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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga,Policíaco

La telaraña

BOOK: La telaraña
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Clarissa, la esposa de un diplomático del Foreign Office, es proclive a soñar despierta. Suponiendo que un día encontrara un cadáver en la biblioteca, ¿qué haría?, se pregunta. Clarissa tiene la oportunidad de averiguarlo cuando un día descubre un cuerpo en la sala de su casa. Desdesperada por deshacerse de él antes de que llegue su marido con un importante político extranjero, intenta convencer a sus tres invitados para que la ayuden y se conviertan así en sus cómplices. Cuando empieza a indagar en su entorno para descubrir al asesino, se ve sorprendida por la llegada de un inspector de policía que ha recibido una llamada anónima, y que necesita ser convencido de que allí no se ha cometido ningún asesinato… Una brillante novelización de una de las obras teatrales de mayor éxito de Agatha Christie; una historia desengaño y muerte que entusiasmará a los seguidores de la inolvidable autora.

Agatha Christie

La telaraña

ePUB v1.0

cgomez
19.05.12

Título original:
Spider's Web

Agatha Christie, Plaza y Janes, 2001

Traducción: Sonia Tapia

ePub base v2.0

Capítulo 1

Copplestone Court, la elegante casa de campo del siglo xviii de Henry y Clarissa Hailsham-Brown, erigida entre las suaves colinas de Kent, era hermosa incluso en un atardecer lluvioso de marzo. En el salón de la planta baja, con su mobiliario de buen gusto y sus cristaleras al jardín, se encontraban dos hombres junto a una consola en la cual había una bandeja con tres copas de oporto, cada una numerada con una etiqueta adhesiva: una, dos, tres. Sobre la mesa se veía también lápiz y papel.

Sir Rowland Delahaye, un hombre de aspecto distinguido de poco más de cincuenta años, de modales encantadores y cultivados, se sentó en el brazo de una cómoda butaca y dejó que su compañero le vendara los ojos. Hugo Birch, un sesentón de modales algo bruscos, le puso a continuación en la mano una de las copas de la mesa. Sir Rowland bebió un sorbo, reflexionó un instante y dijo:

—Yo diría que… Sí, definitivamente es el Dow del cuarenta y dos.

Hugo dejó la copa en la mesa.

—Dow del cuarenta y dos —murmuró, tomando nota en el papel.

Sir Rowland probó la segunda copa. Aguardó un momento, tomó otro sorbo y asintió con la cabeza.

—Ah, sí —afirmó convencido—. Es un oporto exquisito. No hay duda alguna. —añadió después de un tercer trago—: Cockburn del veintisiete.

Devolvió la copa a Hugo y prosiguió:

—Sólo a Clarissa se le ocurre malgastar una botella de Cockburn del veintisiete en un experimento tan tonto como este. Es un auténtico sacrilegio. Claro que las mujeres no entienden de oporto.

Hugo anotó su veredicto en el papel y le ofreció la tercera copa. Sir Rowland reaccionó de inmediato tras el primer sorbo.

—¡Aj! —exclamó asqueado—. Vino Ruby de clase oporto. No me explico cómo Clarissa tiene en casa una cosa así. Bueno, tu turno.

Hugo se quitó sus anteojos de montura de carey y dejó que sir Rowland le vendara los ojos.

—Supongo que emplea el oporto barato para hacer estofado de liebre o enriquecer las sopas —apuntó—. No concibo que Henry le permita ofrecerlo a los invitados.

—Ya está —Sir Rowland terminó de atar la venda—. Quizá debería darte tres vueltas, como en el juego de la gallina ciega —añadió mientras guiaba a Hugo hasta la butaca.

—Eh, con cuidado —protestó su amigo.

—¿Listo?

—Sí.

—Entonces cambiaré el orden de las copas —anunció sir Rowland.

—No hace falta. ¿Crees que voy a dejarme influir por tus opiniones? Soy tan buen catador de oporto como tú, amigo mío.

—No estés tan seguro. En cualquier caso, toda precaución es poca —insistió sir Rowland.

Justo cuando estaba a punto de ofrecer una copa a Hugo, entró en la sala desde el jardín el tercero de los invitados de los Hailsham-Brown. Jeremy Warrender, un atractivo joven de unos veinticinco años, se dirigió jadeando hacia el sofá.

