Read La telaraña Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga,Policíaco

La telaraña (11 page)

BOOK: La telaraña
5.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Henry Hailsham-Brown, un hombre de ideas anticuadas, permitió que Miranda se divorciara de él. Henry ha encontrado ahora paz y felicidad en su matrimonio con Clarissa, y yo le aseguro, inspector, que en la vida de Clarissa no existen culpas ocultas. Puedo jurar que no hay nada con lo que Costello pudiera haberla amenazado.

Sir Rowland se levantó, metió la silla bajo la mesa y se acercó al sofá.

—¿No le parece, inspector, que está sobre una pista falsa? —preguntó—. ¿Por qué está tan seguro de que Costello vino a esta casa para ver a una persona? Tal vez vino para ver otra cosa.

El inspector parecía desconcertado.

—¿A qué se refiere?

—Cuando nos hablaba usted del difunto señor Sellon, mencionó que la brigada de narcóticos se había interesado por él. ¿No le parece que tenemos aquí una relación de eventos? Drogas, Sellon, la casa de Sellon…

Al ver que el inspector no contestaba, sir Rowland prosiguió:

—Tengo entendido que Costello había estado antes en esta casa, en principio para ver las antigüedades de Sellon. Supongamos que Oliver Costello deseaba algo que hay en esta casa. En ese escritorio, tal vez. Ya sabemos que ocurrió un curioso incidente: un hombre vino a la casa y ofreció un precio exorbitante por el mueble. Supongamos que era el escritorio lo que Oliver Costello quería examinar, o más bien registrar. Supongamos que alguien le siguió hasta aquí, y que ese alguien le mató de un golpe ahí, junto al escritorio.

Lord no parecía muy convencido.

—Eso es mucho suponer —comenzó.

Pero sir Rowland le interrumpió:

—Es una hipótesis muy razonable.

—¿Y la hipótesis establece que ese alguien metió el cadáver en la cámara?

—Exacto.

—Entonces tendría que ser alguien que conociera la existencia de esa cámara.

—Podría ser alguien que conociera la casa cuando Sellon vivía aquí—señaló sir Rowland.

—Sí, todo eso está muy bien —replicó el inspector, impaciente—, pero queda una cosa por explicar.

—¿Cuál?

—La señora Hailsham-Brown sabía que el cadáver estaba en la cámara e intentó impedirnos que la abriéramos.

Sir Rowland fue a decir algo, pero el inspector alzó la mano.

—No le servirá de nada intentar convencerme de lo contrario. Ella lo sabía.

Se produjo un tenso silencio.

—Inspector, ¿me permite hablar con mi pupila?

—Sólo en mi presencia.

—Muy bien.

—¡Jones!

El agente fue a llamar a Clarissa.

—Estamos en sus manos, inspector —dijo sir Rowland—. Le suplico que sea usted indulgente.

—Mi único propósito es averiguar la verdad, señor, y descubrir quién mató a Oliver Costello.

Capítulo 17

—Pase usted, por favor, señora Hailsham-Brown —indicó el inspector.

Sir Rowland se acercó a ella.

—Clarissa, querida —dijo con solemnidad—, ¿querrás hacer lo que te pido? Me gustaría que contaras la verdad al inspector.

—¿La verdad? —repitió ella con tono dubitativo.

—La verdad. Es lo único que podemos hacer. Lo digo muy en serio.

Después de mirarla con expresión grave, sir Rowland se marchó de la sala. El agente se dispuso de nuevo a tomar notas.

—Siéntese, señora Hailsham-Brown —la invitó el inspector, señalando el sofá.

Clarissa sonrió, pero él la miró con seriedad.

—Lo siento —comenzó ella—. Siento mucho haberle contado tantas mentiras. No era mi intención —añadió con tono contrito—, pero son cosas que pasan, ¿sabe lo que quiero decir?

—No, no creo saberlo —replicó el inspector con expresión gélida—. Ahora, por favor, cuénteme los hechos.

—Bueno, es muy sencillo. En primer lugar, Oliver Costello se marchó —comenzó Clarissa, contando con los dedos—. Luego llegó Henry. En tercer lugar, Henry se marchó de nuevo con el coche. Entonces, entré en esta sala con los canapés…

—¿Canapés?

