Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—Sí, voy a buscarlas —contestó Ayla, y se levantó para ir a por la bolsa de hierbas medicinales que guardaba en un lugar especial en el alojamiento de los zelandonia. Ella la consideraba su bolsa de las medicinas de la zelandonia, aunque no se parecía a su otra bolsa de medicinas, la del clan.
Unos años atrás había confeccionado una bolsa nueva al estilo del clan con una piel de nutria entera, pero esa la tenía en su morada del campamento de la Novena Caverna. Se distinguía inconfundiblemente de todas las demás por su originalidad. La que tenía Ayla en el alojamiento de los zelandonia se asemejaba a las que empleaban todos los doniers: era un simple receptáculo de cuero sin curtir, una versión más pequeña de la que usaba para transportar carne. Sin embargo los adornos distaban mucho de ser sencillos. Cada bolsa de medicinas era única, diseñada y confeccionada por el propio curandero, y contenía tanto los ingredientes básicos como los elegidos por el usuario.
Ayla llevó la suya al rincón donde esperaba la Zelandoni bebiendo la infusión. La joven abrió la bolsa de cuero y buscó a tientas en el interior. Frunció el entrecejo. Al final la vació en la mesa baja entre las dos y encontró la bolsita que buscaba, pero sólo quedaba la mitad.
—Parece que ya las has probado —señaló la Zelandoni.
—No lo entiendo —respondió Ayla—. No recuerdo haber abierto esta bolsita. ¿Cómo es posible que se haya consumido? —La abrió, se echó una pequeña cantidad en la palma de la mano y la olisqueó—. Huele a menta.
—Si no recuerdo mal, la Zelandoni que te la dio dijo que añadían menta para identificar la mezcla. Ella nunca llevaba menta en esta clase de bolsitas, sino en receptáculos tejidos más grandes, y así, si una bolsita olía a menta, sabía que contenía esta mezcla —explicó la Zelandoni.
Ayla se echó atrás y alzó la mirada al techo con profundas arrugas en la frente, esforzándose por recordar. De pronto se irguió.
—Me parece que bebí esto la noche que observaba la salida de la luna y la puesta del sol, la noche que recibí la llamada. Creía que era una infusión de menta. —De repente se llevó una mano a la boca—. ¡Oh, Gran Madre! Zelandoni, es posible que no haya recibido la llamada. ¡Es posible que todo se haya debido a esta mezcla! —exclamó Ayla, horrorizada.
La Zelandoni se inclinó hacia delante, dio unas palmadas a Ayla en la mano y sonrió.
—Tranquila, Ayla. No debes preocuparte por eso. Recibiste la llamada; eres la Zelandoni de la Novena Caverna. Muchos zelandonia han usado hierbas y mezclas parecidas para ayudarse a encontrar el mundo de los espíritus. Una persona puede hallarse en un lugar distinto después de tomarlas, pero sólo recibe la llamada si está preparada para ello. No cabe duda de que tu experiencia fue una auténtica llamada, aunque no esperaba que sucediera tan pronto, lo reconozco. Es posible que esta mezcla te llevara a recibirla antes de lo que yo preveía, pero no por eso la llamada es menos válida.
—¿Sabes de qué se componía la mezcla? —preguntó Ayla.
—Aquella Zelandoni me dijo los ingredientes, pero no las proporciones. Si bien estamos dispuestos a compartir nuestros conocimientos, a la mayoría de los zelandonia también nos gusta mantener algún que otro secreto. —La Que Era la Primera sonrió—. ¿Por qué lo preguntas?
—Seguro que era muy fuerte —comentó Ayla, y bajó la mirada hacia el vaso de infusión que tenía entre las manos—. Me pregunto si el aborto fue provocado por algo que contenía.
—Ayla, no te culpes —dijo la Zelandoni, inclinándose y cogiéndole la mano—. Sé que perder un hijo es doloroso, pero eso escapaba a tu control. Fue el sacrificio que te exigió la Madre, tal vez porque tuvo que acercarte al otro mundo para darte Su mensaje. Es posible que hubiera algo en esta mezcla que provocara el aborto, pero quizá esa fuera la única vía posible. Posiblemente Ella misma te la hizo tomar en ese momento para que todo sucediera conforme a Sus deseos.
—Nunca he cometido un error así con los medicamentos de mi bolsa. Fui descuidada, tanto que perdí a mi hijo —repuso Ayla, como si no hubiese oído siquiera a la Primera.
—Como tú no cometes esa clase de errores, razón de más para pensar que fue la voluntad de la Madre. Cuando Ella llama a alguien para servirla, siempre es inesperado, y la primera vez que alguien va solo al mundo de los espíritus es especialmente peligrosa. Muchos no encuentran el camino de regreso. Algunos se dejan algo, como te pasó a ti. Siempre es peligroso, Ayla. Aunque hayas ido varias veces, nunca sabes si la próxima volverás.
Ayla sollozaba quedamente, y las lágrimas brillaban en sus mejillas.
