La tierra de las cuevas pintadas (93 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Si bien en los últimos años su cuerpo se había ensanchado un poco por la falta de ejercicio, ahora, tras la experiencia en la cueva, estaba más delgada. Los pechos, que se le habían hinchado durante la lactancia de Jonayla y de nuevo a principios del embarazo, volvían a tener ahora su tamaño normal, y conservaba un buen tono muscular. Siempre había sido una mujer de carne firme y buena silueta, y aunque contaba unos veintiséis años, calculaba, mantenía prácticamente el mismo aspecto que a los diecisiete.

Cabalgó hasta la puesta de sol; entonces se detuvo y acampó junto al Río. Al acostarse sola en la pequeña tienda, pensó de nuevo en Jondalar. Se metió entre las pieles y cerró los ojos, y siguió representándose al hombre alto de espectaculares ojos azules, deseando que estuviera allí para rodearla con sus brazos, deseando sentir el contacto de sus labios en los de ella. Se dio la vuelta, cerró los ojos y una vez más intentó conciliar el sueño. Siguió revolviéndose sin poder dormir. Lobo, a su lado, comenzó a gimotear.

—¿Tampoco te dejo dormir a ti, Lobo? —preguntó Ayla.

El animal se levantó, asomó el hocico por la abertura de la tienda y emitió un gruñido gutural. Encogiéndose, pasó por debajo de la cortina casi suelta de la entrada rectangular de la pequeña tienda, gruñendo de manera más amenazadora.

—¡Lobo! ¿Adónde vas? ¡Lobo!

Se apresuró a desatar la cortina pero, antes de salir, se volvió y cogió el lanzavenablos y un par de dardos. Aunque la luna estaba en cuarto menguante, había luz suficiente para distinguir los contornos. Vio la angarilla y advirtió que Whinney se apartaba de ella. Incluso en el tenue claro de luna, supo que la yegua estaba nerviosa por su manera de moverse. Lobo, agazapado, avanzaba hacia la angarilla, desplazándose ligeramente hacia la parte de atrás. De pronto, por un instante, Ayla alcanzó a ver una silueta, una cabeza redonda con dos orejas erguidas y rematadas en penachos.

«¡Es un lince!», pensó.

Recordaba al gran felino de piel amarillenta moteada, cola corta y penachos en lo alto de las orejas. Y patas largas capaces de correr a gran velocidad. Fue su primer encuentro con un lince lo que la indujo a aprender a lanzar dos piedras en rápida sucesión con la honda, para no quedarse desarmada después del primer lanzamiento. Se aseguró de que tenía más de un dardo al montar el primero en el lanzavenablos y prepararse para disparar.

Vio la silueta del animal deslizarse hacia la angarilla.

—¡Aaaiii! —gritó, y se echó a correr hacia el felino—. ¡Largo de aquí! ¡Eso no es tuyo! ¡Vete! ¡Vete de aquí!

El lince, asustado, dio un salto y se alejó a todo correr. Lobo lo siguió, pero enseguida Ayla lo llamó con un silbido. El animal aminoró el paso hasta detenerse, y cuando ella volvió a silbar, se dio por fin media vuelta y regresó.

Ayla llevaba consigo un poco de yesca. Con ella intentó avivar la fogata que había encendido antes de irse a dormir para preparar una infusión con la que acompañar la torta de viaje. Al ver que las brasas se habían apagado, cogió sus utensilios para prender fuego y encendió otra hoguera. En cuanto la yesca ardió, utilizó una rama a modo de antorcha para buscar más material combustible. Se hallaba en una llanura abierta surcada por el Río. Unos cuantos árboles crecían en la orilla, pero sólo encontró madera verde. Sí había, no obstante, hierba seca, así como excrementos secos de animales, probablemente de bisonte o uro, pensó. Eso bastaba para mantener una pequeña fogata durante un rato. Extendió las pieles de dormir junto a la hoguera y se metió entre ellas con Lobo a su lado. Whinney se quedó también cerca de Ayla y el fuego.

