Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—¿Sabéis dónde está Jondalar? —preguntó el joven.
—No. Yo no lo he visto desde esta mañana —respondió Danug—. ¿Por qué?
—Es por la Zelandoni nueva. Ha bebido un líquido preparado con una raíz y ahora su espíritu está en un vacío oscuro. La Primera ha dicho que debemos encontrar a Jondalar y traerlo de inmediato, o ella morirá y su espíritu se perderá para siempre —dijo de un tirón, sin pararse a respirar. Finalmente tomó aliento—. Tenemos que buscarlo por todas partes, y pedir a todo el mundo que nos ayude —explicó el acólito.
—¿Será esa la raíz que tomó con Mamut? —preguntó Danug, mirando a Druwez con visible preocupación.
—¿Qué raíz? —preguntó Dalanar, reparando de inmediato en la alarma de los mamutoi.
—Ayla tenía una raíz que se trajo de cuando vivía con el clan —explicó Danug—. Por lo visto la usaban los que se comunican con el mundo de los espíritus. Mamut quiso probarla, así que Ayla la preparó como le habían enseñado. No sé qué pasó exactamente, pero nadie pudo despertarlos. Todo el mundo estaba muy preocupado y nos vimos obligados a canturrear. Al final apareció Jondalar y rogó a Ayla que regresara, diciéndole lo mucho que la quería. Los dos habían tenido algún problema, un poco como ahora. No entiendo cómo dos personas que se quieren tanto pueden estar tan ciegas a los sentimientos del otro.
—Él siempre ha tenido esa clase de conflictos con las mujeres. No sé si es por orgullo o por falta de perspicacia —comentó Willamar, cabeceando—. Cuando trajo a Ayla a casa, pensé que ya lo había superado. Si una mujer no le importa mucho, sabe comportarse, pero si la quiere, parece perder el norte y no sabe qué hacer. Pero eso ahora es lo de menos. ¿Y luego qué pasó?
—Jondalar le repitió una y otra vez que la quería y le rogó que volviera. Al final, Ayla despertó, y también Mamut. Después Mamut nos dijo que se habrían quedado perdidos para siempre en una especie de vacío negro si el amor de Jondalar no hubiese sido tan fuerte, porque entonces no habría llegado hasta ella; Jondalar la trajo de regreso, y también a Mamut. Según este, las raíces eran tan poderosas que él no podía controlarlas, y nunca más las tomaría. Temía que su espíritu fuera a perderse para siempre en ese lugar horrendo, y también previno a Ayla. —Danug se sintió palidecer—. Ha vuelto a hacerlo —se lamentó mientras salía corriendo del alojamiento. De pronto no supo hacia dónde ir. Finalmente se le ocurrió una idea y se dirigió a toda prisa al campamento de la Novena Caverna.
Había varias personas arremolinadas en torno a la gran hoguera de cocinar, y Danug sintió un profundo alivio al ver a Jonayla. Saltaba a la vista que había llorado, y Lobo gemía e intentaba lamerle las lágrimas de la cara. Marthona y Folara también trataban de consolarla. Respondieron al saludo del corpulento mamutoi a la vez que este se agachaba ante la pequeña. Acarició la cabeza a Lobo cuando el animal acercó el hocico al hombre que ya conocía.
—¿Cómo estás, Jonayla? —preguntó.
—Quiero a mi madre, Danug —dijo, y rompió a llorar—. Está enferma. No se despierta.
—Ya lo sé. Creo que sé cómo ayudarla —respondió Danug.
—¿Cómo? —preguntó ella, mirándolo con los ojos muy abiertos.
—Ya enfermó una vez así, cuando vivía con nosotros en el Campamento del León. Quizá Jondalar sea capaz de despertarla. Fue él quien la despertó aquella vez. ¿Sabes dónde está Jondalar, Jonayla?
Ella negó con la cabeza.
—Desde hace un tiempo veo muy poco a Jondy. Se va por ahí, a veces todo el día.
—¿Sabes adónde va?
—A menudo se marcha río arriba.
—¿Algún día se lleva a Lobo?
—Sí, pero no hoy.
—¿Crees que Lobo podría encontrarlo si tú se lo ordenas?