—Sí. Verá, mi esposo va a traer a casa a un dignatario extranjero muy importante.

El inspector pareció interesado.

—Ah, ¿y quién es ese dignatario?

—Un tal señor Jones.

—¿Cómo dice? —saltó el inspector, mirando un instante a su agente.

—El señor Jones. No es su nombre auténtico, pero es el que tenemos que usar. Es todo muy confidencial. Preparé los canapés para que los tomaran mientras conferenciaban. Yo pensaba tomarme una mousse en el estudio.

Lord parecía cada vez más desconcertado.

—¿Mousse en el…? Sí, ya veo —murmuró, con tono de no ver nada en absoluto.

—Dejé los canapés aquí—prosiguió ella, señalando el escabel—. Luego me puse a ordenar un poco. Me acerqué a la estantería para colocar un libro y… bueno, casi me caigo encima de él.

—¿Tropezó con el cadáver?

—Sí. Ahí estaba, detrás del sofá. Me agaché para ver si… si estaba muerto. Y lo estaba. Era Oliver Costello. No supe qué hacer. Al final llamé al club de golf y pedí a sir Rowland, el señor Birch y Jeremy Warrender que volvieran enseguida.

—¿No se le ocurrió llamar a la policía? —preguntó el inspector con frialdad.

—Bueno, sí que lo pensé. Pero entonces… —Sonrió de nuevo—. En fin, que al final no lo hice.

—No lo hizo. —El inspector hizo una mueca—. ¿Por qué no llamó a la policía?

Clarissa tenía la respuesta preparada:

—Bueno, pensé que no sería muy agradable para mi esposo. No sé si conoce usted a mucha gente del Foreign Office, inspector, pero son personas terriblemente introvertidas y discretas. No les gusta que nada se salga de la normalidad. Y admitirá usted que un asesinato no es precisamente algo normal.

—No; es cierto —acertó a replicar el inspector.

—¡Me alegro mucho de que lo entienda! —exclamó Clarissa, casi con demasiada efusión—. Quiero decir… Costello estaba bastante muerto, porque le tomé el pulso —explicó. Clarissa intuía que no hacía progresos, y cada vez sonaba menos convincente—. De modo que no podíamos hacer nada por él.

El inspector caminaba de un lado a otro en silencio. Ella le seguía con la mirada.

—Lo que quiero decir es que estaría tan muerto en Marsden Wood como en nuestro salón.

El inspector se volvió bruscamente.

—¿Marsden Wood? ¿Qué tiene que ver Marsden Wood con todo esto?

—Era donde pensaba llevarlo.

El inspector se puso una mano en la nuca y miró el suelo. Sacudió la cabeza.

—Señora Hailsham-Brown, ¿no sabe usted que no hay que mover un cadáver, sobre todo si se sospecha que se trata de un asesinato?

—Pues claro que lo sé. Lo dicen todas las novelas de detectives. Pero es que esto es la vida real.

El inspector alzó las manos con desesperación.

—Quiero decir que la vida real es una cuestión muy distinta —aclaró Clarissa.

El policía la miró incrédulo.

—¿Se da cuenta de la gravedad de lo que me dice? —preguntó por fin.

—Pues claro que sí. Y le estoy contando la verdad. En fin, el caso es que acabé llamando al club y mis amigos volvieron a casa.

—Y usted los convenció de que escondieran el cadáver en la cámara.

—No, eso fue después. Mi plan, como ya le he dicho, era meterlo en su coche y dejar el coche en Marsden Wood.

—¿Y ellos estuvieron de acuerdo? —preguntó Lord, cada vez más incrédulo.

—Sí —contestó ella sonriendo.

—Francamente, señora Hailsham-Brown, no me creo ni una palabra. No es posible que tres hombres responsables estuvieran de acuerdo en obstruir el curso de la justicia por una causa tan nimia.

Clarissa se levantó.

—Sabía que no me creería si le decía la verdad —murmuró, más para sí que para la policía—. ¿Qué cree usted, entonces?

