—¿Cómo, cómo? —balbuceó la madre.
—Sí, nunca te he hablado de ello, porque ni me iba ni me venía; pero no te importaba mucho, yo te he visto andar muy a menudo en camisa, allá, abajo, cuando papá roncaba… Esto no te agrada, pero agrada a los demás. ¡Déjame en paz! Más valdría que no me hubieses dado el ejemplo.
Gervasia se quedó pálida, con las manos temblorosas, dando vueltas de un lado a otro sin saber lo que hacía, mientras que Nana, boca abajo, estrechando la almohada entre los brazos, caía de nuevo en el entorpecimiento de su sueño de plomo.
Coupeau gruñía sin ocurrírsele ya repartir bofetadas. Perdía el control completamente y, en realidad, no había que tratarle de padre sin moralidad, pues la bebida le quitaba toda conciencia del bien y del mal.
Ahora ya se sabía. No se quitaba la borrachera de encima en seis meses, recaía y volvía a Santa Ana; ¡una temporada de campo para él! Los Lorilleux decían que el señor duque de Matarratas se iba a sus propiedades. Al cabo de algunas semanas salía del asilo, reparado, remachado y recomenzaba a desvencijarse, hasta el día en que volvía a recaer y sentía necesidad de otra reparación. En tres años entró varias veces de este modo en el hospital. En el barrio decían que se le tenía reservada su celda. Pero lo peor del caso era que aquel borracho porfiado se estropeaba más cada vez; de tal forma que, de caída en caída, podía preverse la cabriola final, el último estallido de aquel tonel enfermo, cuyos aros crujían los unos contra los otros.
No había que olvidar su físico; parecía un fantasma. El veneno le iba minando despiadadamente. Su cuerpo, embebido de alcohol, se encogía como los fetos encerrados en frascos que se ven en las farmacias. Cuando se ponía delante de una ventana, veíase la claridad al través de sus costillas de flaco que estaba. Con las mejillas hundidas, los ojos repugnantes, llorando la cera suficiente para suministrar una catedral, no conservaba más que su nariz floreciente, hermosa y colorada, semejante a un clavel en medio de su devastada carátula. Los que sabían su edad, cuarenta años cumplidos, sentían cierto escalofrío cuando le veían pasar, encorvado, vacilante, viejo como las calles. El temblor de sus manos iba en aumento, sobre todo su mano derecha temblaba de tal manera que, algunos días, tenía que agarrar su vaso con las dos para llevárselo a los labios. ¡Aquel diablo de temblor!… Era lo único que le molestaba en medio de su embrutecimiento general. Oíasele dirigir feroces injurias a sus manos. Otras veces se le veía durante horas enteras contemplando la danza de ellas, mirándolas saltar como ranas, sin decir nada, sin ni siquiera enfadarse, como si quisiera buscar el mecanismo interior que las hacía juguetear de aquella manera. Una noche Gervasia lo encontró así con dos gruesas lágrimas corriéndole por sus tostadas mejillas de borracho.
El último verano, durante el cual Nana arrastró en casa de sus padres los restos de sus noches, fue muy malo, sobre todo para Coupeau. Su voz cambió completamente, como si el aguardiente hubiera puesto una música nueva en su garganta. Se quedó sordo de un oído. Transcurridos algunos días se le acortó la vista; tenía que agarrarse a la ranura de la escalera si no quería rodar. En cuanto a su salud, se estancaba como suele decirse. Tenía dolores de cabeza espantosos, vértigos que le hacían ver las estrellas. De repente le acometían dolores agudos en los brazos y en las piernas; palidecía y tenía que sentarse, permanecía en una silla, embrutecido, durante horas enteras; incluso después de una de aquellas crisis había tenido un brazo paralizado durante todo el día. Muchos fueron los días en que tuvo que guardar cama; se hacía un ovillo y ocultábase bajo las sábanas, con la fuerte respiración de un animal que padece. Entonces, las extravagancias de Santa Ana recomenzaban. Desconfiado, inquieto, atormentado por una fiebre ardiente, se revolcaba en furiosas locuras; desgarraba la blusa, mordía los muebles con su quijada convulsa; o bien le asaltaba un gran enternecimiento, haciendo exclamaciones de niña, sollozando y lamentándose de que nadie le quería. Una noche en que Gervasia y Nana volvían juntas, no le encontraron en la cama; en su lugar había acostado a la almohada. Cuando dieron con él, estaba escondido entre la cama y la pared, dando diente con diente y diciendo que unos hombres iban a venir a asesinarle. Las dos mujeres tuvieron que acostarlo y tranquilizarlo como a un niño.
