La taberna (15 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La taberna
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—¡Bueno, y qué! —gruñó—. Entre nosotros nadie se come a nadie… Yo soy igual que otro cualquiera, para que lo sepas, pequeña… Sin duda he bebido un poco más de la cuenta. Cuando la tarea da de sí, es preciso echar una cana al aire. No es usted ni la compañía los que habrían cargado con el caballero particular de seiscientas libras de peso que, entre dos, hemos bajado desde el cuarto piso a la acera, sin la menor fractura… Me gusta la gente alegre.

Pero Gervasia se apretaba cada vez más contra el ángulo de la puerta, poseída de un gran deseo de llorar que le echaba a perder su día de justa alegría. No pensaba ya en abrazar a su cuñada. Suplicaba a Coupeau que la alejara del borracho. Bazouge, tambaleándose, le lanzó un gesto lleno de desdén filosófico.

—Esto no será obstáculo para que pase usted por ello, pequeña mía… Estará muy satisfecha de pasar un día por ello… Sí, yo conozco a mujeres que estarían encantadas si cargásemos con ellas.

Y como los Lorilleux se decidieran a llevárselo, él se volvió y balbuceó una última frase entre dos hipos:

—Cuando se muere…, fíjense bien…, cuando se muere es para mucho tiempo.

Capítulo IV

Transcurrieron cuatro años de duro trabajo. En el barrio, Gervasia y Coupeau constituían un buen matrimonio. Vivían apartados, sin disputas, dándose su paseíto regularmente los domingos, del lado de Saint-Ouen. La mujer trabajaba doce horas en casa de la señora Fauconnier y, a pesar de ello, aún tenía tiempo de sobra para limpiar su casita y dejarla como los chorros del oro y hacer, por la mañana y por la noche, la comida a toda su gente. Él no se emborrachaba, entregaba sus quincenas, y para tomar el aire fumaba una pipa en la ventana antes de acostarse. Se les citaba como modelos por su amabilidad, y como ganaban entre los dos cerca de nueve francos diarios se calculaba que podían ahorrar una cantidad nada despreciable.

Pero sobre todo en los primeros tiempos les fue preciso esforzarse mucho para cubrir todos los gastos. Su boda les había cargado la espalda con una deuda de doscientos francos. Además, el hotel Boncœur les resultaba insoportable; lo encontraban repugnante y frecuentado por gente de mala reputación; soñaban con verse en su casita, con muebles suyos, que cuidarían. Veinte veces hicieron sus cálculos para reunir la suma necesaria; en números redondos, el gasto ascendería a 350 francos, si no querían en seguida verse dificultados para conseguir las cosas necesarias y tener a mano una cacerola o una sartén cuando les fuere menester. No creían fácil poder reunir antes de dos años una suma tan enorme, cuando la casualidad les deparó una ocasión: un anciano caballero de Plassans les pidió a Claudio, el mayor de los muchachos, para hacerle ingresar en un colegio; generoso capricho de un original aficionado a la pintura, a quien habían llamado la atención los monigotes garrapateados por el chiquillo. Claudio les costaba ya un ojo de la cara. Cuando ya no tuvieron a su cargo más que a Esteban, ahorraron los 350 francos en siete meses y medio. El día en que compraron sus muebles en casa de un revendedor de la calle Belhomme, dieron un paseo por los bulevares exteriores antes de volver a casa con el corazón rebosante de alegría. Tenían una cama, una mesita de noche, una cómoda con tablero de mármol, un armario, una mesa redonda con su hule y seis sillas de antigua caoba; sin contar la ropa de cama, la ropa blanca y los utensilios de cocina, todo ello casi nuevo. Esto representaba para ellos una entrada seria y definitiva en la vida, algo que, al hacerles propietarios, les daba cierta importancia entre las gentes bien acomodadas del barrio.

