La telaraña (10 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga,Policíaco

BOOK: La telaraña
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—¿Quiere decir entonces que se lo pidieron y ella se negó?

—No, no —Jeremy se estaba poniendo nervioso—. Lo que quiero decir es… Bueno, el señor Hailsham-Brown suele llegar a casa muy cansado, y Clarissa dijo que cenarían algo ligero aquí en casa, como es habitual.

—A ver si lo entiendo bien, ¿la señora Hailsham-Brown esperaba que su marido viniera a casa a cenar? ¿No esperaba que se marchara de nuevo al poco tiempo de llegar?

—Yo… bueno… en realidad no lo sé. No, ahora que usted lo dice, creo que ella comentó que su esposo estaría fuera esta tarde.

El inspector se levantó y se alejó unos pasos.

—Parece entonces muy extraño que la señora Hailsham-Brown no fuera al club con ustedes tres, en lugar de quedarse aquí para cenar sola.

Jeremy se volvió para mirarle.

—Bueno… es que… Fue por la niña, ¿sabe? —explicó, cobrando confianza—. Pippa. Clarissa no quería dejarla sola en la casa.

—O tal vez… tal vez tenía pensado recibir una visita a solas.

Jeremy se levantó.

—Eso que está sugiriendo es del todo inaceptable —dijo con vehemencia—. Y además no es cierto. Estoy seguro de que Clarissa no tenía planeado nada parecido.

—Pero Oliver Costello vino a ver a alguien. Los dos criados tenían la tarde libre y la señorita Peake estaba en su propia casa. Costello sólo pudo venir a ver a la señora Hailsham-Brown.

—Lo único que puedo decir es… —Jeremy se interrumpió y dio la espalda al inspector—. Bueno, más vale que se lo pregunte a ella.

—Ya lo he hecho.

—¿Y qué ha dicho?

—Lo que usted acaba de decir.

Jeremy volvió a sentarse.

—Ya lo ve.

El inspector se paseó por la sala mirando al suelo, como sumido en sus pensamientos.

—Dígame, ¿cómo es que estaban ustedes tres aquí, en lugar de en el club? ¿No era ésa su idea en principio?

—Sí. Quiero decir, no.

—¿En qué quedamos?

Jeremy respiró hondo.

—Bueno, el caso es que fuimos al club. Sir Rowland y Hugo fueron directamente al comedor y yo me uní a ellos un poco más tarde. Era un buffet frío, ¿sabe usted? El caso es que yo había estado practicando hasta que se hizo oscuro. De pronto alguien propuso una partida de bridge. Yo sugerí entonces volver a casa de la señora Hailsham-Brown, que es más acogedora que el club. Y eso hicimos.

—Ya veo. Así que fue idea suya.

Jeremy se encogió de hombros.

—En realidad no recuerdo quién lo sugirió en primer lugar. Tal vez fuera Hugo Birch.

—¿Y a qué hora llegaron a la casa?

Jeremy lo pensó un momento.

—No lo sé con exactitud —murmuró—. Probablemente nos marchamos del club poco antes de las ocho.

—¿Y cuánto se tarda? ¿Unos cinco minutos?

—Sí, más o menos. El campo de golf linda con el jardín.

El inspector se acercó a la mesa y se quedó mirando la superficie.

—¿Y luego jugaron al bridge?

—Sí.

Lord asintió con la cabeza.

—Eso debió de ser unos veinte minutos antes de mi llegada —calculó, caminando despacio en torno a la mesa—. A buen seguro no tendrían tiempo de completar dos
rubbers
y comenzar… —alzó las notas de Clarissa para que Jeremy las viera— un tercero.

—¿Qué? —Jeremy pareció confuso un momento—. No, no —se apresuró a decir—. El primer
rubber
debe de ser la puntuación de ayer.

—Sólo una persona parece haber anotado —observó el inspector, señalando los otros marcadores.

