La taberna (19 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La taberna
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Las tardes en que Coupeau se aburría, subía a casa de los Lorilleux, los cuales le compadecían y procuraban atraerle con toda clase de atenciones. En los primeros años de su matrimonio, se les había escapado, gracias a la influencia de Gervasia. Ahora le volvían a atrapar, gastándole bromas sobre el miedo que le causaba su mujer. ¡No era un hombre precisamente! No obstante, los Lorilleux mostraban una gran discreción, celebrando de una manera exagerada los méritos de la planchadora. Coupeau, sin discutir, juraba a ésta que su hermana la adoraba, y le suplicaba que fuese menos huraña con ella. La primera querella del matrimonio surgió una noche con motivo de Esteban. El plomero había pasado la tarde en casa de los Lorilleux. Al volver, como la comida se hacía esperar y los chicos gritaban pidiendo la sopa, agarró bruscamente a Esteban, propinándole un par de cachetes. Y durante una hora estuvo refunfuñando: aquel chicuelo no era suyo y no sabía por qué lo toleraba en casa; acabaría por ponerlo de patitas en la calle. Hasta ese momento había aceptado sin rodeos al muchacho. Al día siguiente hablaba de su dignidad. Tres días después lo trataba a puntapiés, desde la mañana hasta la noche, a pesar de que el chiquillo, en cuanto le oía subir se refugiaba en casa de los Goujet, donde la anciana encajera le reservaba un rinconcito en la mesa para hacer sus deberes.

Hacía largo tiempo que Gervasia había vuelto a trabajar. Ya no se tomaba el trabajo de levantar y volver a colocar el globo del reloj, pues todas sus economías se habían agotado; era preciso trabajar de firme, trabajar para cuatro, pues eran cuatro bocas a la mesa. Ella sola mantenía a toda su gente. Cuando oía que la compadecían, se apresuraba a excusar a Coupeau. ¡Ya ven ustedes, ha sufrido tanto, no es extraño que su carácter se haya agriado! Pero ya le pasaría en cuanto recobrase la salud. Y, si le daban a entender que Coupeau estaba bien y que podía volver al taller, ella se rebelaba. ¡No, no; todavía no! No quería volverle a tener de nuevo en la cama. Bien sabía ella lo que el médico le decía. Ella misma se oponía a que volviera al trabajo, repitiéndole cada mañana que no se apresurase, y hasta de vez en cuando le metía una moneda de un franco en el bolsillo del chaleco. Coupeau aceptaba esto como una cosa natural; se quejaba de toda clase de dolores para hacerse mimar, y, por esta causa, su convalecencia duraba todavía al cabo de seis meses. En cambio, los días en que iba a ver trabajar a los demás entraba con el mayor contento a beberse una copita con sus compañeros; así como así no se estaba tan mal en casa del tabernero; se bromeaba y se pasaba unos minutos, ya que ello no deshonraba a nadie. Los que se las daban de personas graves preferían morirse de sed a la puerta. Tiempo atrás tenían razón los que se burlaban de él, pues un vasito de vino no mató jamás a un hombre. Pero se golpeaba el pecho, alardeando de no beber más que vino, siempre vino, nunca aguardiente; el vino prolongaba la existencia, no indisponía, no emborrachaba, no hacía perder la salud. Sin embargo, varias veces, después de estos días de vagancia, pasados de taller en taller y de taberna en taberna, había vuelto completamente «alumbrado». Gervasia, cuando esto sucedía, cerraba su puerta, pretextando un fuerte dolor de cabeza para impedir que los Goujet oyesen las tonterías de Coupeau.

