Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—Deberíamos desembarcar aquí y esperar a los otros. Además, necesito un descanso —dijo el hombre de la pértiga.
—Sí, sin duda. Todos lo necesitamos —afirmó la Primera.
La segunda balsa apareció en el momento en que desembarcaban. Estos ayudaron a los otros a amarrar la segunda plataforma de troncos al pequeño embarcadero, y sus pasajeros bajaron a tierra deseosos de tomarse un respiro. Poco después salieron de detrás de la elevación de roca que acababan de rodear Ayla y Jondalar con sus animales. Al quedar una de las balsas atrapada en el remolino, su avance se había retrasado, dando tiempo a los caballos a alcanzarlos.
Se saludaron con entusiasmo, alegrándose de ver que estaban todos sanos y salvos. A continuación, un hombre de la Undécima Caverna encendió una fogata en un hoyo que obviamente se había usado ya antes con ese fin. Habían recogido del lecho del río piedras lisas y redondeadas por efecto de la corriente y las habían apilado cerca del agua para que se secaran. Las piedras secas se calentaban más deprisa al ponerlas en el fuego, y eran menos peligrosas. Las piedras con humedad en el interior podían explotar al exponerlas al calor del fuego. Sacaron agua del Río y llenaron dos cestas de guisar y una caja de madera ranurada. Cuando las piedras calientes se añadieron al agua, se produjo una nube de vapor entre una erupción de burbujas. Al añadir más piedras, el agua alcanzó la temperatura de cocción.
Viajar en balsa era mucho más rápido, pero como no podían recolectar comida mientras flotaban por el Río, consumieron la que llevaban encima. Pusieron diversas hierbas para una infusión en la caja de madera ranurada; en una gran cesta, para preparar una sopa, echaron un poco de carne seca para dar sabor, junto con verduras desecadas y las sobras del megaceros asado la noche anterior. En otra cesta, añadieron al agua caliente fruta desecada para ablandarla. Comieron deprisa para poder volver a las balsas y acabar el viaje fluvial antes del anochecer.
Cerca de la desembocadura del Río, pese a que muchos pequeños afluentes vertían sus aguas aumentando el caudal y la turbulencia, la corriente ya no volvió a ser tan impetuosa como en los rápidos. Navegaron cerca de la orilla izquierda hasta avistar el Gran Río. Donde el delta del Río se ensanchaba, los balseros de la Undécima Caverna condujeron la embarcación hacia el centro del cauce hasta llegar al Gran Río. En la confluencia de las corrientes de los dos ríos se había formado una barra, una elevación de arena y sedimentos, y cruzarla representó un peligro más en su viaje. Poco después se hallaron en medio de una masa de agua mucho mayor, con una poderosa corriente que los arrastraba hacia las Grandes Aguas. Allí la pértiga era de poca utilidad. El hombre que la usaba cogió un segundo remo que tenía atado cerca del borde. Ahora la misión de los dos hombres provistos de remos de asta de megaceros y de Shenora, la mujer que empuñaba el timón, era llevarlos al otro lado del caudaloso río. Shenora tiró del timón lo máximo posible para dirigirlos hacia la orilla opuesta, en tanto que los remeros se afanaban por guiar la pesada embarcación. La segunda balsa los siguió.
Los caballos y el lobo cruzaron a nado trazando una línea más recta. Continuaron por la orilla, sin perder de vista las balsas conforme realizaban su trayectoria oblicua hacia tierra. Mientras cabalgaban río abajo, Jondalar recordó con cariño las embarcaciones utilizadas por los sharamudoi, que habitaban junto al Río de la Gran Madre. Vivían muy cerca del final del cauce de esa larga e importante vía fluvial, en ese tramo ancho y rápido, pero sus embarcaciones surcaban ágilmente las aguas. Las más pequeñas podía controlarlas una sola persona mediante un remo de doble pala. Jondalar había aprendido a usar uno, aunque en el proceso había sufrido un par de percances. Las de mayor tamaño podían emplearse para transportar mercancías y personas, aunque también necesitaban a más de un tripulante para impulsarlas con los remos; no obstante, el control era mucho mayor.