—Yo sólo veo una razón por la que estos tres hombres accedieran a mentir.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es? ¿Qué otra razón podían tener?

—Creo que habrían estado dispuestos a mentir si creyeran, o mejor aún, si supieran, que usted lo había matado.

Clarissa se quedó mirándolo.

—¡Pero yo no tenía ninguna razón para matarlo! —protestó—. Ninguna en absoluto. ¡Ah! Sabía que reaccionaría usted así. Por eso…

—¿Por eso qué?

Ella reflexionó y de pronto cambió de actitud.

—Muy bien, pues —anunció, esta vez más convincente—. Le diré por qué.

—Sí, creo que haría usted bien.

—De acuerdo. Supongo que será mejor decir la verdad —insistió con énfasis.

El inspector sonrió.

—Le aseguro que contar a la policía un montón de mentiras no es buena idea, señora Hailsham-Brown. Más vale que me cuente la historia tal como ocurrió. Y desde el principio.

Clarissa se sentó a la mesa de bridge.

—¡Ay, Dios! —suspiró—. Y yo que me creía tan lista…

—Es mejor no intentar hacerse el listo —apuntó el inspector, sentándose junto a ella—. Dígame, ¿qué sucedió realmente esta tarde?

Capítulo 18

Clarissa guardó silencio unos momentos.

—Todo comenzó como ya le he contado. Me despedí de Oliver Costello, que se marchó con la señorita Peake. No tenía ni idea de que había vuelto por segunda vez, y todavía no entiendo por qué lo hizo —Se interrumpió, como recordando qué había pasado a continuación—. ¡Ah, sí! Entonces llegó mi marido y me explicó que tenía que volver a salir de inmediato. Se marchó en el coche. Yo cerré la puerta con llave, y de pronto empecé a ponerme nerviosa.

—¿Nerviosa? ¿Por qué?

—Bueno, por lo general soy una persona tranquila, pero se me ocurrió pensar que nunca me había quedado sola en la casa por la noche.

—Prosiga —la animó el inspector.

—No seas tonta, me dije, tienes el teléfono, ¿no? Siempre puedes llamar pidiendo ayuda. Además, los ladrones no vienen a esta hora de la tarde. Siempre salen en plena noche. De todas formas, no dejaba de oír ruidos. Me parecía oír una puerta en algún sitio, o pasos en mi habitación. Así que decidí hacer algo.

Clarissa se interrumpió de nuevo.

—¿Sí?

—Fui a la cocina y preparé los canapés para Henry y el señor Jones. Los coloqué en una fuente, tapados con una servilleta para que no se secaran, y justo cuando venía por el recibidor para dejarlos aquí… Oí algo de verdad.

—¿Dónde?

—En esta habitación. Y sabía que esta vez no eran imaginaciones mías. Oí que abrían y cerraban cajones, y de pronto recordé que no había cerrado la cristalera. Nunca la cerramos. Alguien había entrado por ahí.

—Prosiga, señora Hailsham-Brown.

—No sabía qué hacer. Estaba petrificada. Pero al cabo de un momento pensé: No seas tonta. ¿Y si Henry ha vuelto por algo, o incluso sir Rowland o los demás? Menudo ridículo harías si subes a llamar a la policía desde el otro teléfono. Entonces se me ocurrió un plan.

—¿Sí? —la apremió el inspector con impaciencia.

—Fui al vestíbulo y cogí el bastón más pesado que encontré. Luego entré en la biblioteca, sin encender la luz, y fui a tientas hasta la cámara secreta. La abrí con mucho cuidado y me metí en ella. Pensaba entreabrir la puerta que da a esta sala y ver quién era —Señaló el panel—. A menos que uno conozca la existencia de la cámara, jamás se le ocurriría pensar que ahí hay una puerta.

—Sí, eso es cierto.

Clarissa parecía estar disfrutando de su narración.

