Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Era la clase de chismorreo sobre el cual la gente especulaba con fruición. El hecho de que Ayla llevase ya la marca de zelandoni sin haberse anunciado de inmediato y de que hubiese planes para una ceremonia importante aún añadía más leña al fuego. La gente suponía que el acontecimiento guardaba relación con la Zelandoni más reciente, pero al parecer nadie sabía nada con certeza. Por lo general, uno u otro zelandoni se dejaba sonsacar algún dato si alguien lo interrogaba con mucho interés, pero esta vez nadie soltaba prenda. Algunos decían que ni siquiera los acólitos conocían la verdadera razón de la gran fiesta, aunque fingían saberlo.
Jondalar apenas se daba cuenta de que se planeaba una celebración, y le trajo sin cuidado hasta que Joharran lo invitó a unirse a la partida de caza. Y aun entonces no fue más que una excusa para alejarse durante un tiempo. Se había encontrado con Marona alguna que otra vez. Cuando esta oyó los rumores acerca del distanciamiento entre Ayla y Jondalar, salió en su busca, pero él había perdido todo interés en ella. Cuando Marona le habló, Jondalar respondió con poco más que una cortés frialdad. Pero no fue ella la única que intentó averiguar la magnitud de la ruptura. Brukeval también se presentó en el campamento de la Novena Caverna.
Aunque Brukeval había viajado a la Reunión de Verano con la Novena Caverna, se había trasladado hacía tiempo a los alojamientos de verano reservados a los hombres, los «alojamientos alejados», construidos en torno a la periferia del campamento de la Reunión de Verano. En algunos se instalaban jóvenes recién elevados al rango de adultos; en otros, hombres mayores que no se habían emparejado aún o estaban entre una pareja y otra, o bien hombres que deseaban separarse de sus compañeras. Brukeval nunca se había emparejado. Por temor a que lo rechazaran, no se lo había pedido a nadie. Además, ninguna de las mujeres disponibles le había despertado interés. Como no tenía familia cercana ni hijos, se sentía desplazado en el campamento principal e incluso en las zonas más frecuentadas de la Novena Caverna. Con el paso de los años, al emparejarse la mayoría de los hombres de su edad, eludió cada vez más a sus allegados y las actividades cotidianas, e irremediablemente acabó en compañía de los holgazanes que seguían a Laramar para tomar el brebaje que este preparaba, bebiéndolo también él a menudo en busca del olvido que inducía.
Brukeval había probado unos cuantos alojamientos de hombres en la Reunión de Verano, hasta que al final se quedó en el que albergaba a muchos de sus conocidos de la Novena Caverna que deseaban disfrutar de acceso fácil al brebaje de Laramar. El propio Laramar dormía allí casi todas las noches en lugar de volver a la tienda de su compañera y sus hijos. Últimamente los hijos no lo recibían muy bien, en particular desde que Lanoga estaba emparejada con el chico del brazo débil. Se había convertido en una muchacha bonita, pensaba Laramar, lo suficiente para conseguir a un hombre mejor que ese chico, aunque se decía que era buen cazador. Madroman también elegía a menudo ese alojamiento de hombres, en lugar de la gran vivienda de los condescendientes zelandonia, donde seguía siendo sólo un acólito pese a haber pregonado a los cuatro vientos que había recibido la llamada.
A Brukeval no le inspiraban mucha simpatía los hombres con quienes había elegido acomodarse, un hatajo de holgazanes que no tenían gran cosa que ofrecer y merecían poco respeto. Sabía que era más listo y más apto que la mayoría de ellos. Estaba emparentado con familias de las que solían proceder los jefes y se había criado entre gente responsable, inteligente y a menudo dotada de talento. Los hombres con quienes compartía el alojamiento alejado eran en esencia perezosos, lerdos o con poca fuerza de voluntad, sin generosidad de espíritu o corazón, ni cualidades que compensaran sus defectos.
Por consiguiente, en un intento por reforzar su propia autoestima y dar rienda suelta a sus frustraciones, se alimentaban mutuamente la vanidad y el engreimiento mediante un desprecio jactancioso hacia quienes consideraban inferiores, en particular, aquellos animales sucios y estúpidos llamados cabezas chatas. Decían que si bien no eran humanos, podían llegar a ser muy taimados. Como los cabezas chatas guardaban cierto parecido con las personas de verdad, a veces tenían la astucia suficiente para confundir a los espíritus que dejaban embarazadas a las mujeres, con lo que estas traían al mundo abominaciones, y eso era intolerable. Por sus propias razones, lo único que Brukeval tenía en común con los hombres con quienes compartía el espacio de vivienda era un odio profundo y arraigado a los cabezas chatas.