Coupeau no reconocía otra medicina que echarse al coleto su cuartillo de aguardiente, un bastonazo en el estómago que le ponía de pie. De aquella manera se curaba la flema todas las mañanas. Su memoria había huido desde hacía mucho tiempo, su cráneo estaba vacío; y en cuanto se tenía de pie se burlaba de la enfermedad; él nunca se haba sentido enfermo. Estaba en ese punto en que, aun reventando, diría que se hallaba bien. Para todo andaba lo mismo. Cuando Nana regresaba después de un paseo de seis semanas, parecíale que volvía a hacer un recado en el barrio. Muy a menudo, apoyada en el brazo de algún hombre, le encontraba y bromeaba con él, sin que la reconociera. En fin, para ella como si no existiera; si no hubiera encontrado silla se podía haber sentado encima de él.
Fue durante las primeras heladas cuando Nana hizo otra escapatoria con el pretexto de ir a ver si la frutera tenía peras cocidas. Olía al invierno y no quería dar diente con diente delante de la apagada estufa. Los Coupeau la trataron tan sólo de animal, porque estaban esperando las peras. Sin duda volvería. El invierno anterior había empleado tres semanas para ir por diez céntimos de tabaco. Pero los meses transcurrieron y la pequeña no aparecía. Aquella vez debía haber emprendido un buen galope. Cuando junio llegó, tampoco vino con el sol. Decididamente había terminado; habría encontrado pan blanco en alguna parte. Los Coupeau, un día de gran miseria, vendieron la cama de hierro de la muchacha, seis francos juntos que se bebieron en Saint-Ouen. Aquella cama les estorbaba.
Una mañana de julio Virginia llamó a Gervasia, que pasaba por delante de la puerta, y le rogó que echara una mano para lavar la vajilla, porque la víspera Lantier había traído a dos amigos a comer. Y mientras Gervasia lavaba sus platos, bien llenos de grasa con el festín del sombrerero, éste que aún estaba haciendo la digestión, gritó de repente:
—¿No sabe usted, señora madre, que vi a Nana el otro día?
Virginia, sentada en el mostrador, con cara preocupada y mirando a los frascos y a los cajones que se vaciaban, movió furiosamente la cabeza. Se contenía para no hablar demasiado; pues aquello ya empezaba a oler mal. Lantier veía a Nana demasiado a menudo. No habría puesto las manos en el fuego; aquel hombre era capaz de todo cuando unas faldas se le metían en la cabeza. La señora Lerat, que acababa de entrar, muy amiga de Virginia entonces y cuyas confidencias recibía, hizo su mueca llena de desenvoltura y preguntó:
—¿Y en qué sentido la vio usted?
—En el buen sentido —contestó el sombrerero, halagado, riendo y retorciéndose el bigote—. Iba en coche y yo andaba chapoteando por el arroyo… ¡Se lo juro! No hay que asustarse, pues los hijos de familia que la tratan de cerca son la mar de felices.
Su mirada se había animado, se volvió hacia Gervasia que permanecía de pie en el fondo de la tienda fregando un plato:
—Sí, iba en coche y con un traje precioso… Me costó trabajo reconocerla, de tal modo se parecía a una dama de rango, con sus dientes blancos en la carita fresca como una flor. Ella fue la que me saludó con el guante… Creo que tiene un vizconde, ¡muy lanzada! Ya puede reírse de nosotros; le rebosa la dicha por encima de la cabeza, a esa monada… No tienen idea de una gatita semejante.