—Sí. Me temo que somos un poco vagos para anotar los puntos. Clarissa se encarga de ello.

—¿Conocía usted el pasadizo entre esta habitación y la biblioteca?

—¿El lugar donde estaba el cadáver?

—Eso es.

—No, no tenía ni idea. Un escondrijo magnífico, ¿no le parece? Nadie sospecharía su existencia.

El inspector se sentó en un brazo del sofá y al apartar un cojín advirtió los guantes que había debajo.

—Así pues, señor Warrender, usted no podía saber que había un cadáver en el pasadizo, ¿no es así?

—Me quedé totalmente de piedra, como suele decirse. Era una situación de melodrama. No podía creer lo que estaba viendo.

El inspector examinó los guantes. Alzó un par de ellos, como si fuera un prestidigitador.

—A propósito, ¿son suyos estos guantes, señor Warrender?

Jeremy se volvió hacia él.

—No. O sea, sí.

—¿En qué quedamos?

—Sí, son míos, creo.

—¿Los llevaba puestos cuando volvió del club de golf?

—Sí, ahora me acuerdo. Sí, los llevaba. Esta tarde hacía un poco de fresco.

El inspector se acercó a él.

—Creo que se equivoca usted. Dentro de estos guantes están las iniciales del señor Hailsham-Brown.

—Vaya, qué curioso. Yo tengo unos idénticos.

El inspector volvió al sofá y sacó otro par de guantes.

—¿Tal vez son estos?

Jeremy se echó a reír.

—Vaya, no me va a sorprender por segunda vez. Al fin y al cabo, todos los guantes parecen iguales.

El inspector sacó un tercer par.

—Tres pares de guantes —murmuró—. Todos ellos con las iniciales de Hailsham-Brown. Muy curioso.

—Bueno, esta es su casa —señaló Jeremy—. ¿Por qué no iba a tener tres pares de guantes en cualquier sitio?

—Lo más interesante es que usted pensaba que uno de los pares era suyo. Y yo creo que sus guantes le asoman ahora mismo del bolsillo.

Jeremy se llevó la mano al bolsillo derecho.

—No, el otro —indicó el inspector.

—¡Pues sí! ¡Aquí están!

—No se parecen mucho a estos, ¿no cree?

—En realidad son mis guantes de golf —explicó Jeremy con una sonrisa.

—Muchas gracias, señor Warrender —dijo de pronto el inspector, volviendo a poner el cojín en el sofá—. Eso es todo por ahora.

—Oiga —exclamó Jeremy preocupado—, ¿no pensará usted…?

—¿No pensaré qué?

—Nada —Jeremy parecía inseguro. Al ver que el agente le impedía el paso a la biblioteca, salió por la puerta del vestíbulo.

El inspector dejó los guantes en el sofá y se acercó a la mesa para consultar de nuevo el
Quién es quién
.

—Aquí está —murmuró—. «Thomson, sir Kenneth. Presidente de la compañía petrolera Saxon-Arabian, Gulf Petroleum.» Hmmm. Impresionante. «Pasatiempos: filatelia, golf, pesca. Dirección, Broad Street 314 y Grosvenor Square 34…»

Mientras tanto el agente sacaba punta a su lápiz. Al inclinarse para recoger algunas virutas, vio un naipe en el suelo y se lo tendió a su superior.

—¿Qué es eso?

—Una carta, señor. Estaba debajo del sofá.

—El as de picas. Una carta muy interesante. Vamos a ver —Dio la vuelta a la carta para ver el reverso—. Rojo. Es de la misma baraja.

Los dos policías ordenaron las cartas sobre la mesa.

—Vaya, vaya, no estaba el as de picas —exclamó el inspector—. Muy curioso, ¿no le parece, Jones? —dijo, metiéndose la carta en el bolsillo—. Han echado una partida de bridge sin darse cuenta de que faltaba el as de picas.

