La taberna (14 page)

Read La taberna Online

Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La taberna
6.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El señor es en verdad notable —dijo el señor Madinier, que había vuelto a su estado de admiración.

Entonces los hombres se levantaron para tomar sus pipas, quedaron un instante detrás de Mes-Bottes, dándole golpecitos en la espalda y preguntándole si estaba mejor. Bibi-la-Grillade lo levantó junto con la silla; pero —¡rayos y truenos!— el muy animal había, doblado su peso. Coupeau, bromeando, decía que el camarada apenas comenzaba a animarse y que iba a seguir comiendo pan en la misma forma toda la noche. Los mozos, aterrados, desaparecieron; Boche, que bajó al cabo de un momento, contó que el tabernero tenía una cara que daba gusto verlo; estaba en su mostrador pálido como un muerto, y la dueña, consternada, acababa de mandar a ver si las panaderías estaban abiertas, y hasta el gato de la casa presentaba un aspecto trágico. No podía ser más cómico aquello, y Mes-Bottes valía en oro lo que pesaba. No habría
picnic
en adelante en que no contaran con él. Y los hombres, con sus pipas encendidas, le dirigían miradas de envidia, porque al fin y al cabo, para comer de esa manera, hacía falta tener una naturaleza de hierro.

—No querría estar encargada de alimentarle —dijo la señora Gaudron—. ¡Eso sí que no! ¡Por nada del mundo!

—¡Vamos!, comadrita mía. No hay que burlarse de la gente —respondió Mes-Bottes, mirando con el rabillo del ojo el vientre de su vecina—. Usted ha engullido mucho más que yo.

Lo aplaudieron, se gritó «¡bravo!». El dicho había sido muy bueno. La noche era muy obscura, en la sala ardían tres mecheros de gas derramando su turbia claridad en medio del humo de las pipas. Los mozos, después de haber servido el café y el coñac, acababan de llevarse los últimos platos sucios. Abajo, junto a las tres acacias, el baile comenzaba con un cornetín de pistón y dos violines que tocaban muy fuerte; unido a esto oíanse enronquecidas risas de mujer en la noche calurosa.

—¡Hay que hacer un brulote! —exclamó Mes-Bottes—. Dos litros de aguardiente, mucho limón y poco azúcar.

Pero Coupeau, viendo frente a él la cara inquieta de Gervasia, se levantó, declarando que no se bebería más. Se habían tomado veinticinco litros de vino, cada cual su litro y medio, contando a los niños como personas mayores, y eso era bastante. Acababan de comer un bocado juntos, como buenos amigos, sin algazara, porque sentían estima los unos por los otros, y habían querido celebrar una fiesta como en familia. Y todo se había realizado divinamente, se sentían alegres y no veía la necesidad de que ahora fueran a emporcarse con esas inmundicias, sobre todo si querían guardar el respeto debido a las damas. En una palabra, como un fin de fiesta, se habían reunido para brindar a la salud de los cónyuges, y no para emborracharse. Este discursillo, pronunciado con tono convencido por el plomero que se llevaba la mano al pecho al terminar cada frase, tuvo la más viva aprobación de Lorilleux y del señor Madinier; pero los demás, Boche, Gaudron, Bibi-la-Grillade, y sobre todo Mes-Bottes, que se había echado al coleto buena cantidad de vino, se mofaron a su antojo, quejándose de sentir una sed de todos los diablos que necesitaban saciarla.

—Los que tienen sed, tienen sed, y los que no la tienen, no la tienen —dijo Mes-Bottes—. Teniendo en cuenta esto se va a encargar el brulote. No se obliga a nadie. Los aristócratas pueden encargar agua azucarada.

Y como el plomero intentara comenzar a sermonear de nuevo, el otro, que se había puesto de pie, se dio una palmada en las nalgas, exclamando:

—Mira, bésame aquí… Mozo, dos litros del añejo.