—¿Qué demonios os traéis entre manos? —preguntó mientras se quitaba el impermeable y la chaqueta—. ¿Jugáis a los triles con copas?

—¿Qué ocurre? —quiso saber Hugo—. Parece que alguien haya metido un perro en la habitación.

—Es sólo el joven Warrender —le tranquilizó sir Rowland—. Compórtate.

—Ah, pues parecía un perro persiguiendo un conejo.

—He ido tres veces a la verja del refugio con el impermeable encima —explicó Jeremy, dejándose caer en el sofá—. Por lo visto el ministro herzoslovaco lo hizo en cuatro minutos cincuenta y tres segundos, cargado con el peso de su impermeable. Yo sin embargo, por mucho que he corrido, no he podido bajar de los seis minutos diez segundos. Y tampoco me creo que él lo consiguiera. Sólo Chris Chataway sería capaz de lograr ese tiempo, con o sin impermeable.

—¿Quién te ha dicho lo del ministro herzoslovaco?

—Clarissa.

—¡Clarissa! —exclamó sir Rowland con una risita.

—Clarissa… —resopló Hugo—. No deberías hacer ningún caso de lo que te diga Clarissa.

—Me temo que no conoces muy bien a tu anfitriona, Warrender —prosiguió sir Rowland—. Es una joven con una imaginación desbordante.

Jeremy se levantó.

—¿Me estás diciendo que se lo ha inventado todo? —preguntó indignado.

—Bueno, yo no lo descartaría —respondió sir Rowland mientras ofrecía una copa a Hugo—. Y desde luego sería una broma muy propia de ella.

—¿Es eso cierto? Ya le ajustaré yo las cuentas a esa joven —masculló Jeremy—. Me va a oír. Dios mío, estoy agotado.

—Deja de resoplar como una morsa —se quejó Hugo—. Estoy intentando concentrarme. Hay cinco libras en juego. Roly y yo tenemos una apuesta.

—¿De qué se trata? —Jeremy había vuelto a sentarse en un brazo del sofá.

—Se trata de decidir quién es mejor catador de oporto. Tenemos Cockburn del veintisiete, Dow del cuarenta y dos y el especial de la tienda local. Ahora silencio. Esto es importante. —Bebió un sorbo y murmuró sin comprometerse—: Mmmm. Aah.

—¿Y bien? —inquirió sir Rowland—. ¿Has decidido ya?

—No me apures, Roly. No tengo ninguna intención de precipitarme. Dame la siguiente.

Después de probar la segunda copa anunció:

—Sí, de estos dos estoy muy seguro —Volvió a olfatear el vino—. El primero es el Dow —decidió, tendiendo una de las copas—. El segundo es el Cockburn.

—Copa número tres, el Dow. Copa número uno, el Cockburn —repitió sir Rowland mientras tomaba nota.

—Es evidente que no hace falta catar la tercera, pero de todas formas lo haré.

—Aquí tienes.

Después de un sorbo Hugo lanzó una exclamación de asco.

—¡Aah! Una porquería indescriptible —aseveró, limpiándose los labios con un pañuelo—. Voy a tardar más de una hora en quitarme el regusto de la boca —se quejó—. Sácame esto, Roly.

—Deja —se ofreció Jeremy, que se acercó a desanudar la venda mientras sir Rowland bebía con gesto pensativo de la tercera copa.

—¿Eso es lo que crees, Hugo? Dices que la copa número dos es el especial de la tienda. ¡Tonterías! Es el Dow del cuarenta y dos, sin duda.

Hugo se guardó la venda en el bolsillo.

—Bah, has perdido el paladar, Roly.

—Dejadme probarlo. —Jeremy cató el vino de las tres copas. Se detuvo un momento, volvió a beber y por fin admitió—: Bueno, a mí me saben todos igual.

—¡Ah, los jóvenes! —se lamentó Hugo—. Es la condenada ginebra que bebéis. Os arruina por completo el paladar. Las mujeres no son las únicas que no aprecian el oporto. Hoy en día tampoco lo aprecia ningún hombre de menos de cuarenta.