Jonayla miró a Lobo y luego otra vez a Danug.
—Es posible —respondió. Enseguida, con una sonrisa trémula, añadió—: Sí, creo que sí.
—Si ordenas a Lobo que busque a Jondalar, yo lo seguiré, y le pediré a Jondalar que vuelva y despierte a tu madre —propuso Danug.
—Mi madre y Jondy no se hablan mucho últimamente. A lo mejor no quiere volver —contestó Jonayla con arrugas de preocupación en la frente. Danug pensó que era idéntica a Jondalar cuando fruncía así el entrecejo.
—No te preocupes por eso, Jonayla. Jondalar quiere mucho a tu madre, y ella lo quiere a él. Si supiera que ella está en apuros, vendría en el acto. Lo sé —dijo Danug.
—Si tanto la quiere, ¿por qué no le habla, Danug?
—Porque a veces, cuando quieres a una persona, no siempre la entiendes. A veces uno ni siquiera se entiende a sí mismo. ¿Le dirás a Lobo que busque a Jondalar?
—Lobo, ven aquí —ordenó la pequeña. Se puso en pie y cogió la enorme cabeza del animal con sus manitas, igual que habría hecho su madre. Parecía una Ayla en pequeño, tanto que Danug tuvo que disimular una sonrisa. No fue el único—. Mi madre está enferma y Jondalar tiene que venir a ayudarla, Lobo. Debes encontrarlo. —Apartó las manos y señaló el Río—. Busca a Jondalar, Lobo. Ve a por Jondalar.
No era la primera vez que Lobo oía esa orden. Lobo y Ayla habían tenido que seguir el rastro de Jondalar en otra ocasión, en el viaje de vuelta, cuando lo capturaron las cazadoras de Attaroa. El atribulado animal lamió la cara a Jonayla y luego partió hacia el Río.
Se dio la vuelta e hizo amago de regresar junto a Jonayla, pero ella le ordenó otra vez:
—¡Ve, Lobo! ¡Busca a Jondalar!
El animal miró hacia atrás y, cuando Danug se puso en marcha tras él, siguió adelante con un trote rápido, olisqueando el suelo.
Después de su encuentro con Ayla, Jondalar deseaba desesperadamente alejarse del campamento. En cuanto llegó al Río y empezó a caminar aguas arriba, no podía quitárselo de la cabeza: había estado a punto de hacerlo, a punto de estrecharla entre sus brazos. Su deseo era abrazarla. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Cómo habría reaccionado ella? ¿Se habría enfadado? ¿Lo habría apartado? ¿O no? Estaba tan sorprendida, tan conmocionada, pero ¿acaso no se había sorprendido él tanto como ella?
¿Por qué no lo había hecho? ¿Qué era lo peor que podía pasar? Si ella se hubiese enfadado y lo hubiese apartado, ¿acaso las cosas habrían podido empeorar aún más? Al menos así habría sabido que ella no lo quería a su lado. «No quieres saberlo, ¿a que no? Pero esta situación no puede seguir así. ¿Lloraba cuando se ha ido corriendo? ¿O son imaginaciones mías? ¿Por qué habría de llorar? Porque está disgustada, claro. Pero ¿qué puede haberla disgustado tanto? ¿El mero hecho de verme? ¿Por qué podría haberla disgustado eso? Ya me dijo lo que sentía la noche de la Festividad. Me lo demostró, ¿o no? Ya no le importo, pero entonces ¿por qué lloraba?»
Normalmente, cuando Jondalar se marchaba a pasear por la orilla del río, se planteaba dar media vuelta para emprender el camino de regreso más o menos al mediodía, en el momento en que el sol alcanzaba su cenit. Pero aquel día estaba tan absorto en sus cavilaciones, repasando una y otra vez cada pequeño matiz en su memoria, cada detalle que creía recordar, que ni siquiera advirtió el paso del tiempo ni la altura del sol.
