya está hecho, ¿verdad? y nos corresponde ahora, a él y a mí, procurar entendernos y seguir felizmente adelante.

Entonces se dirigieron en dirección al
Moulin-d'Argent
. Coupeau había tomado el brazo de su mujer y caminaban ligeros, sonrientes, sin mirar las casas, los transeúntes ni los coches. Los ruidos ensordecedores de la calle sonaban como campanas en sus oídos. Cuando llegaron a la taberna, Coupeau dio inmediatamente dos litros de vino, pan y lonjas de jamón, en el gabinete con cristales de la planta baja, sin platos ni manteles, solamente para aplacar un poquitín el hambre y la sed. Luego, como viera que Boche y Bibi-la-Grillade manifestaban un verdadero apetito, pidió un litro más de vino y un pedazo de queso de Brie. La señora Coupeau no tenía hambre, estaba demasiado emocionada para comer; Gervasia, que se moría de sed, bebía grandes vasos de agua, con unas gotas apenas de vino.

—Esto me corresponde —dijo Coupeau, yéndose derecho al mostrador, donde pagó cuatro francos y veinticinco céntimos.

Entretanto era ya la una y los convidados comenzaban a llegar. La señora Fauconnier, mujer gorda pero bella todavía, acudió la primera; llevaba un vestido de seda cruda con flores estampadas, una corbata roja y un gorro cuajado, de flores; luego llegaron en compañía, la señorita Remanjou, toda enclenque, parecía deshacerse bajo su eterno vestido negro, del que no se separaba nunca, ni siquiera para acostarse, y el matrimonio Gaudron; el marido, hombre tosco y grosero, hacía crujir una chaqueta obscura al menor movimiento; la esposa, de una corpulencia extraordinaria, lucía su vientre de mujer embarazada al que el vestido de un color violeta fuerte hacía todavía más notable. Coupeau dijo que no era necesario esperar a Mes-Bottes, pues su compañero se les reuniría en el camino de Saint-Denis.

—¡Magnífico! —exclamó la señora Lerat entrando en ese momento—. Vamos a tener un lindo chaparrón. ¡Tiene gracia esto!

E hizo que toda la comitiva se llegara a la puerta de la taberna para ver las nubes, una tempestad de tinta negra que cubría rápidamente la región sur de París. La señora Lerat, la mayor de los Coupeau, era una mujer alta, seca, hombruna, que hablaba con voz gangosa, vestida ridículamente con un traje color pulga, demasiado largo, cuyos flecos le hacían parecer un perro magro recién salido del agua. Jugaba con su sombrilla, como si fuera un bastón. Cuando hubo abrazado a Gervasia continuó:

—No pueden ustedes formarse idea; cuando se va por la calle es como si se recibiera una bofetada. Se diría que le echan fuego a una en la misma cara.

Entonces todos dijeron que hacía largo rato que presentían la tormenta. Al salir de la iglesia, el señor Madinier se había dado cuenta de lo que se les venía encima. Lorilleux expuso que los callos no lo habían dejado dormir desde las tres de la mañana, lo que era una señal infalible. Además aquello no podía terminar de otra manera, tres días que hacía un calor terrible.

—¡Oh!, esto va a pasar posiblemente —repetía Coupeau, de pie en la puerta, dirigiendo miradas inquietas al firmamento—; ya no esperamos más que a mi hermana, y en cuanto ella llegue me parece que podríamos ponernos en camino.

La señora Lorilleux, efectivamente, se retardaba. La señora Lerat había pasado por su casa para sacarla, pero, como la encontró en el momento de ponerse el corsé, disputaron, pues ya era tarde; y la viuda añadió al oído de su hermano:

—La he dejado plantada. Está de un humor… ¡Ya verás qué cara trae!

