—Me temo que tampoco valen mucho. Lo siento, cariño.
—Ojalá tuviera la firma de Neville Duke y la de Roger Bannister. Estos autógrafos históricos huelen un poco a rancio —Pippa guardó los papeles en la caja y echó a andar hacia la puerta—. ¿Puedo ir a ver si quedan más galletas de chocolate, Clarissa?
—Si quieres…
—Nosotros nos vamos. —dijo Hugo. Se acercó a la escalera y gritó—: ¡Jeremy! ¡Eh, Jeremy!
—¡Ya voy! —Jeremy entró precipitadamente con un palo de golf.
—Henry estará a punto de llegar a casa —murmuró Clarissa.
—Es mejor que salgamos por aquí —sugirió Hugo, señalando la cristalera—. Queda más cerca. Adiós, querida. Y gracias por soportarnos. Probablemente iré derecho a casa desde el club, pero te prometo devolverte a tus invitados sanos y salvos.
—Hasta luego, Clarissa —se despidió Jeremy.
—Hasta luego, querida —dijo sir Rowland, rodeándola con sus brazos—. Warrender y yo no volveremos hasta la medianoche.
—Hace una tarde estupenda —observó ella—. Os acompaño hasta la verja del campo de golf.
Echaron a andar por el jardín, sin hacer ningún esfuerzo por alcanzar a Hugo y Jeremy.
—¿A qué hora volverá Henry? —preguntó sir Rowland.
—No lo sé muy bien. Supongo que pronto. Pasaremos una velada tranquila y tomaremos una cena fría. Seguramente estaremos ya en la cama cuando volváis.
—Sí, no vayas a esperarnos levantada.
—Muy bien, querido. Nos vemos más tarde, o si no mañana en el desayuno —se despidió Clarissa al llegar a la cerca del jardín.
Sir Rowland la besó en la mejilla y apretó el paso para alcanzar a sus amigos. Era, en efecto, una tarde muy agradable. Clarissa volvió paseando, deteniéndose de vez en cuando para disfrutar de los colores y los olores del jardín, y sonrió al acordarse de la señorita Peake y su brécol. Pensó también en Jeremy y sus torpes intentos por cortejarla, y se preguntó si de verdad hablaría en serio. Cuando ya llegaba a la casa saboreó la agradable perspectiva de pasar una tranquila velada en casa con su marido.
Apenas se habían marchado Clarissa y sir Rowland, el mayordomo entró en la sala con una bandeja de bebidas que dejó sobre la mesa. En ese momento sonó el timbre de la puerta y Elgin fue a abrir. Se encontró con un joven moreno, muy apuesto.
—Buenas tardes, señor —saludó el mayordomo.
—Buenas tardes. Venía a ver a la señora Brown —anunció con cierta brusquedad el recién llegado.
—Muy bien. Pase usted. ¿A quién debo anunciar?
—Señor Costello.
—Por aquí, señor —Elgin se hizo a un lado para dejarle pasar al salón—. ¿Tendrá la amabilidad de esperar un momento? La señora está en casa. Voy a buscarla —Hizo ademán de marcharse, pero se volvió de nuevo hacia él—. Señor Costello, ha dicho usted…
—Eso es. Oliver Costello.
—Muy bien, señor.
Una vez a solas, Oliver Costello miró en torno a la sala. Se acercó primero a escuchar a la puerta de la biblioteca, luego a la del vestíbulo, y por fin se dirigió al escritorio y miró de cerca los cajones. Al oír un ruido se apartó rápidamente y estaba en el centro de la sala cuando Clarissa entró por la cristalera.
—¡Tú!
—¡Clarissa! ¿Qué haces aquí?
—Es una pregunta bastante estúpida, ¿no crees ? Esta es mi casa.
—¿Tu casa?
—No te hagas el tonto, Oliver.
Costello se la quedó mirando. Luego decidió cambiar de actitud.
—Es una casa encantadora. Antes pertenecía al viejo anticuario, ¿no? ¿Cómo se llamaba? Recuerdo que una vez me trajo para enseñarme una silla Luis XV. ¿Un cigarrillo? —ofreció, tendiendo su pitillera.
