La tierra de las cuevas pintadas (102 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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—Ya puedes abrir los ojos, Ayla. Ha terminado —dijo la mujer corpulenta.

Ayla abrió los ojos y vio una imagen que apenas reconoció, un tanto difusa. Tardó un momento en comprender lo que veía. Para que se viera a sí misma, alguien sostenía un candil encendido y un reflector, una madera teñida de negro, lijada y untada de aceite. Ella rara vez usaba reflectores, ni siquiera tenía uno en su morada, y siempre le sorprendía ver su propia cara. De pronto las marcas en la frente captaron su atención.

Justo en la parte delantera de la sien derecha tenía una línea horizontal con dos trazos verticales en los extremos más o menos de la misma longitud, como un cuadrado sin línea superior o una caja abierta. Las tres líneas eran negras, y aún rezumaban un poco de sangre. Eran tan visibles que parecían eclipsar todo lo demás. Ayla no sabía si le gustaba tener la cara así de estropeada. Pero ya no podía hacer nada al respecto. Lo hecho, hecho estaba. Llevaría esas marcas negras en el rostro durante el resto de su vida.

Hizo ademán de tocárselas, pero la Primera se lo impidió.

—Es mejor que no te lo toques todavía —aconsejó—. Casi ha dejado de sangrar, pero las heridas son muy recientes.

Ayla miró al resto de los zelandonia. Todos tenían diversas marcas en la frente, unas más intrincadas que otras, en su mayoría cuadradas, pero también de otras formas, y muchas coloreadas. Las marcas de la Primera eran las más complejas. Ayla sabía que designaban el rango, la posición, la pertenencia a la zelandonia. Advirtió, no obstante, que las líneas negras, al cicatrizar, se atenuaban y quedaban reducidas a tatuajes azules.

Se alegró cuando apartaron el reflector. No le gustaba mirarse. La incomodaba pensar que esa imagen extraña y tenue de la cara le pertenecía. Prefería verse reflejada en las expresiones de los demás: la felicidad de su hija cuando veía a su madre, la satisfacción de verla manifiesta en la actitud y el comportamiento de las personas a quienes apreciaba, como Marthona, Proleva, Joharran o Dalanar. Y la mirada de amor en los ojos de Jondalar cuando… no, eso ya no. La última vez que Jondalar la vio, se horrorizó. Su expresión denotaba espanto y consternación, no amor.

Ayla cerró los ojos para contener las lágrimas inminentes y trató de controlar el sentimiento de pérdida, decepción y dolor. Cuando los abrió y alzó la vista, todos los zelandonia se hallaban de pie ante ella, incluidos los dos nuevos, una mujer y un hombre, que habían montado guardia en el exterior, y todos ellos exhibían afectuosas sonrisas de expectación y bienvenida. La Que Era la Primera habló:

—Has viajado lejos, has pertenecido a muchos pueblos, pero tus pies siempre te han llevado por el camino de la Gran Madre Tierra que te eligió. Era tu destino perder a los tuyos a temprana edad y luego ser acogida por una curandera y un hombre que viajaba por el mundo de los espíritus, personas de esas que tú llamas el clan. Cuando te adoptó el Mamut de los mamutoi en el Hogar del Mamut que honra a la Madre, guio tus pasos Aquella de la Que Nació Todo. Tu destino siempre ha sido servirla.

»Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii, emparejada con Jondalar de la Novena Caverna, hijo de Marthona, antigua jefa de la Novena Caverna de los zelandonii; madre de Jonayla, bendita de Doni, de la Novena Caverna de los zelandonii, que nació en el hogar de Jondalar; Ayla de los mamutoi, miembro del Campamento del León de los cazadores de mamuts que viven al este. Hija del Hogar del Mamut, la zelandonia de los mamutoi; Ayla, elegida por el espíritu del León Cavernario y Protegida por el Oso Cavernario del clan, tus nombres y lazos son muchos. Ahora ya no los necesitas. Tu nuevo nombre los abarca todos, y más que hubiere. Tu nombre es uno con toda la creación de la Madre. ¡Tu nombre es Zelandoni!

