La tierra de las cuevas pintadas (125 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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—Si os parece bien, empezaremos ya —anunció la Primera—. Hubo muchos testigos, así que no creo necesario entrar en detalles acerca de las circunstancias. En la última festividad para honrar a la Madre, Jondalar encontró a su compañera Ayla compartiendo el don de los placeres de la Madre con Laramar. Tanto Ayla como Laramar se unieron por su propio deseo. No hubo uso de la fuerza, ni coacción. ¿Es eso cierto, Ayla?

Ayla no esperaba ser interrogada tan pronto, convertirse de repente en el foco de atención del público. Sin embargo, ni aun cogiéndola desprevenida habría sabido mentir, por más que hubiera querido.

—Sí, Zelandoni. Es cierto.

—¿Es eso cierto, Laramar?

—Sí, ella estaba más que dispuesta. Me persiguió —contestó él.

La Primera contuvo el ligero impulso de advertirle que no exagerara, y continuó.

—¿Y qué pasó luego? —Dudaba entre preguntárselo a Ayla o a Jondalar, pero se adelantó Laramar.

—Lo que pasó está a la vista. Sin comerlo ni beberlo, tenía a Jondalar encima dándome puñetazos en la cara.

—¿Jondalar?

El hombre alto agachó la cabeza y tragó saliva.

—Sí, eso fue lo que pasó. Cuando lo vi con Ayla, lo saqué a rastras de encima de ella y empecé a pegarle. Sé que obré mal. No tengo excusa —respondió Jondalar, sabiendo en el fondo de su corazón, incluso mientras lo decía, que llegado el caso volvería a actuar del mismo modo.

—¿Sabes por qué le pegaste, Jondalar? —preguntó la Primera.

—Estaba celoso —farfulló él.

—Estabas celoso. ¿Es eso lo que has dicho?

—Sí, Zelandoni.

—Si necesitabas expresar tus celos, Jondalar, ¿no hubieras podido simplemente separarlos? ¿Tenías que pegarle?

—No pude evitarlo. Y en cuanto empecé… —Jondalar cabeceó.

—En cuanto empezó, nadie pudo detenerlo. ¡Incluso me pegó a mí! —intervino el jefe de la Quinta Caverna—. Estaba fuera de sí, como presa de un arrebato. No sé qué habríamos hecho si ese mamutoi enorme no lo hubiese sujetado.

—Por eso está tan dispuesto a acoger a Laramar —susurró Folara a Proleva, pero en voz lo bastante alta para que la oyeran quienes estaban cerca—. Se enfadó porque no pudo detener a Jondé y recibió un golpe al intentarlo.

—Además le gusta el barma de Laramar, pero tal vez descubra que Laramar no reluce como el ámbar —dijo Proleva—. No es precisamente la primera persona a quien yo invitaría a formar parte de mi caverna. —Volvió a dirigir la atención hacia el centro de la explanada.

—Por eso intentamos enseñar lo absurdos que son los celos —explicaba la Zelandoni—. Pueden escapársenos de las manos. ¿Lo entiendes, Jondalar?

—Sí, lo entiendo. Fue una estupidez por mi parte, y lo siento mucho. Haré lo que me digáis para compensarlo. Quiero reparar los daños.

—No puede compensarlo —dijo Laramar—. No puede arreglarme la cara, como tampoco pudo devolver los dientes a Madroman.

La Primera miró a Laramar con irritación. Eso no venía a cuento, pensó. No hacía ninguna falta sacarlo a relucir. Ese hombre no tenía la menor idea de hasta qué punto Jondalar había sido provocado en esa otra situación, pero la Primera calló.

—Ya se pagó la debida compensación —declaró Marthona en voz alta.

—¡Y espero que ahora se pague otra! —replicó Laramar.

—¿Qué es lo que esperas? —preguntó la Primera—. ¿Qué reparación exiges? ¿Qué quieres, Laramar?

—Lo que quiero es dar un puñetazo en esa cara bonita —contestó Laramar.

El público ahogó una exclamación.

—No lo dudo, pero ese no es un remedio autorizado por la Madre. ¿Se te ocurre alguna otra posibilidad para que él repare el daño causado? —preguntó la donier.