—No, gracias —respondió ella con cierta brusquedad—. Y creo que es mejor que te vayas. Mi esposo está a punto de llegar y no creo que le agrade mucho verte aquí.
—Pues el caso es que yo sí quiero verle a él —replicó Costello con insolencia—. En realidad a eso he venido, para hablar de una solución adecuada.
—¿Cómo?
—Una solución para la situación de Pippa. Miranda está de acuerdo en que Pippa pase parte de las vacaciones de verano con Henry, y tal vez una semana en Navidad, pero aparte de eso…
—¿Qué quieres decir? —le interrumpió Clarissa—. La casa de Pippa es ésta.
Costello se acercó tranquilamente a la mesa de las bebidas.
—Pero, querida Clarissa —exclamó—, sin duda eres consciente de que el tribunal concedió a Miranda la custodia de la niña. ¿Puedo? —preguntó alzando una botella de whisky. Se sirvió una copa sin esperar respuesta—. En el juicio no hubo ninguna oposición, ¿recuerdas?
Clarissa lo miró con gesto belicoso.
—Henry permitió que Miranda se divorciara de él sólo después de que acordaran en privado que Pippa viviría con su padre. Si Miranda no hubiera accedido a esto, habría sido Henry quien solicitara el divorcio.
Costello lanzó una carcajada despectiva.
—Tú no conoces muy bien a Miranda, ¿no? Cambia de opinión a menudo.
—No me creo ni por un instante que Miranda quiera a la niña —replicó ella con desdén—, o que le importe lo más mínimo.
—Pero tú no eres madre, querida Clarissa. No te molesta que te llame Clarissa, ¿verdad? —preguntó con una desagradable sonrisa—. Al fin y al cabo, ahora que estoy casado con Miranda, somos casi parientes —Apuró el whisky de un trago y dejó el vaso—. Sí, te aseguro —continuó— que ahora Miranda se siente de lo más maternal, y quiere que Pippa viva con nosotros.
—¡No puedo creerlo!
—Como quieras —Costello se acomodó en la butaca—. Pero es inútil que intentes resistirte. Al fin y al cabo, no hay ningún acuerdo por escrito.
—No os quedaréis con Pippa —declaró Clarissa con firmeza—. La niña tenía los nervios destrozados cuando llegó. Ahora está mucho mejor, está contenta en el colegio, y así van a seguir las cosas.
—¿Y cómo lo vas a lograr, querida? La ley está de nuestra parte.
—¿Qué os traéis entre manos? A vosotros no os importa Pippa. ¿Qué queréis? —De pronto se dio un golpe en la frente—. ¡Pues claro! ¡Qué tonta he sido! ¡Es un chantaje!
Costello fue a responder, pero en ese momento entró Elgin.
—Ah, señora, la estaba buscando. ¿Le parece bien que la señora Elgin y yo nos marchemos ya?
—Sí, muy bien, Elgin.
—Ha llegado nuestro taxi. La cena está lista en el comedor. ¿Quiere usted que cierre aquí, señora? —añadió, sin dejar de mirar a Costello.
—No, ya me encargo yo. Disfruten ustedes de su tarde libre.
—Gracias, señora. Buenas tardes.
—Buenas tardes, Elgin.
Costello esperó a que el mayordomo cerrara la puerta.
—Chantaje es una palabra muy fea, Clarissa —señaló—. Deberías tener más cuidado antes de hacer falsas acusaciones. ¿Acaso he hablado yo de dinero?
—Todavía no. Pero es lo que buscas, ¿no es así?
Él alzó los hombros y tendió las manos.
—Es cierto que no nos va muy bien —admitió—. Miranda siempre ha sido muy extravagante, como sin duda sabes muy bien. Creo que piensa que Henry debería restablecer su asignación. Al fin y al cabo es un hombre adinerado.
Clarissa se acercó a él y le miró a la cara.
