La tierra de las cuevas pintadas (103 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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La Zelandoni Que Era la Primera era una mujer observadora, sagaz e inteligente. No había tenido hijos, pero en su caso eso era una ventaja; así se había ahorrado las distracciones que invariablemente conllevaban los niños. Pero había perdido la cuenta del número de partos a los que había asistido y había ayudado a muchas mujeres que abortaban. Por consiguiente, la Primera conocía mejor las fases de desarrollo del feto nonato que cualquier madre.

Los doniers también desempeñaban un papel importante a la hora de ayudar a las mujeres a interrumpir un embarazo antes de tiempo. La etapa más precaria en la vida de un niño son los primeros dos años. Antes de esa edad muchos morían. Ni siquiera con la ayuda de compañeros, abuelas u otros miembros del clan familiar, las madres podían amamantar y atender a muchos pequeños simultáneamente si querían que sus hijos sobrevivieran.

Aunque el hecho de estar amamantando a un niño, ya de por sí, parecía impedir la llegada de otro, a veces se producían embarazos imprevistos y era necesario interrumpirlos para que los hijos ya nacidos sobrevivieran a esos primeros dos años. Lo mismo ocurría cuando una mujer estaba gravemente enferma, o cuando tenía hijos ya crecidos y ella era demasiado mayor, o había sufrido uno o más partos difíciles en el pasado, quedando casi a las puertas de la muerte, y otro embarazo podía privar de su madre a los hijos vivos. El índice de mortalidad infantil habría sido muy superior si no hubieran puesto en práctica los controles selectivos que tenían a su disposición. También podía haber otras razones para que una mujer no siguiera adelante con un embarazo.

Y si bien no se conocía la verdadera causa del embarazo, las mujeres advertían que estaban encinta bastante pronto. En tiempos remotos, una mujer —o muchas— descubrió cómo saber que un hijo crecía dentro de ella antes de que se le notara. Tal vez se dio cuenta de que no sangraba desde hacía demasiado tiempo y comprendió que esa podía ser una señal o, si había estado embarazada antes, reconoció ciertos síntomas. Ese conocimiento se transmitió de madres a hijas hasta que todas las mujeres lo aprendieron como parte de su iniciación a la edad adulta.

Al principio, cuando una mujer descubría que esperaba un hijo, tal vez intentaba rememorar sus actos para identificar la posible causa. ¿Fue algo que comió? ¿Una determinada charca donde se bañó? ¿Un hombre en concreto con el que mantuvo relaciones? ¿Un río que cruzó? ¿Un árbol único a cuya sombra durmió?

Si una mujer deseaba tener un hijo, quizá volvía a llevar a cabo alguna de esas actividades o todas, llegando a convertirlas en un ritual. Pero tarde o temprano comprendería que, por mucho que lo repitiera, no necesariamente se quedaba embarazada. Entonces acaso se preguntara si no sería una combinación de acciones, o el orden con el que las realizaba, o la hora del día, o el momento del ciclo, o de la estación, o del año. A lo mejor se debía sólo al firme propósito de tener un hijo, o al deseo combinado de muchas personas. O tal vez fueran agentes desconocidos, emanaciones de rocas, espíritus de otro mundo, o la Gran Madre, la Madre primera.

Si la mujer vivía en una sociedad que había desarrollado un conjunto de explicaciones aparentemente racionales, o incluso irracionales, pero que daban respuesta a preguntas que ella no podía resolver mediante sus propias observaciones, le sería fácil aceptarlas, ya que todos los demás las aceptaban.

Pero quizá alguien más observador empezaba a establecer conexiones y plantearse hipótesis próximas a la verdad. Debido a una serie de circunstancias concretas, Ayla había llegado a ciertas conclusiones, aunque para ello había tenido que vencer el fuerte impulso de creer en lo mismo que los demás y dejarse guiar por sus propias observaciones y razonamientos.

Incluso antes de hablar con Ayla, La Que Era la Primera sospechaba ya la verdadera causa de la concepción. La convicción de Ayla, así como sus explicaciones, era el último dato que necesitaba para estar segura, y pensaba desde hacía ya un tiempo que todos, las mujeres en particular, debían saber cómo se iniciaba una nueva vida.

El conocimiento era poder. Si una mujer sabía cuál era la causa de que un bebé empezara a crecer dentro de ella, podía adquirir control sobre su propia vida. Tendría elección, en lugar de simplemente descubrir que estaba embarazada, quisiera o no un hijo, fuera o no el momento oportuno para ella, se encontrara o no físicamente en condiciones, o tuviera o no suficientes hijos. Si la causa de un embarazo era el contacto con un hombre, no algo externo y que escapase al control de la mujer, esta podía decidir no tener un hijo negándose a compartir los placeres con un hombre. Naturalmente, no siempre sería fácil para una mujer decidir algo así, y la Zelandoni no sabía bien cómo reaccionarían los hombres.