Danug, dando largas zancadas para no perder de vista a Lobo, empezó a preguntarse si el animal seguía bien el rastro. ¿Era posible que Jondalar se hubiese alejado tanto? Muy pasado el mediodía, Danug se detuvo para beber agua rápidamente antes de continuar. Cuando se irguió en la orilla del Río, en un tramo bastante recto del sinuoso cauce, le pareció ver a alguien a lo lejos. Se llevó la mano a la frente para protegerse los ojos del sol, pero no pudo ver más allá del siguiente recodo. Tampoco veía al lobo, que se había echado a correr mientras él se detenía. Danug se puso de nuevo en marcha, acelerando el paso con la esperanza de alcanzarlo.
Jondalar por fin salió de sus profundas cavilaciones al percibir movimiento entre la maleza cerca del agua. Volvió a ver que algo se movía. «¡Es un lobo! Me pregunto si ha estado acechándome», y se llevó la mano al lanzavenablos, pero cayó en la cuenta de que no llevaba encima ni el arma ni los dardos. Buscó en el suelo algo con que defenderse, una rama pesada, una gran cornamenta desprendida en la muda, o una buena piedra, cualquier cosa. Pero cuando el enorme animal salió por fin al descubierto, Jondalar no pudo más que taparse la cara con el brazo mientras caía derribado de una embestida.
Sin embargo, el animal no lo mordió; sólo le dio lametazos. De pronto Jondalar vio su oreja ladeada en un ángulo achulado. No era un lobo salvaje, comprendió en el acto.
—¡Lobo! ¿Eres tú? ¿Qué haces aquí? —Se incorporó y tuvo que contener los entusiastas saludos del animal exaltado. Se quedó un rato allí sentado, acariciando al lobo y rascándole detrás de las orejas en un intento de tranquilizarlo—. ¿Por qué no estás con Jonayla, o con Ayla? ¿Por qué me has seguido hasta aquí? —preguntó Jondalar, empezando a sospechar que algo ocurría.
Cuando se levantó y reemprendió otra vez la marcha, Lobo brincó nerviosamente delante de él y luego se encaminó en la dirección de la que había llegado.
—¿Quieres volver, Lobo? Pues vuelve, puedes volver. —Pero cuando Jondalar siguió adelante, el lobo le cortó nuevamente el paso de un salto—. ¿Qué pasa, Lobo? —Jondalar levantó la vista hacia el cielo y de pronto se dio cuenta de que el sol había superado el punto más alto de su trayectoria hacía ya rato—. ¿Quieres que vuelva contigo?
—Sí, eso es lo que quiere, Jondalar —dijo Danug.
—¡Danug! ¿Qué haces aquí? —preguntó Jondalar.
—Te buscaba.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Es Ayla, Jondalar. Debes volver de inmediato.
—¿Ayla? ¿Qué le ha pasado, Danug?
—¿Te acuerdas de aquella raíz, la que convirtió en jugo para ella y Mamut? Ha vuelto a hacerlo, para enseñársela a la Zelandoni, pero esta vez la ha bebido ella. Nadie puede despertarla, ni siquiera Jonayla. La donier ha dicho que debes ir enseguida o Ayla morirá y su espíritu se perderá para siempre —explicó Danug.
Jondalar palideció.
—¡No! ¡Esa raíz no! ¡Gran Madre, no permitas que muera! Por favor, no permitas que muera —rogó, y volvió sobre sus pasos a todo correr.
Si en la ida estaba preocupado, eso no había sido nada en comparación con la reconcentrada intensidad que se apoderó de él mientras regresaba a toda prisa. Bordeó el Río como una flecha, abriéndose paso entre la maleza que le arañaba la cara y las piernas y los brazos desnudos. No lo notaba. Corrió hasta quedarse sin aliento y secársele la garganta de tal modo que parecía tenerla en carne viva, hasta sentir en el costado una punzada semejante a la herida de un cuchillo caliente, hasta agarrotársele las piernas y empezar a dolerle. Apenas sentía nada, por lo grande que era el dolor de su mente. Incluso dejó atrás a Danug; sólo el lobo se mantuvo a la par.
No se podía creer lo lejos que había llegado, ni, más grave aún, lo mucho que tardaba en volver. Aminoró el paso una o dos veces para recobrar aliento, pero no se detuvo ni una sola vez, y aceleró cuando, ya cerca del campamento, la maleza era menos densa.
—¿Dónde está? —preguntó a la primera persona que vio.
—En el alojamiento de la zelandonia —le contestó.