Antes de que Jeremy tuviera ocasión de contestar, se abrió la puerta de la biblioteca y entró Clarissa Hailsham-Brown, una hermosa mujer morena que rondaba la treintena.

—Hola, queridos —saludó—. ¿Ya habéis terminado?

—Sí, Clarissa —replicó sir Rowland—. Estamos listos.

—Estoy seguro de que tengo razón —dijo Hugo—. El número uno es el Cockburn, el dos es el vino malo y el tres es el Dow. ¿No es así?

—Tonterías —exclamó sir Rowland antes de que Clarissa pudiera contestar—. El número uno es el vino malo, el dos es el Dow, y el tres el Cockburn. ¿Estoy en lo cierto?

—¡Queridos! —Clarissa besó primero a Hugo y luego a sir Rowland—. Llevad la bandeja al comedor. Veréis la licorera en el aparador —Sin dejar de sonreír cogió un bombón de una caja sobre una mesita auxiliar.

Sir Rowland se detuvo con la bandeja en la mano.

—¿La licorera? —preguntó con recelo.

Clarissa se sentó en el sofá.

—Sí, sólo una licorera —rió—. Las tres copas son del mismo oporto.

Capítulo 2

La declaración de Clarissa produjo distintas reacciones. Jeremy estalló en carcajadas y se acercó a darle un beso. Sir Rowland se la quedó mirando atónito, mientras que Hugo no lograba decidir qué actitud tomar.

—¡Clarissa! ¡Eres una farsante sin escrúpulos! —exclamó por fin sir Rowland, aunque con tono cariñoso.

—Bueno, como esta tarde llovía y no habéis podido jugar a golf… tenía que entreteneros. Y no me negarás que os habéis entretenido, ¿verdad?

—¡Santo cielo! Debería darte vergüenza poner en evidencia a tus mayores. Resulta que el único que ha averiguado que era el mismo vino ha sido el joven Warrender.

Hugo acompañó riendo a sir Rowland hasta la puerta.

—¿Quién decía que reconocería en cualquier parte el Cockburn del veintisiete? —preguntó, pasándole el brazo por los hombros.

—Déjalo, Hugo —replicó sir Rowland con resignación—. Ya seguiremos bebiendo más tarde, sea lo que sea.

Una vez se marcharon hacia el vestíbulo, Jeremy se volvió hacia Clarissa.

—Y ahora dime, Clarissa —comenzó con tono acusador—, ¿qué historia es ésa sobre el ministro herzoslovaco?

—¿Qué pasa con el ministro? —preguntó Clarissa inocentemente.

Jeremy la señaló con el dedo.

—¿Es verdad que fue corriendo tres veces a la verja del jardín, con un impermeable puesto, en cuatro minutos y cincuenta y tres segundos?

—El ministro es un encanto —replicó ella con una dulce sonrisa—, pero tiene más de sesenta años y dudo que vaya corriendo a ningún sitio desde hace mucho tiempo.

—Así que te lo inventaste todo. Ya me lo advirtieron. Pero ¿por qué?

—Bueno, te has pasado el día quejándote de que no hacías suficiente ejercicio, así que consideré que era un detalle echarte una mano. Si te hubiera ordenado que echaras una carrerita por el bosque no me habría servido de nada, pero sabía que responderías a un desafío, así que me inventé uno.

Jeremy gruñó exasperado.

—Clarissa, ¿alguna vez dices la verdad?

—Pues claro que sí. A veces. Pero cuando la digo nadie me cree. Es muy curioso —Se quedó pensativa un momento—. Supongo que cuando una se inventa cosas se deja llevar un poco, y eso las hace más convincentes —añadió.

—¡Podía haberme dado un infarto! —se quejó Jeremy—. Pero imagino que eso te tiene sin cuidado.

Clarissa se echó a reír y abrió las cristaleras.

—Parece que ha despejado. Será un atardecer estupendo. Qué bien huele el jardín después de la lluvia —comentó—. A narcisos.

Jeremy se acercó a ella.

—¿De verdad te gusta vivir aquí en el campo?

—Me encanta.

—Pero debes de morirte de aburrimiento. Es tan poco apropiado para ti… Echarás de menos el teatro. Me han dicho que te apasionaba cuando eras más joven.

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