—Tu nombre es uno con toda la creación de la Madre. ¡Bienvenida, Zelandoni! —entonó al unísono el grupo allí reunido.

—Vamos, recita con nosotros el Canto a la Madre, Zelandoni de la Novena Caverna —dijo la que Era la Primera, y los presentes empezaron a entonar el Canto a coro.

En el caos del tiempo, en la oscuridad tenebrosa,

el torbellino dio a luz a la Madre gloriosa…

Cuando llegaron a la estrofa que siempre había sido la última, sólo La Que Era la Primera continuó con su voz hermosa y vibrante:

La Madre quedó satisfecha de la pareja que había creado
.

Les enseñó a amarse y respetarse en el hogar formado
,

y a desear y buscar siempre su mutua compañía
,

sin olvidar que el don del placer de la Madre provenía
.

Antes de su último estertor, sus hijos conocían ya el amor
.

El grupo entero cantó el último verso, y luego todos miraron expectantes a Ayla. Esta tardó un momento en comprender y, por fin, con voz potente y exótico acento, Ayla, sin cantar, recitó:

Anunciar que el hombre participa, ese fue Su último don
:

para iniciarse la nueva vida, él debe hallar satisfacción
.

La Madre se siente honrada cuando a la pareja ve yacer
,

porque la mujer concibe cuando ambos comparten el placer
.

Con los Hijos ya bendecidos, la Madre goza de un descanso merecido
.

El grupo acabó de entonar el último verso y permaneció un rato en silencio. Luego, relajándose, se separaron. Sacaron un gran recipiente con una infusión, y cada uno extrajo su vaso personal de bolsas y bolsillos.

—Ahora la cuestión es cómo anunciar a los demás zelandonii el último don —dijo La Que Era la Primera mientras se sentaba en su taburete con despreocupación aparente.

Sus palabras provocaron un revuelo.

—¿Anunciárselo?

—¡No podemos anunciárselo!

—Sería demasiado para ellos.

—Piensa en el trastorno que provocaría.

La Primera esperó a que amainara la conmoción y de pronto lanzó una mirada feroz a los demás zelandonia.

—¿Creéis que Doni lo ha dado a conocer para que vosotros se lo ocultéis a sus hijos? ¿Creéis que Ayla padeció tales tormentos, o que se le exigió que sacrificase a su hijo, sólo para que los zelandonia tuvieran tema de conversación? Los zelandonia son Aquellos Que Sirven a la Madre. No nos corresponde a nosotros decir qué pueden saber o no Sus Hijos. Nuestra labor es decidir cómo anunciárselo.

Siguió un silencio contrito; de pronto la Zelandoni de la Decimocuarta Caverna dijo:

—Nos llevará un tiempo planear una ceremonia adecuada. Quizá debiéramos esperar hasta el año que viene. La estación casi ha terminado. Pronto todo el mundo volverá a sus cavernas.

—Sí —coincidió de inmediato el Zelandoni de la Tercera—. Quizá lo mejor sería que cada zelandoni se lo explique a su propia caverna, a su manera, después de disponer de un tiempo de reflexión.

—La ceremonia se celebrará dentro de tres días, y lo anunciará Ayla —dictaminó la Primera de manera inequívoca—. Fue Ayla quien recibió el don. Le corresponde a ella decírselo a los demás; es su deber. Ha sido llamada este verano, y enviada a esta reunión por ese motivo. —La Primera recorrió con una mirada severa a los otros doniers. Al cabo de un momento, su expresión se suavizó y adoptó un tono más lisonjero—: ¿No sería mejor zanjarlo ya? Con la estación tan cerca del final, no habrá tiempo para que surjan muchas complicaciones antes de que nos vayamos, y podéis estar seguros de que esto acarreará complicaciones. Pero así tendremos todo el invierno para conseguir que nuestras cavernas se hagan a la idea. Cuando llegue el verano próximo, no debería haber ya ningún problema.