Recordó cómo se construían esas embarcaciones. Partiendo de un tronco grande, vaciaban el centro mediante brasas y cuchillos de piedra, labraban los dos extremos para dejarlos en punta y ensanchaban el tronco mediante vapor en la parte central. Luego se añadían a los flancos planchas largas, conocidas como hiladas, para agrandar la embarcación, uniéndolas mediante estaquillas de madera y ataduras de cuero. Él había ayudado a construir uno de esos botes cuando Thonolan y él vivían con ellos.
—Ayla, ¿recuerdas los botes de los sharamudoi? —preguntó Jondalar—. Creo que podríamos hacer uno, o al menos me gustaría intentarlo, uno pequeño, para enseñárselo a la Undécima Caverna. He intentado explicarles cómo son, pero no es fácil dejarlo claro. Si construyera uno pequeño, se formarían una idea.
—Si quieres que te ayude, por mí encantada —contestó Ayla—. También podríamos construir uno de aquellos botes redondos en forma de vasija de los mamutoi. Ya hicimos uno en nuestro viaje hacia aquí. Lo cargábamos cuando lo acoplábamos a la angarilla de Whinney, y más aún cuando teníamos que cruzar ríos. —De pronto arrugó la frente—. Pero es posible que en algún momento la Zelandoni me necesite.
—Lo sé —dijo él—. Si puedes ayudarme, te lo agradeceré, pero no te preocupes. A lo mejor consigo que me ayuden mis aprendices. Los botes en forma de vasija pueden ser útiles, pero creo que antes intentaré construir uno pequeño como los de los sharamudoi. Tardaré más, pero será más manejable y me permitirá elaborar cuchillos eficaces para labrar esa clase de botes. Si a la Undécima Caverna le gusta tanto como creo, seguro que podré trocar el bote por el uso futuro de sus balsas, y si deciden hacer más botes, puede que quieran usar los cuchillos diseñados especialmente para ahuecar los troncos, y yo podría trocar muchos viajes por el río en el futuro.
Ayla pensó en cómo funcionaba la cabeza de Jondalar, en su manera de anticiparse, sobre todo para obtener algún beneficio en el futuro. Sabía que ponía todo su empeño en cuidar de ella y Jonayla, y que el concepto zelandonii de estatus intervenía también de algún modo. Para él, eso era importante, y sabía muy bien lo que convenía hacer en cada situación para conseguirlo. Su madre, Marthona, también era así, y él obviamente lo había aprendido de ella. Ayla entendía el concepto de estatus, quizá en el clan tenía aún mayor trascendencia, pero para ella no era algo vital. Pese a que había adquirido estatus en diversos pueblos, siempre le había llegado sin proponérselo, nunca había tenido que esforzarse para conseguirlo, y no sabía hasta qué punto sería capaz de hacerlo.
La corriente arrastró las balsas a cierta distancia río abajo hasta que lograron llegar a la margen opuesta. Para entonces, el sol ya se ponía por el oeste, y todos sintieron alivio cuando desembarcaron en la otra orilla. Mientras plantaban el campamento, los dos jóvenes aprendices de Willamar, junto con Jondalar y Lobo, fueron a ver si podían cazar algo. Todavía les quedaba carne del megaceros, pero ya no duraría mucho y querían carne fresca.
Poco después de partir, avistaron un bisonte macho solitario, pero él los vio primero y huyó tan deprisa que les fue imposible seguirlo. Lobo levantó un par de perdices blancas anidadas, resplandecientes con su plumaje veraniego. Jondalar abatió una con el lanzavenablos; Tivonan, que también llevaba el suyo, falló, y Palidar no llegó a prepararlo a tiempo. Si bien una perdiz blanca no iba a dar de comer a mucha gente, Jondalar la cogió. Pronto anochecería, y no tenían mucho tiempo para buscar algo más, de modo que volvieron al campamento.