Dormitó un poco durante la noche, pero cualquier ruido la despertaba. Sin molestarse en avivar el fuego, se puso de nuevo en marcha poco después de la primera luz del alba, y se detuvo sólo el tiempo necesario para que el caballo, el lobo y ella misma bebieran agua del Río. Se comió otra torta de viaje en el camino, y antes del mediodía divisó el humo de las hogueras del campamento. Ayla saludó con la mano a unos cuantos amigos mientras cabalgaba por la orilla del Río, con la angarilla a rastras, rumbo primero al lugar, cauce arriba, donde había acampado la Novena Caverna la vez anterior.

Fue derecha al pequeño valle rodeado de árboles. Al ver el sencillo corral de madera, sonrió. Los caballos se saludaron con un relincho nada más olerse. Lobo se adelantó para acercarse y frotar el hocico con el suyo primero a Corredor, amigo desde sus tiempos de cachorro, y luego a Gris, por quien había velado desde su nacimiento. Tenía un comportamiento casi tan protector con ella como con Jonayla.

Salvo por los caballos, el campamento parecía vacío. Lobo empezó a olfatear en torno a una tienda que conocía bien, y cuando Ayla entró sus pieles de dormir, vio a Lobo al lado de las de Jonayla. La miró y gimió de impaciencia.

—¿Quieres ir a por ella, Lobo? Venga, busca a Jonayla —ordenó, dirigiéndole la señal con que le indicaba que podía marcharse libremente.

El animal salió disparado de la tienda, husmeó el suelo por un momento para detectar ese rastro en particular entre todos los demás y echó a correr, parando sólo para oler la tierra de vez en cuando. La gente había visto llegar a Ayla, y antes de que pudiera descargar la carne, llegaron sus parientes y amigos para saludarla. Joharran fue el primero, y Proleva lo seguía de cerca.

—¡Ayla! Por fin has venido —dijo Joharran, y se precipitó hacia ella para darle un fuerte abrazo—. ¿Cómo está mi madre? No sabes cuánto la echamos de menos. La verdad es que os hemos echado mucho de menos a las dos.

La siguiente en abrazarla fue Proleva.

—Sí, ¿cómo está Marthona? —preguntó, y esperó la respuesta de Ayla.

—Mejor, creo. Antes de irme, dijo que si se hubiese sentido tan bien cuando os marchasteis, habría venido —respondió Ayla.

—¿Cómo está Jeralda? —preguntó Proleva a continuación.

Ayla sonrió.

—Tuvo una niña, ayer. Es una niña muy sana, y no creo que fuera prematura. Las dos se encuentran bien. Jeviva y Jonclotan están muy contentos.

—Parece que has traído algo —comentó Joharran, señalando la parihuela.

—Lorigan, Forason, Jonclotan y yo salimos a cazar —explicó Ayla—. Nos topamos con una manada de ciervos rojos en el Valle de la Hierba y abatimos dos. Dejé uno allí, que les dará para un tiempo, y me he traído el otro. Pensé que a estas alturas podía veniros bien un poco de carne fresca. Sé que por estas fechas los animales escasean en los alrededores del campamento. Ya probamos un poco de este ciervo antes de marcharme. Es una carne muy buena, porque los animales ya empezaban a acumular grasa para el invierno.

Llegaron otros varios miembros de la Novena Caverna, y más gente. Joharran y un par de ellos comenzaron a descargar la angarilla.

Matagan, el primer aprendiz de Jondalar, se acercó, cojeando pero a la carrera, y la saludó con entusiasmo.

—La gente preguntaba cuándo vendrías. La Zelandoni decía que podía ser en cualquier momento, pero nadie te esperaba en pleno día —dijo Filoban—. Jondalar estaba convencido de que, cuando llegaras, sería a última hora de la tarde o por la noche. Decía que cuando decidieras ponerte en marcha, probablemente vendrías a caballo y tardarías un día en llegar.

—Tenía razón. Al menos ese era mi plan, pero Jeralda se puso de parto en plena noche, y dio a luz por la mañana. Yo estaba impaciente y no pude esperar más, así que salí por la tarde y, al caer la noche, acampé —explicó Ayla; luego, mirando alrededor, preguntó—: ¿Dónde está Jondalar? ¿Y Jonayla?