Poco a poco, sin embargo, la joven fue perdiendo la alegría. Por la mañana y por la tarde iba a la calle de la Goutte-d'Or a ver la tienda que estaba aún sin alquilar; y se ocultaba como si hubiera cometido una niñería indigna de una persona mayor. Aquella tienda volvía a ser su obsesión; por la noche, cuando la luz estaba apagada, encontraba el encanto de un placer prohibido en soñar con ella, con los ojos abiertos. Volvía a hacer sus cálculos: doscientos cincuenta francos para el alquiler, ciento cincuenta francos de útiles de trabajo e instalación, cien francos adelantados para vivir quince días; total quinientos francos, por lo menos. Si no hablaba de ello en voz alta, continuamente, era por el temor de que creyeran que echaba de menos las economías invertidas en la enfermedad de Coupeau. Palidecía enormemente con frecuencia ante el temor de dejar escapar su deseo, y retiraba su frase con la confusión de un mal pensamiento. Ahora sería preciso trabajar cuatro o cinco años antes de ahorrar una suma tan grande. Su desolación residía precisamente en no poder establecerse en seguida; habría podido subvenir a las necesidades de la casa sin contar con Coupeau, a quien podría dejar meses y meses hasta que volviese a tomar gusto al trabajo. Se hubiera tranquilizado de este modo, segura del porvenir, libre de miedos secretos, de los que se sentía sobrecogida algunas veces, cuando él volvía muy alegre, cantando, y refiriendo alguna broma pesada del animal de Mes-Bottes, a quien había convidado un litro de vino.

Una noche en que Gervasia se encontraba sola en su casa, Goujet entró y no se retiró como de costumbre. Se había sentado y fumaba mirándola. Debía tener algo grave que decirle; le daba vueltas, le maduraba, sin poder darle una forma conveniente. Por último, después de un embarazoso silencio, se decidió, y retiró su pipa de la boca para decirlo todo de un tirón.

—Señora Gervasia, ¿me permitiría usted que le prestara dinero?

Ella estaba inclinada sobre un cajón de la cómoda buscando unos trapos. Se levantó roja como una amapola. ¿La habría visto, pues, por la mañana, permanecer en éxtasis ante la tienda, durante más de diez minutos? Él sonreía, con aire embarazado, como si le hubiera hecho una proposición humillante. Ella rehusó vivamente; no aceptaría jamás dinero sin saber cuándo podría devolverlo. Además, se trataba de una cantidad importante. Y, como insistiera, consternada, exclamó:

—Pero, ¿y su boda? De ninguna manera puedo aceptar el dinero destinado a su casamiento.

—¡Oh! no le inquiete a usted eso —respondió enrojeciendo él a su vez—. Ya no me caso; tengo mi idea… prefiero prestarle a usted el dinero.

Los dos bajaron la cabeza. Mediaba entre ellos algo muy dulce que no se decían. Y Gervasia acabó por aceptar. Goujet ya había hablado del asunto con su madre; atravesaron el rellano y fueron a verla en seguida. La encajera estaba seria, un poco triste, su rostro sereno inclinado sobre el bastidor. No quería contrariar a su hijo, pero no aprobaba el proyecto de Gervasia, y dijo claramente por qué: Coupeau andaba muy mal, Coupeau le comería la tienda. Lo que menos le perdonaba al plomero era haberse rehusado a aprender a leer durante su convalecencia; el herrero se había ofrecido a enseñarle, pero el otro lo había despachado con cajas destempladas, acusando a la ciencia de debilitar a la humanidad. Esto casi había roto la amistad de los dos obreros, y cada uno iba por su lado. Por otra parte, la señora Goujet, viendo las miradas suplicantes de su hijo, se mostró muy amable con Gervasia. Se convino en que se prestarían quinientos francos a los vecinos; los reembolsarían en plazos de veinte francos mensuales.

—¡Dime! ¡El herrero te hace carantoñas! —exclamó Coupeau riendo cuando supo el asunto—. ¡Oh! pero estoy bien tranquilo, ¡es tan simplón!… Le devolveremos su dinero, mas si no fuéramos gente decente saldría lindamente estafado.

Al día siguiente los Coupeau alquilaron la tienda. Gervasia corrió durante todo el día de la calle Nueva a la calle de la Goutte-d'Or. En el barrio, al verla pasar así, ligera, entusiasmada hasta el punto de no cojear, decían que debía haberse hecho una operación.

