Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Ayla y Jondalar, naturalmente con Jonayla, irían a lomos de los caballos por la orilla, si era transitable, o vadearían o nadarían, o en algunos casos rodearían tierra adentro. Había en concreto un tramo de rápidos, lugares con altas paredes rocosas y mucha corriente, en los que Kareja les recomendó encarecidamente que fueran por tierra. También aconsejó que siguieran el camino tierra adentro a quienes temieran los tramos difíciles. Unos años atrás habían perdido allí una balsa, y hubo varios heridos, aunque ningún muerto.
Mientras esperaban, una mujer descendió desde el refugio de piedra, que estaba más arriba, apartado de la orilla, y se acercó a hablar con la Primera. Quería que la curandera viera a su hija, aquejada de grandes dolores de muelas. Ayla pidió a Jondalar que cuidase de Jonayla, y ella y la Primera siguieron a la mujer hasta el refugio. Como casi todos, era más pequeño que el de la Novena Caverna. Las personas que vivían allí habían creado un espacio confortable. La mujer las llevó a una pequeña morada bajo el saliente. Dentro, una joven que debía de tener unos dieciséis años se revolcaba en una piel de dormir, bañada en sudor. Tenía una mejilla enrojecida y muy hinchada. Obviamente padecía un dolor de muelas atroz.
—Tengo cierta experiencia con el dolor de muelas —dijo Ayla a la joven, recordando cuando ayudó a Iza a arrancar una muela a Creb—. ¿Me permites que le eche un vistazo?
La joven se incorporó y negó con la cabeza.
—No —respondió con voz ahogada. Se puso en pie, se acercó a la Primera y se tocó una mejilla—. Quítame el dolor.
—Nuestro Zelandoni nos dio algo para el dolor antes de marcharse, pero ahora está mucho peor, y la medicina no le hace apenas efecto —explicó la madre.
Ayla observó a la Zelandoni. La mujer corpulenta la miró con expresión ceñuda y cabeceó.
—Le daré una medicina potente que la hará dormir —dijo la Primera a la madre—. Y te dejaré un poco más para que se la sigas dando.
—Gracias. Muchas gracias —agradeció la madre.
Mientras Ayla y la Zelandoni regresaban a la orilla del río, Ayla se volvió hacia su mentora con expresión interrogativa.
—¿Sabes qué le pasa en la muela?
—Arrastra esos problemas desde que empezaron a salirle los dientes. Tiene demasiados, en doble fila —explicó la Primera. Al ver la mirada de perplejidad de Ayla, añadió—: Le han salido dos series de dientes en el mismo espacio y han crecido mal, todos amontonados. De pequeña tuvo unos dolores de dentición tremendos, y volvió a padecerlos en la segunda dentición. Después estuvo bien por un tiempo. No le dolieron los dientes durante varios años, pero al salirle las muelas de atrás le volvieron los dolores.
—¿No se le pueden sacar unos cuantos dientes? —preguntó Ayla.
—El Zelandoni de la Undécima lo ha intentado, pero los tiene tan apretados que le ha sido imposible. La propia joven lo intentó hace unas lunas, y acabó rompiéndose varios. Desde entonces el dolor ha ido en aumento. Ahora es posible que tenga inflamación y le supure, pero no consiente que nadie le mire la boca. No estoy muy segura de que llegue a curarse. Es probable que algún día muera por esos dientes. Quizá lo más bondadoso sería darle medicina para el dolor en exceso y dejarla ir plácidamente al otro mundo —dijo la Primera—. Aunque eso deben decidirlo su madre y ella.
—Pero es muy joven, y se la ve fuerte y sana —comentó Ayla.
—Sí, y es una lástima que tenga que sufrir tanto, pero me temo que sus padecimientos no acabarán hasta que se la lleve la Madre —dictaminó la donier—, y más si no permite que nadie la ayude.
Para cuando volvieron al Río, las balsas estaban casi cargadas. Los seis viajeros que navegarían río abajo se repartirían en dos balsas, junto con el equipaje de las angarillas. Ayla y Jondalar, a caballo, llevarían sus bolsas con sus efectos personales. Naturalmente, Lobo se las arreglaría muy bien solo. Kareja comentó que quizá convenía llevar tres balsas, pero de momento sólo disponían de tripulación suficiente para manejar dos. Habrían tenido que emplazar a unos cuantos más y esperar a que llegasen, y por tanto decidieron que se las arreglarían con dos. Nunca emprendían viajes tan largos, y quizá peligrosos, con menos de dos balsas.
Cuando las embarcaciones flotaban aguas arriba, las impulsaban mediante una o más pértigas largas hincándolas en el lecho del río, y cuando iban hacia abajo, se dejaban arrastrar por la corriente. Como ahora esta era su dirección, en cuanto soltaron la cuerda que sujetaba la balsa al embarcadero, el río facilitó el trabajo. Aguas abajo, la pértiga se utilizaba básicamente para dirigir la balsa y evitar los salientes de roca. También empleaban otro mecanismo de dirección: la base de una cornamenta de megaceros sin astas, provista de una empuñadura y en forma de timón. Iba montada en el centro de la popa de tal modo que podía girarse de izquierda a derecha para cambiar de dirección. Además, usaban largos remos —hechos también con la cornamenta palmeada de alces o megaceros colocada en el extremo de una vara— para maniobrar e impulsar las plataformas flotantes de madera. Pero hacía falta habilidad y experiencia para mantener el rumbo de esas embarcaciones rudimentarias y poco manejables, y normalmente era necesaria la colaboración estrecha de tres personas.
