—¿Cómo dice?
—Oliver Costello era sospechoso de ser traficante de drogas —prosiguió sir Rowland—. Sellon, según nos dijo el inspector, fue interrogado una o dos veces por la brigada de narcóticos. Aquí tenemos una relación de acontecimientos, ¿no les parece? —La señora Brown le miró sin comprender—. Claro, podría no ser más que una idea sin fundamento —Sir Rowland observó, de nuevo, las firmas—. Tratándose de Sellon, no creo que fuera nada muy elaborado. Tal vez zumo de limón, o una solución de cloruro de bario. Sólo nos hará falta un poco de calor. Si no, siempre podemos intentarlo con vapor de yodo. Sí, vamos a probar primero con calor —decidió, poniéndose en pie—. ¿Qué, comenzamos con el experimento?
—En la biblioteca hay una estufa eléctrica —dijo Clarissa—. Jeremy, ¿quieres traerla? Podemos enchufarla aquí —añadió, señalando un enchufe en la pared.
—Todo esto es ridículo —protestó la señora Brown—. Rocambolesco.
Clarissa no estaba de acuerdo.
—Yo pienso que es una idea magnífica —declaró, mientras Jeremy volvía de la biblioteca con un pequeño calentador.
—¿Dónde está el enchufe?
—Ahí abajo —indicó Clarissa.
Sir Rowland se acercó con el papel y todos se arracimaron en torno a él para observar el resultado.
—No debemos esperar gran cosa —advirtió sir Rowland—. Al fin y al cabo, es sólo una idea. Pero Sellon debía de tener una buena razón para guardar estos papeles en un sitio tan secreto.
—Esto me lleva de vuelta a la infancia —comentó Hugo—. Cuando era pequeño también escribía mensajes secretos con zumo de limón.
—¿Con cuál empezamos? —preguntó Jeremy con entusiasmo.
—Con la reina Victoria —sugirió Clarissa.
—No, yo apuesto que es el de Ruskin —opinó Jeremy.
—Pues yo me inclino por el de Robert Browning —declaró sir Rowland, acercando el papel a la estufa.
—¿Ruskin? Un individuo de lo más oscuro. Jamás entendí ni una palabra de su poesía —reconoció Hugo.
—Exacto —convino sir Rowland—. Está llena de significados ocultos.
—Como no pase nada no podré soportarlo —exclamó Clarissa.
—Yo creo… Sí, aquí hay algo —murmuró sir Rowland.
—Sí, hay algo —repitió Jeremy.
—¿Sí? ¡A ver! —pidió Clarissa.
Hugo se abrió paso entre ella y Jeremy.
—Aparta, Warrender.
—Tranquilos —terció sir Rowland—. No me empujéis. Sí… hay algo escrito —De pronto se incorporó—. ¡Ya lo tenemos!
—¿Qué tenemos? —quiso saber la señora Brown.
—Una lista de seis nombres y direcciones —informó sir Rowland—. Yo diría que son traficantes de drogas. Y uno de los nombres es el de Oliver Costello.
Todos estallaron en exclamaciones.
—¡Oliver! —dijo Clarissa—. Así que por eso vino. Alguien debió de seguirle y… ¡Tío Roly, tenemos que decírselo a la policía! Ven tú también, Hugo.
Mientras Jeremy volvía con la estufa a la biblioteca, Clarissa se precipitó al vestíbulo, seguida de Hugo.
—Es lo más extraordinario que he oído jamás —iba murmurando este.
Sir Rowland se detuvo en el umbral.
—¿Viene usted, señorita Peake?
—No me necesitan, ¿verdad?
—Yo creo que sí. Usted era la socia de Sellon.
—Yo nunca tuve nada que ver con esto de las drogas. Yo sólo llevaba la parte de antigüedades. Me encargaba de las compras y las ventas en Londres.
—Ya veo —replicó sir Rowland, todavía esperando con la puerta abierta.
