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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga,Policíaco

La telaraña (12 page)

BOOK: La telaraña
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—¡Caramba! Extraordinario, sin duda. Yo habría dicho que esta casa valía muchísimo más.

Clarissa le dedicó una de sus sonrisas más encantadoras.

—¿No le parece, inspector, que debería disculparse?

—Le pido disculpas, señora Hailsham-Brown. Pero esto es muy peculiar.

—¿Por qué? ¿A qué se refiere?

—Pues verá usted, hace algún tiempo un caballero y una dama vinieron a ver esta casa, y la dama perdió un broche muy valioso. Cuando llamó a la comisaría para darnos los detalles, mencionó la casa. Dijo que los dueños pedían un precio absurdo, dieciocho guineas a la semana. Ella pensaba que por una casa en el campo, perdida en mitad de la nada, era una cantidad ridícula. A mí también me lo pareció.

—Sí, es muy peculiar —convino Clarissa sonriendo con expresión afable—. Entiendo que se mostrara usted escéptico. Pero tal vez ahora creerá todo lo demás que le he dicho.

—No dudo de su última historia, señora Hailsham-Brown —la tranquilizó Lord—. Generalmente sabemos reconocer la verdad. También sabía que debía de haber una razón de peso para que estos tres caballeros urdieran esta descabellada trama de mentiras.

—No debe usted culparlos, inspector. Fue culpa mía. Tuve que insistir e insistir.

—No me cabe duda —replicó él, consciente de los encantos de Clarissa—. Pero lo que todavía no entiendo es quién llamó a comisaría para informar del asesinato.

—¡Es verdad! —exclamó ella—. ¡Se me había olvidado!

—Es obvio que no fue usted. Y tampoco ninguno de los caballeros…

—¿Podría haber sido Elgin? O tal vez la señorita Peake…

—No creo que fuera la señorita Peake —replicó el inspector—. Era evidente que ella no sabía que el cadáver estaba aquí.

—Yo no sé si estoy tan segura…

—Al fin y al cabo, cuando se descubrió el cadáver la señorita Peake sufrió un ataque de histeria.

—Bah, eso no es nada. Cualquiera puede ponerse histérica —señaló Clarissa con imprudencia.

El inspector la miró suspicaz y ella le dedicó su sonrisa más inocente.

—En cualquier caso la señorita Peake no se aloja aquí—observó él—. Tiene su propia vivienda.

—Pero podría haber estado en la casa —insistió Clarissa—. Tiene las llaves de todas las puertas.

—No. Yo creo que más bien debió de ser Elgin.

Clarissa se acercó a él.

—No irá a mandarme a prisión, ¿verdad? El tío Roly estaba seguro de que no lo haría.

Él la miró con severidad.

—El hecho de que al final decidiera decirnos la verdad cuenta a su favor. Pero, si me permite, creo que debería ponerse en contacto con su abogado lo antes posible, para ponerle al corriente de los hechos relevantes. Mientras tanto, haré que mecanografíen su declaración, y tal vez tenga usted la amabilidad de firmarla.

Ella fue a responder, pero en ese momento se abrió la puerta y entró sir Rowland en la habitación.

—No podía esperar más. ¿Está todo claro, inspector? ¿Comprende ahora nuestro dilema?

Clarissa se acercó a su tutor antes de que pudiera decir más.

—Roly, cariño, he hecho una declaración y la policía… Bueno, más bien el agente Jones, la va a mecanografiar. Luego tengo que firmarla. Les he contado todo. Les he dicho que creía que se trataba de un ladrón y le pegué en la cabeza…

Sir Rowland la miró alarmado, pero ella le tapó la boca con la mano para que no dijera nada.

—Les he contado que luego descubrí que se trataba de Oliver Costello, que me puse nerviosísima y os llamé —prosiguió apresuradamente—. Y que os supliqué una y otra vez hasta que al final accedisteis a ayudarme. Ahora veo hasta qué punto me equivoqué…

El inspector se volvió hacia ellos y Clarissa apartó la mano de la cara de sir Rowland justo a tiempo.