Y no hubo más remedio que esperar aún un cuarto de hora, yendo de un lado a otro en la taberna, tropezando, codeándose, en medio de los hombres, que entraban a tomar la sopa en el mostrador. A ratos, Boche o la señora Fauconnier o Bibi-la-Grillade, salían un poco, avanzando hasta el borde de la acera para inspeccionar la atmósfera. Aquello no tenía trazas de componerse. El día se obscurecía, las ráfagas de viento parecían barrer el suelo y levantaban ligeros torbellinos de polvo blanco. Al oírse el primer trueno, la señorita Remanjou se santiguó. Todas las miradas se posaron ansiosamente sobre el reloj, colocado encima del espejo; eran las dos menos veinte.

—¡Está bueno! —exclamó Coupeau—. Ya comienzan los ángeles a llorar.

Una ráfaga de viento trajo la primera lluvia barriendo la calzada, de la cual las mujeres huyeron, levantándose las faldas con las dos manos. Y fue precisamente al descargarse este primer chaparrón cuando llegó la señora Lorilleux, furibunda, sofocada, descargando golpes en el suelo con su paraguas que no quería cerrarse.

—¡Habráse visto nunca algo semejante! —tartamudeaba—. Justamente me sorprendió en la puerta. Buenos deseos tuve de volver a subir y desvestirme. Y habría hecho muy bien… ¡Ah!, ¡linda está la boda! Yo lo decía, quería que todo se dejara para el sábado próximo, y llueve porque no se me ha querido escuchar. ¡Mejor! ¡Tanto mejor! ¡Qué el cielo reviente!

Coupeau trató de calmarla, pero ella lo envió a paseo. No sería él quien pagaría el vestido si se le echaba a perder. Llevaba un vestido de seda negro que parecía ahogarla: el corpiño era tan estrecho que tiraba de los ojales y le mortificaba los hombros, y la falda, cortada como una funda, le ajustaba de tal modo los muslos que se veía obligada a caminar a pasitos menudos. No obstante las mujeres allí reunidas la contemplaban, mordiéndose los labios y llenas de admiración por su tocado. Ella parecía no haber visto siquiera a Gervasia sentada junto a mamá Coupeau. Llamó a Lorilleux, le pidió un pañuelo y, cuidadosamente, en un rincón de la tienda, enjugó una por una las gotas de agua que habían humedecido la seda.

Entretanto, el chaparrón había cesado; pero la obscuridad era cada vez mayor, parecía casi de noche, una noche lívida interrumpida por grandes relámpagos. Bibi-la-Grillade repetía riendo que iban a llover seguramente curas. Entonces la tempestad se desencadenó con terrible violencia. Durante una media hora el agua cayó a cántaros. El trueno retumbó sin descanso. Los hombres, parados delante de la puerta, miraban el velo gris que formaba la lluvia y los arroyos crecidos; el polvo de agua flotante subía de los azotados charcos. Las mujeres se habían sentado atemorizadas, cubriéndose los ojos; no se hablaba nada, las gargantas se hallaban oprimidas. Un chiste lanzado por Boche sobre los truenos, diciendo que San Pedro estornudaba en las alturas, no hizo sonreír a nadie. Pero cuando los rayos fueron haciéndose cada vez más lejanos, la reunión comenzó a impacientarse, rezongaban contra la tempestad, jurando y mostrando el puño a las nubes. Luego, el cielo tomó un color ceniciento, caía una lluvia finísima interminable.

—Hace rato que dieron las dos —exclamó la señora Lorilleux—. No creo que pensemos quedarnos a dormir aquí.

Como la señorita Remanjou hubiera hablado de ir al campo de todos modos, aun cuando tuviesen que quedarse en los fosos de las fortificaciones, todos pusieron el grito en el cielo; lindos estarían los caminos, y no les quedaba siquiera el recurso de sentarse sobre la hierba: además no parecía haber terminado la fiesta y no sería extraño que comenzara otra vez. Coupeau, que seguía con la mirada a un obrero calado hasta los huesos, caminando tranquilamente bajo la lluvia, murmuró:

—Si ese animal de Mes-Bottes nos espera en el camino de Saint-Denis, no sufrirá seguramente una insolación.

