Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Ayla procuró disimular: ella no era quién para decirlo, pero le pareció que podía resultar incómodo, quizá incluso doloroso, usar un objeto duro labrado en lugar del cálido miembro viril de un hombre afectuoso, pero, claro, ella estaba habituada a la ternura de Jondalar. Lo miró.
Él advirtió su mirada, así como la expresión facial que intentaba ocultar, y le sonrió para tranquilizarla. Se preguntó si el Quinto se inventaba esa historia porque en realidad ignoraba el significado de la talla. Jondalar estaba seguro de que en algún momento del pasado aquello había tenido un valor simbólico, referente quizá a algo relacionado con una Festividad de la Madre, ya que se trataba de un órgano masculino erecto, pero su significación exacta seguramente se había olvidado.
—Podemos cruzar el río y visitar nuestros otros lugares sagrados. Algunos de los nuestros viven en ellos. Creo que os pueden resultar interesantes —dijo el Zelandoni de la Quinta Caverna.
Se dirigieron hacia el pequeño río que dividía el valle y luego aguas arriba, en dirección al vado que habían cruzado antes. Dos sólidas piedras plantadas en medio del cauce permitían atravesarlo. Pasaron por encima de ellas y volvieron corriente abajo hacia el sitio en el que se habían instalado. En ese lado del río había varios refugios enclavados en la pendiente del valle y más arriba se alzaba un promontorio que dominaba toda la región y servía como atalaya. Se encaminaron hacia uno situado a unos doscientos metros de la desembocadura del pequeño río nacido de un manantial en el Río.
Cuando se hallaron bajo el saliente de piedra del refugio, captó de inmediato su atención un friso compuesto por cinco animales: dos caballos y tres bisontes, todos mirando a la derecha. La tercera figura era un bisonte de casi un metro de largo, profundamente cincelado en la pared de piedra. Su voluminoso cuerpo aparecía tallado en un relieve tan marcado que casi era una escultura. Se había empleado una coloración negra para realzar el contorno. Otros varios grabados cubrían las paredes: cúpulas, líneas y animales, en su mayoría grabados en menor relieve.
Les presentaron a varias personas que, muy orgullosas, los observaban de cerca. Sin duda les complacía mostrar su asombroso hogar, y Ayla lo comprendía. Era ciertamente impresionante. Después de examinar con atención los grabados, Ayla se fijó en el resto del refugio. Era obvio que allí vivía bastante gente, aunque en ese momento eran pocos los que estaban. Igual que los demás zelandonii, los habitantes de esa caverna viajaban en verano: iban de visita, cazaban, recolectaban alimentos y reunían diversos materiales que después utilizaban para confeccionar objetos.
Ayla reparó en un espacio que, a juzgar por los residuos esparcidos en el suelo, había abandonado recientemente alguien que trabajaba el marfil. Mirando con mayor detenimiento, vio piezas en diferentes fases de producción. Mediante un proceso de rebajado, repetido una y otra vez, habían separado porciones en forma de varilla, y quedaban allí unas cuantas varillas apiladas. Un par estaban divididas en dos secciones, que después se labrarían para obtener dos segmentos redondos unidos entre sí. La pieza plana situada en medio se perforaba justo por encima de las dos partes redondas, luego se rebajaba y se cortaba para crear dos cuentas, que finalmente debían pulirse para darles su forma definitiva, la de una especie de canastilla redonda.
Un hombre y una mujer, ambos de mediana edad, se aproximaron y se detuvieron junto a Ayla cuando ella se agachó para mirar de cerca, sin pasársele siquiera por la cabeza la idea de tocar aquellos objetos.
—Estas cuentas son extraordinarias. ¿Las habéis hecho vosotros? —preguntó Ayla.
Los dos sonrieron.
—Sí, mi oficio consiste en hacer cuentas —dijeron al unísono, y a continuación se rieron al percatarse de que sus voces se habían superpuesto.
Ayla quiso saber cuánto se tardaba en hacer las cuentas, y le contestaron que, con suerte, una persona podía confeccionar cinco o seis desde el amanecer hasta que el sol alcanzaba su cenit y paraban para la comida del mediodía. Un número de cuentas suficiente para un collar, según la longitud de este, requería desde varios días hasta una luna o dos. Poseían un gran valor.
—Parece un oficio difícil. Sólo ver las distintas fases me permite valorar aún más mi conjunto matrimonial. Lleva cosidas muchas cuentas de marfil —explicó Ayla.
—¡Ya lo vimos! —exclamó la mujer—. Era precioso. Fuimos a verlo después, cuando Marthona lo expuso. Las cuentas de marfil estaban elaboradas con gran destreza, aunque se había empleado un proceso un tanto distinto, creo. Parecía que el orificio traspasaba toda la cuenta, quizá perforando desde ambos lados. Eso es dificilísimo. ¿Dónde lo conseguiste, si no es indiscreción?