—Un hecho notable, señor —convino el agente.

El inspector colocó los tres pares de guantes sobre la mesa.

—Bueno, es hora de hablar con sir Rowland Delahaye.

Capítulo 16

—Sir Rowland Delahaye —llamó el agente.

—Pase usted, señor, y siéntese aquí, por favor —dijo el inspector.

Sir Rowland se detuvo un momento junto a la mesa al ver los guantes, y a continuación se sentó.

—¿Es usted sir Rowland Delahaye? —Él asintió—. ¿Cuál es su dirección?

—Long Paddock, Littlewich Green, Lincolnshire. —Dando unos golpecitos con el dedo en el
Quién es quién
, agregó—: ¿No ha podido encontrarla usted, inspector?

El policía decidió no responder a esa pregunta.

—Le agradecería que me relatara los sucesos de esta tarde, después de que usted se marchara de aquí antes de las siete.

—Había estado lloviendo todo el día —comenzó sir Rowland. Era evidente que había estado pensando en ello—, hasta que de pronto despejó. Ya teníamos pensado ir a cenar al club de golf, puesto que era la tarde libre de los criados. De modo que eso hicimos —Miró al agente, como para asegurarse de que le seguía el hilo—. Cuando estábamos terminando de cenar, la señora Hailsham-Brown nos llamó por teléfono para decirnos que, puesto que su esposo había tenido que salir de nuevo inesperadamente, podíamos volver a la casa para echar una partida de bridge. Y eso hicimos. Unos veinte minutos después de que empezáramos a jugar llegó usted, inspector. El resto ya lo sabe.

Lord se quedó pensativo.

—Eso no concuerda del todo con la declaración del señor Warrender.

—¿Ah, no? ¿Y cuál ha sido su declaración?

—El señor Warrender indicó que fue uno de ustedes quien propuso volver a la casa a jugar a las cartas, probablemente el señor Birch.

—Ah —replicó sir Rowland tranquilamente—, pero es porque Warrender vino al comedor del club bastante tarde. No sabía que la señora Hailsham-Brown había llamado.

Sir Rowland y el inspector se miraron.

—Usted debe de saber mejor que yo, inspector, que muy rara vez dos personas coinciden en el relato de los mismos acontecimientos. De hecho, si los tres coincidiéramos con exactitud resultaría sospechoso. Sí, de lo más sospechoso.

El inspector prefirió no hacer comentarios. Acercó una silla a sir Rowland y se sentó.

—Me gustaría discutir el caso con usted, si no le importa.

—Es muy amable de su parte.

Después de mirar pensativo la mesa, Lord comenzó:

—El finado, el señor Oliver Costello, vino a esta casa con un objetivo concreto. ¿Está de acuerdo con esto?

—Yo tengo entendido que vino a devolver ciertos objetos que la anterior señora Hailsham-Brown se había llevado por equivocación.

—Esa pudo ser su excusa, señor, aunque no estoy muy seguro. Tengo la certeza de que esa no fue la auténtica razón que lo trajo a esta casa.

Sir Rowland se encogió de hombros.

—Puede que tenga razón. Yo no lo sé.

—El señor Costello vino tal vez para ver a alguien en particular. Pudo haber sido usted, el señor Warrender o el señor Birch.

—Si hubiera querido ver al señor Birch, que vive en la zona, habría ido a su casa —señaló sir Rowland.

—Es muy probable —concedió el inspector—. Así pues, sólo nos quedan cuatro personas: usted, el señor Warrender, el señor Hailsham-Brown y la señora Hailsham-Brown. Dígame, ¿conocía bien a Oliver Costello?

—No, apenas le conocía. Le había visto una o dos veces, eso es todo.

—¿Dónde?

Sir Rowland hizo memoria.

—Le vi dos veces en la residencia de los Hailsham-Brown en Londres, hace más de un año, y creo que una vez nos encontramos en un restaurante.