Algunos de los hombres eran brutales, y al principio intentaron acosarlo y mofarse de él porque su madre era cabeza chata, pero después de que Brukeval hiciera un par de demostraciones de su ira irracional y su fuerza imponente, nadie se atrevió a volver a molestarlo, y la mayoría acabó tratándolo con más respeto que a cualquier otro hombre en el alojamiento alejado. Además, tenía cierta influencia sobre los jefes de las cavernas porque conocía a muchos de ellos, y había intercedido por algún que otro hombre que se había metido en líos más serios que los de costumbre. Muchos habían empezado a considerarlo una especie de jefe. También lo veían así algunas de las cavernas. Pensaban que con su influencia podía imponer cierta contención, y ya demediado el verano, si alguno de los hombres que vivía allí resultaba especialmente conflictivo, era Brukeval la persona a quien acudían.
Cuando apareció en el campamento principal de la Novena Caverna, en apariencia para compartir una comida del mediodía y visitar a los miembros de su caverna, la gente no pudo por menos de hacer especulaciones. Ayla se había marchado temprano. Estaba muy abstraída en las actividades de la zelandonia, y antes había ido a dejar a Jonayla con Levela para que cuidara de ella. De hecho, no quedaba allí casi ninguna mujer. Con sus habituales dotes organizativas, Proleva había reclutado a cuantas encontró disponibles, asignando tareas a unas y delegando responsabilidades en otras, para iniciar los preparativos del gran banquete al que asistirían todos los presentes en la Reunión de Verano. Las únicas mujeres en el campamento eran las que participarían en la cacería.
Proleva había dejado preparada la comida del mediodía para los cazadores, que habían empezado a reunirse en el campamento de la Novena Caverna. La partida de caza tendría que arreglárselas por su cuenta mientras estuviese fuera. La mayoría de ellos llevaba comida desecada junto con su equipamiento, sus tiendas y sus pieles de dormir, aunque contaban con alimentarse sobre todo de carne fresca y frutos recién recolectados.
Como Brukeval estaba allí, y se sabía que era un cazador más que competente, Joharran lo invitó a la cacería. Brukeval vaciló sólo por un momento. Se preguntó cómo andarían las cosas entre Ayla y Jondalar, y pensó que tal vez en medio de la camaradería de una partida de caza podría enterarse.
Brukeval nunca había olvidado la manera en que Ayla se enfrentó a todos cuando Marona, mediante engaños, la indujo a ponerse una ropa totalmente inadecuada en su fiesta de bienvenida. Ahora, había advertido Brukeval, todas las mujeres se ponían trajes parecidos. Se acordó de la calidez con que ella lo trató cuando se vieron por primera vez, de la sonrisa que le dirigió, casi como si lo conociera, sin los titubeos o reservas que mostraban la mayoría de las mujeres. Y en sus sueños la veía con su traje matrimonial, aquellas prendas tan hermosas y poco comunes, y a menudo se veía a sí mismo quitándoselo. Después de tantos años, imaginaba aún qué sentiría él si fuera Jondalar y estuviera tendido al lado de Ayla entre suaves pieles.
Ayla siempre había sido amable con él, pero tras esa primera noche Brukeval percibió en ella un distanciamiento muy diferente del trato inicial. Con el paso de los años, Brukeval se había retraído cada vez más, pero, aunque Jondalar y Ayla no se hubieran dado cuenta, sabía mucho acerca de su vida juntos, incluso detalles íntimos. Entre otras cosas, sabía que Jondalar desde hacía un tiempo se apareaba con Marona, nada menos que con ella. También sabía que Ayla nunca se unía a nadie más, ni siquiera en las Festividades de la Madre, y que no estaba al corriente de la relación entre Jondalar y Marona.
Brukeval volvió al alojamiento alejado a buscar su equipo de caza, y cuando regresó al campamento de la Novena Caverna, sentía verdaderas ganas de ir de caza. No lo habían incluido en ninguna cacería desde que vivía en el alojamiento alejado con los demás hombres. Por regla general, la mayoría de los jefes de las partidas de caza ni se molestaban en invitar a participar a esos hombres, y estos rara vez organizaban sus propias cacerías, a excepción de Brukeval, que desde hacía años a menudo salía solo y había aprendido a cazar y recolectar para él siempre que quería.
Los demás hombres solían gorronear la comida a alguna caverna, en general acercándose al campamento de la suya propia. Para Madroman, la comida no representaba el menor problema. Solía comer con los zelandonia, a quienes por costumbre las cavernas tenían bien abastecidos, normalmente a cambio de servicios generales pero también de peticiones concretas. Laramar tenía asimismo sus propios recursos. Trocaba su brebaje, y no le faltaban clientes bien dispuestos.
No era raro que los hombres más jóvenes se quedaran en los refugios de sus propias cavernas para recibir comida de un campamento u otro, aunque normalmente procuraban aportar algo, por ejemplo, cazando o participando en otras tareas comunitarias o en actividades relacionadas con la recolección de alimentos. Y aunque era habitual que los hombres recién llegados a la edad adulta crearan problemas de vez en cuando, por lo común se echaba la culpa a los «espíritus elevados» y se toleraba, aceptándolo sobre todo los hombres mayores al recordar su juventud. Sin embargo, si causaban demasiados problemas, podían presentarse en el alojamiento los jefes de las cavernas, con autoridad suficiente para imponer castigos, incluido, en el peor de los casos, la expulsión del campamento de la Reunión de Verano.