De pronto Jondalar oyó un gañido. Se volvió rápidamente y vio a Lobo intentando mantener a raya a un joven bisonte macho. Era más pequeño que el que habían visto antes, y probablemente no hacía mucho que había abandonado la manada materna para errar con los solteros, que se agrupaban en manadas menos numerosas y más dispersas en esa época del año. Jondalar armó el lanzavenablos al instante, y esta vez Palidar estuvo más raudo. Mientras los hombres se acercaban a la presa, Tivonan consiguió también preparar el lanzavenablos.
El bisonte joven e inexperto se había concentrado en el lobo, a quien temía de manera instintiva, y no prestaba mucha atención a los depredadores bípedos, para los que no poseía reacción instintiva, porque no los conocía, pero, rodeado por los tres, tenía pocas posibilidades. Jondalar, el más diestro con el lanzavenablos, arrojó su dardo ya montado. Los otros dos hombres necesitaron un poco más de tiempo para apuntar. Palidar fue el primero en lanzar, seguido de inmediato por Tivonan. Las tres lanzas dieron en el blanco y abatieron al animal. Los jóvenes dejaron escapar un grito de júbilo; luego, agarrando por el casco sendas patas delanteras, llevaron el bisonte a rastras hasta el campamento. El animal proporcionaría carne para varias comidas a los catorce adultos y el lobo, que sin duda merecía parte de ella por su intervención en la cacería.
—Ese lobo a veces puede ser de gran ayuda —comentó Palidar, sonriendo al animal, que tenía la oreja ladeada en un ángulo extraño, rasgo que lo hacía reconocible, distinguiéndolo de cualquier otro cánido salvaje que pudiera habitar en la zona. Palidar sabía por qué la tenía así, y el suceso no había sido motivo de sonrisas. Había sido él quien se topó con el lugar donde se había producido la pelea de lobos. Había mucha sangre, una hembra muerta medio destrozada, y el cuerpo de un animal que Lobo había conseguido matar. Palidar lo despellejó, pensando que podría aprovechar la piel para decorar una bolsa de acarreo o un carcaj, pero cuando fue a visitar a Tivonan para enseñarle su hallazgo, Lobo percibió el olor del otro lobo y atacó al joven. Incluso Ayla tuvo dificultades para apartar al cazador cuadrúpedo de Palidar; afortunadamente Lobo seguía débil a causa de las heridas.
La Novena Caverna nunca había visto a Lobo atacar a una persona, y para ellos fue toda una sorpresa, pero Ayla advirtió el trozo de piel de lobo cosido al carcaj de Palidar, y cuando él le explicó de dónde lo había sacado, Ayla ató cabos. Le pidió el trozo de piel y se lo dio a Lobo, que lo mordió y desgarró y sacudió hasta reducirlo a jirones. Resultó casi gracioso verlo, pero no para Palidar, que se alegró de no haberse cruzado con Lobo estando solo. Llevó a Ayla al lugar donde había encontrado la piel, mucho más lejos de lo que ella imaginaba. Le sorprendió la distancia que Lobo había recorrido a rastras para llegar hasta ella, pero se alegró de que lo hubiera hecho.
Le explicó a Palidar lo que, en su opinión, había ocurrido. Sabía que Lobo había encontrado una compañera, una loba solitaria, y supuso que ambos intentaban delimitar un territorio para ellos, pero obviamente la manada local era muy grande y estaba bien consolidada, y Lobo y su hembra eran demasiado jóvenes. Lobo tenía otra desventaja. Nunca había jugado a las peleas con sus compañeros de camada y, aparte de su comportamiento instintivo, no sabía luchar con lobos.