—¿No tenía usted ninguna razón para desear matarle?

—¿Es una acusación, inspector? —repuso sir Rowland con una sonrisa.

—No. Yo más bien lo llamaría una eliminación. No creo que tuviera usted ningún motivo para acabar con Oliver Costello. De modo que sólo nos quedan tres personas.

—Esto empieza a sonar como una variante de
Diez negritos
.

El inspector le devolvió la sonrisa.

—Vamos a considerar al señor Warrender —propuso—. ¿Le conoce bien?

—Lo vi aquí por primera vez hace dos días. Parece un joven muy agradable, de buena cuna y bien educado. Es amigo de Clarissa. No sé nada de él, pero me inclino a pensar que es poco probable que sea un asesino.

—Eso elimina al señor Warrender. Lo cual me lleva a mi siguiente pregunta.

—¿Conozco bien a los señores Hailsham-Brown? Eso es lo que quiere saber, ¿verdad? Pues el hecho es que conozco muy bien a Henry Hailsham-Brown. Es un viejo amigo. En cuanto a Clarissa, sé todo lo que hay que saber sobre ella. Es mi pupila, y una persona muy querida para mí.

—Muy bien. Creo que esa respuesta aclara ciertas cosas.

—¿Sí?

El inspector se alejó unos pasos.

—¿Por qué cambiaron ustedes tres sus planes esta tarde? ¿Por qué volvieron a la casa y fingieron jugar al bridge?

—¿Fingimos? —exclamó sir Rowland.

El inspector se sacó la carta del bolsillo.

—Este naipe fue encontrado al otro lado de la sala, debajo del sofá. Me cuesta mucho creer que jugaran ustedes dos
rubbers
de bridge y comenzaran un tercero con una baraja de cincuenta y un naipes, y faltando el as de picas.

Sir Rowland cogió la carta y miró el reverso.

—Sí —admitió—, tal vez es difícil de creer.

El inspector miró desesperado al techo.

—Por otra parte me parece que estos tres pares de guantes del señor Hailsham-Brown merecen cierta explicación.

Sir Rowland guardó silencio un momento.

—Me temo —replicó por fin— que de mí no obtendrá ninguna.

—Ya —convino el inspector—. Entiendo que usted hará todo lo que pueda por cierta señora. Pero no le hará ningún bien. La verdad terminará saliendo a la luz.

—Me pregunto si será así en efecto.

—La señora Hailsham-Brown sabía que el cadáver de Costello estaba en la cámara. No sé si lo arrastró ella misma o usted la ayudó. Pero estoy convencido de que ella lo sabía —Se acercó a sir Rowland—. Yo creo que Oliver Costello vino a ver a la señora Hailsham-Brown para obtener dinero mediante amenazas.

—¿Amenazas? ¿Qué clase de amenazas?

—Eso se aclarará a su debido tiempo, sin duda. La señora Hailsham-Brown es joven y atractiva. Tengo entendido que el señor Costello tenía bastante éxito con las mujeres. Por otra parte, la señora Hailsham-Brown se ha casado recientemente y…

—¡Basta! Debo dejarle claras algunas cuestiones. No le resultará difícil confirmar mis palabras. El primer matrimonio de Henry Hailsham-Brown fue de lo más desafortunado. Su esposa, Miranda, es una mujer hermosa, pero desequilibrada y neurótica. Su salud y su actitud degeneraron de forma tan alarmante que su hija pequeña tuvo que ser internada en una residencia —Hizo una pausa—. Sí, una situación verdaderamente espantosa. Al parecer Miranda se había hecho adicta a las drogas. No se ha descubierto cómo las obtenía, pero no es descabellado suponer que se las suministraba nuestro hombre, Oliver Costello. Miranda se sentía atraída por él, y finalmente huyó en su compañía.

Tras otra pausa y una mirada al agente para ver si perdía el hilo mientras tomaba notas, sir Rowland prosiguió:

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