Entonces Coupeau dijo que estaba muy bien, pero que se iba a arreglar solamente la cuestión de los gastos inmediatamente, de ese modo se evitarían disputas. Las personas bien educadas no estaban obligadas a pagar por los borrachos. Y precisamente Mes-Bottes, después de haber buscado largo rato en sus bolsillos, no encontró sino tres francos y treinta y cinco céntimos. Él no tenía la culpa. ¿Por qué lo habían hecho estar de plantón en el camino de Saint-Denis? No iba a esperar que la lluvia lo inundara, y había echado mano a la moneda de cinco francos. Los otros eran los responsables… Y terminó entregando los tres francos, y se guardó los treinta y cinco céntimos para su tabaco de la mañana siguiente. Coupeau, furioso, le hubiera dado unos cuantos golpes de buena gana, pero Gervasia le tiró de la levita, muy asustada y suplicante. Y no tuvo más remedio que pedirla prestados dos francos a Lorilleux, que al principio los rehusó, acabando por esconderse para dárselos, porque su mujer no habría consentido jamás.

Entretanto, el señor Madinier había tomado un plato; las señoritas y las señoras que habían ido solas, y que eran la señora Lerat, la señora Fauconnier y la señorita Remanjou, fueron las primeras en depositar discretamente una moneda de cinco francos. En seguida los hombres se retiraron al otro extremo de la sala a hacer las cuentas. Eran quince, por lo tanto la misma ascendía a setenta y cinco francos. Cuando los setenta y cinco francos estuvieron en el plato, cada hombre añadió cinco sueldos de propina para los mozos. Fue necesario un cuarto de hora de cálculos intrincados antes de que todo quedara arreglado a completa satisfacción de cada uno.

Pero cuando el señor Madinier, que quería arreglar el asunto con el patrón, hizo llamar al tabernero, los reunidos quedaron estupefactos al oírle decir sonriente, que aquello no satisfacía la cuentas. Había «suplementos», y como esa palabra «suplementos» fuera acogida con exclamaciones furibundas, el hombre dio detalladamente sus explicaciones; veinticinco litros de vino en lugar de veinte convenidos de antemano; los huevos nevados, que él había añadido, dada la escasez de los postres, y, por último, una botella de ron servida con el café, por si hubiera alguien a quien le gustara el ron. Armóse entonces un gran estrépito. Coupeau se debatía como un desesperado; él no había hablado nunca de veinte litros; en cuanto a los huevos a la nieve, entraban en el postre; tanto peor si el figonero los había añadido por su propia voluntad; quedaba la botella de ron, una guasa, un modo de aumentar la cuenta, deslizando en la mesa licores en los que nadie se fijaba.

—La botella estaba en la bandeja del café —gritaba—; por tanto debe formar parte del café… No nos moleste más. Tome su dinero y que nos corten la cabeza si volvemos a poner los pies en este tugurio.

—Son seis francos más —repetía el tabernero—. ¡Denme mis seis francos, ya que no les cobro los tres panes que se ha comido el señor!

La concurrencia, agrupada alrededor de él, hacía toda clase de gestos y lanzaba toda clase de improperios, sofocados por la cólera. Las mujeres, sobre todo, saliendo de su mutismo, rechazaban la idea de agregar un solo céntimo. ¡Vaya; vaya! Bonita estaba la boda. ¡No sería la señorita Remanjou quien se volviera a mezclar en comilonas como aquella! La señora Fauconnier había comido muy mal; en su casa, por cuarenta céntimos, se habría confeccionado un plato como para chuparse los dedos. La señora Gaudron se quejaba amargamente de haber sido colocada al extremo de la mesa, al lado de Mes-Bottes, quien no había demostrado la menor consideración. En fin, estas fiestas acababan siempre mal; cuando se quería tener gente en la boda había que invitarles, obsequiarles, ¡voto a cribas! Y Gervasia, refugiada cerca de mamá de Coupeau ante una de las ventanas, no decía nada, llena de vergüenza, sintiendo que todas estas recriminaciones caían sobre ella.

