Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—Como el momento en que Lumi duerme es el inicio de una luna, eso consta aquí a la derecha, donde decidí volver atrás para marcar la siguiente serie de noches —prosiguió la tercera acólita—. Por aquí caía el primer medio ojo cerrado, que algunos llaman la primera media cara. Entonces crece hasta llenarse. Cuesta saber cuándo se llena del todo exactamente, porque parece llena unos cuantos días, y eso se ve aquí, a la izquierda, donde volví otra vez atrás. Tracé cuatro marcas curvas, dos abajo y dos arriba, y seguí marcando hasta aparecer la segunda media cara, cuando Lumi empieza a cerrar el ojo de nuevo, y fíjate en que la señal está justo encima de la de la primera media cara.
»Seguí marcando hasta que volvió a cerrar el ojo; ¿lo ves, aquí a la derecha, donde la curva es hacia abajo? Toda la serie completa, y el primer cambio de dirección a la derecha. Cógela tú y a ver si consigues entenderlo. Siempre hago el cambio de dirección cuando la cara está llena, hacia la derecha, o cuando está dormida, hacia la izquierda. Verás que puedes contar dos lunas, más otra media luna. Paré en la primera media cara, después de la segunda luna. Esperaba a que Bali estuviera a la misma altura. Era el momento en que el sol alcanza su posición más meridional y se queda allí durante unos días; luego cambia de dirección y vuelve a desplazarse hacia el norte. Ese es el final del primer invierno y el principio del segundo invierno, cuando hace más frío, pero contiene la promesa del regreso de Bali.
—Gracias —dijo Ayla—. ¡Es fascinante! ¿Lo has deducido todo tú sola?
—No exactamente. Otros zelandonia me enseñaron su manera de marcar, pero vi una placa bastante antigua en la Decimocuarta Caverna. No estaba marcada de la misma manera, y de ahí saqué la idea cuando me tocó a mí marcar las lunas.
—Es una idea excelente —dijo la Primera.
Estaba todo muy oscuro cuando se disponían a regresar al lugar asignado para dormir. Ayla llevaba en brazos a Jonayla, que dormía profundamente envuelta en su manta de acarreo, así que Jondalar y la Primera pidieron una antorcha para alumbrar el camino.
Mientras se dirigían al refugio de los visitantes, pasaron frente a algunos de los otros refugios que habían visto antes. Cuando Ayla llegó a aquel donde antes se había sentido tan incómoda, volvió a estremecerse y apretó el paso.
—¿Qué te pasa? —preguntó Jondalar.
—No lo sé —contestó Ayla—. Me he sentido rara todo el día. Seguro que no es nada.
Cuando llegaron a su refugio, los caballos se paseaban por delante en lugar de quedarse en el amplio espacio que ella les había preparado en el interior.
—¿Por qué están aquí fuera? Los caballos se han estado comportando de una manera extraña todo el día. Quizá sea eso lo que me inquieta —comentó Ayla. Cuando entraron en el refugio camino de la tienda, Lobo vaciló. Por fin se sentó y se negó a entrar—. ¿Y ahora qué le pasa a Lobo?
—¿Por qué no llevamos a los caballos a correr esta mañana? —propuso Ayla en un susurro al hombre que yacía junto a ella—. Ayer se los notaba nerviosos y tensos. Yo también lo estoy. Cuando tiran de la angarilla no pueden correr libremente. Es un trabajo arduo, pero no la clase de ejercicio que a ellos les gusta.
Jondalar sonrió.
—Buena idea. Tampoco yo hago la clase de ejercicio que más me gusta. ¿Y qué hacemos con Jonayla?
—Quizá Hollida quiera ocuparse de ella, sobre todo si la Zelandoni las vigila —sugirió Ayla.
Jondalar se incorporó.
—¿Dónde se ha metido la Zelandoni? No está aquí.
