Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Si esa leyenda hubiese constituido una parte sagrada de las ceremonias del clan, la habrían memorizado y recitado exactamente de la misma manera cada vez, o al menos así habría sido entre los clanes que mantenían contacto directo con cierta regularidad. Incluso los clanes de regiones alejadas habrían tenido una versión muy parecida. Por eso ella podía comunicarse en el lenguaje sagrado de los signos del clan con los clanes de esa región a pesar de que se hallaba a un año de viaje del clan en el que se crio. Había pequeñas diferencias, pero era increíblemente similar.
Como lo que se disponía a celebrar era una ceremonia del clan, usando potentes raíces preparadas según el procedimiento del clan, pensó que todo debía realizarse de la manera más parecida posible a la tradición del clan. Creía que sólo así podía aspirar a mantener algún control, y empezaba a pensar que ni siquiera eso le serviría.
Cuando atravesaba la zona boscosa totalmente absorta en sus pensamientos, de pronto estuvo a punto de tropezar con alguien que salía de detrás de un árbol. Se quedó atónita al verse prácticamente entre los brazos de Jondalar. Él se sorprendió aún más y no supo qué hacer. Su primer impulso fue acabar lo que el azar había iniciado y abrazarla. Ese era su deseo desde hacía mucho tiempo, pero nada más ver la cara de asombro de Ayla, se echó atrás de un salto, interpretando su sorpresa como repulsión, como rechazo a que la tocara. La reacción de Ayla cuando Jondalar se apartó fue pensar que no la quería a su lado, que él no soportaba estar cerca de ella.
Cruzaron una larga mirada. No habían estado tan cerca el uno del otro desde que ella lo encontró con Marona, y en el fondo de su corazón los dos desearon prolongar ese momento, salvar la distancia emocional que los separaba. Pero los distrajo un niño que pasó corriendo por el sendero donde estaban. Apartaron la vista por un instante y ya no pudieron volver a mirarse.
—Esto… lo siento —dijo Jondalar, deseando estrecharla pero temiendo que ella lo rechazara. En su profundo desconcierto, miraba alrededor con desesperación, como un animal atrapado en una trampa.
—No ha sido nada —respondió Ayla, bajando la vista para ocultar las lágrimas que de un tiempo a esa parte asomaban a la mínima. No quería que Jondalar viera su malestar al descubrir que él no soportaba su proximidad, que deseaba alejarse de ella. Sin alzar la mirada, se apresuró a reanudar la marcha antes de que la delataran los ojos empañados. Jondalar tuvo que contener sus propias lágrimas al verla casi correr por el sendero en su prisa por alejarse de él.
Ayla siguió por lo que ya empezaba a ser un asomo de sendero hacia la cueva nueva. Aunque probablemente todos los miembros de la familia zelandonii habían entrado en la cueva nueva al menos una vez, no se usaba a menudo. Como era tan hermosa y tan poco corriente, con sus paredes de piedra casi blanca, se consideraba un lugar muy espiritual, muy sagrado, y todavía un tanto inviolable. Los zelandonia y los jefes de las cavernas todavía buscaban las maneras y ocasiones adecuadas para usarla. Era tan nueva que aún no se habían desarrollado las tradiciones.
Cuando se acercó al pie de la pequeña colina que albergaba la cueva, advirtió que la entrada ya no estaba obstruida por el arbusto y el árbol caído, cuyas raíces, al ser arrancadas, habían dejado a la vista en su día la abertura de acceso a las cámaras subterráneas. También se habían retirado piedras y tierra en torno a la entrada, por lo que ahora esta era más amplia.
Aunque no le entusiasmaba la idea de celebrar la ceremonia que había estado preparando, sí le hacía ilusión ver de nuevo la cueva, aunque desde luego ya no sentía el estado de ánimo más optimista que casi la había llevado a renunciar a esa peligrosa ceremonia. Su desdicha era equiparable al vacío negro que la esperaba. ¿Qué más daba si se perdía allí? No podía ser peor que el malestar que la invadía en ese momento. Se esforzó por recuperar el control de sí misma, cosa que ese día tanto le costaba. Tenía la sensación de haber estado al borde de las lágrimas desde que se despertó.