—Es bueno que te desahogues. Te lo has guardado todo dentro demasiado tiempo, y debes llorar la pérdida de tu hijo —afirmó la donier. Se levantó, cogió los dos vasos y se fue al fondo, donde almacenaban las vendas hechas de piel. Cuando volvió, sirvió más infusión—. Toma —dijo, entregándole una suave piel de animal y dejando la infusión en la mesa.
Ayla se secó los ojos y la nariz, respiró hondo para serenarse, y bebió un sorbo de infusión caliente, procurando recuperar el control. Las lágrimas no sólo se debían a la pérdida de su hijo, pero ese había sido el desencadenante. Daba la impresión de que no hacía nada bien. Jondalar ya no la quería; la gente la odiaba, y había perdido a su hijo por un descuido. Había oído las palabras de la Zelandoni, pero no las había entendido del todo, ni habían cambiado sus sentimientos.
—Tal vez ahora comprendas por qué me interesan tanto esas raíces de las que hablas —dijo la Primera cuando le pareció que Ayla se sentía mejor—. Si se puede vigilar y controlar bien la experiencia, quizá dispongamos de otra manera útil de llegar al otro mundo cuando sea necesario, como mediante esta mezcla de la bolsita, y otras hierbas que a veces usamos.
Al principio Ayla no la oyó. Cuando por fin le llegaron las palabras de la Zelandoni, recordó que no quería experimentar con esas raíces nunca más. Aunque el Mog-ur podía controlar los efectos de la poderosa sustancia, estaba segura de que ella nunca sería capaz. En su opinión, sólo una mente del clan, con sus características únicas y los recuerdos del clan, podía controlarla. No creía que una persona nacida de los Otros fuera capaz de dominar ese vacío negro, por muy bien que la vigilaran.
Sabía que la Primera estaba fascinada. Mamut también había sentido curiosidad por las plantas especiales usadas sólo por los mogures del clan, pero él, después de su peligrosa experiencia juntos, había dicho que nunca más volvería a tomarlas. Le explicó que temía perder su espíritu en ese vacío negro paralizante y le había aconsejado que tampoco ella las tomara nunca más. El recuerdo se volvió más nítido y perturbador al revivir el terrorífico viaje hacia ese lugar desconocido y amenazador cuando estaba en lo más hondo de la cueva y, después, al rememorarlo vívidamente durante su iniciación. Y sabía que incluso esa inquietante evocación era sólo un atisbo de la experiencia real.
Sin embargo, en la negra desesperación de su estado de ánimo actual, no pensaba con claridad. Había tenido tiempo para recobrar el equilibrio, pero luego habían sucedido demasiadas cosas, y demasiado deprisa. Su experiencia en la cueva al recibir la llamada, incluido el aborto, la había debilitado tanto física como emocionalmente. El dolor y los celos, y la decepción, de encontrar a Jondalar con otra mujer fueron más intensos debido al episodio de la cueva, y a su pérdida. Había anhelado el contacto de las manos expertas de Jondalar y la proximidad de su cuerpo, la idea de reemplazar al hijo perdido, el consuelo curativo de su amor.
En cambio, lo encontró con otra mujer, y no con cualquier mujer, sino con una que había intentado hacerle daño a ella a sabiendas y con saña. En circunstancias normales, habría podido tomarse con calma la indiscreción de Jondalar, y más si hubiese sido con otra persona. Tal vez no le hubiera hecho ninguna gracia. Los dos estaban muy unidos. Pero entendía las costumbres de los zelandonii. No se diferenciaban mucho de las de los hombres del clan, con derecho a elegir a cuantas mujeres desearan.
Era consciente de los intensos celos de Jondalar hacia ella y Ranec cuando vivían con los mamutoi, a pesar de que en su momento ignoraba la causa de la violencia apenas contenida de la reacción de Jondalar. Ranec había pedido a Ayla que se fuera con él, y como ella había sido criada por el clan, por entonces todavía ignoraba que entre los Otros una mujer tenía derecho a decir que no.
Cuando por fin resolvieron el problema y se marchó con Jondalar de regreso a su caverna, decidió no volver a darle motivos para sentir celos. Nunca más eligió a otro hombre, pese a constarle que habría sido aceptable, y tampoco él, que ella supiera, había elegido a otra mujer. O al menos no lo había hecho abiertamente, como otros hombres. Cuando Ayla se enfrentó al hecho de que él no sólo había elegido a otra, sino que había estado eligiendo a esa mujer en particular a escondidas, desde hacía tiempo, se sintió profundamente traicionada.
Pero Jondalar no había actuado así con la intención de traicionarla. No quería que ella se enterara para no hacerle daño. Él sabía que ella nunca elegía a nadie más, y en cierto modo también conocía el motivo: era consciente de lo celoso que habría estado si Ayla hubiese elegido a otro hombre, por más que, llegado el caso, se hubiera esforzado por controlarse. No quería que ella sintiera un dolor tan intenso como el que habría sentido él. Cuando Ayla los sorprendió juntos, Jondalar se puso fuera de sí. Simplemente no sabía qué hacer, nunca lo había aprendido.