—La he oído levantarse temprano. Creo que ha ido a hablar con el Quinto —contestó Ayla—. Si dejamos a Jonayla, quizá debiéramos dejar también a Lobo, aunque no sé qué piensa de él la gente de esta caverna. Anoche, mientras comíamos, me pareció notarlos un poco inquietos en su presencia. Esto no es la Novena Caverna… Mejor llevémonos a Jonayla. Puedo cargar con ella en la manta de acarreo. Le gusta cabalgar.
Jondalar apartó las pieles de dormir y se puso en pie. Ayla se levantó también, y mientras se iba a orinar, dejó allí a la pequeña, que había dormido a su lado, para que se despertara.
—Anoche llovió —anunció Ayla al volver.
—¿No te alegras de haber dormido dentro, en la tienda y a cubierto? —preguntó Jondalar.
Ayla no contestó. No había dormido bien. No acababa de sentirse cómoda, pero era verdad que no se habían mojado y la tienda se había aireado.
Jonayla se había vuelto boca abajo y pataleaba con la cabeza en alto. Además, se había desprendido de los pañales y el relleno absorbente que contenían. Ayla recogió el desagradable material y lo tiró al cesto de noche, enrolló el pañal, un cuero reblandecido y húmedo, y luego cogió a la niña y se encaminó hacia el río para limpiar el pañal, a la pequeña y a sí misma. Se lavó primero ella y después lavó a Jonayla en la corriente de agua, procedimiento al que la niña ya estaba acostumbrada, y ni siquiera alborotaba pese al frío. Ayla colgó el pañal de un matorral cercano a la orilla; luego se vistió y buscó un sitio cómodo para sentarse frente al refugio de piedra y amamantar a la niña.
Mientras tanto, Jondalar había encontrado a los caballos valle arriba, no muy lejos, los había llevado al refugio y estaba colocando mantas de montar en los lomos de Whinney y Corredor. A sugerencia de Ayla, también prendió dos canastos en equilibrio a la grupa de la yegua, pero tuvo algún que otro problema cuando Gris acercó el hocico a su madre con la intención de mamar. Más o menos en el momento en que se disponían a ir a lo que Ayla consideraba el refugio principal en aquella caverna de múltiples refugios, regresó Lobo. Supuso que había ido a cazar, pero apareció tan repentinamente que sobresaltó a Whinney, cosa que a su vez sorprendió a Ayla. Por lo general, Whinney era una yegua tranquila, y el lobo no solía alarmarla; era Corredor el más excitable, pero los tres caballos parecían nerviosos, incluida la potranca. Y también Lobo, pensó Ayla cuando el animal se apretó contra ella, como si buscara su atención. Ella misma se sentía extraña. Algo parecía fuera de lugar, anormal. Miró el cielo para ver si amenazaba tormenta; una capa de nubes altas y blancas dejaba a la vista vetas azules reveladoras. Probablemente todos necesitaban una buena carrera.
Jondalar puso los cabestros a Corredor y Gris. También había hecho uno para Whinney, pero Ayla lo utilizaba sólo en ocasiones especiales. Incluso antes de tomar conciencia de que estaba adiestrando a Whinney, había enseñado ya a la yegua a seguirla, y en realidad aún no lo veía como un adiestramiento. Cuando mostraba a Whinney lo que debía hacer, y repetía la instrucción muchas veces hasta que ella lo entendía, la yegua obedecía por voluntad propia. Iza había empleado un método parecido para inducir a Ayla a recordar las distintas plantas y hierbas, así como sus usos, mediante la repetición y la memorización.
Cuando ya lo tenían todo preparado, se dirigieron al refugio del Zelandoni de la Quinta Caverna, y una vez más, ante la procesión de hombre, mujer, niña, lobo y caballos, la gente interrumpía lo que tenía entre manos y los contemplaba, impulsada a incurrir en la descortesía de mirar abiertamente. Tanto el Quinto como La Que Era la Primera salieron del refugio.
—Venid a compartir la comida de la mañana con nosotros —invitó el hombre.
—Los caballos están nerviosos y hemos decidido sacarlos a hacer un poco de ejercicio para que se desahoguen y tranquilicen —respondió Jondalar.