Todo el mundo sabía que los hombres del alojamiento alejado de Brukeval —como la gente había empezado a llamar a ese lugar— no eran jóvenes, y rara vez estaban localizables cuando había un trabajo que hacer. Pero en las Reuniones de Verano nunca faltaba comida, y jamás se echaba a quienes se presentaban a la hora de comer, por poco grata que fuera su presencia. Por lo general, los hombres de ese alojamiento tenían la inteligencia de no visitar el mismo campamento con excesiva frecuencia. Y solían dispersarse para no acabar todos en el mismo sitio a la vez, a menos que se enteraran de que se celebraba un espléndido banquete, como cuando uno o más campamentos organizaban una gran comida comunitaria. Pero con sus fiestas a menudo ruidosas, sus peleas a veces violentas, sus modales groseros y su poca predisposición a contribuir, ese grupo de hombres en particular rozaba los límites de la tolerancia.
Así y todo, ese alojamiento era el único lugar donde Brukeval podía ahogar su culpabilidad y su dolor secretos con el brebaje de Laramar. En el estupor etílico, cuando la mente consciente ya no ejercía su control, disponía de plena libertad para pensar en Ayla a su antojo. Podía recordarla cuando afrontó con orgullo las risas de la Novena Caverna, podía recordarla dedicándole a él su hermosa sonrisa, riendo un poco achispada, coqueteando con él, hablándole como si lo considerara un hombre normal, incluso un hombre encantador, y guapo, no feo y bajo. La gente lo llamaba cabeza chata, pero eso no era verdad. No lo era. «No soy un cabeza chata», pensó. «Sólo porque sea bajo y… feo.»
Oculto en la oscuridad, bajo los efectos de la potente bebida, podía imaginar a Ayla con su túnica exótica y espectacular, su hermoso pelo dorado en torno a la cara y la joya de ámbar entre los pechos desnudos, firmes y turgentes. Podía imaginar que abarcaba sus pechos con sus manos, que tocaba esos pezones, que los cogía entre sus labios. El mero hecho de pensar en ello le provocaba una erección, y una vez surgida la necesidad, apenas tenía que tocarse para que brotara su esencia.
Luego se metía en su cama vacía y soñaba que quien estaba ante la Zelandoni con Ayla a su lado era él, no su primo, no el hombre alto y rubio con los ojos de un vivo color azul, ese hombre perfecto deseado por todas las mujeres. Pero Brukeval sabía ahora que Jondalar no era tan perfecto. Jondalar había estado apareándose con Marona sin revelárselo a Ayla, intentando ocultárselo a todo el mundo. También él tenía secretos vergonzosos, y ahora Ayla dormía sola. Jondalar pasaba las noches junto al cercado de los caballos, abrigándose con sus mantas de montar. ¿Acaso Ayla no quería ya a Jondalar? ¿Se había enterado de lo de Marona y no amaba ya al hombre que Brukeval siempre había deseado ser? ¿El hombre emparejado con la mujer a la que quería más que a su propia vida? ¿Necesitaba ahora Ayla el amor de alguien?
Aun cuando Ayla ya no quisiera a Jondalar, Brukeval sabía que no era probable que lo eligiera a él, pero había vuelto a sonreírle, y no se había mostrado tan distante. Y al ver a Dalanar y los lanzadonii, se acordó de que a veces las mujeres hermosas sí elegían a hombres feos. Él no era un cabeza chata, y no soportaba la idea de tener algún parecido con ellos, pero le constaba que Echozar, esa horrenda abominación nacida de espíritus mixtos, cuya madre era cabeza chata, se había emparejado con la hija de la segunda mujer de Dalanar, considerada por la mayoría de la gente una belleza exótica. Así que esa posibilidad existía. Procuró no hacerse ilusiones, pero si Ayla alguna vez necesitaba a alguien, a alguien que nunca fuera a aparearse con nadie más, nunca mientras viviera, a alguien que nunca fuera a amar a nadie más mientras viviera, ese hombre podía ser él.
—¡Madre! ¡Madre! ¡Thona está aquí! ¡Por fin ha venido la abuela! —gritó Jonayla, entrando a todo correr en su alojamiento para anunciar la noticia y volviendo a salir. Lobo entró y volvió a salir detrás de ella.
Ayla se detuvo a pensar en el número de días transcurridos desde que pidió que alguien fuera a buscar a Marthona. Los sumó tocándose la pierna con un dedo y sólo llegó hasta cuatro. Como Ayla había supuesto, Marthona tenía muchas ganas de ir a la Reunión de Verano, y había accedido de inmediato al encontrar una manera de trasladarla. Salió del alojamiento justo cuando los cuatro jóvenes poco más o menos de la misma estatura dejaron en el suelo las angarillas que portaban en hombros, donde iba sentada Marthona. Dos de ellos eran aprendices de Jondalar, los otros dos eran amigos suyos que casualmente rondaban por ahí cuando se pidieron voluntarios para cargar con las angarillas.