Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Varios zelandonia habían entrado en el refugio mientras ellas dos hablaban, incluidos los llegados del sur, que seguían allí. Sentían curiosidad y fascinación por las similitudes y diferencias que la distancia había creado entre ellos. Conversaron con naturalidad hasta que todos estuvieron presentes, y entonces la mujer corpulenta se puso en pie, fue a la entrada y habló con un par de zelandonia recién iniciados que montaban guardia ante el alojamiento de verano para asegurarse de que nadie se acercaba con la intención de escuchar. Ayla echó una mirada alrededor en la amplia morada.
La construcción circular de doble pared compuesta de paneles verticales que circundaba el espacio se asemejaba a los alojamientos destinados a dormir, pero la superficie interna era mayor. Los paneles interiores movedizos habían sido apilados cerca de las paredes exteriores, entre las plataformas de dormir elevadas que rodeaban el gran espacio, formándose así una única y amplia sala. Muchas de las esterillas que cubrían el suelo presentaban hermosos dibujos en la propia trama, y había cojines, almohadones y taburetes esparcidos en torno a varias mesas bajas de distintos tamaños. La mayoría de las mesas estaban adornadas con sencillos candiles de aceite, en su mayoría de piedra caliza o arenisca, que permanecían encendidos día y noche dentro del refugio sin ventanas.
La Zelandoni cerró la cortina de la entrada y la ató. Luego volvió y se sentó en un taburete alto en el centro del grupo.
—Como el verano ya está muy avanzado, y tu llamada ha sido un tanto inesperada, creo que la decisión es tuya, Ayla. ¿Quieres someterte primero a un interrogatorio informal? Puede ser una manera más fácil de empezar, para habituarte al proceso. ¿O prefieres una prueba formal completa? —preguntó La Que Era la Primera en Servir a la Madre.
Ayla cerró los ojos y agachó la cabeza.
—Si sólo hablamos de ello de una manera informal, luego tendré que repetirlo todo, ¿no? —Quiso saber.
—Sí, claro.
Pensó en el hijo que había perdido, y sintió una punzada de dolor. La verdad era que no quería hablar de eso en absoluto.
—Fue… duro —dijo—. No quiero hablar de ello una y otra vez. Creo que he recibido la llamada. Si no, estoy tan interesada en saberlo como cualquier otro. ¿Podemos seguir adelante sin más?
Ardía un fuego en un hogar ligeramente alejado del centro, hacia el fondo de aquel espacio amplio y redondo, pero el humo escapaba por el agujero central. El agua humeaba en un odre colocado sobre un armazón directamente encima de las llamas. El cuero parcialmente curado y no del todo impermeable de un animal grande dejaba filtrar el agua justo lo necesario para no prenderse. La piel de cocinar ya había sido usada antes. El exterior estaba ennegrecido y el fondo un tanto deformado y encogido, porque el agua en ebullición lo cocía por dentro y el fuego por fuera, pero era un recipiente eficaz para mantener un hervor suave sobre las brasas del hogar.
La Que Era la Primera cogió de un cuenco tejido un pellizco considerable de una planta verde seca y pulverizada y lo echó en el agua hirviendo; luego añadió otros tres pellizcos. A Ayla le resultó familiar el olor un tanto desagradable que emanó junto con el vapor del agua. La hierba era estramonio y no sólo la utilizaba Iza, la curandera del clan que había cuidado de Ayla y la había adiestrado, sino también el Mog-ur en las ceremonias especiales con los hombres del clan. Ayla conocía bien sus efectos. Sabía asimismo que no abundaba en las inmediaciones. Eso significaba que debía de proceder de algún lugar lejano, lo que la convertía en algo poco común y valioso.
—¿Cómo se llama eso en zelandonii? —preguntó Ayla, señalando la materia vegetal seca.
—En zelandonii no tiene nombre, y el nombre extranjero es difícil de pronunciar —contestó la Primera. Nosotros simplemente la llamamos Infusión del Sudeste.
—¿De dónde la has sacado?
—Me las han dado las doniers de la caverna del sur que han venido de visita, la Vigésimo cuarta; en concreto, la persona que te dio las hierbas con las que teníamos pensado experimentar juntas. Viven cerca de la frontera del territorio de otro pueblo, y tienen más contacto con sus vecinos que con nosotros. Incluso intercambian parejas. Me extraña que no hayan decidido unirse a ellos, pero son muy independientes y se enorgullecen de su patrimonio zelandonii. Ni siquiera sé cómo es esa planta, o si es más de una —explicó la Primera.
Ayla sonrió.
—Yo sí lo sé. Es una de las primeras plantas que me enseñó Iza. He oído que la llamaban de varias maneras, estramonio, hierba hedionda… Los mamutoi emplean un término que podría traducirse como «manzana espinosa». Es alta, bastante áspera, con hojas grandes de olor intenso. Tiene unas flores enormes de color blanco, a veces moradas, en forma de embudo, y un fruto redondo con espinas. Todas las partes son útiles, incluidas las raíces. Mal empleada, puede inducir a la gente a comportarse de manera extraña, y hasta ser venenosa con efectos fatales.