Nada más volver de la biblioteca, Jeremy se acercó a la puerta del vestíbulo a escuchar un momento. Echó un vistazo a Pippa, cogió un cojín de la mecedora y se acercó al sofá donde dormía la niña.
Pippa se agitó en su sueño y Jeremy se detuvo bruscamente. Pero cuando se aseguró de que la niña seguía dormida, avanzó hacia el sofá. Luego empezó a bajar el cojín poco a poco sobre su cabeza.
En ese momento Clarissa entró de nuevo en la sala. Al oír la puerta, Jeremy colocó el cojín a los pies de Pippa.
—Me he acordado de lo que dijo sir Rowland —explicó—, así que pensé que no deberíamos dejar sola a Pippa. Como tenía los pies un poco fríos se los iba a tapar.
Clarissa se acercó al escabel.
—Con tantas emociones me ha entrado un hambre espantosa —declaró, volviéndose hacia el plato de canapés—. ¡Jeremy, te los has comido todos!
—Lo siento, pero es que estaba desfallecido.
—Pues no lo entiendo —comentó ella con tono de reproche—. Tú habías cenado y yo no.
Jeremy se apoyó sobre el respaldo del sofá.
—No, yo tampoco había cenado. Estuve un buen rato practicando golpes de golf, y cuando llegué al comedor del club tú acababas de llamar.
—Ah —Clarissa se inclinó para ahuecar el cojín, y de pronto compuso una expresión de sorpresa—. ¡Ahora lo entiendo! Tú… ¡fuiste tú!
—¿Qué quieres decir?
—¡Tú! —repitió Clarissa, casi para sí misma.
—¿Qué quieres decir?.
Clarissa le miró a los ojos.
—¿Qué hacías con ese cojín cuando entré en la habitación?
Jeremy se echó a reír.
—Ya te lo he dicho. Iba a taparle los pies a Pippa. Los tenía fríos.
—¿Ah, sí? ¿Eso ibas a hacer? ¿O más bien ibas a ponerle el cojín en la boca?
—¡Clarissa! —exclamó él, indignado—. ¡Eso es ridículo!
—Yo estaba segura de que ninguno de nosotros había matado a Oliver Costello. Pero lo cierto es que fuiste tú. Tú estabas solo en el campo de golf. Volviste a la casa, entraste por la ventana de la biblioteca, que habías dejado abierta, y todavía llevabas el palo de golf. Por supuesto. Eso es lo que dijo Pippa. «Un palo de golf como el que tenía Jeremy.» Pippa te vio.
—Eso no tiene ningún sentido, Clarissa —protestó Jeremy, haciendo un patético esfuerzo por reírse.
—Sí que lo tiene —insistió ella—. Luego, después de matar a Oliver, volviste al club y llamaste a la policía para que vinieran, encontraran el cadáver y pensaran que habíamos sido Henry o yo.
Jeremy se levantó de un brinco.
—¡Eso es una tontería!
—No es ninguna tontería. Es la verdad. Yo sé que es la verdad. ¿Pero por qué? Eso es lo que no entiendo. ¿Por qué?
Se quedaron mirándose a los ojos hasta que Jeremy, con un hondo suspiro, se sacó del bolsillo el sobre que había contenido las firmas. Se lo tendió a Clarissa, pero no le permitió tocarlo.
—Ese es el sobre donde estaban los papeles.
—Lleva pegado un sello —explicó Jeremy—. Es lo que se conoce como un error filatélico. Fue impreso en un color equivocado. El año pasado se vendió uno en Suecia por catorce mil trescientas libras.
—¡Así que era eso! —exclamó Clarissa, retrocediendo.
—El sello cayó en manos de Sellon. Sellon escribió a mi jefe, sir Kenneth, acerca de él. Pero fui yo quien abrió la carta. Fui a ver a Sellon…
—… y le mataste —concluyó Clarissa.
Él asintió sin decir nada.
—Pero no encontraste el sello —prosiguió ella, todavía retrocediendo.
—Así es. El sello no estaba en la tienda, así que estaba seguro de que se encontraba aquí, en esta casa —explicó Jeremy, acercándose a ella—. Esta tarde pensé que Costello me había tomado la delantera.