—Escucha, no sé qué pensará Henry, pero sé muy bien lo que pienso yo. Si intentáis apartar a Pippa de nosotros, lucharé con uñas y dientes. —Hizo una pausa y añadió—: Y estoy dispuesta a utilizar cualquier arma.
Costello se echó a reír, impasible a su reacción.
—No sería muy difícil lograr un informe médico que demuestre que Miranda es adicta a las drogas —prosiguió Clarissa—. Me atrevería incluso a ir a Scotland Yard para hablar con la brigada de narcóticos. De paso les sugeriría que te vigilaran también a ti.
Costello dio un respingo.
—No creo que al bueno de Henry, siempre tan recto, le gusten mucho tus métodos —advirtió.
—Pues tendrá que aguantarse. Lo que importa es la niña. No pienso permitir que la asustéis o la intimidéis.
En ese momento entró Pippa en la habitación y se frenó en seco al ver a Costello.
—Hola, Pippa—saludó él—. Cómo has crecido.
La niña retrocedió con cara de miedo.
—He venido a hacer planes con respecto a ti —le informó él—. Tu madre está deseando que vuelvas con ella. Ahora estamos casados y…
—¡No pienso ir! —chilló histérica la niña, corriendo hacia Clarissa—. No pienso ir. Clarissa, no pueden obligarme, ¿verdad? No…
—No te preocupes, cariño —Clarissa le pasó el brazo por los hombros—. Tu sitio está aquí, con tu padre y conmigo.
—Te aseguro… —comenzó Costello, pero Clarissa no le dejó terminar.
—Fuera de aquí ahora mismo —ordenó.
Costello se llevó las manos a la cabeza y retrocedió fingiendo estar asustado.
—¡Ahora mismo! —repitió ella—. No te quiero en mi casa, ¿entendido?
—Ah, señora Hailsham-Brown… —Era la señorita Peake, que acababa de entrar desde el jardín con una enorme horca.
—Señorita Peake —la interrumpió Clarissa—, ¿quiere enseñarle al señor Costello el camino al campo de golf?
Costello miró a la señorita Peake, que a su vez se volvió hacia él alzando su horca.
—¿Señorita Peake?
—Encantada —replicó ella—. Soy la jardinera.
—Claro que sí. Tal vez se acuerde usted de que vine una vez a esta casa para ver un mueble antiguo.
—Ah, sí. En tiempos del señor Sellon. Pero hoy no puede verle, ¿sabe? Está muerto.
—No, no he venido a verle a él, sino a… la señora Brown.
—¿Ah, sí? Bueno, pues ya la ha visto —La jardinera parecía darse cuenta de que el visitante no era bienvenido.
—Adiós, Clarissa —se despidió Costello—. Tendrás noticias mías —añadió con tono amenazador.
—Por aquí —indicó la señorita Peake—. ¿Va usted a coger el autobús o tiene coche?
—He dejado el coche junto a los establos —informó Costello mientras atravesaban el jardín.
En cuanto se marchó Oliver Costello, Pippa rompió a llorar.
—¡Me obligará a irme de aquí! —sollozaba abrazada a Clarissa.
—Desde luego que no.
—¡Le odio! Siempre le he odiado.
—¡Pippa! —exclamó Clarissa, temiendo que la niña estuviera al borde de la histeria.
—¡No quiero volver con mi madre! ¡Prefiero morirme! —gritó—. Sí, prefiero morirme. ¡Me mataré!
—Pippa… —la amonestó Clarissa.
—¡Me suicidaré! ¡Me voy a cortar las venas hasta desangrarme!
Clarissa la cogió por los hombros.
—Pippa, domínate. Te aseguro que no pasará nada. Yo estoy aquí.
—Pero yo no quiero volver con mi madre. ¡Y odio a Oliver! Es un hombre malo, malo, malo.
—Ya lo sé, cariño, ya lo sé —murmuró Clarissa.