El señor Madinier acabó por bajar con el tabernero y se les oyó discutir abajo. Al cabo de una media hora, el cartonero subió; había terminado la discusión dando tres francos. Pero la concurrencia se sentía vejada, exasperada, hablando sin cesar del tema de los suplementos. Y el estruendo fue mayor debido a un rapto de celos de la señora Boche. No perdía de vista a su marido, y como lo viera en un rincón pellizcar el talle de la señora Lerat, se levantó y, con toda su fuerza, le lanzó una botella que fue a estrellarse contra la pared.

—¡Cómo se nota que su marido es sastre, señora! —dijo la viuda, con una mueca significativa—. Es el faldero número uno. He tenido que largarle buenos puntapiés por debajo de la mesa.

La fiesta se había aguado, y cada vez estaban los ánimos más excitados. El señor Madinier propuso cantar, pero Bibi-la-Grillade, que tenía una hermosa voz acababa de desaparecer, y la señorita Remanjou, que se hallaba acodada a una ventana, lo vio bajo las acacias, haciendo saltar a una gran moza con los cabellos sueltos. El cornetín de pistón y los dos violines tocaban «
Le marchand de moutarde
», un rigodón al que acompañaban con palmadas. Entonces comenzó la desbandada; Mes-Bottes y el matrimonio Gaudron bajaron; Boche se largó también. Desde las ventanas se veía a las parejas dar vueltas entre las hojas, a las que las linternas colgadas de las ramas daban un tinte verdoso subido, como de decoración teatral.

La noche dormía sin el más leve soplo, como agotada por el gran calor. En la sala se entabló una conversación seria entre Lorilleux y Madinier, mientras que las señoras, no sabiendo cómo aliviar su contenida cólera, miraban sus vestidos, buscando posibles manchas.

Los flecos de la señora Lerat se empaparon de café. El traje de seda cruda de la señora Fauconnier estaba lleno de salsa. El chal verde de mamá Coupeau se había caído de la silla y lo acababan de encontrar en un rincón, arrugado y pisoteado. Pero la más sofocada era la señora Lorilleux. Tenía una mancha en la espalda, pero inútil decirle que no existía tal porque ella la sentía, y acabó volviéndose ante un espejo para vérsela.

—¿No lo decía yo? —gritaba—. Es salsa de pollo. El mozo pagará el vestido, y si no lo llevaré a los tribunales… Ha sido el día completo. Hubiera hecho mucho mejor en quedarme en la cama tranquilamente. Me voy ahora mismo, ¡ya estoy harta de esta maldita boda!

Se marchó toda rabiosa, haciendo temblar la escalera con sus taconazos. Lorilleux corrió detrás de ella. Pero todo lo que pudo obtener fue que le esperaría cinco minutos en la acera si quería irse con ella. Ella debiera haberse largado después de la tempestad, como fue su primera intención. Coupeau le pagaría este «divino» día. Cuando este último la vio tan furiosa pareció consternarse, y Gervasia, para evitarle enfados, accedió a volverse a casa en seguida.

Se despidieron apresuradamente, y el señor Madinier se encargó de acompañar a mamá Coupeau. La señora Boche debía llevarse, por esta primera noche, a Claudio y Esteban a dormir a su casa; su madre podría estar tranquila, los pequeños dormirían en sillas, atontados por una pesada digestión de huevos a la nieve. Por fin los recién casados se escaparon con Lorilleux, dejando el resto de la comitiva en casa del tabernero, cuando una batalla se entablaba de nuevo en el baile, entre su gente y la de la otra reunión; Boche y Mes-Bottes, que habían besado a una señora, no querían devolverla a dos militares con los que iba acompañada, y amenazaban con armar un escándalo mayúsculo en medio del desenfrenado alboroto que producía el cornetín de pistón y los dos violines que tocaban la polca de las
Perlas
.