Tanto tiempo estuvo Gervasia limpiando el plato que quedó reluciente por mucho tiempo. Virginia reflexionaba inquieta por dos pagarés que no sabia cómo liquidar al día siguiente; mientras que Lantier, gordo, sudando el azúcar de que se alimentaba, llenaba con su entusiasmo por las mocitas bien vestidas de la tienda de confitería fina que se había comido ya en sus tres cuartas partes y donde se sentía el olor de ruina. Apenas había algunas almendras que roer, algunos terrones de azúcar que chupar para terminar con el comercio de los Poisson. De repente vio en la acera de enfrente al guardia que estaba de servicio y que pasaba abotonado hasta el cuello y con el sable golpeándole los muslos. Aquello le divirtió mucho y obligó a Virginia a mirar a su marido.
—Muy bien, ¡qué buena cabeza tiene hoy Badinguet! ¡Atención! Aprieta demasiado las nalgas, se conoce que se ha pegado un ojo de cristal en cierta parte para sorprender a la gente.
Cuando Gervasia subió a su casa encontró a Coupeau sentado en el borde de la cama, sumido en la estupidez de una de sus crisis. Miraba al suelo con sus ojos mortecinos. Entonces se sentó ella también en una silla, con los miembros rotos y con las manos cayéndole a lo largo de su sucia falda. Y durante un cuarto de hora permaneció así delante de él, sin decir nada.
—He tenido noticias —murmuró por fin—. Han visto a tu hija… Sí; tu hija es muy elegante y ya no tiene necesidad de ti. ¡Ella sí que es feliz!… ¡Válgame Dios, cuánto daría yo por verme en su lugar!
Coupeau seguía mirando al suelo. Después levantó su extenuado semblante, con una risa idiota, balbuceando:
—Pues mira, paloma, yo no te retengo… No estás del todo mal cuando te lavas la cara. Ya sabes, como se dice: ¡no falta un roto para un descosido! Vaya, ¡si aquello nos sacara los pies de las alforjas!
Debió de ser el sábado después del vencimiento del alquiler, sobre el 12 o el 13 de enero, Gervasia no lo recordaba a punto fijo. Perdía la noción de todo, porque hacía siglos que no entraba nada caliente en su cuerpo. ¡Qué semana tan trágica! Limpia completa, dos panes de cuatro libras el martes, que habían durado hasta el jueves; después una corteza seca encontrada la víspera, y ni una miga de pan desde hacía treinta y seis horas. Lo que sabía es que sentía a sus espaldas un tiempo de perros, un frío negro, un cielo plomizo como el culo de una sartén, lleno de nieve que se obstinaba en no caer. Cuando se tiene el invierno y el hambre metido en las tripas ya se puede uno apretar el cinturón, con eso no se alimenta gran cosa.
Tal vez por la noche Coupeau traería dinero. Decía que trabajaba. Era posible, aunque engañada, muchas veces había terminado por contar con aquel dinero. Ella ya no encontraba ni un trapo para lavar en todo el barrio; hasta una vieja señora, en cuya casa hacía la limpieza, acababa de despedirla, acusándola de que se bebía sus licores. No la querían en ninguna parte, porque ya la conocían, lo que no le molestaba, pues estaba ya embrutecida de tal modo que prefería morir a mover los dedos. Si al fin Coupeau llevase su salario comerían algo caliente. Y, entretanto, como no habían dado aún las doce, permanecía echada sobre el jergón, porque así sentía menos frío y menos hambre.
Gervasia llamaba a aquello jergón, pero a decir verdad no era más que un montón de paja tirado en un rincón. Poco a poco la cama había desfilado por la casa del prendero del barrio. Primero, en los días más apurados, había descosido el colchón del que sacaba puñados de lana que se llevaba bajo el delantal y vendía a medio franco la libra en la calle de Belhomme. A continuación, el colchón vacío, lo vendió por un franco y medio, una mañana, para pagar su café. Siguieron las almohadas y el almohadón. Quedaba la madera de la cama, que no podía llevar bajo el brazo, por los Boche, que habrían alborotado la casa si hubieran visto que volaba la garantía del propietario. A pesar de eso, una noche, ayudada por Coupeau, atisbó a los Boche, que iban a cenar, y sacó con toda tranquilidad la cama, pieza por pieza; los banquillos, las cabeceras y el tablero, de fondo. Con los diez francos de esta limpia guisaron tres días. ¿Acaso no bastaba con el jergón? Hasta la tela de éste fue a reunirse con la del colchón; así acabaron de comerse la cama, tomando una indigestión de pan, después de un hambre de veinticuatro horas. Amontonaban la paja de un escobazo, revolvían el polvo y aquello no resultaba más sucio que otra cosa cualquiera.