La Primera deseó creerlo de verdad. A diferencia de los demás zelandonia, ella venía reflexionando sobre la aportación del hombre a la nueva vida desde hacía muchos años, incluso antes de su primera conversación con Ayla. El hecho de que Ayla hubiese llegado también a conclusiones similares era una de las razones por las que deseaba que se convirtiera en Zelandoni. Sus observaciones eran muy perspicaces, y no estaba condicionada por las creencias que se inculcaba a los zelandonii casi con la leche materna.

Por eso la Zelandoni, en cuanto oyó contar a Ayla su experiencia en la cueva, decidió que ese conocimiento debía difundirse de inmediato, mientras estaban aún todos reunidos, y mientras los zelandonia seguían estupefactos a causa de la revelación. Habría convocado la ceremonia para el día siguiente si hubiese creído que era posible organizarla.

Mientras los zelandonia empezaban a hacer planes, la Primera aguardó. Como tenía por costumbre en tales circunstancias, simuló descansar o meditar, en apariencia ajena a lo que la rodeaba, para poder así observar. Al principio los notó vacilantes.

Oyó decir a la Undécima:

—Una buena manera de enfocarlo sería, quizá, intentar reproducir la propia experiencia de Ayla.

—No tenemos por qué divulgar toda su experiencia, sino sólo lo esencial —añadió la Vigésimo tercera.

—Sería útil tener una cueva de tamaño suficiente para reunir dentro a todo el mundo —sugirió el Zelandoni de la Segunda.

—La oscuridad de la noche tendrá que hacer las veces de paredes de una cueva —afirmó el Zelandoni de la Quinta Caverna—. Si sólo hay una hoguera en medio, será más fácil acaparar la atención de todo el mundo.

«Bien», pensó la Primera mientras escuchaba la conversación de los doniers. «Empiezan a planear la ceremonia en lugar de buscar objeciones.»

—Deberíamos tener tambores para acompañar el Canto a la Madre.

—Y cantar.

—La Novena no canta.

—Tiene una voz tan característica que eso no importa.

—Podemos cantar nosotros de fondo. Sin palabras, sólo un tarareo.

—Si los tambores suenan con una cadencia más lenta, el Canto a la Madre resultará más impactante, sobre todo al final, cuando ella pronuncie la última estrofa.

Ayla, conforme se expresaban nuevas sugerencias para su participación en la ceremonia y se veía convertida cada vez más en centro de atención, pareció desconcertada, pero al cabo de un rato incluso ella se involucró en los preparativos.

—Los dos jóvenes visitantes mamutoi, Danug y Druwez, saben tocar el tambor de tal manera que suena como una voz al hablar. Resulta un tanto inquietante, pero muy misterioso. Creo que serían capaces de recitar la última estrofa con los tambores, si es que han traído sus tambores o pueden encontrar algo parecido.

—Antes me gustaría oírlo —dijo la Decimocuarta.

—Claro —convino Ayla.

Ayla conocía extraordinariamente bien el comportamiento de la gente, más de lo que ella misma creía, y tenía una visión mucho más compleja y bien informada de las cosas de lo que suponía. No había pasado por alto la táctica de la Zelandoni Que Era la Primera: inducir a los zelandonia a concebir ellos mismos la ceremonia. A nivel a veces subliminal y a veces plenamente consciente, la Primera, como Ayla había observado, acomodaba la voluntad de los demás a la suya propia. La mujer enseguida aprovechaba su ventaja; sabía cuándo bramar, cuándo amenazar, cuándo halagar, adular, criticar, elogiar, y eso que no era fácil imponerse a los zelandonia. Como grupo eran sagaces, astutos, a menudo cínicos, y en general más inteligentes que la mayoría. Ayla recordó que en una ocasión Jondalar preguntó a la Zelandoni cómo llegaba un zelandoni a ser el Primero. Incluso entonces ella supo qué decir y qué reservarse.