La compañera de Laramar se puso en pie.

—Jondalar se construye moradas cada vez más grandes. ¿Por qué no le pides que construya una gran morada para tu familia? —propuso en voz alta.

—Esa es una opción, Tremeda —convino la Primera—, pero ¿dónde la querrías, Laramar? ¿En la Novena Caverna o en la Quinta?

—Eso no es compensación para mí —repuso Laramar—. Me da igual cómo sea la morada donde vive ella. En cualquier caso la convertirá en un cuchitril inmundo.

—¿Te trae sin cuidado dónde vivan tus hijos, Laramar? —preguntó la Primera.

—¿Mis hijos? No son míos, si lo que decís es verdad. Si los niños se inician con el apareamiento, yo no inicié a ninguno de ellos… salvo quizá el primero. Hace años que no tengo apenas trato con ella, por no hablar ya de compartir los «placeres». Créeme, con esa mujer no hay «placer» posible. No sé de dónde han salido esos niños, tal vez de las Festividades de la Madre. Si le das a un hombre bebida suficiente, incluso ella puede resultar atractiva. Pero sea quien sea el que inició a sus hijos, no fui yo. Esa mujer lo único que sabe hacer es beber mi barma —dijo Laramar con tono desdeñoso.

—Aun así, Laramar, son hijos de tu hogar. Es tu responsabilidad proveerlos —dijo La Que Era la Primera—. No puedes decidir de pronto que no quieres saber nada de ellos.

—¿Por qué no? No quiero saber nada de ellos. Nunca han significado nada para mí. Ni siquiera a ella le importan, ¿por qué habrían de importarme a mí?

El jefe de la Quinta Caverna estaba tan horrorizado como todos los demás por la actitud cruel de Laramar hacia los niños de su hogar. Entre el público Proleva susurró:

—Ya te he dicho que no reluce como el ámbar.

—Siendo así, ¿quién esperas que cuide de los niños de tu hogar, Laramar? —preguntó la Zelandoni.

El hombre calló y arrugó la frente.

—Por mí, que los cuide Jondalar. No puede darme nada que yo quiera. No puede devolverme la cara, y yo no puedo obtener la satisfacción de darle lo que él me dio a mí. Si tan deseoso está de hacerse cargo de las cosas, de reparar los daños, que se haga cargo de esa arpía, esa bocazas holgazana y manipuladora, y de su prole —contestó Laramar.

—Puede que Jondalar esté muy en deuda contigo, Laramar, pero eso es mucho pedir a un hombre que tiene su propia familia: asumir la responsabilidad de una familia del tamaño de la tuya —intervino Joharran.

—Da igual, Joharran, lo haré —atajó Jondalar—. Si eso es lo que quiere, lo haré. Si él no va a asumir la responsabilidad de su propio hogar, alguien tiene que hacerlo. Esos niños necesitan a alguien que se ocupe de ellos.

—¿No crees que deberías consultarlo primero con Ayla? —preguntó Proleva, sentada entre el público—. Semejante responsabilidad le quitará tiempo para dedicar a su propia familia. —«Aunque ellos dos ya se ocupan de esa familia más que Laramar o Tremeda», pensó, pero no lo dijo en voz alta.

—No, Proleva, Jondalar tiene razón —terció Ayla—. Yo también soy responsable de lo que Jondalar le hizo a Laramar. No pensé en las consecuencias, pero soy igual de culpable. Si satisface a Laramar que asumamos la responsabilidad de cuidar de su familia, debemos hacerlo.

—Bien, Laramar, ¿es eso lo que quieres? —preguntó la Primera.

—Sí, si así me dejáis en paz, ¿por qué no? —respondió Laramar, y se echó a reír—. Y a Tremeda te la cedo gustosamente, Jondalar.

—¿Y tú qué opinas, Tremeda? ¿Lo consideras una solución satisfactoria? —preguntó la Zelandoni.

—¿Me construirá una morada nueva, como la que le está haciendo a ella? —quiso saber la mujer, señalando a Ayla.

—Sí, me aseguraré de que tengas una morada nueva —contestó Jondalar—. ¿La quieres en la Novena Caverna o en la Quinta?