Sobre el montón de paja, Gervasia, completamente vestida, se mantenía como gatillo de escopeta, con las piernas recogidas bajo sus andrajos para tener más calor. Y hecha un ovillo, con los ojos abiertos completamente, daba vueltas a ideas nada divertidas aquel día. ¡No se podía seguir viviendo así, sin comer, Virgen Santa! Ya no sentía hambre, sólo sentía un peso de plomo en el estómago, en tanto que el cráneo le parecía vacío. Como era natural, entre aquellas cuatro paredes no podía encontrar motivos de alegría, una verdadera perrera donde los perrillos que llevan su piel a modo de gabán por las calles no hubieran permanecido ni un momento. Con sus pálidos ojos miraba las paredes desnudas; desde hacía mucho tiempo el Monte de Piedad había acabado con todo. Quedaba la cómoda, la mesa y una silla, y de eso, los cajones y el mármol de la cómoda se habían evaporado de la misma manera que la cama. Un incendio no habría limpiado mejor todo aquello: las baratijas se habían fundido, comenzando por el reloj de doce francos, hasta las fotografías de la familia cuyos marcos se los había comprado una prendera muy complaciente a la que llevaba una cacerola, una plancha, un peine, y le daba veinte, quince, diez céntimos, según el objeto, con lo que podía subir a casa un pedazo de pan. Ya no quedaba más que un par de despabiladeras rotas, por las que la prendera no le quería dar ni un céntimo. ¡Si pudiera vender la basura, el polvo y la suciedad, habría abierto tienda, pues el cuarto era todo una porquería! No veía más que telas de araña por los rincones, que quizá sean buenas para las cortaduras, pero que no hay todavía comerciante que las compre. Entonces, con la cabeza rota, sin ninguna esperanza de vender algo, se acurrucaba más en el jergón, prefiriendo contemplar por la ventana el cielo cargado de nieve en un día triste que le helaba la médula de los huesos.
¡Qué vida! ¿Para qué pensar y trastornarse el cerebro? ¡Si siquiera hubiera podido dormir! Pero su asquerosa pocilga le daba vueltas por la cabeza. El señor Marescot, el propietario, había venido la víspera, para decirle que los echaría si no pagaban los dos trimestres en ocho días. Pues bien, que los expulsara, no estarían peor en la calle. ¡Hay que ver ese marrano, con su abrigo y sus guantes de lana, subiendo a hablarles de alquileres, como si tuviesen una bolsa oculta en algún lado! ¡Hijo de perra! En lugar de ahogarle, ella hubiera comenzado por meterle algo entre pecho y espalda. A aquel tío panzudo lo tenía sentado donde ya se figurarán; lo mismo que al animal de su marido, que no podía volver a casa sin pegarla; se lo metía en el mismo sitio que al propietario. En aquel momento, tal sitio debía estar enormemente ancho, pues enviaba allí a todo el mundo, de esa manera habría querido desembarazarse de todos. Siempre salían a golpes. Coupeau tenía un garrote que llamaba su abanico de borricas, y abanicaba a su mujer que había que ver. La hacía sudar hasta salir nadando. Ella, que tampoco era muy buena, mordía y arañaba. Entonces, en la vacía habitación se pegaban a gusto, de manera que hasta se les pasaba la gana de pan. Pero ella terminó importándole tan poco aquello como lo demás. Ya podía Coupeau hacer el vago semanas enteras, echar canas al aire durante meses, volver a casa completamente bebido, quererle pegar…; ¡ya se había acostumbrado! Lo encontraba pesado, nada más. Y precisamente aquellos días era cuando más se lo metía en el trasero. Sí, en el trasero, a aquel puerco de hombre, en el trasero a los Lorilleux, a los Boche y a los Poisson; en el trasero al barrio entero que la despreciaba. Todo París entraba allí, y ella lo hundía más con una palmada, con gesto de suprema indiferencia, feliz y vengada a un tiempo, por tenerlos metidos en semejante lugar.