Capítulo V

Dio la casualidad que los Boche, al finalizar abril, habían abandonado la calle de Poissonniers y conseguido la portería de la gran casa de la calle de la Goutte-d'Or. ¡Qué feliz coincidencia! Uno de los temores de Gervasia, que había vivido tan tranquila sin portera en su zaquizamí de la calle Nueva, era caer bajo la sujeción de alguna mala bestia con la que habría que estar todo el día en danza por un poco de agua que cayera, o por cerrar la puerta con estrépito por la noche. ¡Son de tan mala ralea los porteros! Pero con los Boche estaría encantada. Se conocían y se entenderían siempre. En fin, que estarían como en familia. El día que la alquilaron, en el momento de firmar el contrato, Gervasia se sintió con el corazón henchido de alegría al pasar bajo la puerta. Iba por fin a habitar aquella casa grande como una ciudad, que se extendía mezclando y entrecruzando la red de sus escaleras y corredores. Las fachadas grises, con los pingajos secándose al sol; el patio descolorido, con su aspecto de plaza pública por su pavimento levantado, y el murmullo de trabajo que salía de las paredes le causaba inmensa turbación. En cambio, ahora, la invadía una inmensa emoción al pensar que iba a triunfar y a verse libre de aquella enorme lucha contra el hombre cuyo mugido oía. Le parecía emprender una gran tarea, arrojarse en medio de una gran máquina en movimiento, mientras que los martillos del cerrajero y las garlopas del ebanista golpeaban y silbaban en el fondo de los talleres de la planta baja. Aquel día las aguas de la tintorería, deslizándose bajo el porche eran de un verde manzana muy claro; Gervasia saltó por encima, sonriente; en este color veía un feliz presagio.

La cita con el propietario se efectuaba en la misma habitación de los Boche. El señor Marescot, un gran fabricante de cuchillos de la calle de la Paz, había dado vueltas antaño a la rueda de amolar a lo largo de las aceras. Pero en esta época se le tenía por persona de muchos millones. Era un hombre de cincuenta y cinco años, fuerte, seco, condecorado, que exhibía sus manazas de antiguo obrero; una de sus delicias era llevarse los cuchillos y las tijeras de sus inquilinos para afilarlos por sí mismo, cosa que hacía por gusto. Pasaba por no ser orgulloso, porque durante horas enteras charlaba con sus porteros, oculto en la sombra de su portería, tomando las cuentas. Allí ventilaba todos sus asuntos. Los Coupeau le encontraron ante la mesa grasienta de la señora Boche, escuchando como la costurera del segundo, de la escalera A, se había negado a pagar, soltando una palabra indecente. Cuando hubo firmado el contrato dio un apretón de manos al plomero; estimaba mucho a los obreros. En otro tiempo las había pasado negras. Pero el trabajo lo vencía todo. Y después de haber contado los doscientos cincuenta francos del primer semestre, que sepultó en su bolsillo, narró su vida y mostró su condecoración.

Gervasia, entretanto, se encontraba desconcertada viendo la actitud de los Boche, quienes hacían como que no la conocían. Se humillaban ante el propietario, doblando el espinazo, esperando sus palabras y aprobándolas con la cabeza. La señora Boche salió vivamente para despachar a una banda de chiquillos que chapoteaban delante de la fuente, cuyo grifo del todo abierto inundaba el empedrado; y cuando volvió, tiesa y severa en su papel, atravesó el patio lanzando lentas miradas a todas las ventanas, como para asegurarse del buen orden de la casa y frunció los labios para hacer ver la autoridad de que estaba investida, ahora que tenía, bajo ella, trescientos inquilinos nada menos. Boche volvió a hablar de la costurera del segundo; él creía que había que expulsarla; calculaba los alquileres atrasados, con una importancia de intendente cuya gestión podía verse comprometida. El señor Marescot aprobó la idea de expulsión; pero quería esperar hasta la mitad del nuevo trimestre. Era algo duro poner a las gentes en la calle, tanto más cuanto que con esto no metía ni un céntimo en el bolsillo. Y Gervasia, con un ligero estremecimiento, se preguntaba si le echarían a ella también el día en que la desgracia le impidiera pagar. La portería, ahumada y llena de muebles negros, rezumaba de humedad y era oscura como una bodega; delante de la ventana, toda la luz caía sobre el banco del sastre en el que colgaba una vieja levita para darle la vuelta, mientras que Paulina, la pequeñuela de los Boche, una niña de cuatro años, de pelo rojizo, sentada en el suelo, miraba ansiosamente cómo se cocía un trozo de ternera, envuelta en aquel fuerte olor de grasa que subía de la sartén.