—Bueno, si voy a ser tu segunda mujer, Jondalar —respondió ella con ademán coqueto—, lo mejor será que me quede en la Novena. Además, es mi hogar.

—Escúchame bien, Tremeda —dijo Jondalar, mirándola fijamente—. No te tomo como segunda mujer. He dicho que asumiré la responsabilidad de proveeros a ti y a tus hijos. He dicho que te construiré una morada. Hasta ahí llegan mis obligaciones para contigo. Lo hago para reparar los daños que infligí a tu compañero. De ninguna manera serás nada parecido a una segunda mujer para mí, Tremeda. ¿Queda claro?

Laramar se rio.

—No digas que no te he avisado, Jondalar. Ya te he dicho que era una arpía manipuladora. Te utilizará de todas las maneras a su alcance. —Volvió a reír—. ¿Sabes una cosa? Tal vez el arreglo no sea tan malo. Puede que me dé cierta satisfacción ver cómo la aguantas.

—¿Seguro que quieres ir a nadar allí, Ayla? —preguntó Jondalar.

—Era nuestro sitio antes de que llevaras a Marona, y sigue siendo el mejor para nadar, sobre todo ahora que río abajo las aguas están tan agitadas y llenas de barro. No he podido nadar como es debido desde que llegué, y pronto nos marcharemos —respondió Ayla.

—Pero ¿seguro que ya estás en condiciones de nadar?

—Sí, seguro. Pero no te preocupes: pienso pasarme casi todo el rato tumbada al sol en la orilla. Lo único que quiero es salir de este alojamiento y estar un tiempo a solas contigo, lejos de la gente, ahora que por fin he conseguido convencer a la Zelandoni de que ya estoy bien —respondió Ayla—. En todo caso, no habría tardado en montar a Whinney e ir a algún sitio. Sé que la Zelandoni sigue preocupada, pero me encuentro bien. Sólo necesito salir y moverme un poco.

La Zelandoni se sentía culpable por no haber prestado la debida atención a Ayla y había adoptado una actitud sobreprotectora muy poco propia de ella. Cargaba asimismo con la responsabilidad de haber estado a punto de perder a la joven, y no iba a permitir que eso volviera a suceder. Jondalar coincidía plenamente, y durante un tiempo Ayla recibió una estrecha atención por parte de ellos que no era habitual. Pero conforme recobraba fuerzas, empezó a molestarle tanto mimo. Ayla había intentado persuadir a la donier de que ya había descansado lo suficiente y las fuerzas le permitían volver a montar y nadar, pero la Primera no dio el visto bueno hasta que se vio en la necesidad de quitarse a Lobo de encima durante un tiempo.

Jonayla y los otros niños de su edad volvían a realizar actividades bajo la supervisión de la zelandonia de cara a una pequeña participación en las ceremonias de clausura de la Reunión de Verano. Lobo no sólo era una distracción para los niños cuando estaban todos juntos, un impedimento para concentrarse, sino que a Jonayla le costaba controlarlo y al mismo tiempo aprender lo que debía hacer. Cuando la Zelandoni insinuó a Ayla que si bien el lobo era bienvenido, quizá convenía que se quedara con ella, Ayla encontró la excusa perfecta para convencer a la donier de que había que sacar a Lobo, y a los caballos, del campamento para hacer ejercicio.

A la mañana siguiente, Ayla quería partir muy temprano por temor a que la Zelandoni cambiara de parecer. Jondalar había dado de beber y cepillado a los caballos antes de la comida de la mañana, y cuando colocó las mantas de montar a Whinney y Corredor, y los cabestros a Corredor y Gris, los caballos supieron que iban a salir y, excitados, empezaron a brincar. Aunque no pensaban montar a Gris, Ayla prefirió no dejarla. Estaba segura de que la joven yegua se sentiría sola si no se la llevaban: a los caballos les gustaba la compañía, sobre todo la de otros animales de su misma especie, y Gris también necesitaba hacer ejercicio.