La madre de Lobo había tenido el celo fuera de la temporada habitual y la hembra dominante de la manada la había expulsado del grupo. Casualmente, la loba había encontrado a un macho ya mayor que había abandonado a su manada, incapaz de seguirle el paso. Durante un tiempo este se sintió más vigoroso al tener a una hembra joven para él solo, pero murió antes de acabar el invierno, dejándola sola con su camada cuando la mayoría de las madres lobas habrían contado con la ayuda de toda una manada.
Cuando Ayla lo rescató, Lobo tenía apenas cuatro semanas y era el único superviviente de la camada, pero esa era la edad a la que una madre loba normalmente habría sacado a sus lobeznos de la guarida de nacimiento para que recibieran la impronta de la manada. Lobo, en cambio, había recibido la impronta de la manada humana de los mamutoi, con Ayla como madre dominante. Él no conoció a sus hermanos cánidos, no creció con otros lobeznos; lo crio Ayla junto con los niños del Campamento del León. Como una manada de lobos y una familia humana comparten muchas características, se adaptó a la vida con las personas.
Después de la pelea, Lobo consiguió acercarse a rastras al campamento de la Novena Caverna lo suficiente para que Ayla lo encontrara. Casi todos en la Reunión de Verano desearon su recuperación. La Primera incluso ayudó a Ayla a curarle las heridas. Tenía la oreja casi arrancada, y aunque Ayla se la cosió, finalmente, al cicatrizar, le quedó un tanto sesgada, rasgo por el cual muchos le veían cierto aire de golfo, cierto aspecto encantador de espíritu libre, que suscitaba sonrisas.
El incidente había permitido a Ayla entender que Lobo no sólo debía recuperarse de las heridas físicas, sino también de la tensión que lo había impulsado a atacar al muchacho que llevaba la piel del lobo muerto y le recordaba la pelea. El joven cánido nunca había participado en una pelea con lobos. Eso desarrolló su cautela ante el olor que a un nivel profundo reconocía como el suyo propio.
El emplazamiento sagrado que la Primera quería visitar era una cueva pintada que se hallaba a varios días de viaje en dirección este y sur. Y la Undécima Caverna debía enfrentarse otra vez a la misma corriente impetuosa del Gran Río para cruzar de nuevo esa importante vía fluvial que acababan de atravesar. Tenían que iniciar la travesía a cierta distancia de allí, aguas arriba, si querían llegar a la orilla opuesta cerca de la desembocadura del Río, que los llevaría de regreso a casa. Ambos grupos se dirigían hacia una caverna que, según explicaron a Ayla, se encontraba cerca del lugar donde un pequeño torrente confluía con el Gran Río. Ese cauce de menor tamaño nacía en unas montañas al sur, cerca del emplazamiento sagrado que la Primera quería enseñar a Ayla a continuación. Se encaminaron hacia el este a la mañana siguiente, remontando el Gran Río por la orilla.
La Undécima no era la única caverna zelandonii que empleaba balsas para viajar por los ríos de su territorio. Muchas generaciones atrás, algunos descendientes de los mismos navegantes fluviales que habían fundado la Undécima Caverna decidieron establecer una caverna nueva al otro lado del Gran Río, cerca del lugar donde normalmente iniciaban el camino de regreso. Acampaban en los alrededores con frecuencia, y buscaban cuevas y refugios de piedra cuando de pronto amenazaba mal tiempo; además, exploraban esa zona mientras cazaban y recolectaban comida. Acabaron conociendo muy bien la región.
Más tarde, por las razones habituales —la caverna inicial estaba demasiado poblada, o alguien había tenido una discrepancia con la compañera de su hermano o con su tío—, un pequeño grupo se escindió y formó una nueva caverna. Aún había mucha más tierra deshabitada que personas para ocuparla. Para la caverna original, era una clara ventaja disponer de un lugar al que ir donde había amigos, comida y espacio para dormir. Las dos cavernas estrechamente emparentadas desarrollaron maneras de intercambiar servicios y bienes, y la caverna nueva prosperó. Acabó llamándose Primera Caverna de los zelandonii al sur del Gran Río, nombre que con el tiempo se abrevió, quedando en Primera Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur.