La tierra de las cuevas pintadas (97 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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La Zelandoni se había percatado desde el principio de los escarceos entre Jondalar y Marona. En un primer momento los consideró inofensivos. Sabía lo que él sentía por Ayla, y pensó que Marona sólo era un capricho pasajero, una mujer en la que Jondalar encontraba desahogo en momentos en que Ayla tenía otras obligaciones y debía ausentarse. Pero no había tenido en cuenta la obsesión de Marona con recuperarlo y vengarse de Ayla, ni su capacidad para insinuarse ante él. Siempre había existido una fuerte atracción física entre ambos. Ya en el pasado ese había sido el eje de su relación. A veces la Zelandoni había llegado a sospechar que era lo único que tenían en común.

La donier dedujo que Ayla no se había recuperado del todo de su difícil experiencia en la cueva. Lo habría detectado en sus ojos aun si no hubiese sido ya evidente por la pérdida de peso y el rostro demacrado. La Zelandoni ya había visto regresar a demasiados acólitos de una llamada —salir de una cueva o volver de una estancia en la estepa— como para no conocer los peligros de esa prueba. Ella misma sobrevivió por muy poco. Teniendo en cuenta que Ayla al mismo tiempo había perdido a su hijo, ahora además debía de estar padeciendo la melancolía que aquejaba a la mayoría de las mujeres después de un aborto, mucho peor que la que se producía tras un parto.

Pero en ese momento La Que Era la Primera vio en los ojos de Ayla algo más que el sufrimiento experimentado en la cueva. Vio dolor, el dolor agudo y escalofriante de los celos, junto con todos los sentimientos que los acompañaban: traición, ira, duda y miedo. «Lo ama demasiado, lo cual no es difícil», recordó la mujer que en su día se llamó Zolena. En los últimos años la Primera se había preguntado a menudo cómo podía una mujer que amaba tanto a un hombre ser además zelandoni, pero Ayla poseía un talento extraordinario, y eso, a pesar de su amor por aquel hombre, no podía pasarse por alto. Y los sentimientos de él hacia ella eran, si cabe, aún más profundos.

Así y todo, Jondalar, por mucho que la amara, era un hombre con impulsos poderosos. Le era difícil permanecer indiferente a ellos, sobre todo porque no estaban sujetos a restricciones sociales, y una persona que lo conocía tan íntimamente como Marona era capaz de emplear todas sus artes para incitarlo. Resultaba muy fácil incurrir en la costumbre de acudir a ella en lugar de molestar a Ayla cuando estaba ocupada.

La Zelandoni sabía que Jondalar no había comentado nada a Ayla acerca de su relación, y las demás personas que los querían habían intentado protegerla instintivamente. Confiaban en que Ayla no se enterara, pero, como la donier sabía, eso era una esperanza vana si él seguía con sus andanzas. El propio Jondalar debería haberlo sabido.

Pese a lo bien que Ayla había aprendido las costumbres de los zelandonii y lo mucho que parecía encajar en la vida de la caverna, no había nacido entre ellos. Sus costumbres no le eran naturales. La Zelandoni casi deseó que hubiera terminado ya la Reunión de Verano. Habría querido vigilar a la joven, asegurarse de que estaba bien, pero la última etapa de la Reunión de Verano era siempre un período de gran ajetreo para La Que Era la Primera. Observando a la joven, intentó discernir el alcance de su dolor tras descubrir los encuentros entre Jondalar y Marona, y deducir los efectos que eso podría tener.

A instancias de Proleva, Ayla aceptó comida, pero hizo poco más que darle vueltas en el plato. Al final la tiró, limpió el plato y lo devolvió.

—Ojalá vuelva ya pronto Jonayla. ¿Sabes cuánto tardará? —preguntó Ayla—. Siento no haber estado aquí cuando ha venido.

—Puedes ir a buscarla a la tienda de Levela —propuso Proleva—. A Levela le encantaría que fueras a visitarla. No he visto adónde ha ido Jondalar. Quizá también esté allí.

—Estoy muy cansada —dijo Ayla—. No creo que ahora sea muy buena compañía. Voy a acostarme temprano, pero ¿podrías enviarme a Jonayla cuando llegue?

—¿Te encuentras bien, Ayla? —preguntó Proleva, resistiéndose a creer que se fuera a dormir sin más. Llevaba todo el día buscando a Jondalar, y ahora ni siquiera estaba dispuesta a recorrer una corta distancia para reunirse con él.

—Estoy bien, sólo que cansada —respondió Ayla, y se dirigió a una de las grandes moradas circulares que rodeaban la fogata central.

En su exterior, se componía de sólidos paneles verticales hechos de hojas de anea superpuestas, que repelían la lluvia, y sujetos a un círculo de postes clavados al suelo. En el lado interior había una segunda pared, formada por paneles de juncos aplanados y entretejidos, con lo que quedaba una cámara de aire entre las dos paredes para mayor aislamiento térmico, manteniéndose fresco el espacio interior en los días calurosos y, si había fuego encendido dentro, conservándose el calor en las noches frías. El tejado era una gruesa capa de carrizo, que descendía en pendiente desde un poste central y se sostenía en un armazón circular de varas de aliso atadas. El humo salía por un agujero cerca del centro.