La elección de una vivienda les preocupaba desde hacía dos meses; querían ante todo alquilarla en la gran casa de la calle de la Goutte-d'Or; pero, como ninguna habitación estaba desocupada, tuvieron que renunciar a su antiguo sueño. A decir verdad, Gervasia no lo sintió gran cosa en el fondo; la vecindad de los Lorilleux, puerta por puerta, la horrorizaba. Entonces buscaron por otra parte. Coupeau, con mucho acierto, no quería alejarse del taller de la señora Fauconnier, para que Gervasia pudiera, de un salto, estar en su casa a todas horas del día. Y por fin encontraron una ganga, un gran cuarto con gabinete y cocina en la calle Nueva de la Goutte-d'Or, casi enfrente de la planchadora. Era una casita de un solo piso, con una escalera muy empinada, encima de la cual sólo había dos habitaciones, una a la derecha y otra a la izquierda; el piso bajo estaba habitado por un alquilador de coches, cuyo material ocupaba unos cobertizos en un gran patio a lo largo de la calle. La joven, llena de gozo, creía haber vuelto al pueblo: nada de vecinos, ni chismes que temer; un rincón tranquilo que le recordaba una callejuela de Plassans, detrás de los cuarteles, y para colmo de dicha, podía ver su ventana, desde su taller, sin dejar las planchas, con sólo alargar la cabeza.

La mudanza se realizó en los últimos días de abril. Gervasia se hallaba a la sazón encinta de ocho meses; pero sentíase muy animosa y decía riendo que el niño la ayudaba cuando trabajaba; sentía que sus manitas la empujaban y le daban fuerza. ¡Ah! ¡Cómo se reía de Coupeau cuando éste se empeñaba en hacerla acostar para que descansara! Ya se acostaría cuando viniesen los dolores fuertes, siempre sería demasiado pronto; pues ahora, con una boca más, iba a ser preciso hacer un gran esfuerzo. Y fue ella misma quien limpió la casita antes de ayudar a su marido a colocar los muebles en su sitio. Sentía adoración por estos muebles, limpiándolos con cuidados maternales, partiéndosele el corazón a la vista del menor arañazo; parábase sobresaltada, como si hubiera sido ella misma la que se hubiera golpeado cuando los tropezaba al barrer. La cómoda, sobre todo, era su delicia; la encontraba encantadora, sólida, de aspecto serio. Un gran deseo que no se atrevía a exponer, era el de un reloj para ponerle encima del mármol, donde, sin duda, ofrecería un aspecto magnífico. A no ser por el bebé que iba a venir se hubiera arriesgado a comprarlo. En fin, suspirando, abandonaba la idea para más adelante.

El matrimonio vivió en la gloria en su nueva morada. La cama de Esteban ocupaba el gabinete, en donde todavía podía instalarse otra camita de niño. La cocina cabía en un puño, y era obscura como boca de lobo; pero dejando abierta la puerta se podía ver lo suficiente; a más, Gervasia no tenía que hacer comida para treinta personas; bastaba que tuviese sitio para colocar su puchero. La sala grande constituía su orgullo. En cuanto amanecía corría las cortinas de la alcoba, cortinas de percal blanco, y la habitación se transformaba en comedor, con la mesa en medio y el armario y la cómoda uno enfrente de la otra. Como la chimenea gastaba hasta setenta y cinco céntimos de carbón de piedra por día, la habían tapiado, sustituyéndola por una estufilla de hierro que colocaban sobre la plancha de mármol y que les calentaba por treinta y cinco céntimos, cuando el frío arreciaba. Coupeau, por su parte, había adornado las paredes como mejor pudo, prometiéndose embellecimientos sucesivos; un gran grabado representando a un mariscal de Francia, caracoleando con su bastón en la mano, entre un cañón y un montón de granadas, hacía las veces de espejo; encima de la cómoda, las fotografías de la familia estaban colocadas en dos hileras, a derecho e izquierda de una antigua pila de agua bendita, de porcelana dorada, en la que se ponían los fósforos; sobre la cornisa del armario había un busto de Pascal haciendo juego con otro de Béranger, el uno grave, el otro sonriente, próximos al reloj de cuclillo, cuyo tic-tac parecía que escuchaban. Era, sin duda alguna, una linda habitación.