—Fui mamutoi… un pueblo que vive al este, lejos de aquí… y me lo regaló la compañera del jefe. Se llamaba Nezzie, y era del Campamento del León. Eso fue, claro, cuando pensaba que yo iba a emparejarme con el hijo de la compañera de su hermano. Cuando cambié de opinión y decidí marcharme con Jondalar, me dijo que me lo quedara para mi emparejamiento con él. También a Jondalar le tenía mucho cariño —explicó Ayla.
—Debía de teneros mucho cariño a los dos, a él y a ti —comentó el hombre, pensando, aunque no lo dijera, que el conjunto, además de hermoso, poseía un gran valor. Entregarle algo tan valioso a una persona que se lo iba a llevar significaba que sentía un gran afecto por ella. Eso le permitió entender mejor el estatus otorgado a la forastera, a pesar de no ser zelandonii de nacimiento, como ponía de manifiesto su habla.
—Desde luego es uno de los conjuntos más asombrosos que he visto jamás.
El Zelandoni de la Quinta Caverna añadió:
—También confeccionan cuentas y collares con conchas, tanto de las Grandes Aguas del Oeste como del Mar del Sur, y tallan colgantes de marfil y perforan dientes. A la gente le gusta llevar sobre todo dientes de zorro y esos colmillos brillantes tan especiales del ciervo. Incluso personas de otras cavernas solicitan sus piezas.
—Yo me crie cerca del mar, muy al este —explicó Ayla—. Me gustaría ver algunas de vuestras conchas.
La pareja —Ayla no sabía si estaban emparejados o si eran hermanos— sacó las bolsas y los recipientes donde guardaban las conchas y los vaciaron para enseñárselas, deseosos de exhibir sus riquezas. Había cientos de conchas, en su mayoría pequeñas, moluscos esféricos como los bígaros o formas alargadas como los dentalia, que podían coserse a la ropa o ensartarse en collares. Poseían también conchas de vieira, pero en su mayor parte las conchas provenían de criaturas no comestibles, de lo que se desprendía que habían sido recogidas únicamente por su valor ornamental, no como alimento, y en un lugar muy lejano. Habían viajado ellos mismos a las orillas de los dos mares o las habían trocado con gente procedente de allí. La cantidad de tiempo invertido en la adquisición de objetos destinados exclusivamente al ornamento implicaba que los zelandonii, como sociedad, no vivían en los límites de la supervivencia; conocían la abundancia. Para las costumbres y prácticas de sus tiempos, eran ricos.
Jondalar y la Primera se acercaron a ver qué le enseñaban a Ayla. Aunque ambos conocían el prestigio de la Quinta Caverna, debido en parte a su maestría como joyeros, ver tantas piezas al mismo tiempo resultaba casi abrumador. No pudieron evitar hacer comparaciones mentalmente con la Novena Caverna, pero cuando se detuvieron a pensarlo, comprendieron que su caverna era igual de rica, si bien de una manera un poco distinta. En realidad, lo eran casi todas las cavernas de los zelandonii.
El Zelandoni de la Quinta Caverna los llevó a otro refugio cercano, y también ese estaba bien decorado, sobre todo con grabados de caballos, bisontes, ciervos, e incluso algún mamut parcial, realzados a menudo con pintura de ocre rojo y de manganeso negro. La cornamenta de un ciervo, por ejemplo, aparecía perfilada en negro, en tanto que había un bisonte pintado casi íntegramente de rojo. De nuevo los presentaron a las personas que estaban allí. Ayla advirtió que los niños que antes rondaban por su refugio, a ese mismo lado del pequeño río, se habían congregado alrededor otra vez; reconoció a varios.
De pronto Ayla sintió un mareo y náuseas, y la asaltó una apremiante necesidad de salir del refugio. No podía explicar su intenso deseo de marcharse, pero tenía que salir de allí.
—Tengo sed, quiero un poco de agua —anunció, y se dirigió rápidamente hacia el río.
—No es necesario que salgas —dijo la mujer, siguiéndola—. Aquí dentro hay un manantial.
—En cualquier caso tenemos que marcharnos todos. El banquete debe de estar listo, y yo me muero de hambre —señaló el Zelandoni de la Quinta Caverna—. Y seguro que vosotros también.
Volvieron al refugio principal, o a lo que Ayla consideraba ya el refugio principal, y lo encontraron todo preparado para el banquete, en espera de su llegada. Aunque había apilados platos de más para los visitantes, Ayla y Jondalar sacaron de las bolsas sus propios vasos, cuencos y cuchillos. También la Primera llevaba los suyos. Ayla extrajo el cuenco de agua de Lobo, que le servía asimismo como plato para comer cuando era necesario, y pensó que pronto debería confeccionar los de Jonayla. Aunque tenía previsto amamantarla hasta que contara al menos tres años, le daría a probar la comida mucho antes.