—Así que quise abrir poco a poco, pero se me escurrieron los dedos y la puerta se abrió de golpe y dio contra una silla. El hombre que estaba junto al escritorio se enderezó. Yo vi que llevaba en la mano algo brillante y pensé que era un revólver. Estaba aterrorizada. Creí que iba a dispararme, así que le di un golpe con el bastón, con todas mis fuerzas —Se inclinó sobre la mesa con la cara entre las manos—. ¿Podría… podría tomar un poco de brandy, por favor?

—Sí, por supuesto. ¡Jones!

El agente sirvió una copa y se la tendió al inspector. Clarissa había alzado la cabeza, pero volvió a cubrirse la cara y extendió una mano para coger el brandy. Bebió un sorbo, tosió y devolvió la copa. El agente volvió a tomar notas en su cuaderno.

—¿Se siente capaz de continuar, señora Hailsham-Brown? —preguntó el inspector.

—Sí. Es usted muy amable —replicó ella, respirando hondo—. El nombre se quedó allí tumbado. No se movía. Entonces encendí la luz y vi que era Oliver Costello. Estaba muerto. Era terrible. Yo… no lo comprendía —Señaló el escritorio—. No entendía qué estaba haciendo aquí, trasteando en el escritorio. Era como una horrible pesadilla. Estaba tan asustada que llamé al club de golf. Quería estar con mi tutor. Cuando llegaron, les supliqué que me ayudaran, que se llevaran el cuerpo…

—Pero ¿por qué?

Ella apartó el rostro.

—Porque soy una cobarde, una miserable cobarde. Me daba miedo la publicidad, tener que ir a una comisaría… Además, sería muy negativo para la carrera de mi esposo. Si se hubiera tratado de un ladrón cualquiera, tal vez habría llamado a la policía, pero al tratarse de alguien que conocíamos, que estaba casado con la primera esposa de Henry… No, no pude.

—¿Tal vez porque el difunto había intentado hacerle chantaje poco antes?

—¿Chantaje? ¡Qué tontería! —replicó ella—. No hay nada con lo que pudiera hacerme ningún chantaje.

—Elgin, su mayordomo, oyó que ustedes mencionaban la palabra chantaje.

—No me creo que oyera nada parecido. Es imposible. Si quiere saber mi opinión, creo que se lo ha inventado todo.

—Vamos, señora Hailsham-Brown —insistió el inspector—. ¿Me está diciendo que no mencionaron ustedes la palabra chantaje? ¿Por qué se iba a inventar una cosa así el mayordomo?

—¡Le juro que nadie habló de chantaje! —exclamó Clarissa dando un golpe en la mesa con la mano—. Le aseguro… —De pronto se detuvo y se echó a reír—. ¡Pues claro! ¡Qué tonta! Eso es.

—¿Lo ha recordado?

—No, si no fue nada. Es que Oliver estaba comentando que el alquiler de las casas amuebladas es altísimo. Yo dije que nosotros teníamos mucha suerte y que sólo pagábamos por esta cuatro guineas a la semana. Y él exclamó: «No me lo puedo creer, Clarissa. ¿Cómo lo consigues? Debe de ser un chantaje.» Y yo contesté entre risas: «Sí, eso es. Chantaje.» —Se echó a reír—. Eso fue, sólo una broma. Vaya, ni siquiera me acordaba.

—Lo siento, señora Hailsham-Brown, pero no puedo creerlo.

Clarissa pareció sorprenderse.

—¿Qué no se puede creer?

—Que sólo pague cuatro guineas a la semana por esta casa.

—Desde luego es usted el hombre más incrédulo que he conocido —Se levantó y se acercó al escritorio—. Parece que no se cree nada de lo que le he dicho esta tarde. Bueno, la mayoría de las cosas no puedo demostrarlas, pero esta sí. Ya verá —afirmó, rebuscando en un cajón del escritorio—. ¡Aquí está! Ah, no, no es esto. ¡Ah! ¡Aquí! —Sacó un documento que mostró al inspector—. Aquí está el contrato de alquiler de esta casa, con muebles. Lo redactó una firma de abogados y, mire, cuatro guineas a la semana.

BOOK: La telaraña
5.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Deliverance of Evil by Roberto Costantini
The Altered Case by Peter Turnbull
True Desires by T. K. Holt
Feral Cravings by Jenika Snow