La construcción proporcionaba un espacio cerrado amplio que podía dividirse o no en zonas de menor tamaño mediante paneles interiores móviles. Las pieles de dormir se hallaban extendidas sobre esterillas hechas de juncos, carrizos, hojas de anea y hierba, en torno a una hoguera central. Ayla se desvistió parcialmente y se metió en su piel de dormir, pero no estaba ni mucho menos en condiciones de conciliar el sueño. Cuando cerraba los ojos, lo único que veía era la escena de Jondalar y Marona, y le daba vueltas la cabeza al pensar en las posibles consecuencias.

Ayla sabía que los zelandonii no aprobaban los celos, aunque ignoraba que la conducta que los provocaba era aún menos aceptable. La gente reconocía la existencia de los celos y entendía muy bien sus causas y, sobre todo, sus efectos a menudo dañinos. Pero en una tierra dura, a menudo aquejada de largos y crudos inviernos glaciales, la supervivencia dependía de la cooperación y la ayuda mutuas. Las restricciones tácitas sobre cualquier conducta capaz de socavar la buena voluntad necesaria para preservar la unanimidad y el buen entendimiento se veían muy reforzadas por las costumbres sociales.

En condiciones tan adversas, los niños eran quienes más riesgo corrían. Muchos morían a corta edad, y si bien la comunidad en general era importante para su bienestar, se consideraba esencial una familia unida y afectuosa. Aunque las familias casi siempre se iniciaban a partir de un hombre y una mujer, podían ampliarse de muchas maneras. No estaban sólo los abuelos, los tíos y los primos, sino que además, siempre y cuando todos los implicados estuviesen de acuerdo, una mujer podía seleccionar a más de un hombre, un hombre podía elegir a dos o más mujeres, e incluso se daban las parejas múltiples. La única prohibición era el emparejamiento entre miembros cercanos de una misma familia. Los hermanos no podían unirse, por ejemplo, ni aquellos a quienes se identificaba como primos «cercanos». Se desaprobaban asimismo otras relaciones, si bien no estaban expresamente prohibidas, como la de un joven con su mujer-donii.

Una vez constituida la familia, se desarrollaron costumbres y prácticas para propiciar su continuidad. Los celos no contribuían a consolidar los vínculos a largo plazo, y se acordaron por tanto diversas medidas para paliar sus efectos perjudiciales. Las atracciones pasajeras a menudo podían aplacarse a través de las festividades socialmente aprobadas para honrar a la Madre. Las relaciones fortuitas fuera de la familia en general se pasaban por alto, siempre y cuando se llevaran a cabo con comedimiento y discreción.

Si el interés por el propio compañero decaía, o surgía una atracción más poderosa, era preferible la incorporación a la familia antes que la ruptura. Y cuando la única solución era cortar el nudo, siempre se imponía algún tipo de castigo a una u otra parte, o a varias de las personas implicadas, como medio de disuasión ante las rupturas, en especial cuando había niños de por medio.

Los castigos podían consistir en prestar ayuda y apoyo de manera continuada a la antigua familia durante un período de tiempo, a veces acompañados de restricciones a la formación de nuevos lazos durante un período de tiempo similar. O el castigo podía pagarse todo de golpe, en especial si una o más de las personas querían marcharse. No existían reglas concretas. Cada situación era juzgada independientemente con arreglo a las costumbres por un grupo de personas, en general sin intereses directos, que destacaban por su sabiduría, sentido de la equidad y alta posición en la jerarquía.

Si, por ejemplo, un hombre deseaba cortar el nudo con su compañera y abandonar a una familia por otra mujer, tenía que haber un tiempo de espera, cuya duración venía determinada por diversos factores, entre ellos, quizá, el hecho de que la otra mujer estuviera embarazada. Durante la espera, se les instaba a unirse a la familia en lugar de romper el lazo. Si existía demasiada animadversión para que la nueva mujer deseara incorporarse a dicha familia o para que fuese aceptada, el hombre podía romper el lazo existente, pero tal vez se le exigiera que prestara apoyo a la familia original durante un tiempo establecido. O podía pagar de una sola vez una cantidad total de alimentos almacenados, herramientas, utensilios o cualquier cosa susceptible de trocarse.

Una mujer también podía marcharse y, sobre todo si tenía hijos y vivía en la caverna de su compañero, regresar a su caverna de nacimiento o trasladarse a la caverna de otro hombre. Si alguno de los hijos o todos se quedaban con el compañero, o si una mujer abandonaba a un compañero enfermo o impedido, posiblemente dicha mujer debía cumplir un castigo. Si vivían en su caverna natal, la mujer podía pedir que la caverna expulsara a un compañero no deseado; en ese caso, la caverna de la madre de él estaba obligada a aceptarlo. Normalmente existía una razón concreta para ello —un compañero era cruel con ella o sus hijos, o era perezoso y no proveía suficientemente—, aunque podía no ser esa la razón real. Tal vez el problema era que él no le prestaba atención suficiente, o que ella prefiriera perseguir a otro, o simplemente ya no le interesaba continuar viviendo con él, ni con ningún otro hombre.