—Así que también le mataste a él.
Jeremy asintió de nuevo.
—¡Y ahora estabas dispuesto a matar a Pippa!
—¿Por qué no?
—¡No me lo puedo creer!
—Mi querida Clarissa, catorce mil libras es mucho dinero —observó él con una sonrisa a la vez contrita y siniestra.
—Pero ¿por qué me cuentas todo esto? —preguntó ella, sorprendida y nerviosa—. ¿Acaso crees que no diré nada a la policía?
—Les has contado tantas mentiras que nunca te creerán —replicó él con brusquedad.
—Desde luego que me creerán.
—Además —prosiguió Jeremy, siempre avanzando hacia ella—, no vas a tener ocasión. Ya he matado a dos personas. ¿Crees que me preocupa una tercera?
En ese momento la agarró del cuello y Clarissa lanzó un grito.
El grito de Clarissa obtuvo inmediata respuesta: sir Rowland entró rápidamente, encendiendo las luces, mientras el agente Jones se precipitaba en la sala por la cristalera y el inspector desde la biblioteca.
—Muy bien, Warrender. Lo hemos oído todo. Muchas gracias —anunció, sujetando a Jeremy—. Y ésa es la prueba que necesitamos. Déme usted el sobre.
Clarissa retrocedió detrás del sofá, con la mano en el cuello.
—Así que era una trampa —observó Jeremy con frialdad—. Muy inteligente.
—Jeremy Warrender —dijo el inspector—, queda usted detenido por el asesinato de Oliver Costello. Le advierto que todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra.
—No se moleste, inspector —replicó Jeremy—. No pienso decir nada. Era una buena jugada, pero no dio resultado.
—Lléveselo —ordenó el inspector al agente Jones, que cogió a Jeremy por el brazo y se lo torció a la espalda.
—¿Qué pasa, señor Jones? —dijo éste con sarcasmo mientras salían por las cristaleras—. ¿Se le han olvidado las esposas?
Sir Rowland se volvió hacia Clarissa.
—¿Estás bien, querida? —preguntó ansioso.
—Sí, sí, estoy bien.
—Yo no quería exponerte a todo esto —se disculpó él.
—Tú sabías que había sido Jeremy, ¿no es así?
—¿Pero qué le hizo pensar en el sello, señor? —terció el inspector.
Sir Rowland se acercó a él y cogió el sobre.
—Bueno, inspector, algo se me ocurrió cuando Pippa me dio el sobre esta tarde. Luego mis sospechas crecieron al ver en el
Quién es quién
que Kenneth Thomson, el jefe de Warrender, era un coleccionista de sellos. Y hace un momento, cuando tuvo la desfachatez de meterse el sobre en el bolsillo delante de mis narices, estuve seguro. Tenga usted cuidado con esto, inspector —añadió, tendiéndole el sobre—. Descubrirá que es de un valor extraordinario, además de ser una prueba.
—En efecto, una prueba definitiva. Gracias a ella recibirá su merecido un malvado criminal. Sin embargo, todavía tenemos que localizar el cadáver.
—Ah, eso es muy fácil, inspector —terció Clarissa—. Miren en la cama de la habitación de invitados.
El policía la miró con gesto de desaprobación.
—Señora Hailsham-Brown… —comenzó.
—¡Pero por qué nadie me cree! —exclamó Clarissa—. Está bajo la cama de invitados. Vaya usted a mirar, inspector. La señorita Peake lo puso ahí porque quería ayudar.
—Quería ayudar… —El inspector, confundido, se acercó a la puerta. Allí se volvió de nuevo—. ¿Sabe usted, señora Hailsham-Brown? No nos ha puesto las cosas muy fáciles esta tarde, con todas las historias que nos ha contado. Supongo que pensó que había sido su esposo, y mentía para protegerle. Pero no debería hacer esas cosas, señora. No debería, no —Y, meneando una vez más la cabeza, se marchó de la sala.