Ayla colocó las mantas de montar en los lomos de Whinney, Corredor y Gris; a continuación puso un dogal a la joven yegua, pero de momento colocó a Jonayla frente a ella sobre Whinney. Ya habría tiempo de sobra para dejar a Jonayla montar sola cuando no estuviesen entrando y saliendo del río. En cuanto la primera balsa se apartó del embarcadero, Ayla miró alrededor buscando a Lobo y lo llamó con un silbido. El animal apareció brincando y temblando de emoción. Sabía que algo ocurría. Ayla y Jondalar se adentraron con los caballos en el río, y cuando llegaron a la parte más profunda en el centro del cauce, los animales nadaron detrás de las balsas durante un rato antes de salir a la orilla opuesta.
Las balsas descendieron hacia el sur a buena velocidad, y los caballos que las seguían lograron no rezagarse demasiado mientras podían avanzar a nado o por las márgenes de tierra del río. Cuando las paredes de roca se estrecharon, volvieron a meterse en el río y dejaron que los caballos nadaran en las aguas rápidas y profundas. La segunda balsa utilizó los remos para aminorar la marcha a fin de que los caballos los alcanzaran. Cuando estos se acercaron, Shenora, la mujer que llevaba el timón de la primera balsa, anunció:
—Justo después del próximo recodo hay una orilla accesible. Deberíais salir del río allí y rodear la siguiente serie de paredes rocosas. Después de esa curva, nos encontraremos unos rápidos. Es un tramo muy turbulento y creo que es peligroso para vosotros o los caballos seguir en el agua.
—¿Y tú y los demás en la balsa? ¿Estaréis a salvo? —preguntó Jondalar.
—Ya lo hemos hecho antes —contestó la mujer—. Con tres personas, una manejando la pértiga, otra el remo y yo al timón, pasaremos sin problemas.
Jondalar, tirando de Gris por el dogal, dirigió a Corredor hacia la izquierda mediante la cuerda sujeta al cabestro para que fuese más fácil llegar a la orilla en el lugar por donde debían salir. Ayla, con el brazo alrededor de Jonayla, lo siguió. Lobo nadaba detrás de ellos.
Amelana y los dos aprendices de Willamar, Tivonan y Palidar, viajaban en la última balsa, la que ellos tenían más cerca. Amelana parecía preocupada, pero no se la veía dispuesta a desembarcar e ir a pie. Los dos jóvenes revoloteaban alrededor de ella; siempre era agradable estar cerca de una joven atractiva, sobre todo si estaba embarazada. La Zelandoni, Jonokol y Willamar, en la balsa de delante, ya no oirían a Jondalar aunque levantara la voz, y eran ellos quienes más le preocupaban. Pero si la Primera decidía no desembarcar allí, supuso que la mujer corpulenta debía de considerar segura la balsa.
Cuando los caballos salieron del río, tanto los animales como los humanos iban chorreando, y los demás los observaron desde las balsas. Mientras la Zelandoni los veía salir trabajosamente del agua y ascender por la orilla, pareció replantearse la decisión de quedarse en la plataforma de troncos atados con correas de cuero, tendón y cuerdas de fibras. De pronto la asaltó el deseo de sentir la tierra bajo los pies. Aunque había viajado río arriba antes, y había descendido corriente abajo por aguas más tranquilas, nunca había seguido la ruta de los rápidos hasta el Gran Río, pero Jonokol, y en especial Willamar, parecían tan despreocupados que ella no se atrevió a reconocer sus temores.
Al cabo de un instante, un recodo en el río y una pared de piedra le impedían ya ver el último lugar por donde era posible escapar de aquellas aguas arremolinadas. La Zelandoni volvió la vista al frente y buscó con desesperación las asas formadas con las ataduras de los troncos, que le habían mostrado al subir a la estructura flotante. Iba sentada en un pesado cojín de cuero impermeabilizado hasta cierto punto con una capa de grasa, pero en un viaje en balsa lo normal era acabar empapado.
Más adelante, el río era una masa furiosa de espuma. El agua asomaba entre los troncos y lo salpicaba todo. El rugido del impetuoso río, advirtió la Zelandoni, aumentaba a medida que la poderosa corriente los arrastraba entre las paredes de roca que se elevaban a ambos lados.
De pronto se hallaban en medio de la vorágine. El agua saltaba por encima de las rocas y en torno a peñascos desgajados de las paredes rocosas y los afloramientos de piedra por efecto de la erosión de las fuerzas de la naturaleza: el frío extremo, los vientos huracanados y la corriente rápida. La Primera ahogó una exclamación al sentir un salpicón de agua fría en la cara cuando la proa de la balsa se hundió en el agua arremolinada y veloz.