A veces, uno u otro, o los dos, sencillamente coincidían en que no deseaban seguir viviendo juntos. La mayor preocupación de la caverna era, esencialmente, los niños, y si estos quedaban bien provistos, o eran ya mayores, casi cualquier acuerdo alcanzado por la pareja se consideraba aceptable. Si no había niños de por medio, ni otras circunstancias atenuantes, como la enfermedad de un miembro de la familia, el nudo podía cortarse —romperse la relación— con relativa facilidad, ya fuera por parte de la mujer o del hombre, normalmente sin más trámite que cortar un nudo simbólico en una cuerda y marcharse.

En cualquiera de estas situaciones, los celos podían llegar a causar grandes problemas, y no se toleraban en ningún caso. Si era necesario, la caverna podía intervenir. Siempre y cuando no existiera desacuerdo ni se ocasionaran conflictos entre cavernas ni se perturbaran las relaciones entre los demás, la gente podía establecer casi cualquier pacto que deseara.

Por supuesto, nada impedía que alguien eludiera un castigo cogiendo sus bártulos y marchándose, pero los demás solían enterarse tarde o temprano de la mayoría de las separaciones y tampoco dudaban a la hora de ejercer presión social. No se expulsaba al hombre ni a la mujer, pero tampoco se le brindaba una acogida calurosa. La persona en cuestión se veía obligada a vivir sola, o a marcharse más lejos para evitar los castigos, y la mayoría de la gente no quería vivir sola o con desconocidos.

En el caso de Dalanar, él había estado más que dispuesto a cumplir su castigo. No tenía a otra mujer, y de hecho aún amaba a Marthona, sólo que no podía seguir a su lado mientras ella dedicaba tanto tiempo y atención a las necesidades de la Novena Caverna. Trocó sus pertenencias a fin de pagar la cuantía completa de su castigo lo antes posible para poder irse, pero no tenía la intención de marcharse para siempre. Quería abandonar la caverna sólo porque la situación lo angustiaba demasiado para continuar allí, y en cuanto partió, no se detuvo hasta hallarse ya lejos, en las estribaciones montañosas del este, donde se topó con el filón de pedernal, y allí se quedó.

Ayla seguía totalmente despierta cuando Jonayla y Lobo entraron en la tienda. Se levantó para ayudar a su hija a acostarse. Después de recibir un poco de atención de Ayla, Lobo fue al rincón que ella le había preparado con sus mantas. Ayla saludó a otros que acababan de entrar en la gran estructura robusta aunque no muy permanente, diseñada para albergar a varias personas por la noche, o para evitar que se mojaran cuando llovía.

—¿Adónde has ido, madre? —preguntó Jonayla—. No estabas aquí cuando he vuelto con la Zelandoni.

—He ido a montar a Whinney —explicó Ayla. La niña, a quien nada gustaba tanto como cabalgar, se conformó con esa explicación.

—¿Puedo acompañarte mañana? Hace mucho que no monto a Gris.

—¿Cuánto? —preguntó Ayla con una sonrisa.

—Todos estos días. —Jonayla levantó dos dedos de una mano y tres de la otra. No poseía aún el concepto de contar, y menos el de relacionar el número de dedos con el número de días.

Ayla sonrió.

—¿Puedes decir las palabras de contar para esa cantidad? —Tocó cada dedo para ayudarla.

—Uno, dos, cuatro… —empezó Jonayla.

—No, tres, y luego cuatro.

—¡Tres, cuatro, cinco! —acabó Jonayla.

—¡Muy bien! —la felicitó Ayla—. Sí, creo que mañana podemos ir a montar.

A los niños no los separaban de los adultos ni se los enseñaba regularmente de manera organizada. En general, aprendían observando y ensayando las actividades adultas. Los más pequeños pasaban casi todo el tiempo con un adulto afectuoso, hasta que mostraban deseos de explorar por su cuenta, y siempre que manifestaban interés por probar algo, solía proporcionárseles una herramienta y se les instruía en su uso. A veces encontraban ellos mismos una herramienta y trataban de imitar a alguien. Si mostraban realmente aptitudes o deseos, podían hacerse para ellos versiones de la herramienta adaptadas a su tamaño, pero eran, más que juguetes, herramientas totalmente funcionales de dimensiones menores.

La excepción eran las muñecas: no resultaba fácil confeccionar un bebé de pequeño tamaño totalmente funcional. Tanto los niños como las niñas recibían réplicas de humanos de diversas formas y tamaños, si los querían. Por otra parte, a menudo los bebés auténticos estaban al cuidado de hermanos sólo un poco mayores, por lo común bajo la mirada atenta de un adulto.

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