Esto hizo reír, pero el malhumor crecía por momentos. Y aquello debía terminar de algún modo; había que decidir alguna cosa. No era posible, sin duda, seguir mirándose hasta lo blanco de los ojos mientras llegaba la hora de comer. Entonces, durante un cuarto de hora, y en vista de la obstinación de la lluvia, todo fue destrozarse la cabeza buscando recursos. Bibi-la-Grillade propuso jugar a las cartas. Boche, de carácter tan travieso como cazurro, sabía un jueguito graciosísimo, el juego del confesor; la señora Gaudron hablada de ir a comer torta con cebolla a la calzada Clignancourt; la señora Lerat habría deseado que se contaran cuentos; Gaudron no se aburría, se encontraba bien allí, sufría sólo por no ponerse a comer inmediatamente. Y, a cada proposición, se discutía y se molestaba a la gente; aquello era tonto, como para hacer dormir a todo el mundo o para que se les tomara por unos granujas. Luego, como Lorilleux queriendo meter también su cuchara, encontrara como la cosa más sencilla dar un paseíto por los bulevares exteriores, hasta el cementerio del Père-Lachaise, donde podrían entrar y visitar la tumba de Abelardo y Eloísa si les alcanzaba el tiempo, la señora Lorilleux no pudo contenerse más y estalló. ¡Maldito lo que le importaba a ella el campo! ¿Se burlaban acaso de la gente? Ella se había vestido, había recibido la lluvia, y todo ello para encerrarse en una taberna. No y mil veces no, estaba hasta el tuétano con una boda semejante, y prefería irse a su casa. Coupeau y Lorilleux tuvieron que atajarle el paso. Ella repetía:

—¡Retírense ustedes; les digo que me voy!

Su marido consiguió calmarla. Coupeau se aproximó a Gervasia, que había permanecido tranquila en un rincón, conversando con su suegra y la señora Fauconnier.

—Pero usted no propone nada —le dijo, sin atreverse todavía a tutearla.

—¡Oh!, todo lo que quieran —respondió riendo—; soy fácil de contentar. Salgamos o quedémonos, me es igual. Estoy contenta y no pido nada más.

Y tenía, en efecto, el rostro resplandeciente por un gozo apacible. Desde que los invitados se encontraban allí, había hablado a cada uno en voz más bien baja y emocionada, con ademán sosegado, sin mezclarse en las disputas. Durante la tempestad se había quedado con la mirada fija, observando los relámpagos, como si percibiera cosas muy graves, muy lejos, allá en el porvenir, en sus repentinos fulgores.

El señor Madinier era el único que no había hecho ninguna proposición. Hallábase apoyado contra el mostrador, con los faldones del frac separados, conservando su importancia de patrón. Escupía a cada momento y movía sus grandes ojos de un lado a otro.

—¡Dios mío! —dijo—, podría irse al Museo… —y se acarició la barba, consultando a los concurrentes con un guiño de sus párpados.

—Existen antigüedades, imágenes, cuadros, una multitud de cosas. Aquello era instructivo…, y bien podría ser que ustedes no hayan estado allí nunca. ¡Oh!, valía la pena de ser visto, por lo menos una vez.

Todos se miraban en silencio. No, Gervasia no conocía eso; la señora Fauconnier tampoco, ni Boche ni los otros. Coupeau creía haber estado un domingo, pero no se acordaba muy bien. Se vacilaba, sin embargo, hasta que la señora Lorilleux, sobre la que la importancia del señor Madinier producía una gran impresión, encontró la proposición espléndida y muy decente. Ya que se había sacrificado el día y la gente puesto de acuerdo, estaba muy acertado, hacer algo, por lo menos para instruirse. Todo el mundo aprobó. Y como la lluvia caía todavía, pidieron prestados al tabernero algunos paraguas, viejos paraguas azules, verdes, marrones, olvidados por los clientes, y se encaminaren en dirección al Museo.