De pronto todos los zelandonia reunidos sintieron mucho interés, sobre todo los visitantes. Les sorprendía que la joven a la que habían conocido a principios de ese verano supiera tanto al respecto.
—¿La has visto por aquí? —preguntó el Zelandoni de la Undécima.
—No —contestó Ayla—, y he estado buscándola. Tenía un poco cuando llegué, pero se me acabó y me gustaría reponerla. Es muy útil.
—¿Y tú qué uso le das? —quiso saber la donier visitante.
—Es soporífera; preparada de cierta manera, puede utilizarse como anestésico, y de otra forma, ayuda a la gente a relajarse. Pero puede ser muy peligrosa. La usaban los Mog-ures del clan en sus ceremonias sagradas —explicó Ayla. Esta clase de conversaciones era lo que más le gustaba de pertenecer a la zelandonia.
—¿Tienen distintos usos o efectos las diferentes partes de la planta? —preguntó la Zelandoni de la Tercera.
—Creo que debemos dejar esas preguntas para otro momento —intervino la Primera—. Estamos aquí con otro fin.
Todos se echaron atrás en sus asientos, y aquellos que habían planteado preguntas con tanto entusiasmo parecieron un poco abochornados. La Primera llenó un vaso con aquel líquido en ebullición y lo dejó enfriar. El resto se repartió entre los demás, que se sirvieron una cantidad menor. Cuando el vaso se enfrió lo justo para poder beberlo, la donier se lo entregó a Ayla.
—Esta prueba podría realizarse sin la bebida, recurriendo a la meditación, pero tardaríamos más. Al parecer, la infusión nos ayuda a relajarnos y a entrar en el estado de ánimo idóneo —explicó la Zelandoni.
Ayla apuró el vaso de tisana tibia y un tanto desagradable al gusto, y luego, al igual que todos los demás, adoptó la postura más propicia para la meditación y esperó. Al principio sintió mucho interés por observar conscientemente los efectos de la bebida, pensando en cómo le sentaba en el estómago, cómo incidía en la respiración, si notaba relajación en brazos y piernas. Pero los efectos eran sutiles. No se dio cuenta cuando su mente empezó a vagar y, sin querer, pensó en algo que no guardaba relación alguna con aquello. Casi se sorprendió —en el supuesto de que pudiese haber sentido sorpresa— cuando tomó conciencia de que la Primera le hablaba en voz baja y suave.
—¿Tienes sueño, Ayla? Mejor así. Tú relájate, déjate llevar por el sopor. Tienes mucho sueño. Vacía tu mente y descansa. No pienses en nada, aparte de mi voz. Escucha sólo mi voz. Siéntete a gusto, relájate y oye sólo mi voz —dijo la Zelandoni con monotonía—. Y ahora dime, Ayla, ¿dónde estabas cuando decidiste entrar en la cueva?
—En lo alto de la pared de roca —empezó Ayla, y se interrumpió.
—Adelante, Ayla: estabas en lo alto de la pared de roca. ¿Qué hacías? Tómatelo con calma. Sólo tienes que contarlo todo a tu manera. No hay prisa.
—Ya había marcado el Día Largo, el sol había dado media vuelta y regresaba, en dirección al invierno, pero pensé que marcaría unos cuantos días más. Era muy tarde y estaba cansada. Decidí avivar el fuego y preparar una infusión. Busqué menta en mi bolsa de las medicinas. Estaba muy oscuro, pero palpé los nudos para localizar la bolsa adecuada. Al final la identifiqué por el fuerte olor a menta. Mientras dejaba reposar la infusión, decidí practicar el «Canto a la Madre». Ayla empezó a recitarlo.
En el caos del tiempo, en la oscuridad tenebrosa
,
el torbellino dio a luz a la Madre gloriosa
.
Despertó ya consciente del gran valor de la vida
,
el oscuro vacío era para la Gran Madre una herida
.
La Madre sola se sentía. A nadie tenía
.
—De todas las leyendas e historias, esta es mi favorita, así que la repetí mientras me tomaba la infusión —prosiguió Ayla, y pronunció los siguientes versos:
Al otro creó del polvo que al nacer traía consigo
,
un hermano, compañero, pálido y resplandeciente amigo
.
Juntos crecieron, aprendieron qué era amor y consideración,
y cuando Ella estuvo a punto, decidieron confirmar su unión
.
Él la rondó expectante. Su pálido y luminoso amante
.
En un principio su otra mitad la colmó de ventura
;
mas con el tiempo se sintió inquieta, su alma insegura
.
Amaba a su blanco amigo, su complemento adorado
,
pero algo le faltaba, parte de su amor veía desaprovechado
.
La Madre era. De algo estaba a la espera
.
Desafió al caos, a las tinieblas, al gran vacío
,
para hallar la chispa dadora de vida en un confín sombrío.
La oscuridad era absoluta; el torbellino, aterrador
.
El caos se helaba, y acudió a Ella en busca de calor
.
La Madre era valerosa. Su misión, azarosa
.