Sacó de su morral de cuero un cuenco de piedra poco profundo y un fardo envuelto en piel. Este contenía una bolsa impermeable llena de grasa con un tapón en el extremo, y la piel, atada, servía para que la grasa filtrada no manchara nada. Encontró el paquete con las mechas de liquen, echó un poco de grasa en el cuenco, hundió una mecha durante unos segundos para empaparla, la sacó y la colocó en el borde del candil en forma de cuenco. Cuando se disponía a encender una pequeña fogata con su piedra de fuego, vio acercarse por el sendero a otras dos zelandonia.
Al verlas, Ayla recobró aún más la compostura. Su incorporación a la zelandonia aún era reciente, y deseaba conservar el respeto de los demás. Se saludaron y charlaron de trivialidades; luego una de ellas sostuvo el candil mientras observaba a Ayla encender la pequeña fogata en el suelo con su piedra de fuego. En cuanto prendió el candil, apagó el fuego con tierra, y las tres entraron en la cueva.
Después de dejar atrás el calor de la zona de la entrada, y ya en la oscuridad total del interior, la temperatura bajó hasta alcanzar la de casi todas las cuevas, unos doce grados. No conversaron mucho mientras se abrían paso entre las rocas que afloraban y la arcilla resbaladiza, sin más iluminación que el candil. Para cuando llegaron a una cámara más amplia, tenían la vista tan acostumbrada a la oscuridad que la luz de tantos candiles casi las deslumbró. Casi todos los zelandonia habían llegado ya y esperaban a Ayla.
—Ah, ya estás aquí, Zelandoni de la Novena Caverna —dijo la Primera—. ¿Has hecho todos los preparativos que consideras necesarios?
—No exactamente —respondió Ayla—. Todavía tengo que cambiarme. En una ceremonia del clan tendría que preparar la bebida desnuda, sin nada más que mi amuleto y los dibujos pintados en mi cuerpo por el Mog-ur. Pero dentro de la cueva hace demasiado frío para quedarme desnuda mucho rato; además, los Mog-ures que beben el líquido van vestidos, así que eso mismo haré yo. Creo que es importante ceñirse lo máximo posible a la ceremonia del clan, y por tanto he decidido envolverme con una piel al estilo de las mujeres del clan. He hecho un amuleto del clan para mis símbolos del tótem, y a fin de demostrar que soy una curandera llevaré mi bolsa de medicamentos del clan, aunque lo importante son los objetos que contiene mi amuleto. Gracias a estos los espíritus del clan me reconocerán no sólo como mujer del clan, sino también como curandera.
Observada por todos los zelandonia con gran curiosidad, Ayla se quitó la ropa y se envolvió con la gamuza suave y flexible, ciñéndosela mediante un cordel largo de tal modo que la piel formase bolsas y pliegues donde guardar cosas. Pensó en todos los detalles ajenos a las costumbres del clan, empezando por la propia preparación de la bebida, para ella en lugar de para los Mog-ures. Ella no era Mog-ur, ni podía serlo ninguna mujer del clan, y desconocía los rituales previos a la ceremonia, pero era una zelandoni y esperaba que eso tuviera algún valor cuando llegara al mundo de los espíritus.
Sacó un saquito de su bolsa de medicamentos. La luz de los numerosos candiles bastaba para que pudiera apreciarse su vivo color de ocre rojo, el más sagrado para el clan. Luego extrajo un cuenco de madera de la bolsa de cuero. Había confeccionado el cuenco hacía tiempo al estilo del clan para enseñárselo a Marthona, quien, con su sentido de la estética, supo valorar su sencillez y su buena factura. Ayla había pensado regalárselo, pero ahora se alegraba de haberlo conservado. Aunque no fuera el cuenco especial empleado sólo para esa raíz por generaciones y generaciones de antepasados de Iza, al menos era un cuenco de madera labrado con la misma meticulosidad con que los hacía el clan.