La Zelandoni se relajó. Ya estaban metidos de pleno. La situación cobraría impulso por sí sola. Por lo regular, el problema para ella era evitar que se entusiasmaran más de la cuenta. Esta vez iba a permitirles llegar hasta donde quisieran. Cuanto más espectacular, mejor. «Si les permito planearlo a lo grande, y con gran elaboración, no tendrán tiempo de pensar en nada más hasta después de la ceremonia.»

Cuando el perfil de la ceremonia empezó a tener forma, y la mayoría de los zelandonia mostraban un claro interés por el acontecimiento, la Zelandoni Que Era la Primera les salió con otra sorpresa.

Al levantarse para servirse más tisana, dejó caer un comentario con manifiesta despreocupación:

—Imagino que también tendremos que planear una reunión de todo el campamento un día o dos después de la ceremonia para contestar a todas las preguntas que forzosamente surgirán. Más vale atajarlas cuanto antes. Entonces podremos anunciar el nombre de la relación entre un hombre y sus hijos, y decirles que los hombres pondrán el nombre a los hijos varones de ahora en adelante.

La consternación entre los zelandonia fue inmediata. Casi ninguno había tenido tiempo de pensar qué cambios acarrearía ese nuevo conocimiento.

—¡Pero siempre ha sido la madre quien ha puesto nombre a sus hijos! —protestó uno de ellos.

La Zelandoni advirtió unas cuantas miradas penetrantes. Eso era lo que temía: algunos iban a empezar a pensar. No convenía infravalorar a los zelandonia como grupo.

—¿Cómo van a darse cuenta los hombres de que son esenciales si no les permitimos participar de alguna manera? —preguntó la Primera—. En realidad no cambia nada. El apareamiento seguirá siendo un placer. Los hombres no empezarán a dar a luz, y seguirán teniendo la obligación de proveer a la mujer que han tomado en su hogar y a sus hijos, sobre todo mientras ella tenga niños pequeños y se vea obligada a permanecer cerca de su hogar. Poner el nombre a un hijo varón es un detalle insignificante; las mujeres seguirán eligiendo el nombre de las hijas —explicó la Primera con tono lisonjero.

—En el clan, los Mog-ures ponían el nombre tanto a los niños como a las niñas —mencionó Ayla. Todo el mundo calló y la miró—. A mí me complació enormemente poner el nombre a mi hija. Lo viví con nerviosismo, pero me emocioné mucho, y me sentí muy importante.

—Creo que los hombres sentirán lo mismo —aseguró la Primera, agradeciendo el apoyo espontáneo de Ayla.

Los presentes reaccionaron con gestos y gruñidos de aprobación. Nadie planteó más objeciones, al menos de momento.

—¿Y qué decías del nombre de la relación? ¿Ya has pensado en uno? —preguntó la Zelandoni de la Vigésimo novena con un amago de recelo.

—He pensado que conviene meditar al respecto, a ver si se me ocurre una palabra apropiada para que los niños se dirijan a los hombres que participaron en el momento de darles la vida y los diferencien así de otros hombres. Quizá todos debiéramos pensar en ello —contestó La Que Era la Primera.

La Primera había pensado que debía ejercer presión en ese instante, mientras los zelandonia seguían perplejos y en desventaja respecto a ella, antes de que empezaran a pensar en las posibles consecuencias y presentaran verdaderas objeciones que ella no pudiera tomar por bravatas. No le cabía duda de que ese nuevo don del conocimiento de la Vida tendría repercusiones aún más profundas de las que siquiera podía imaginar. Lo cambiaría todo, y no sabía hasta qué punto le gustaban algunas de las posibilidades muy reales que podían surgir.

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