Extrajo del frío caos la fuente germinal
,
y tras concebir, huyó con la fuerza vital
.
Creció junto con la vida que dentro llevaba,
y se entregó con amor y orgullo, sin traba
.
Algo al mundo traía. Su vida compartía
.
Le parecía estar viéndolo todo con suma claridad, casi como si volviese a estar allí.
—Yo también iba a traer algo al mundo, a compartir la vida con la fuerza vital que crecía dentro de mí. Me sentía muy cerca de la Madre. —Sonrió ensoñadoramente.
Varios zelandonia se miraron con cierta sorpresa y se volvieron hacia la Primera. La corpulenta mujer asintió, dando a entender que ya sabía que Ayla estaba embarazada.
—¿Y qué pasó entonces, Ayla? ¿Qué pasó en lo alto de esa pared de roca?
—La luna estaba enorme, y brillaba. Abarcaba todo el cielo. Me sentí atraída por ella, atraída hacia ella —prosiguió Ayla, y contó que empezó a elevarse por encima de la tierra y que la columna de roca resplandeció. Se asustó y bajó corriendo a la Novena Caverna. Luego se dirigió a Río Abajo y siguió en dirección al Río. Contó que avanzó por la orilla de un río, como el Río pero a la vez distinto, durante mucho, mucho tiempo. Se le antojaron días y días, pero el sol no salió. Siempre era de noche, sin más luz que la de aquella luna enorme y brillante.
—Creo que Su luminoso amante, Su amigo me ayudó a encontrar el camino —dijo Ayla—. Al final llegué al Lugar del Manantial Sagrado. Vi el camino que ascendía a la cueva alumbrado por la luz de Lumi, Su pálido amigo. Supe que me indicaba que fuera en esa dirección. Fui por allí, pero el camino era tan largo que al final temí haberme equivocado, hasta que de pronto llegué. Vi la abertura oscura de la cueva, pero me dio miedo entrar. De repente oí: «Desafió al caos, a las tinieblas, al gran vacío», y supe que debía ser valerosa, como la Madre, y afrontar también la oscuridad.
Ayla prosiguió con su relato, y los zelandonia allí reunidos la escucharon fascinados. Cada vez que se interrumpía, o vacilaba más de la cuenta, la Zelandoni la animaba a seguir con su voz baja, apaciguadora y parsimoniosa.
—¡Ayla! ¡Toma, bebe esto! —Era la voz de la Zelandoni, pero sonaba muy lejana—. ¡Ayla! ¡Siéntate y bebe esto! —La voz ahora era imperiosa—. ¡Ayla!
Sintió que la levantaban y abrió los ojos. La mujer corpulenta a la que tan bien conocía le acercó un vaso a los labios. Ayla tomó un sorbo. Se dio cuenta de que tenía sed y bebió un poco más. La bruma empezaba a disiparse. La ayudaron a sentarse, y oyó que alrededor hablaban en voz baja, pero con cierta agitación.
—¿Cómo te encuentras, Ayla? —preguntó la Primera.
—Me duele un poco la cabeza, y aún tengo sed —contestó.
—Con esta infusión te sentirás mejor —dijo la donier de la Novena Caverna.
Ayla bebió.
—Ahora tengo que orinar —dijo, sonriente.
—Hay un cesto de noche detrás de esa cortina —dijo una zelandoni, señalándole el camino.
Ayla se puso en pie. Se sintió un poco aturdida, pero enseguida se le pasó.
—Creo que debemos dejarla que se recupere un poco —oyó decir Ayla a La Que Era la Primera—. Ha pasado por experiencias muy duras, pero creo que casi no hay duda de que será la próxima Primera.
—Diría que tienes razón —oyó afirmar a otra voz. Luego otros zelandonia hablaron entre sí, pero ella ya no prestaba atención. ¿A qué se referían? No sabía bien hasta qué punto le gustaba oírlos hablar de «la próxima Primera».
Cuando regresó, la Zelandoni de la Novena Caverna preguntó:
—¿Recuerdas todo lo que nos has contado?
Ayla cerró los ojos y arrugó la frente en un gesto de concentración.
—Me parece que sí —contestó por fin.
—Nos gustaría hacerte unas cuantas preguntas. ¿Te sientes con fuerzas para contestar o prefieres descansar un poco más?
—Me parece que estoy bien despierta, y no me siento cansada, aunque me gustaría tomar otra infusión. Aún me noto la boca seca —dijo Ayla, y le llenaron el vaso.
—Nuestras preguntas deberían ayudarte a interpretar tu propia experiencia —aclaró la donier—. En realidad, sólo tú puedes hacerlo.
Ayla asintió.
—¿Sabes cuánto tiempo pasaste en la cueva? —preguntó la Primera.
—Marthona dijo que casi cuatro días —respondió Ayla—, pero apenas recuerdo nada del momento en que salí. Había allí una gente esperándome. Me llevaron a la caverna en unas angarillas, y los siguientes días están muy borrosos en mi memoria.
—¿Crees que podrías explicarnos ciertas cosas?