—Necesitaré agua —dijo Ayla mientras deshacía los nudos de la bolsita roja. Se vació la bolsa de raíces en la mano.
—¿Puedo verlas? —preguntó la Zelandoni.
Ayla se las tendió, pero no tenían nada de especial. Sólo eran raíces secas.
—No sé muy bien cuánto hay que poner —comentó, y cogió dos trozos pequeños, confiando en que esa fuera la cantidad adecuada—. Sólo he hecho esto dos veces, y no tengo los recuerdos de Iza.
Unos cuantos de los zelandonia allí presentes la habían oído ya hablar de los recuerdos del clan, pero en su mayoría ignoraban a qué se refería. Ayla había intentado explicárselo a la Zelandoni Que Era la Primera, pero como ella misma tampoco sabía exactamente qué era, le resultaba difícil aclarárselo a alguien.
Echaron agua en su cuenco de madera, y Ayla bebió un poco para humedecerse la boca. Se acordaba de lo secas que eran las raíces y lo difíciles de masticar.
—Estoy lista —anunció, y antes de echarse atrás, se llevó las raíces a la boca y empezó a masticar.
Tardó mucho en ablandarlas lo suficiente para poder morderlas, y si bien procuró no tragar saliva, no le fue fácil, y pensó que, dado que iba a beberlo ella, tal vez eso no importaba mucho. Masticó y masticó y masticó. Daba la impresión de que no acabaría nunca, pero finalmente tuvo en la boca una pasta húmeda que escupió en el cuenco. La revolvió con el dedo y observó cómo el líquido se volvía de un color blanco lechoso.
La Zelandoni miraba por encima del hombro de Ayla.
—¿Eso ha de quedar así? —Parecía querer identificar el olor.
—Sí —respondió Ayla. Notaba el sabor primigenio en la boca—. ¿Quieres olerlo?
—Huele a antiguo —contestó la mujer—, como un denso bosque fresco y húmedo, lleno de moho y hongos. ¿Puedo probarlo?
Ayla estuvo a punto de negarse. Aquello era tan sagrado para el clan que Iza ni siquiera pudo preparar un poco para enseñarle a ella cómo se hacía, y por un momento Ayla se horrorizó ante la solicitud de la Zelandoni. Pero enseguida comprendió que todo el experimento difería tanto de cualquier cosa que pudiera hacer el clan que con toda seguridad era intrascendente que la Zelandoni bebiera un poco. Ayla le acercó el cuenco a los labios y, viendo que tomaba algo más que un sorbo, se lo retiró para que no se excediera.
Después se lo llevó ella misma a la boca y lo apuró rápidamente, cerciorándose así que no quedaba nada y por tanto nadie más podía probarlo. No quería cometer el mismo descuido por el que se había visto envuelta en tan complicada situación aquella primera vez. Iza había insistido en que no debía sobrar nada, pero ella había preparado una cantidad excesiva, y el Mog-ur, tras probarlo una primera vez, dictaminó que estaba demasiado fuerte. Controló, pues, la cantidad que bebía cada hombre, y dejó un poco en el fondo del cuenco. Ayla lo encontró más tarde, después de haber ingerido ya una cantidad desmedida mientras masticaba la raíz, y haberse excedido, para colmo, con la bebida de las mujeres. Se hallaba en tal estado de confusión que se bebió el resto para que no quedara nada. Esta vez se aseguraría de que nadie más sintiera la tentación de probarlo sin darse cuenta de lo que hacía.
—¿Cuándo debemos iniciar el canturreo? —preguntó la Primera.
Ayla casi se había olvidado de ese detalle.
—Probablemente ya tendríais que haber empezado —contestó, con la voz ya un poco pastosa.