—¡Pues vaya! —exclamó Clarissa indignada—. ¡Ay, Pippa! —recordó de pronto.
—Más vale que la llevemos a la cama —aconsejó sir Rowland—. Ahora estará segura.
—Vamos, Pippa —la llamó Clarissa, sacudiéndola con suavidad—. Arriba. Es hora de irse a la cama.
Pippa se incorporó medio dormida.
—Tengo hambre—murmuró.
—Sí, sí, estoy segura. Anda, vamos a ver qué encontramos.
—Buenas noches, Pippa —se despidió sir Rowland.
—Buenas noches.
Sir Rowland se sentó a la mesa, y había comenzado a guardar las cartas cuando Hugo entró desde el vestíbulo.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó—. Jamás lo hubiera imaginado. El joven Warrender, precisamente. Parecía un individuo decente. Asistió a un buen colegio, tenía contactos…
—Pero estaba dispuesto a cometer un asesinato por catorce mil libras —observó sir Rowland—. Sucede de vez en cuando, Hugo, en cualquier sociedad. Una personalidad atractiva sin ningún sentido de la moral.
La señora Brown asomó la cabeza por la puerta.
—Sir Rowland, venía a decirle —comenzó con su habitual vozarrón— que tengo que ir a la comisaría. Quieren que haga una declaración. No les ha hecho mucha gracia la bromita del cadáver —afirmó entre risotadas—. Creo que me van a echar un buen rapapolvo —Y cerró de un portazo.
—¿Sabes, Roly? Todavía no lo entiendo —admitió Hugo—. ¿Era la señorita Peake la señora Sellon? ¿O era el señor Sellon el señor Brown? ¿O al revés?
Sir Rowland no tuvo que contestar, porque el inspector entró en ese momento para recoger su sombrero y sus guantes.
—Ahora estamos retirando el cadáver, caballeros. Sir Rowland, debería usted advertir a la señora Hailsham-Brown que si sigue contando mentiras a la policía un día de estos se va a encontrar en un auténtico problema.
—Lo cierto es que ella le dijo la verdad una vez, inspector. Pero en esa ocasión usted no la creyó.
—Sí, bueno… —repuso el inspector con apuro. De pronto pareció recobrar el aplomo—. Francamente, señor, tendrá que admitir que era muy difícil darle crédito.
—Sí, desde luego.
—En fin, buenas noches, señores.
—Buenas noches, inspector —replicó sir Rowland.
—Buenas noches, y bien hecho, inspector —dijo Hugo, acercándose para estrecharle la mano.
—Gracias.
Una vez a solas con sir Rowland, Hugo bostezó.
—Bueno, creo que me voy a casa a dormir —anunció—. Menudo día, ¿eh?
—Sí, menudo día. Buenas noches.
Sir Rowland dejó las cartas apiladas sobre la mesa y cuando colocaba el
Quién es quién
en la estantería, Clarissa entró en el salón y se acercó a él.
—Querido Roly, ¿qué habríamos hecho sin ti? Eres tan listo.
—Y tú eres una mujer muy afortunada. Menos mal que no entregaste tu corazón al canalla de Warrender.
Clarissa se estremeció.
—De eso no había ningún peligro. Si entrego a alguien mi corazón —añadió con una tierna sonrisa—, será a ti.
—Vamos, vamos, a mí no me vengas con tus trucos —replicó él riendo—. Si…
Pero en ese momento Henry Hailsham-Brown entraba en el salón por la cristalera.
—¡Henry! —exclamó Clarissa sobresaltada.
—Hola, Roly. Pensaba que esta tarde ibas al club.
—Bueno… esto… al final decidí volver pronto —fue todo lo que sir Rowland atinó a responder—. Ha sido una velada agotadora.
Henry miró la mesa.
—¿Cómo? ¿El bridge ha sido agotador? —bromeó.
Sir Rowland sonrió.
—El bridge y… otras cosas. En fin, buenas noches a todos.
Clarissa le sopló un beso.