—Llegamos ayer —observó la Primera—. ¿No hacen suficiente ejercicio viajando?
—Cuando viajamos y acarrean carga, no trotan ni galopan —explicó Ayla—. A veces necesitan estirar las patas.
—Bueno, al menos quedaos a tomar una infusión, y prepararemos comida para que os llevéis —propuso el Zelandoni de la Quinta.
Ayla y Jondalar se miraron y comprendieron que si bien habrían preferido marcharse sin más, la Quinta Caverna podía ofenderse, y eso no estaría bien. Expresaron su conformidad con un gesto de asentimiento.
—Gracias, eso haremos —dijo Jondalar, llevándose la mano a la bolsa prendida de la correa de la cintura para sacar su vaso. Ayla también cogió el suyo y se lo entregó a la mujer que servía la bebida caliente junto a la fogata. Esta llenó los recipientes y se los devolvió. En lugar de ponerse a pastar mientras esperaban, los caballos permanecieron claramente inquietos, demostrando su malestar. Whinney bailoteaba sin moverse del sitio, resoplando sonoramente al tiempo que asomaban arrugas encima de sus ojos. Gris empezaba a imitar los síntomas de nerviosismo de su madre, y Corredor caminaba de lado con el cuello muy erguido. Ayla intentó tranquilizar a la yegua acariciándole el cuello, y Jondalar tenía que tirar de la cuerda del cabestro para retener al corcel.
Ayla lanzó una mirada hacia el otro lado del río que dividía el valle y vio correr y chillar a unos niños por la orilla en una especie de juego que a ella se le antojó más desenfrenado de lo habitual, incluso para chiquillos exaltados. Los vio entrar y salir como flechas de los refugios, y de pronto tuvo la sensación de que eso era peligroso, aunque no sabía en qué residía el peligro. Justo cuando se disponía a hablar a Jondalar y decirle que debían marcharse ya, unas cuantas personas les trajeron paquetes de comida envueltos en cuero. La pareja dio las gracias a todos mientras guardaba los recipientes de cuero tensado en los canastos sujetos a Whinney; luego, con la ayuda de unas piedras cercanas, montaron y abandonaron el valle.
En cuanto llegaron a un campo abierto, dejaron de refrenar a los caballos para que corriesen. Ayla experimentó una sensación de euforia y se le pasó un poco el nerviosismo, sin llegar a desaparecer del todo. Finalmente los caballos se cansaron y aminoraron la marcha. Jondalar reparó en una arboleda a lo lejos y condujo a Corredor hacia allí. Ayla vio hacia dónde se dirigía y lo siguió. La potranca, que ya podía correr tan rápido como su madre, iba detrás. Los caballos jóvenes aprendían a correr pronto; no les quedaba más remedio si querían sobrevivir. El lobo se mantuvo a la par de ellas; también él disfrutaba de una buena carrera.
Cuando se acercaron a los árboles, vieron una pequeña charca, obviamente alimentada por un manantial, ya que el agua se desbordaba por un lado formando un riachuelo que atravesaba el campo. Pero al acercarse a la charca, Whinney paró en seco, casi derribando a Ayla. Esta rodeó con el brazo a su hija, a la que llevaba sentada delante de ella, y se apresuró a desmontar. Advirtió que también Jondalar tenía problemas con Corredor. El corcel, encabritado, relinchó sonoramente, y el jinete resbaló hacia atrás y se apeó de inmediato. No llegó a caerse, pero le costó mantener el equilibrio.
Ayla percibió un estruendoso retumbo, sintiéndolo y oyéndolo a la vez, y tomó conciencia de que sonaba ya desde hacía un rato. Miró al frente y vio elevarse el agua de la charca a modo de surtidor, como si alguien hubiera apretujado el manantial y lanzado un chorro de líquido hacia el aire. Sólo entonces notó que la tierra se movía.