Se dirigieron hacia la derecha, bajando a París por el arrabal Saint-Denis. Coupeau y Gervasia iban otra vez a la cabeza, corriendo y adelantándose a los demás. El señor Madinier daba ahora el brazo a la señora Lorilleux, la señora Coupeau habíase quedado en la taberna, pues sus piernas no la ayudaban. Venían en seguida Lorilleux y la señora Lerat, Boche y la señora Fauconnier, Bibi-la-Grillade y la señorita Remanjou, y, por último, el matrimonio Gaudron. Eran doce y formaban una curiosa hilera en la acera.

—¡Oh! puedo jurarle a usted que no nos hemos metido en nada —decía la señora Lorilleux al señor Madinier—. No sabemos dónde ha ido a conseguírsela, o mejor dicho, lo sabemos demasiado; pero no es a nosotros a quien toca hablar, ¿verdad? Mi marido tuvo que comprar la alianza, y esta mañana, al levantarnos, ha habido que prestarles diez francos, sin los cuales no habría podido hacerse esto… ¡Una novia que no llevaba ni un pariente a su boda! Dice ella que tiene en París una hermana salchichera. ¿Por qué no la ha invitado, entonces?

Y se interrumpió para señalar a Gervasia, a quien la pendiente de la acera hacía cojear demasiado.

—¡Mírela usted! ¿Qué le parece? ¡Oh! la Banban.

Y esa palabra, la Banban, corría entre toda la concurrencia. Lorilleux, burlándose, decía que había que llamarla por aquel nombre. Pero la señora Fauconnier tomó la defensa de Gervasia: no había razón para burlarse de ella, era linda como pocas, y cuando hacía falta una verdadera fiera en el trabajo, ahí estaba ella. La señora Lerat, que tenía siempre una colección de alusiones picarescas llamó a la pierna de la joven une
quille d'amour
; añadiendo que a muchos hombres les gustaba aquello, sin ir más lejos en explicaciones.

Desembocaron de la calle Saint-Denis y atravesaron el bulevar; allí se detuvieron un momento, a causa de la multitud de carruajes, aventurándose luego a cruzar la calzada, convertida por la tempestad en un pantano de barro corriente. El aguacero volvía, viéndose precisados a abrir de nuevo los paraguas; y cubiertos con estos despojos, que se balanceaban sostenidos por los hombres, las mujeres se arremangaban las faldas. El desfile se espaciaba en el lodo, pasando de una acera a la otra; entonces dos granujas gritaron: «¡A las máscaras!». Los transeúntes acudieron; los tenderos, con aire de mofa, se asomaron tras de sus vitrinas. En medio del bullicio de la multitud, sobre los fondos grises y húmedos del bulevar, las parejas, en procesión, ponían tonos violentos; el vestido azul obscuro de Gervasia, el traje crudo con flores estampadas de la señora Fauconnier, el pantalón amarillo patito de Boche; esta tiesura de gente endomingada daba lugar a burlas de carnaval, dirigidas, en especial, a la levita reluciente de Coupeau y al frac de faldones cuadrados del señor Madinier; mientras que el hermoso tocado de la señora Lorilleux, los flecos de la señora Lerat, las faldas arrugadas de la señorita Remanjou formaban una mezcla de modas y ponían de manifiesto, una tras otras, las heces que constituyen el lujo de los pobres. Pero eran sobre todo los sombreros de los hombres los que divertían más, antiguos sombreros guardados, empañados por la obscuridad del armario, de las formas más cómicas: altos, terminados en punta, con alas extraordinariamente grandes, retorcidas, planas, muy largas o muy estrechas. Y las risas subieron de punto cuando, a la cola, cerrando el espectáculo, la señora Gaudron, la cardadora, avanzaba con su vestido color violeta, subido, ostentando su enorme vientre de mujer embarazada. Sin embargo, la comitiva no apresuró su marcha; se hallaban felices de que se les mirase y se divertían con los chistes que les dirigían.

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