Joharran y Proleva se miraron y de inmediato desviaron la vista.

—Jonayla está con otras niñas de su edad —respondió Proleva—. Los zelandonia han organizado unas actividades para ellas. Van a participar en una celebración especial planeada por Aquellos Que Sirven.

—No sé dónde está Jondalar —dijo Joharran, arrugando la frente con aquella expresión tan parecida a la de su hermano. Echó un vistazo por encima de Ayla y sonrió—. Pero hay alguien aquí que quiere verte.

Ayla se volvió y miró hacia donde Joharran dirigía la vista. Vio a un hombre gigantesco de pelo rojo y alborotado y barba roja y enmarañada. Abrió los ojos de par en par.

—¿Talut? Talut, ¿eres tú? —exclamó, y corrió hacia el hombre fornido.

—No, Ayla, no soy Talut. Soy Danug, pero Talut me encargó que te diera un gran abrazo de su parte —dijo el joven mientras la levantaba en un amistoso y fuerte abrazo.

Ayla no se sintió aplastada —Danug había aprendido hacía tiempo a controlar su extraordinaria fuerza—, pero sí envuelta, abrumada, casi asfixiada por la pura corpulencia de aquel hombre. Era más alto, con mucho, que Jondalar, que ya medía un metro noventa y cinco. Tenía los hombros casi tan anchos como los de dos hombres normales juntos, y sus brazos eran tan gruesos como los muslos de la mayoría de los hombres. Ayla no alcanzó a rodear su enorme torso con los brazos, y si bien Danug tenía la cintura estrecha en proporción, sus musculosos muslos y pantorrillas eran enormes.

Ayla sólo había conocido a otra persona comparable en tamaño a Danug: Talut, el hombre con quien estaba emparejada la madre de Danug, el jefe del Campamento del León de los mamutoi. Y el joven era, si acaso, más grande.

—Ya te anuncié que algún día vendría a visitaros —dijo después de dejarla en el suelo—. ¿Cómo estás, Ayla?

—Danug, no sabes cuánto me alegro de verte —respondió ella con los ojos empañados—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Cómo has llegado? ¿Cómo has crecido tanto? ¡Tengo la impresión de que eres más grande que Talut! —Pasó a hablar en mamutoi sin mayor dificultad, pero si bien Danug entendió sus palabras, las preguntas carecían de orden lógico.

—Yo también lo creo, pero no me atrevería a decírselo a Talut.

Ayla se volvió al oír la voz, y vio a otro joven. No lo reconoció, pero, al mirarlo más atentamente, empezó a distinguir el parecido con otros a quienes conoció en su día. Se daba un aire a Barzec, aunque era más corpulento que el hombre bajo y robusto emparejado con Tulie, la gran jefa del Campamento del León. Esta era hermana de Talut, y casi del mismo tamaño que él. El joven se parecía a los dos.

—¿Druwez? —preguntó Ayla—. ¿Eres Druwez?

—Este gran zoquete es inconfundible —respondió el joven, sonriendo a Danug—. Pero no sabía si me reconocerías a mí.

—Has cambiado —dijo Ayla, y lo abrazó—, pero veo en ti a tu madre, y también a Barzec. ¿Cómo están? ¿Y cómo están Nezzie, y Deegie, y todos? —preguntó, abarcándolos a los dos con la mirada—. No os imagináis cuánto os he echado de menos.

—Ellos también te echan de menos a ti —contestó Danug—. Pero hemos venido con otra persona que también tiene muchas ganas de verte.

Un poco más atrás se hallaba un joven alto de sonrisa tímida y pelo castaño rizado, que se acercó a instancias de los dos jóvenes mamutoi. Ayla supo que no lo conocía, y sin embargo advirtió en él un rasgo curiosamente familiar, sólo que no alcanzó a identificarlo.

—Ayla de los mamutoi… ahora de los zelandonii, supongo, te presento a Aldanor de los s’armunai —anunció Danug.