El señor Marescot tendió de nuevo la mano al plomero cuando éste le habló da las reparaciones, recordándole su promesa verbal de charlar de esto alguna vez; pero el propietario se enfadó. Él no se había comprometido a nada; por otra parte, no se hacían nuevas reparaciones en una tienda. No obstante, consintió en ir a verla, seguido de los Coupeau y de Boche. El mercerillo se había marchado llevándose todos los estantes y mostradores; la tienda, desmantelada, mostraba su techo negro, paredes agrietadas, de las que colgaban jirones de un viejo papel amarillo. Allí, en el vacío sonoro de las habitaciones, se entabló una discusión furiosa. El señor Marescot gritaba que correspondía a los comerciantes embellecer sus tiendas, pues a fin de cuentas un comerciante podía pretender que se le adornaran todo con oro, y el propietario, no tenía por qué acceder; contó su propia instalación en la calle de la Paz, donde había gastado más de veinte mil francos. Gervasia, con su testarudez femenina, repetía un razonamiento que le parecía irrefutable: en una habitación particular, ¿haría poner papel? Entonces, ¿por qué no consideraba la tienda como una vivienda? No le pedía otra cosa sino que blanqueara el techo y empapelara las paredes.

Boche, entretanto, permanecía impenetrable y digno; volvíase de un lado a otro, miraba el espacio, sin declararse a favor de nadie. Por más que Coupeau le guiñase los ojos, afectaba no querer abusar de su gran influencia sobre el propietario. Acabó, sin embargo, por dejar escapar una especie de mueca, una sonrisita acompañada de un movimiento de cabeza. Precisamente, el señor Marescot, exasperado, con aire malhumorado, separando sus diez dedos como una garra de avaro al cual se arranca su oro, cedía a la petición de Gervasia, prometiendo el techo y el empapelado a condición de que ella pagara la mitad del papel. Se apartó rápidamente, no queriendo oír hablar más de este asunto.

Cuando Boche estuvo solo con los Coupeau les dio golpecitos en las espaldas, muy efusivos. ¡Eh!, ¿qué tal? Si no hubiera sido por él no tendrían nunca ni el papel ni el techo. ¿No habían notado como el propietario le había consultado con el rabillo del ojo y se había decidido bruscamente, viéndole, sonreír? Confidencialmente confesó ser el verdadero dueño de la casa: él despedía a los inquilinos, alquilaba las habitaciones si las personas le agradaban: cobraba los alquileres que guardaba durante quince días en su cómoda. Por la noche, los Coupeau, para dar las gracias a los Boche, creyeron de buen gusto enviarles dos litros de vino, pues bien merecían un regalo. Desde el lunes siguiente, los obreros se pusieron a trabajar en la tienda. La compra del papel fue de gran complicación. Gervasia quería un papel gris con flores azules para dar claridad y alegría a las paredes. Boche le ofreció acompañarla para que ella eligiera, pero como tenía órdenes terminantes del propietario, no podía pasar de setenta y cinco céntimos el rollo. Una hora estuvieron en la tienda: la planchadora insistiendo siempre en un color persa muy bonito de noventa céntimos, y se desesperaba porque encontraba los demás papeles espantosos. Por último, el portero cedió. Él arreglaría la cosa, contando un rollo más si fuera preciso. Gervasia, al volver, compró unos pasteles para Paulina; no le gustaba quedarse atrás. Los que la complacían salían siempre beneficiados.

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