Eran apenas las once. En el bulevar de la Chapelle y en todo el barrio de la Goutte-d'Or, la paga de la quincena entera, cobrada el sábado, producía una algarabía enorme de gente borracha. La señora Lorilleux esperaba a veinte pasos del
Moulin-d'Argent
de pie, bajo un farol de gas. Se agarró del brazo de Lorilleux y echó a andar hacia adelante, sin volverse, con un paso tal, que Gervasia y Coupeau iban tras de ella con la lengua afuera. A veces bajaban de la acera para dejar sitio a un borracho caído en ella despatarrado. Lorilleux se volvió, buscando la manera de dejar las cosas en su sitio.

—Vamos a acompañaros hasta la puerta de vuestra casa —dijo a los novios.

La señora Lorilleux, alzando la voz dijo que le parecía una broma pesada el que pasasen su noche de bodas en un infecto local llamado Boncœur. ¿No hubiera sido mejor aplazar el matrimonio para ahorrar cuatro céntimos y comprar algunos muebles que les permitieran pasar la primera noche en su casa? ¡Ah!, iban a estar divinamente bajo los tejados apilados, los dos en un cuartucho de diez francos, donde no había ni aire para respirar.

—Lo he dejado, no nos quedaremos arriba —objetó tímidamente Coupeau—. Nos quedamos con el cuarto de Gervasia, que es mucho más grande.

La señora Lorilleux, olvidándose de todo, se volvió con un movimiento brusco.

—¡Esta sí que es buena! —gritó—. ¡Conque vas a dormir en la habitación de la Banban!

Gervasia se puso completamente pálida. Aquel apodo que recibía en la cara por primera vez la hería como una bofetada. Ella comprendía bien el significado de la exclamación de su cuñada; el cuarto de la Banban era aquel en que ella había vivido durante un mes con Lantier, y donde los restos de su vida pasada flotaban aún en el ambiente. Coupeau no comprendió; pero le hirió el tono del apodo.

—Haces mal en bautizar a los demás —respondió con mal humor—. ¿Es que tú no sabes que te llaman en todo el barrio «Cola de vaca» a causa de tus cabellos? Vaya, vaya; parece que no te hace gracia. ¿Por qué no habríamos de quedarnos en la habitación del primero? Esta noche los chicos no duermen allí, por lo que estaremos divinamente.

La señora Lorilleux no añadió ni una palabra, encerrándose en su dignidad, enormemente ofendida al oírse llamar «Cola de vaca». Coupeau, para consolar a Gervasia, le estrechaba suavemente el brazo; y hasta consiguió distraerla contándole al oído que constituirían una familia con la enorme cantidad de treinta y cinco céntimos en conjunto, en tares monedas de diez céntimos y una de cinco, que hacía sonar con la mano metida en el bolsillo de su pantalón. Cuando llegaron al hotel Boncœur se despidieron con aire de mal humor, y en el momento en que Coupeau empujaba a las dos mujeres para que se abrazaran, tratándolas de animales, un borracho, que quería pasar por la derecha, dio un tumbo hacia la izquierda y vino a colocarse entre ellas.

—¡Anda, si es el tío Bazouge! —dijo Lorilleux—. Va hoy bien cargado.

Gervasia, asustada, se pegaba contra la puerta del hotel. El tío Bazouge, un sepulturero de unos cincuenta años, llevaba su pantalón negro sujeto a la espalda, y el sombrero de cuero negro abollado, sin duda a causa de alguna caída.

—No tengáis miedo, no es mala persona. Es el vecino de la tercera habitación del corredor antes de llegar a nuestra casa… ¡Bueno quedaría si su administración le viera en tal estado!

Entretanto, al tío Bazouge le molestaba el terror de la joven.

Other books

Submission by Ardent, Ella
The Gift by Warren, Pamela
Big-Top Scooby by Kate Howard
Black Butterflies by Sara Alexi
Tricking Tara by Viola Grace