Aunque casi con toda seguridad se producirían repercusiones desconocidas, tenía otra razón para desear que su gente supiera que los hijos eran el resultado de la unión entre un hombre y una mujer, siendo esta la razón más importante: era la verdad. Y los hombres también necesitaban saberlo. Durante demasiado tiempo se había considerado que el papel de los hombres en el proceso de procreación era accesorio. Era una cuestión de justicia elemental que los hombres supieran que desempeñaban una función esencial en la creación de la vida.

Y la Zelandoni creía que la gente ya estaba preparada para eso, más que preparada. Ayla ya había explicado a Jondalar su punto de vista al respecto, y él estaba casi convencido. Es más, quería creerlo. Era el momento idóneo. Si la propia Zelandoni lo había adivinado y si Ayla había sido capaz de deducirlo, los demás también podían aceptarlo. La Primera confiaba en que las consecuencias de la revelación no fueran excesivamente devastadoras, pero si los zelandonia no lo comunicaban de inmediato, tarde o temprano otra persona lo descubriría.

En cuanto oyó a Ayla recitar la nueva estrofa del Canto a la Madre, la Zelandoni supo que había que dar a conocer la verdad cuanto antes. Pero, para que fuera aceptada, no debía divulgarse informalmente o de cualquier manera. Necesitaba causar un gran impacto. La Que Era la Primera era lo bastante inteligente para saber que casi todo lo que sucedía a los acólitos durante su «llamada» para servir a la Madre era producto de su propia mente. Algunos zelandonia de cierta edad veían ya con cinismo el proceso en general, pero el hecho era que siempre sucedía algo inexplicable fruto de fuerzas desconocidas o invisibles.

Esa era la prueba de la autenticidad de una llamada, y cuando Ayla contó su experiencia en la cueva, la Primera supo que nunca había oído relatar una llamada más genuina que esa, en particular por los últimos versos del Canto a la Madre. Pese a que Ayla poseía unas aptitudes lingüísticas y una retentiva asombrosas, y se había convertido en una narradora de relatos y leyendas hábil y cautivadora, nunca había manifestado la capacidad de componer versos, y según sus propias palabras, la estrofa había resonado en su cabeza, la había oído íntegramente. Si lo explicaba a los demás con la misma convicción, sería muy persuasiva.

Cuando la Primera consideró que todo estaba en marcha y ya no podía detenerse, anunció:

—Ya es tarde. Ha sido una reunión muy larga. Creo que debemos irnos y vernos otra vez mañana por la mañana.

—Le he prometido a Jonayla que hoy iría a montar con ella —explicaba Ayla—, pero la reunión se ha alargado mucho.

«No me extraña», pensó Proleva al ver las marcas negras en la frente de Ayla, pero se abstuvo de hacer comentarios al respecto y dijo:

—Jondalar la ha oído cuando ella me decía que tenía que salir a montar contigo y se preguntaba dónde te habías metido y por qué tardabas tanto. Dalanar ha intentado explicarle que estabas en una reunión muy importante, y que nadie sabía cuánto se alargaría, y entonces Jondalar se ha ofrecido a llevarla.

—Me alegro —dijo Ayla—. Me sabe mal decepcionarla. ¿Hace mucho que se han ido?

—Llevan casi toda la tarde fuera. Supongo que pronto volverán —contestó Proleva—. Dalanar me ha pedido que te recuerde que esta noche te esperan los lanzadonii.

—¡Es verdad! Me ha invitado cuando iba de camino a la reunión. Voy a cambiarme de ropa y a descansar un rato. Parece increíble que una pueda cansarse tanto sólo de estar sentada en una reunión. Cuando llegue Jonayla, ¿podrías decirle que vaya a verme?

—Por supuesto —dijo Proleva, y pensó: «Ha sido mucho más que una simple reunión, seguro»—. ¿Te apetece comer algo? ¿O tal vez tomar una infusión?

—Sí, bueno, sí, pero antes me gustaría asearme un poco. Me encantaría ir a darme un baño… pero quizá sea mejor esperar a más tarde. Me parece que primero iré a ver cómo está Whinney.

—Se la han llevado. Jondalar ha dicho que Whinney querría ir con los otros dos caballos, y no le vendría mal un paseo.

—Ha hecho bien. Whinney también debía de echar de menos a sus hijos.

Proleva observó a Ayla caminar hacia su alojamiento de verano. «Sí se la ve cansada», pensó, «y no es raro después de todo lo que le ha pasado: un aborto, y ahora verse convertida en nuestra Zelandoni… por no hablar ya de la llamada, sea cual sea el verdadero significado de eso».

Proleva había visto ya antes los efectos de acercarse demasiado al mundo de los espíritus. Todos lo habían visto. Como Proleva sabía, cada vez que alguien, por ejemplo, sufría una herida grave o, más aterrador aún, cuando padecía una enfermedad de una virulencia inexplicable, esa persona se acercaba al otro mundo. La idea de que alguien pudiera ponerse en contacto con ese mundo intencionadamente para poder servir a la Madre casi escapaba a su comprensión. La recorrió un ligero escalofrío. Se alegraba de no tener que pasar nunca por una experiencia tan angustiosa. Si bien sabía que algún día todos tendrían que adentrarse en ese espantoso lugar, no sentía el menor deseo de unirse a los zelandonia.