El lobo alzó la mirada con cara de expectación cuando Jondalar cogió un par de cestas de acarreo concebidas para colgar en la grupa de un caballo. Las cestas estaban llenas de diversos utensilios y misteriosos paquetes envueltos en tela de color marrón claro tejida con fibras de lino, uno de los dechados confeccionados por Ayla para practicar y matar el rato durante su convalecencia. Marthona había encargado la construcción de un pequeño telar y estaba enseñándole a tejer. Cubría una de las cestas una piel destinada a extenderse en el suelo, y la otra las suaves pieles amarillentas, obsequio de los sharamudoi, empleadas a modo de toallas.

Lobo se adelantó a ellos trotando alegremente cuando Jondalar, al salir del alojamiento, le indicó con una seña que podía acompañarlos. A unos pasos del cercado de los caballos, Ayla se detuvo a coger unas bayas maduras que pendían de arbustos de tallo rojo. Se frotó en la túnica el fruto azul, redondo y polvoriento, contempló la piel, ahora de un azul más intenso, se lo introdujo en la boca y, con una sonrisa de satisfacción, paladeó la pulpa dulce y jugosa. Cuando se encaramó a un tocón para montar a Whinney, se sintió a gusto sólo por el hecho de estar al aire libre y saber que no tenía que volver al alojamiento de inmediato. A esas alturas se conocía ya de memoria todas y cada una de las grietas en los dibujos pintados o tallados en los sólidos postes de madera que sostenían la techumbre, todas las manchas de hollín que ennegrecían el contorno de la salida de humos. Quería ver el cielo y los árboles, y un paisaje despejado, libre de alojamientos.

En cuanto se pusieron en marcha, Corredor empezó a comportarse de un modo anormalmente bullicioso y un tanto rebelde, y contagió algo de esa indisciplina a las dos yeguas, dificultando su manejo. Después de atravesar la zona boscosa, Ayla quitó el cabestro a Gris para que pudiera ir a su paso, y Ayla y Jondalar, como por acuerdo tácito, estimularon a sus monturas para que galoparan a sus anchas. Cuando los animales aflojaron la marcha por propia voluntad, habían quemado el exceso de energía y se los veía más relajados, pero no así Ayla. Ella estaba exaltada. Siempre había disfrutado cabalgando a pleno galope, y tras su período de reclusión en el campamento, aquello le provocó un estado de euforia especial.

Siguieron avanzando a un paso más tranquilo por un paisaje de marcado relieve entre altos montes y paredes de piedra caliza y a través de desfiladeros abiertos por ríos. Aunque el sol del mediodía seguía calentando, se acercaba el cambio de estación. Las mañanas solían ser frescas y despejadas, y los atardeceres nublados y lluviosos. El exuberante verdor estival de las hojas empezaba a dar paso a los amarillos y algún que otro rojo propios del otoño. La hierba de los prados abiertos pasaba del intenso dorado y brillante marrón al amarillo pálido y el pardo grisáceo del heno natural, que permanecería en los campos gran parte del invierno; las hojas de otras herbáceas, en cambio, habían adquirido tonos rojizos. Plantas aisladas o pequeños grupos de matas aparecían de pronto ante ellos en forma de manchas de color resplandecientes para deleite de Ayla, pero cuando de verdad se le cortó la respiración fue ante el deslumbrante espectáculo de las laderas boscosas orientadas al sur. De lejos, los vistosos matorrales y árboles parecían grandes ramos de flores luminosas.

Gris, siguiéndolos sin jinete gustosamente, se detenía de vez en cuando a pastar, y Lobo iba olfateando los montículos, los matorrales y las pequeñas agrupaciones de hierba alta, rastreando su propio camino compuesto de aromas invisibles y sonidos secretos. Trazaron un amplio círculo que al final los habría llevado otra vez hasta el Río y desde allí, siguiendo la orilla aguas abajo, hasta el campamento de la reunión. Pero no regresaron al campamento. Doblaron para bordear el sinuoso riachuelo que atravesaba el bosque al norte del campamento de la Novena Caverna, y cuando el sol se acercaba al cenit, llegaron a la profunda poza formada en un cerrado recodo de ese río menor. Los árboles proyectaban una sombra moteada sobre la aislada playa de gravilla arenosa.

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