—¡Los s’armunai! —exclamó Ayla. De pronto comprendió qué era lo que le resultaba familiar en él. Su ropa, sobre todo el jubón. En el corte y los adornos saltaba a la vista el estilo único de aquella gente, que ella y Jondalar habían visitado involuntariamente en su viaje. La asaltaron los recuerdos. Eran ellos quienes habían capturado a Jondalar, o para ser más exactos, las mujeres del campamento de los s’armunai encabezado por Attaroa. Ayla, con la ayuda de Lobo y los caballos, les había seguido el rastro y había encontrado a Jondalar. Pero no fue entonces cuando vio por primera vez esa clase de jubones. Ranec, el mamutoi con quien ella había estado a punto de emparejarse, tenía uno que había trocado por unas tallas.

Ayla de pronto cayó en la cuenta de que estaban mirándose fijamente. Se recompuso, dio un paso hacia el joven con las dos manos abiertas en un gesto de saludo.

—En nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, conocida también como Muna, bienvenido seas, Aldanor de los s’armunai —dijo.

—En nombre de Muna, te doy las gracias, Ayla. —El joven sonrió tímidamente—. Seas mamutoi o zelandonii, ¿sabes que entre los s’armunai se te conoce como «S’Ayla, Madre de la Estrella del Lobo, enviada para aniquilar a Attaroa, la Perversa»? Corren tantas historias sobre ti que yo ni siquiera creía que fueras una persona real; pensaba que eras una leyenda. Cuando Danug y Druwez hicieron un alto en nuestro campamento y dijeron que venían a visitarte, les pedí que me permitieran acompañarlos. Ahora acabo de conocerte, y casi no puedo creerlo.

Ayla sonrió y cabeceó.

—Yo no sé nada de historias o leyendas. La gente suele creer lo que quiere creer —dijo, y pensó: «Parece un joven agradable».

—Tengo algo para ti, Ayla —intervino Danug—. Si me acompañas, te lo daré.

Ayla siguió a Danug hacia una pequeña estructura cubierta de pieles, aparentemente su tienda de viaje, y observó mientras Danug revolvía en el interior de un paquete. Al final sacó un objeto pequeño cuidadosamente envuelto y atado con un cordel.

—Ranec me encargó que te diera esto en mano.

Ayla desenvolvió el paquete. Abrió los ojos desmesuradamente y, con el objeto en alto entre sus dedos, ahogó un grito de sorpresa. Era una talla de un caballo hecha con marfil de mamut, tan pequeña que le cabía en la mano, pero tan exquisitamente labrada que casi parecía un caballo vivo. Echaba la cabeza al frente como si avanzase contra el viento. Una serie de líneas representaban la crin erguida y el pelo lanudo, insinuando la áspera textura del pelaje sin ocultar la complexión robusta propia del pequeño caballo de las estepas. Toda la superficie del animal había sido frotada con ocre amarillo, el color del heno seco, la misma tonalidad de una yegua que ella conocía bien, y un color negruzco oscurecía los cuartos traseros y la franja central del lomo.

—¡Danug, es preciosa! Es Whinney, ¿no? —Ayla sonrió, pero los ojos le brillaban a causa de las lágrimas.

—Sí, claro. Empezó a tallar este caballo justo después de marcharte.

—Creo que la experiencia más dura de mi vida ha sido anunciar a Ranec que me iba con Jondalar. ¿Cómo está, Danug?

—Está bien, Ayla. Se emparejó con Tricie un tiempo después ese mismo verano. Ya sabes, aquella mujer que tuvo un hijo nacido probablemente del espíritu de Ranec. Desde entonces ha dado a luz a otros dos hijos. Tiene mal genio, pero es una buena compañera para él. Cuando ella se pone a despotricar por cualquier cosa, él se limita a sonreír. Dice que ama el espíritu de esa mujer. Para ella, la sonrisa de Ranec es irresistible, y lo quiere de verdad. Pero no creo que él llegue a olvidarte del todo. Eso les causó algún problema al principio.

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