«Además Jondalar y ella tienen problemas», pensó Proleva. «Él ha estado eludiéndola. Se va en dirección contraria nada más verla. Creo conocer la causa. Se siente avergonzado. Ayla lo pilló con Marona, y ahora no se atreve a enfrentarse a ella. Pero no es buen momento para que Jondalar la eluda. Ahora ella necesita la ayuda de todos, en especial la de él.

»Si él no quería que Ayla se enterara de lo de Marona, no debería haber vuelto con ella, por más que ella lo provocara de todas las maneras posibles. Él sabe lo que Ayla piensa de Marona. Podía haber encontrado a cualquier otra mujer, si es que necesitaba una. ¡Como si no pudiera elegir entre todas las mujeres del campamento! Y Marona se lo habría tenido bien merecido. Sus intenciones eran tan evidentes que incluso él tenía que haberse dado cuenta».

Por mucho cariño que Proleva le tuviera, había momentos en que el hermano menor de su compañero la exasperaba.

—¡Madre! ¡Madre! ¿Por fin has vuelto? Proleva me ha avisado que estabas aquí. Has dicho que hoy iríamos a montar, y yo te he esperado y esperado —dijo Jonayla.

El lobo, que entró dando brincos detrás de ella, igual de exaltado, intentaba también captar la atención de Ayla. Esta estrechó a la niña con fuerza; luego cogió al gran carnívoro por la cabeza e hizo ademán de frotarle la cara con la suya, pero, al sentir el escozor de los cortes, se limitó a abrazarlo. Él le olisqueó la herida, pero ella lo apartó. Se acercó a su plato de comida, donde encontró un hueso que le había dejado Proleva, y se lo llevó a su lugar de descanso.

—Lo siento, Jonayla —dijo Ayla—. No sabía que la reunión con los zelandonia se alargaría tanto. Te prometo que iremos otro día, pero es posible que no sea mañana.

—Da igual, madre. Ya sé que los zelandonia siempre se alargan mucho en todo. Se pasaron un día entero enseñándonos canciones y danzas y cosas así, cómo teníamos que colocarnos y qué pasos debíamos dar. Además, al final he podido ir a montar. Me ha llevado Jondy.

—Ya me lo ha dicho Proleva. Me alegro. Sé lo mucho que querías ir —dijo Ayla.

—¿Eso te duele, madre? —preguntó Jonayla, señalándole la frente.

A Ayla le sorprendió un poco que su hija se hubiera fijado.

—No, ahora no. Al principio un poco, pero no demasiado. Esa marca tiene un significado especial…

—Ya lo sé —dijo la niña—. Significa que ya eres una zelandoni.

—Exacto, Jonayla.

—Jondy ha dicho que ya no tendrás que pasar tanto tiempo fuera cuando tengas la marca de zelandoni. ¿Eso es verdad, madre?

Ayla no se había dado cuenta de lo mucho que su hija la había echado de menos, y la invadió una profunda sensación de gratitud al pensar que Jondalar había estado allí para cuidar de ella y explicarle las cosas. Alargó los brazos para abrazar a la niña.

—Sí, es verdad. Ahora tendré que irme a veces, pero no tanto.

Tal vez Jondalar también la echaba de menos, pero ¿por qué había tenido que recurrir a Marona? Él aseguró a Ayla que la quería, incluso después de sorprenderlos ella juntos, pero si eso era verdad, ¿por qué ahora se mantenía alejado?

—¿Por qué lloras, madre? —preguntó la niña—. ¿Seguro que esa marca no te hace daño? Parece dolorosa.

—Es que me alegro mucho de verte, Jonayla —soltó a la niña, pero una sonrisa asomó a sus ojos empañados—. Por cierto, casi me olvidaba: esta noche vamos de visita al campamento de los lanzadonii y comeremos con ellos.

—¿Con Dalanar y Bokovan?

—Sí, y con Echozar y Joplaya, y con Jerika, y con todos los demás.

—¿Vendrá Jondy?

—No lo sé, pero no lo creo. Tenía que ir a otro sitio. —De pronto Ayla se volvió y, al ver el cesto de la ropa de Jonayla, empezó a hurgar en él. No quería que su hija la viera llorar otra vez—. Por la noche refrescará. ¿Quieres ponerte algo de abrigo?

—¿Puedo ponerme la túnica nueva que me hizo Folara?

—Me parece muy buena idea, Jonayla.

Capítulo 35

De lejos, a primera vista, Ayla creyó que era Jondalar quien, cargado con algo, se dirigía hacia ella por el camino principal apisonado que comunicaba los campamentos de varias cavernas amigas. Sintió un nudo en el estómago. La estatura, la forma del cuerpo, la manera de andar… todo ello le resultaba sumamente familiar. Pero en cuanto el hombre se acercó, vio que era Dalanar, con Bokovan en brazos.

Nada más verla, Dalanar reparó en las marcas negras claramente visibles en la sien de Ayla. Esta advirtió la cara de sorpresa de Dalanar, y enseguida sus esfuerzos por no fijar la mirada en su frente. Recordó entonces sus marcas. Como no se las veía, tendía a olvidarlas.

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