Ayla supo qué era: ya antes había sentido la tierra moverse bajo sus pies. Por efecto del pánico notó en la garganta unas repentinas náuseas. La tierra no debía moverse. Le costó mantenerse en pie. Horrorizada, sujetó con fuerza a su niña, temiendo dar un solo paso. Vio que la hierba del campo, alta hasta las rodillas, iniciaba una trémula y anómala danza mientras la tierra gemebunda se agitaba de manera antinatural al son de una música inaudible producida muy dentro de ella. Al frente, la pequeña arboleda próxima al manantial amplificó el movimiento de la tierra. El agua se elevó y cayó de nuevo, se arremolinó en la orilla, removió el lodo del lecho y escupió bocanadas de barro. Ayla percibió el olor de la tierra pura; de pronto, con un chasquido, un abeto cedió y empezó a inclinarse lentamente, desgajándose del suelo y dejando a la vista la mitad de las raíces.
El temblor pareció alargarse eternamente. Ayla rememoró otras situaciones semejantes y las pérdidas ocasionadas por la tierra quejumbrosa y en movimiento. Cerró los ojos con fuerza, estremeciéndose, y sollozó de dolor y miedo. Jonayla también empezó a llorar. De repente Ayla sintió una mano en el hombro, unos brazos en torno a ella y la niña, que les ofrecían solaz y consuelo. Se apoyó en el cálido pecho del hombre a quien amaba, y la pequeña se tranquilizó. Poco a poco se dio cuenta de que el temblor había acabado y la tierra ya no se sacudía, y notó disminuir la tensión dentro de ella.
—¡Jondalar, ha sido un terremoto! —exclamó—. ¡Odio los terremotos!
Se estremeció entre sus brazos. Aunque se abstuvo de decirlo —porque expresar los pensamientos en voz alta podía dotarlos de poder—, pensó que los terremotos eran el mal: parecía que siempre sucedían cosas horrendas cuando temblaba la tierra.
—A mí tampoco me gustan —dijo él, estrechando a su pequeña y frágil familia.
Ayla miró alrededor y se fijó en el abeto caído cerca del manantial. La asaltó un inesperado recuerdo de una escena del pasado, acompañado de un escalofrío.
—¿Qué te pasa? —preguntó Jondalar.
—Ese árbol —contestó ella.
Él dirigió la vista hacia donde ella miraba y vio el árbol junto al manantial, derribado y con las raíces al aire.
—Recuerdo haber visto muchos árboles caídos e inclinados así, y algunos en tierra o a través de un río. Debió de ser cuando era muy pequeña —dijo, vacilante—, antes de vivir con el clan. Creo que fue cuando perdí a mi madre, y a mi familia, y todo. Iza dijo que yo ya andaba y hablaba, así que debía de tener cinco años cuando ella me encontró.
Después de contarle su recuerdo, Jondalar la abrazó hasta que volvió a relajarse. Si bien fue un relato breve, él comprendió mejor el terror que ella sintió de niña cuando un terremoto asoló el mundo que la rodeaba, y la vida tal y como ella la conocía llegó abruptamente a su fin.
—¿Crees que se repetirá? ¿El terremoto? A veces cuando la tierra se mueve así, no se reasienta de inmediato, y vuelve a temblar —dijo Ayla cuando por fin se desprendieron el uno del otro.
—No lo sé —contestó él—. Pero quizá debiéramos regresar a Valle Viejo y asegurarnos de que todos están bien.
—¡Claro! He pasado tanto miedo que no he pensado en los demás. Espero que todo el mundo esté a salvo. ¡Y los caballos! ¿Dónde están los caballos? —exclamó Ayla, mirando alrededor—. ¿Están bien?
—Aparte de llevarse el mismo susto que nosotros, están perfectamente. Corredor se ha encabritado, y yo he resbalado pero he conseguido no caerme. Luego ha empezado a correr en amplios círculos. Por lo que yo he visto, Whinney no se ha movido y Gris se ha quedado a su lado. Creo que debe de haberse marchado al galope cuando el terremoto ha parado.