—¿A qué no aciertan ustedes cuánto pagamos? —preguntaba Gervasia a cada visitante.

Y cuando indicaban un precio superior al real, exclamaba, triunfante y satisfecha de encontrarse tan bien instalada por tan poco dinero:

—Ciento cincuenta francos, ni un céntimo más. ¡Si es regalado!

Una gran parte de su alegría era la calle Nueva de la Goutte-d'Or. Gervasia vivía en ella, yendo sin cesar de su casa a la de la señora Fauconnier. Coupeau, por la noche, bajaba a fumarse su pipa en el umbral de la puerta. La calle sin aceras y con el empedrado levantado formaba una cuesta. En la parte alta, del lado de la calle de la Goutte-d'Or, se veían tiendas sombrías, con vidrieras sucias, zapateros, toneleros, una lóbrega tienda de comestibles, un tabernero en quiebra, cuyas puertas cerradas desde hacía varias semanas se cubrían de anuncios. En el otro extremo, hacia París, las casas de cuatro pisos ocultaban el cielo; las plantas bajas se hallaban ocupadas por planchadoras, muy cerca unas de otras, hacinadas; únicamente una fachada de peluquería de provincia, pintada de verde y llena de frascos de distintos colores; ponía una nota alegre en este rincón sombrío, con el vivo resplandor de las bacías de cobre, siempre limpias. Pero la alegría de la calle se encontraba en medio, en el sitio en que las construcciones eran más escanciadas y más bajas, dejando entrar el aire y el sol. Entre los cobertizos del alquilador de carruajes y el establecimiento vecino donde se fabricaba agua de seltz, el lavadero permitía dejar un vasto espacio libre, silencioso, en el que las voces ahogadas de las lavanderas y el ronquido regular de la máquina a vapor parecían aumentar el recogimiento. Grandes hondonadas y avenidas que se hundían entre muros negros hacían de aquello un poblacho. Y Coupeau, distraído por los escasos transeúntes que saltaban por encima de las aguas jabonosas, creía recordar un lugar al que le había llevado uno de sus tíos a la edad de cinco años. La alegría de Gervasia la constituía un árbol plantado en un patio, a la izquierda de su ventana; una acacia con una única rama, y cuyo pobre verdor bastaba para el solaz de toda la calle.

En el último día del mes de abril dio a luz la joven. Los dolores comenzaron hacia las cuatro de la tarde, cuando se encontraba planchando un par de cortinas en casa de la señora Fauconnier. No quiso retirarse en seguida, se quedó retorciéndose en una silla, planchando cada vez que aminoraban los dolores; el trabajo corría prisa y ella se empeñó en terminarlo; además, quizá fuera un cólico; no había que hacer demasiado caso a un dolor de vientre. Pero cuando hablaba de comenzar con unas camisas de hombre se quedo blanca como la cera. Tuvo que abandonar el taller atravesando la calle completamente encorvada y apoyándose en las paredes. Una obrera se ofreció para acompañarla; no quiso, únicamente le rogó que fuera a avisar a la comadrona, que vivía al lado, en la calle de la Charbonnière. No se iba a prender fuego a la casa, bien, seguro; tendría para toda la noche, y aquello no la impediría, al llegar, preparar la cena de Coupeau y en seguida se echaría sobre la cama sin desnudarse. En la escalera fue acometida de angustia tal, que tuvo que sentarse en medio de los peldaños, metiéndose los puños en la boca para no gritar, pues hubiese experimentado un gran bochorno si la encontrasen allí hombres al subir la escalera. El dolor pasó; aliviada, pudo abrir la puerta, pensando decididamente haberse equivocado. Para aquella noche tenía preparado un guiso de carne con trocitos de costillas. Todo fue bien mientras pelaba las patatas. Removía los trocitos de costilla en una sartén cuando los sudores y los dolores se volvieron a presentar. Continuó removiendo el guiso, pateando ante el hornillo, cegada por gruesas lágrimas.