—No, no lo sabes —La niña parecía cada vez más desesperada—. Cuando vine a vivir aquí no te lo conté todo. No podía soportar ni pensarlo. Pero no era sólo Miranda la que estaba borracha todo el tiempo. Una tarde ella se marchó no sé dónde y Oliver se quedó en casa conmigo… Creo que había bebido mucho… no lo sé, pero… —La niña parecía incapaz de proseguir. Por fin miró al suelo y murmuró—: Intentó hacerme cosas.
—¡Pippa! —exclamó Clarissa horrorizada—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué me estás diciendo?
Pippa miró desesperada alrededor, como buscando a alguien que hablara por ella.
—Intentó… intentó besarme. Yo le di un empujón, pero él empezó a arrancarme el vestido. Luego… —De pronto se interrumpió y estalló en sollozos.
—¡Mi pobre niña! —murmuró Clarissa abrazándola—. No lo pienses más. Ya se ha acabado todo y nunca volverá a pasarte nada. Yo haré que castiguen a Oliver. Menuda bestia asquerosa. ¡Esto no quedará así!
—A lo mejor le cae un rayo encima —comentó Pippa esperanzada.
—Sí, es muy posible —convino Clarissa con gesto de determinación—. Ahora tienes que calmarte. Todo irá bien. Toma —le ofreció un pañuelo—, límpiate la nariz.
Pippa obedeció y luego limpió sus lágrimas del vestido de Clarissa.
—Anda, sube a darte un baño. Y lávate bien. Tienes el cuello sucísimo.
—Como siempre —replicó la niña, que parecía haber recuperado la calma. Pero de pronto se volvió y corrió de nuevo hacia su madrastra—. No dejarás que me lleven, ¿verdad?
—Tendrían que pasar por encima de mi cadáver —replicó ella con decisión—. No, más bien por encima de su cadáver. ¡Sí, eso es! ¿Más tranquila?
La niña asintió y Clarissa le dio un beso en la frente.
—Anda, ve.
Pippa la abrazó de nuevo y se marchó. Clarissa se quedó un momento pensativa, hasta que, al advertir que la habitación se había quedado bastante oscura, encendió las luces, cerró la cristalera y se sentó en el sofá, sumida en sus pensamientos.
Al cabo de un par de minutos oyó la puerta de la casa y un momento después entró en la sala Henry Hailsham-Brown, su marido. Era un hombre bastante atractivo, de unos cuarenta años y rostro inexpresivo. Llevaba unas gafas de montura de carey y un maletín.
—Hola, cariño —saludó a su esposa mientras dejaba el maletín en una butaca.
—Hola, Henry. ¡Menudo día! Ha sido espantoso.
—¿Ah, sí? —Él se acercó a darle un beso y luego cerró las cortinas.
—No sé por dónde empezar. Bebe algo primero.
—No, ahora no. ¿Quién hay en casa?
—Nadie —respondió ella, algo sorprendida—. Es la tarde libre de los Elgin. Jueves negro, ya sabes. Cenaremos jamón frío y mousse de chocolate. Y un café bueno de verdad, porque lo haré yo misma.
—¿Hum? —masculló Henry por toda respuesta.
—Henry, ¿te pasa algo?
—Bueno, sí, en cierto modo.
—¿De qué se trata? ¿Es Miranda?
—No, no; no pasa nada malo —la tranquilizó—. Es más bien al contrario. Sí, justo lo contrario.
—Querido —dijo ella con afecto y con sólo una nota de ironía—, ¿acaso percibo cierta emoción humana bajo esa impenetrable fachada que tenéis los del Foreign Office?
—Bueno —admitió él—, la verdad es que es bastante emocionante. Resulta —añadió tras una pausa— que hay una ligera niebla sobre Londres.
—¿Y eso es emocionante?
—No, no; la niebla no, naturalmente.
—¿Entonces?
Henry miró alrededor como para cerciorarse de que nadie los espiaba. Luego se sentó junto a su mujer.
—No se lo puedes decir a nadie —dijo solemnemente.
—Muy bien —concedió ella, algo ansiosa.
—Es algo muy, muy confidencial. No puede saberlo nadie. Bueno, en realidad tú tienes que saberlo.