Todos los asistentes a la Reunión de Verano lo buscaban, lo esperaban, y cuando corrió hacia el alojamiento, varias personas incluso vitorearon. Jondalar no las oyó, ni se detuvo hasta que irrumpió en el alojamiento a través de la cortina de la entrada y vio a Ayla en la cama rodeada de candiles. Y entonces no pudo más que pronunciar su nombre con un grito ahogado:
—¡Ayla!
A Jondalar le faltaba el aire, y cada vez que respiraba, sentía la garganta en carne viva. Sudaba copiosamente. Doblado por la cintura a causa del dolor en el costado, con las piernas temblorosas, sin poder apenas tenerse en pie, se acercó a la cama situada en el fondo del alojamiento. Lobo había entrado al mismo tiempo, y también jadeaba agitadamente, con la lengua fuera.
—Ven, Jondalar, siéntate —indicó la Zelandoni, y se puso en pie para cederle su propio taburete. Advirtió el gran esfuerzo realizado por Jondalar, y dedujo que había llegado corriendo desde muy lejos—. Tráele agua —pidió a la acólita más cercana—. Y también al lobo.
Cuando Jondalar se acercó, vio la palidez gris de la muerte en la piel de Ayla.
—Ayla, Ayla, ¿por qué has vuelto a hacerlo? —preguntó con voz ronca, casi incapaz de hablar—. ¿Es que no recuerdas que la última vez estuviste a punto de morir? —En un acto reflejo bebió del vaso que le llevaron, consciente apenas de que se lo habían dado. A continuación se metió en la cama. Apartó las pieles, incorporó a Ayla y la sostuvo entre sus brazos, horrorizándose al percibir lo fría que estaba—. Está helada —dijo con un sollozo. No se daba cuenta de que las lágrimas le resbalaban por el rostro, y si lo hubiera sabido, tampoco le habría importado.
El lobo miró a las dos personas que yacían en la cama, alzó el hocico hacia el techo y aulló, un largo e inquietante canto lobuno que provocó un estremecimiento a los zelandonia presentes allí dentro y a quienes estaban fuera. Dejó tan atónitos a los que canturreaban que perdieron el compás y tuvieron que detener su continua fuga por un instante. Sólo entonces Jondalar tomó conciencia del canturreo de los zelandonia. Lobo apoyó las patas delanteras en la cama y gimió para reclamar atención.
—Ayla, Ayla, te ruego que vuelvas a mí —suplicó Jondalar—. No te puedes morir. ¿Quién me dará un hijo? No, ¿qué digo? Me da igual si me das un hijo, Ayla. Es a ti a quien quiero. Te amo. Ni siquiera me importa si no vuelves a hablarme nunca más; me basta con verte de vez en cuando. Vuelve a mí, por favor. Gran Madre, devuélvemela. Devuélvemela, por favor. Haré lo que quieras, pero no me la quites.
La Zelandoni observó al hombre alto y atractivo, con arañazos y heridas sanguinolentas en la cara, el pecho, los brazos y las piernas, sentado en la cama, sosteniendo en brazos a la mujer casi inerte como a un bebé, meciéndose, con el rostro bañado en llanto, implorando a lágrima viva que volviera. No lo había visto llorar desde que era muy niño. Jondalar no lloraba. Luchaba por controlar sus emociones, por guardárselas. Muy pocas personas habían mantenido una relación estrecha con él, salvo su familia y ella misma, y en cuanto llegó a la edad adulta, incluso con ellos mantuvo siempre cierta distancia, cierta reserva.
A su regreso después de pasar un tiempo con Dalanar, la Zelandoni se había preguntado muchas veces si Jondalar realmente volvería a amar a una mujer, culpándose a sí misma. Sabía que él aún la quería, y ella, en más de una ocasión, había sentido la tentación de renunciar a la zelandonia y emparejarse con él, pero con el paso del tiempo, y viendo que no se quedaba embarazada, supo que había hecho bien. Estaba segura de que él acabaría encontrando una compañera. Si bien a menudo la Zelandoni había dudado que Jondalar fuera capaz de entregarse por completo a una mujer, necesitaba niños en su hogar. A los niños uno podía quererlos libremente, por completo, sin reservas, y él necesitaba querer así.