Normalmente, si no había tormentas o afluentes que aportaran mayor caudal, la cantidad de agua en el Río permanecía igual, pero los cambios en el lecho y el cauce modificaban las características de la corriente. En un vado, allí donde el río se ensanchaba y era menos profundo, el agua burbujeaba y ondeaba plácidamente en torno a las rocas, pero cuando las paredes rocosas se acercaban y la pendiente del lecho era más empinada, la misma cantidad de agua contenida en un espacio más estrecho descendía con mayor fuerza. Esa fuerza arrastraba consigo la balsa de troncos.
La Zelandoni sentía miedo, pero también emoción, y al ver a los balseros de la Undécima Caverna controlar la embarcación impulsada a tal velocidad por los tramos inferiores del Río, aumentó sobremanera la valoración de su destreza. El hombre que empuñaba la pértiga la empleaba ahora para apartarlos de los peñascos que surgían en medio del cauce y mantenerlos alejados de las paredes rocosas que se alzaban a los lados. El remero a veces hacía lo mismo, pero en los canales sin obstáculos ayudaba a dirigir la balsa junto a la mujer que controlaba el timón, guiando la pesada embarcación. Debían trabajar en equipo y a la vez pensar de manera independiente.
Doblaron un recodo y de pronto la velocidad de la balsa se redujo. Si bien el río bajaba con igual rapidez alrededor de ellos, en ese tramo los bajos de la embarcación raspaban la superficie lisa de la roca sólida del lecho apenas sumergida. Esa sería la parte más difícil de recorrer a su regreso, ya que se verían obligados a impulsarse con la pértiga por el lecho empinado y poco profundo. A veces, salían del río y rodeaban el tramo acarreando las balsas. Al dejar atrás el lecho rocoso, descendieron por una pequeña cascada situada a un lado y fueron a parar a un entrante en la pared de roca a la izquierda, quedando allí inmovilizados en un remolino. Flotaban pero estaban atrapados, incapaces de seguir aguas abajo.
—Esto ocurre a veces, aunque hacía tiempo que no nos pasaba —dijo la mujer que controlaba el timón. Shenora lo mantenía en alto, fuera del agua, desde antes de iniciar el recodo—. Debemos apartarnos de la pared, pero puede ser difícil. Salir de aquí a nado tampoco es fácil. Si os bajarais de la balsa ahora, quizá el agua os hundiría. Tenemos que salir de este remolino. La segunda balsa no tardará en llegar; quizá puedan ayudarnos. Pero podría ser que toparan con nosotros y quedaran también atrapados.
El hombre de la pértiga hincó los pies descalzos en los intersticios entre los troncos de la balsa para mayor tracción, a fin de no resbalar, y empujó la pared con la pértiga, en un esfuerzo por mover la balsa. El remero también intentaba empujar la pared, a pesar de que las empuñaduras de los remos eran más cortas y no tan resistentes. Podían doblarse o partirse en el punto de unión entre la pala de asta y el mango de madera.
—Creo que necesitáis otra pértiga o quizá dos —observó Willamar, acercándose al hombre de la pértiga con una de las varas largas y finas de la angarilla de Ayla. Jonokol, detrás de él, empuñaba otra.
Pese a empujar los tres hombres a la vez, no les fue fácil salir de la trampa del remolino, pero al final alcanzaron de nuevo la corriente. Cuando volvieron a flotar libremente, el de la pértiga los guio hasta un saliente de roca, y allí los balseros, empleando la pértiga, el remo y el timón, mantuvieron la balsa inmóvil.
—Creo que debemos esperar para ver cómo supera ese tramo la otra balsa —dijo—. Está más traicionero que de costumbre.
—Buena idea —convino Willamar—. Tengo a un par de jóvenes comerciantes en esa balsa, y preferiría no perderlos.
Mientras hablaban, la segunda balsa asomó por el recodo del río, y su velocidad se redujo por la fricción con el lecho rocoso, como le había ocurrido a la primera, pero la corriente los había arrastrado un poco más lejos de la pared y consiguieron eludir el remolino. En cuanto vieron que la segunda balsa seguía adelante sin percances, los de la primera reanudaron la marcha. Al frente, el río corría aún impetuoso y, en un punto, la balsa que los seguía chocó contra un saliente de roca e inició un giro, pero consiguieron enderezarla.
La Zelandoni se aferró a las asas de cuerda cuando sintió que la balsa se levantaba en las aguas agitadas y volvía a hundirse en la corriente impetuosa. Y así continuaron hasta llegar a otro recodo. Al doblarlo, las aguas del Río se calmaron de repente y en la orilla izquierda apareció una agradable playa arenosa y llana, y algo parecido a un pequeño embarcadero. La balsa enfiló en esa dirección, y cuando se aproximaron, el remero cogió una cuerda con un extremo atado a la embarcación y arrojó el otro extremo, en forma de lazo, a un poste clavado firmemente en la tierra al borde del río. El segundo hombre lanzó otra cuerda, y entre los dos tiraron de ella para acercar la balsa al pequeño embarcadero de la orilla.