—Pero en ese momento estaba muerta de miedo, y pensé que sería mejor para todos, para Henry, para mí y para Miranda, que el cadáver de Oliver se encontrara en Marsden Wood.

—¡Clarissa! —exclamó sir Rowland horrorizado—. ¿Qué demonios estás diciendo?

—La señora Hailsham-Brown ha hecho una declaración completa —informó el inspector.

—Eso parece —replicó sir Rowland, haciendo un esfuerzo por dominarse.

—Es lo mejor —terció Clarissa—. De hecho, era lo único que podía hacer. El inspector me ha ayudado a comprenderlo. Siento muchísimo haber dicho todas esas mentiras.

—Al final la verdad le causará menos problemas. Ahora, señora Hailsham-Brown, no le voy a pedir que entre en la cámara mientras el cadáver siga allí, pero me gustaría que me mostrara exactamente dónde estaba el hombre cuando entró usted en esta sala.

—Ah, sí. Estaba… —Se acercó al escritorio—. No, ya me acuerdo. Estaba aquí, así —indicó inclinándose sobre el mueble.

—Esté preparado para abrir el panel cuando yo le indique, Jones —dijo el inspector. Luego se volvió hacia Clarissa—. O sea que Costello estaba aquí. Entonces se abrió la puerta y salió usted. Muy bien, no quiero que vea el cadáver, de modo que quédese delante del panel cuando se abra. Ahora, Jones.

El agente activó la palanca. La cámara estaba vacía, excepto por un papel en el suelo quejones se agachó a recoger mientras el inspector miraba con gesto acusador a Clarissa y sir Rowland.

—«¡Inocentes!» —leyó Jones.

Clarissa y sir Rowland se miraron atónitos, y en ese momento sonó con insistencia el timbre de la puerta.

Capítulo 19

Elgin entró en el salón para anunciar la llegada del forense. Los policías le siguieron hasta la puerta principal, donde el inspector se enfrentó a la desagradable tarea de reconocer que por el momento no había ningún cadáver que examinar.

—¡Desde luego, inspector Lord! —exclamó irritado el forense—. ¿Se da cuenta de lo exasperante que resulta haber venido hasta aquí para nada?

—Pero le aseguro, doctor, que teníamos un cadáver —intentó explicarse el inspector.

—Es cierto —corroboró Jones—. Teníamos uno. Pero se da el caso de que ha desaparecido.

Sus voces atrajeron a Hugo y Jeremy.

—No me explico cómo la policía consigue hacer algo a derechas —comentó Hugo—. Ahora se dedican a extraviar cadáveres.

—No entiendo cómo no se les ocurrió vigilar el cuerpo —apuntó Jeremy.

—Bueno, no sé lo que habrá pasado, pero el caso es que no hay ningún cadáver para examinar, de modo que no pienso perder más tiempo —saltó el forense—. Pero le aseguro, inspector, que esto no se quedará así.

—Sí, doctor, lo sé. Buenas tardes.

El forense se marchó con un portazo y el inspector se volvió hacia Elgin.

—Yo no sé nada —se defendió el mayordomo—, se lo aseguro, señor. Nada de nada.

Mientras tanto en el salón, Clarissa y sir Rowland disfrutaban oyendo los apuros de la policía.

—Muy mal momento para que llegaran refuerzos —rió él—. El forense parecía muy molesto.

Clarissa se echó a reír también.

—Pero ¿quién se puede haber llevado el cadáver? ¿Crees que Jeremy se las arreglaría para hacerlo desaparecer de alguna manera?

—No me explico cómo. No han permitido que nadie entrara en la biblioteca, y la puerta que da de la biblioteca al recibidor estaba cerrada con llave. El «Inocentes» de Pippa ha sido la puntilla final —Rió de nuevo.

—En fin, con esto hemos averiguado una cosa: Costello se las había arreglado para abrir el cajón secreto. Clarissa —dijo sir Rowland con tono más serio—, ¿por qué demonios no le has dicho la verdad al inspector?

—Lo hice, excepto en lo referente a Pippa. De todas formas él no me creyó.

—Pero, por Dios, ¿por qué tenías que contarle ese montón de tonterías?

—Bueno, me pareció que sería más probable que me creyera de ese modo. ¡De hecho ahora me cree! —concluyó triunfal.

—Y el resultado es que estás metida en un buen lío. Te acusarán de asesinato.

—Alegaré defensa propia.

Antes de que sir Rowland tuviera ocasión de responder, Hugo y Jeremy entraron en la sala.

—Malditos policías —masculló Hugo—. Nos andan empujando de un lado para otro, y ahora resulta que han perdido el cadáver.

Jeremy cerró la puerta y cogió un canapé.

—Muy peculiar —opinó.

—Es fantástico —dijo Clarissa—. Todo esto es fantástico. El cuerpo ha desaparecido y todavía no sabemos quién llamó a la policía para denunciar un asesinato.

—Bueno, seguramente fue Elgin —dijo Jeremy, que se había sentado en el brazo del sofá para comerse el canapé.

—No —terció Hugo—. Yo diría que fue la señorita Peake.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué harían una cosa así sin decirnos nada? No tiene sentido.

En ese momento la jardinera se asomó a la puerta.

—¿No está aquí la policía? —preguntó, con expresión de complicidad—. Están metidos por todas partes.

—Ahora mismo están ocupados en registrar la casa y los alrededores —informó sir Rowland.

—¿Qué buscan?

—El cadáver. Ha desaparecido.

La señorita Peake lanzó una de sus habituales risotadas.

—¡Menuda guasa! Conque el fiambre ha desaparecido, ¿eh?

Hugo se sentó a la mesa.

—Es una pesadilla. Todo esto es una maldita pesadilla.

—Como en las películas, ¿eh, señora Hailsham-Brown?

Sir Rowland sonrió.

—Espero que se encuentre ya mejor, señorita Peake.

—Estoy estupendamente. Soy una mujer dura, ¿sabe usted? La verdad es que me quedé pasmada cuando se abrió esa puerta y apareció el cadáver. Confieso que me trastornó un poco.

—Yo me preguntaba si tal vez sabía usted que estaba ahí —dijo Clarissa.

La jardinera la miró.

—¿Quién? ¿Yo?

—Sí, usted.

—Esto no tiene sentido —dijo Hugo a nadie en particular—. ¿Por qué se llevarían el cadáver? Ya conocíamos su identidad y todo. No tiene sentido. ¿Por qué no dejarlo donde estaba?

—Vaya, yo no diría que no tiene sentido, señor Birch —le corrigió la señorita Peake—. El cadáver hace falta, ¿sabe usted?
Habeas corpus
y todo eso. Para hacer una acusación de asesinato se necesita un cadáver —Se volvió hacia Clarissa—. Así que no se preocupe, señora Hailsham-Brown. Todo va a salir bien.

—¿Qué quiere decir?

—Esta tarde he tenido las antenas bien atentas. No he perdido el tiempo tumbada en la cama —aseguró, mirando a todos—. A mí nunca me han gustado ni Elgin ni su mujer. ¡Desde luego! Mira que andar escuchando detrás de las puertas, o ir a la policía con cuentos sobre chantaje…

—¿Así que oyó usted eso? —dijo Clarissa.

—Yo siempre digo que una tiene que estar de parte de su propio sexo, señora —Se volvió hacia Hugo—. ¡Hombres! —resopló—. No puedo estar de acuerdo con ellos. Si no encuentran el cadáver —prosiguió mientras se sentaba en el sofá junto a Clarissa—, no podrán acusarla de nada. Y lo que yo digo es que si ese bruto le hacía chantaje, hizo usted bien en partirle la crisma y sanseacabó.

—Pero yo no…

—Oí su conversación con el inspector —se obstinó—. Y si no fuera por ese metomentodo de Elgin, su historia resultaría perfectamente creíble.

—¿A qué historia se refiere?

—A eso que dijo usted de que lo confundió con un ladrón. Pero lo del chantaje da un cariz diferente al asunto. Así que pensé que sólo se podía hacer una cosa: librarnos del cadáver y que la policía se vuelva loca buscándolo.

Sir Rowland retrocedió con gesto de pura incredulidad, mientras la señorita Peake miraba a todos encantada.

—Un trabajito de primera, aunque esté mal que yo lo diga.

Jeremy se levantó, fascinado.

—Así que fue usted quien se llevó el cuerpo.

Todos la miraban de hito en hito.

—Bueno, somos amigos, ¿no? ¿Por qué no iba yo a colaborar? Sí, fui yo quien me llevé el cadáver —reconoció—. Y cerré la puerta con llave —añadió, dándose unos golpecitos en el bolsillo—. Tengo todas las llaves de esta casa, así que no hubo ningún problema.

Clarissa se había quedado boquiabierta.

—¿Pero cómo? ¿Dónde ha puesto el cadáver?

La señorita Peake se inclinó hacia ella con expresión de complicidad.

—En la cama de la habitación de invitados, en la del dosel. Debajo. Luego hice la cama y me tumbé encima de él.

Sir Rowland, totalmente estupefacto, se sentó a la mesa.

—¿Pero cómo llevó el cuerpo hasta la habitación? —preguntó Clarissa—. ¡No pudo hacerlo usted sola!

—Ay, se sorprendería usted —declaró la jardinera alegremente—. Lo llevé al hombro, como un saco de patatas —explicó, demostrándolo con un ademán.

—¿Pero y si se hubiera encontrado a alguien por las escaleras? —terció sir Rowland.

—Bueno, no me encontré a nadie. La policía estaba aquí, con la señora, y ustedes tres estaban encerrados en el comedor. Así que aproveché la oportunidad, saqué el cuerpo al vestíbulo, cerré de nuevo la biblioteca y luego fui a la habitación de invitados.

—¡Cielos! —exclamó sir Rowland.

—Pero no podemos dejarlo para siempre debajo de la cama—señaló Clarissa, levantándose.

—No, para siempre no, por supuesto. Pero ahí estará bien durante veinticuatro horas. Para entonces la policía se habrá ido a buscar a otra parte.

—La señorita Peake miró a su cautivada audiencia—. He estado pensando cómo librarnos de él. Resulta que esta mañana he cavado una buena zanja en el jardín, para los guisantes. Pues bien, enterraremos ahí el cadáver y plantaremos un par de hileras de guisantes.

Clarissa se dejó caer en el sofá. Se había quedado sin habla.

—Esto de cavar tumbas no es un asunto muy correcto —dijo sir Rowland.

La jardinera se echó a reír.

—¡Bah, hombres! —exclamó blandiendo el dedo—. Siempre obsesionados con las normas. Las mujeres tenemos más sentido común —Se inclinó hacia Clarissa—. Nosotras sabemos enfrentarnos a todo, incluso a un asesinato, ¿eh, señora?

Hugo se levantó de un brinco.

—¡Esto es absurdo! —gritó—. Clarissa no le mató. No me creo ni una palabra.

—Bueno, si no lo mató ella, ¿quién fue? —repuso la señorita Peake.

Justo en ese momento Pippa entró en la sala. Llevaba puesta una bata y caminaba soñolienta y bostezando, con un plato de mousse de chocolate y una cuchara. Todos se volvieron hacia ella.

Capítulo 20

—¡Pippa! —exclamó Clarissa, levantándose de un salto—. ¿Qué haces fuera de la cama?

—Me he despertado. Tengo muchísima hambre —se quejó la niña entre bostezos. Se sentó en el sofá y miró a Clarissa con expresión de reproche—. Dijiste que me ibas a traer esto.

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