Por nacimiento, Jondalar era un hombre de un metro noventa y cinco de estatura, bien constituido, increíblemente atractivo, con un carisma inconsciente realzado por unos ojos azules de una intensidad extrema. Su inteligencia natural, su destreza manual innata y su habilidad mecánica se manifestaron a una edad muy temprana, y lo animaron a aplicarlas en diversos ámbitos hasta que descubrió su pasión por la talla del pedernal y la confección de herramientas. Pero sus poderosos sentimientos también eran más fuertes que los de la mayoría, demasiado intensos, y su madre y quienes lo apreciaban hicieron cuanto pudieron por enseñarle a controlarlos. Incluso de niño deseaba en exceso, se preocupaba en exceso, sentía en exceso: podía sentirse abrumado por la compasión, consumirse de deseo, reconcomerse de odio o arder de amor. Se le concedió demasiado, recibió excesivos dones, y pocos entendían la carga que eso representaba.
De joven, habían enseñado a Jondalar a complacer a una mujer, pero eso era una práctica normal en su cultura. Era algo que se enseñaba a todos los jóvenes. El hecho de que lo hubiera aprendido tan bien se debía en parte a que se lo habían enseñado bien, y en parte a su propia aptitud natural. Descubrió a edad temprana que le gustaba complacer a las mujeres, pero nunca había tenido que aprender a despertar su interés.
A diferencia de la mayoría de los hombres, jamás tuvo que buscar maneras de llamar la atención de las mujeres; le era inevitable hacerlo, y a veces incluso tenía que buscar maneras de zafarse. Nunca se vio en la necesidad de plantearse cómo conocer a una mujer; las mujeres se desviaban de su camino para conocerlo a él, algunas incluso se echaban a sus brazos. Nunca tuvo que engatusar a ninguna para que pasara un rato con él; las mujeres jamás se cansaban de él. Y nunca se vio obligado a aprender a sobrellevar una pérdida, ni la ira de una mujer, ni el peso de sus propios errores garrafales. Nadie imaginaba que un hombre con sus evidentes dones fuera incapaz de todo eso.
La reacción de Jondalar cuando algo no iba bien era retraerse, intentar controlar sus sentimientos y confiar en que todo se arreglara por sí solo. Esperaba que los demás lo perdonaran, o que pasaran por alto sus errores, y normalmente era eso lo que sucedía. De allí que no supiera qué hacer cuando Ayla lo sorprendió con Marona, y tampoco a Ayla se le daba bien manejar esas situaciones.
Desde que el clan la encontró cuando tenía cinco años, Ayla se esforzaba por encajar, por parecer aceptable para que no la expulsaran. El clan no derramaba lágrimas a causa de las emociones y las suyas los perturbaban, así que aprendió a contenerlas. El clan no manifestaba ira ni dolor ni sentimientos intensos, porque no estaba bien visto, así que aprendió a no mostrar los suyos. Para ser una buena mujer del clan, aprendió lo que se esperaba de ella, e intentó comportarse como se esperaba. Entre los zelandonii había intentado eso mismo.
Pero ahora se sentía desconcertada. A su manera de ver, era evidente que no había aprendido a ser una buena mujer zelandonii. La gente estaba disgustada con ella, algunos la odiaban, y Jondalar no la quería. Había estado días sin hacerle el menor caso, y ante eso ella intentó provocarlo para que respondiera, pero su brutal ataque a Laramar fue totalmente inesperado. Ahora Ayla sentía, sin asomo de duda, que la culpa había sido únicamente de ella. Tenía sobradas muestras de la compasión de Jondalar, y de su amor, y lo había visto controlar sus intensos sentimientos cuando vivían con los mamutoi. Creía conocerlo. Ahora tenía la certeza de que no lo conocía en absoluto. Había procurado aparentar normalidad por simple fuerza de voluntad, pero estaba cansada de pasar noches en vela, demasiado preocupada, dolida y furiosa para conciliar el sueño, y ahora lo que necesitaba desesperadamente era descanso y tranquilidad.
Quizá la Zelandoni, dejándose arrastrar en exceso por su interés en la raíz del clan, había sido poco perspicaz, pero lo cierto era que Ayla siempre había sido un caso aparte. No tenían suficientes puntos de referencia comunes. Procedían de entornos demasiado distintos. Justo cuando creía que entendía realmente a la joven, descubría que lo que consideraba aplicable a Ayla no lo era.
—No quiero insistir si de verdad crees que no debemos, Ayla, pero si puedes explicarme cómo se prepara esa raíz, quizá podamos llevar a cabo un pequeño experimento. Sólo para ver si puede ser útil. Y únicamente para los zelandonia, claro está. ¿Qué te parece? —preguntó la Zelandoni.
En el turbulento estado de Ayla, incluso el terrorífico vacío negro le pareció un buen lugar de reposo, un lugar al que huir de la confusión que la envolvía. Y si no volvía, ¿qué más daba? Jondalar ya no la quería. Echaría de menos a su hija —Ayla sintió que se le contraía el estómago—, pero enseguida pensó que seguramente Jonayla estaría mejor sin ella. La niña echaba de menos a Jondalar. Si ella desaparecía, él regresaría y se ocuparía nuevamente de ella. Y era tanta la gente que la quería que estaría bien atendida.