El que ella pariese no era un motivo para dejar a Coupeau sin comer. Por fin el guiso se fue haciendo sobre un fuego cubierto de ceniza. Volvió al cuarto, creyendo tener tiempo de poner un cubierto a un lado de la mesa. Tuvo que dejar la botella del vino, no tuvo ni fuerza para acercarse al lecho, cayó al suelo y allí mismo, sobre una estera, dio a luz. Cuando la comadrona llegó, un cuarto de hora después, tuvo que prestarle ayuda donde estaba.

El plomero continuaba trabajando en el hospital. Gervasia no quiso que se le fuese a molestar. Cuando llegó, a las siete, la encontró acostada, bien arropada y con el rostro muy pálido sobre la almohada. La criatura lloraba, envuelta en un chal, a los pies de la madre.

—¡Ah, pobrecita mía! —exclamó Coupeau, besando a Gervasia—. Y yo que bromeaba no hace ni una hora mientras tú pasabas las de Caín… Pero, dime, estás tan tranquila, sueltas eso en menos tiempo que se necesita para estornudar.

Ella se sonrió débilmente y murmuró:

—Es una niña.

—¡Estupendo! —repuso el plomero, bromeando para animarla—. Yo había encargado una niña y se me ha complacido. Está visto, haces todo cuanto quiero…

Y tomando a la niña continuó:

—Venga que la vea un poco, ¡señorita Souillon! (puerca)… Tiene usted una carita bien negra; pero no hay que apurarse, ya blanqueará; es preciso que sea usted seria y no coquetee, hay que ser juiciosa como papá y mamá.

Gervasia, callada, miraba a su hija con los ojos muy abiertos, un tanto ensombrecidos de tristeza. Bajó la cabeza; habría querido un niño, porque los muchachos se desenvuelven siempre mejor y no corren tantos riesgos en este París. La comadrona tomó la muñeca de manos de Coupeau. Prohibió también a Gervasia que hablara; ya era mala cosa que se hiciera tanto ruido alrededor. Entonces el plomero dijo que sería preciso avisar a mamá Coupeau y a los Lorilleux; pero se moría de hambre, quería comer antes. Fue una contrariedad para la recién parida verle servirse a sí mismo, correr a la cocina, buscar el guiso, comer en un plato sopero y que no encontrase el pan. A pesar de la prohibición se lamentaba, revolviéndose entre las sábanas. Había sido una tonta no pudiendo poner la mesa; el dolor la había tirado al suelo como si la hubieran dado un garrotazo. Su pobre marido dejaría de quererla al verla allí tan descansada y él comiendo tan mal. ¿Estarían las patatas bastante cocidas?… No se acordaba si les había echado sal.

—¡Cállese! —gritó la comadrona.

—¡Oh! no podrá impedirle que se dé mal rato —dijo Coupeau con la boca llena—. Si no estuviera usted aquí, estoy seguro que se levantaría a partirme el pan… Estáte quieta boca arriba, tontona. Si no obedeces, ni en quince días te verás de pie… Está muy bueno tu guisado. Usted comerá conmigo, ¿no es cierto, señora?

La comadrona no aceptó; pero se dispuso a beberse un vaso de vino, porque la había emocionado, decía, encontrar a la infeliz mujer con el bebé sobre la estera. Coupeau marchó por fin a dar la noticia a la familia. Una media hora después vino con toda la gente: mamá Coupeau, los Lorilleux y la señora Lerat, que se encontraba en casa de éstos cuando él llegó. Los Lorilleux, ante la prosperidad de la pareja, estaban muy amables, elogiando a Gervasia desmedidamente, pero dejando escapar gestecillos restrictivos, movimientos de cabeza y de párpados como para posponer su verdadero juicio. En fin, ellos sabían lo que sabían; pero en modo alguno querían ir contra la opinión de todo el barrio.

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