La Primera comenzaba a notar los efectos de su cata un tanto generosa y se esforzaba por mantener el control mientras indicaba a los zelandonia con un gesto que iniciaran el canturreo. «Sin duda es una raíz potente», pensó, «y eso que sólo he tomado un trago. ¿Cómo se sentirá Ayla después de todo lo que ha bebido?».
Ayla recordaba bien ese sabor a antiguo, y evocó en ella sentimientos que nunca olvidaría, recuerdos y asociaciones de las otras veces que había probado la bebida, y de tiempos pasados. Percibió la frescura y humedad de un denso bosque, como si estuviera en él, rodeada de árboles tan enormes que costaba circundarlos y pasar entre ellos mientras subía por la empinada ladera de una montaña seguida por un caballo. El liquen, de un color verde grisáceo y una blandura húmeda, colgaba de los árboles, y el moho cubría el suelo y las rocas y los troncos de árboles muertos formando una alfombra continua de tonos que oscilaban entre el verde brillante puro, un intenso verde pino, un cálido verde marrón tierra y todos los matices intermedios.
Ayla percibió el olor de los hongos, setas de todos los tamaños y colores: frágiles alas blancas que brotaban de árboles caídos, gruesas plataformas leñosas adheridas a tocones viejos, provistos de grandes sombreros marrones, densos y esponjosos, y pequeños tallos, finos y delicados. Había setas de color miel agrupadas, otras eran esferas compactas, otras tenían sombreros de un brillante color rojo con motas blancas, o sombreros altos y lisos que rezumaban una sustancia negra, o perfectos sombreros mortales, de un blanco fantasmagórico, y otras muchas. Las conocía todas, las había probado todas, las percibía todas.
Se hallaba en el gran delta de un río enorme, arrastrada por una corriente de aguas marrones y lodosas, entre espesas y altas matas de carrizo y anea, e islas flotantes con árboles y lobos que trepaban a ellas, girando y girando en un pequeño bote en forma de vasija revestido de cuero, elevándose y flotando en un colchón de aire.
No fue consciente de que le fallaban las fuerzas, le flaqueaban las rodillas y se cayó al suelo. La levantaron varios zelandonia y la llevaron a un lugar de descanso que la Zelandoni había previsto instalar en la cueva para Ayla. La Primera casi deseó tener uno también para ella cuando alargó el brazo hacia su sólido taburete de mimbre cubierto con un cojín. Intentaba mantenerse lúcida, observar a Ayla, y un atisbo de preocupación empezó a cobrar forma en el fondo de su mente.
Ayla se sentía serena, tranquila, mientras se hundía en una suave bruma que la atraía hacia su interior y finalmente la rodeaba por completo. La bruma se espesó hasta convertirse en una niebla que le impidió ver y luego adquirió la forma de una nube húmeda y densa. Sintió que la absorbía. Se ahogaba, le costaba respirar, jadeaba, hasta que de pronto notó que empezaba a moverse.
Se movía cada vez más rápido, atrapada en la nube asfixiante, avanzaba a tal velocidad que se le cortó la respiración y se quedó sin aire. La nube la envolvió, la exprimió, presionando por todos los lados, contrayéndose, expandiéndose y contrayéndose otra vez, como un ser vivo. La obligó a moverse aún más deprisa, hasta que se precipitó en un vacío negro y profundo, un espacio tan oscuro como el interior de una cueva, sin sentido alguno, aterrador.
La experiencia habría sido menos aterradora si simplemente se hubiese dormido, si hubiese perdido el conocimiento como creían quienes la observaban, pero no era así. No podía moverse, en realidad no deseaba moverse, pero cuando concentraba su voluntad en mover algo, aunque sólo fuera un dedo, era incapaz. Ni siquiera sentía el dedo, ni parte alguna de su cuerpo. No podía abrir los ojos, ni volver la cabeza; carecía de volición, de voluntad, pero sí oía. A cierto nivel, era consciente. Oía el canturreo de los zelandonia, como un sonido lejano y a la vez muy nítido; oía un ligero murmullo de voces procedentes de un rincón, aunque no distinguía las palabras; oía incluso los latidos de su propio corazón.