Alguien había cazado recientemente un uro; una pierna asada, volteada sobre las brasas mediante un espetón, era el plato principal. Últimamente sólo veían ese bóvido salvaje en verano, pero era uno de los platos preferidos de Ayla. Tenía un sabor parecido al del bisonte, sólo que más intenso, y de hecho eran animales similares, con cuernos curvos, redondos y duros, puntiagudos y permanentes; a diferencia del ciervo, no los mudaban cada año.
También había verduras de verano: tallos de cicerbita, bledo rojo cocido, fárfara y hojas de ortiga sazonadas con acedera; pétalos de prímula y rosa silvestre en una ensalada de hojas de diente de león y trébol. Fragantes flores de reina de los prados daban un dulzor melifluo a una salsa de manzanas y ruibarbo servida con la carne. Una mezcla de bayas de verano, que no requería endulzantes. Tenían asimismo frambuesas, una variedad de moras de maduración temprana, cerezas, grosellas negras, bayas de saúco, y endrinas, aunque en este caso retirar las pequeñas pepitas requería mucho tiempo. Una infusión de hojas de rosa ponía el colofón al delicioso ágape.
Cuando Ayla sacó el cuenco de Lobo y le dio el hueso que había elegido, aún con un poco de carne, una de las mujeres miró al lobo con desaprobación, y Ayla la oyó decir a otra mujer que no le parecía bien dar de comer a un lobo alimentos destinados a las personas. La otra mujer asintió con la cabeza, pero Ayla había observado que un rato antes las dos miraban al cazador cuadrúpedo con inquietud. Hubiera deseado presentarles a Lobo para aplacar sus temores, pero las dos eludieron adrede a Ayla y al devorador de carne.
Después de la comida, se añadió leña al fuego para proporcionar una luz más intensa ante la envolvente oscuridad. Ayla daba de mamar a Jonayla, con Lobo a sus pies, y tomaba una infusión caliente en compañía de Jondalar, la Primera y el Zelandoni de la Quinta. Se acercó un grupo, incluido Madroman, aunque este se quedó en segundo plano. Ayla reconoció a los demás, y dedujo que eran los acólitos del Quinto, quienes probablemente deseaban pasar un rato con La Que Era la Primera.
—He acabado de marcar los soles y las lunas —anunció una joven. Abrió la mano y mostró una pequeña placa de marfil llena de marcas extrañas.
El Quinto la cogió y la examinó detenidamente, dándole la vuelta para ver el dorso e incluso comprobando los bordes; por fin sonrió.
—Esto es alrededor de medio año —dijo, y se lo entregó a la Primera—. Es mi tercera acólita, y empezó a anotar las marcas el año pasado por estas fechas. La placa correspondiente a la primera mitad está guardada.
La mujer corpulenta examinó la pieza con la misma atención que el Zelandoni de la Quinta, pero no tanto tiempo.
—Es un método interesante para anotar las marcas —observó—. Señalas los cambios mediante la posición y los cuartos con marcas curvas, para dos de las lunas anotadas. Las demás están en el borde y en el dorso. Muy bien.
La joven desplegó una radiante sonrisa al oír los elogios de la Primera.
—Tal vez puedas explicar lo que has hecho a mi acólita. Marcar los soles y las lunas es una tarea aún pendiente para ella —dijo la Primera.
—Pensaba que ya lo habría hecho. He oído que es famosa por sus conocimientos medicinales, y que está emparejada. No conozco a muchos acólitos emparejados y con hijos, ni siquiera a muchos zelandonia —comentó la tercera acólita del Zelandoni de la Quinta Caverna.
—La formación de Ayla ha sido poco convencional. Como sabes, no es zelandonii de nacimiento, así que no ha adquirido sus conocimientos en el mismo orden que nosotros. Es una curandera excepcional, porque empezó a formarse desde muy joven, pero acaba de iniciar su Gira de la Donier y todavía no ha aprendido a marcar los soles y las lunas —explicó la Zelandoni Que Era la Primera.
—Estaré encantada de enseñarle cómo los marqué —dijo la tercera acólita del Quinto, y se sentó al lado de Ayla.
Ayla estaba más que interesada. Era la primera vez que oía hablar de las marcas del sol y la luna, e ignoraba que fuese otra de las tareas que debía completar como parte de su adiestramiento. Se preguntó qué otras cosas tendría que hacer que aún desconocía.
—Verás, trazaba una marca cada noche —explicó la joven, enseñando las marcas que había grabado en el marfil con una herramienta puntiaguda de pedernal—. Ya marqué la primera mitad del año en otra pieza, así que ya me había hecho una idea de cómo llevar un recuento no sólo de días. Empecé con esto justo antes de la luna llena, e intentaba mostrar dónde estaba la luna en el cielo, así que empecé por aquí. —Indicó una marca situada en medio de lo que parecían señales al azar—. Las siguientes noches nevó. Fue una gran nevada y tapó la luna y las estrellas, pero de todos modos no habría podido ver la luna. Eran las noches en que Lumi cerraba su gran ojo. La siguiente vez que la vi, era un fino cuarto creciente, que despertaba de nuevo, así que tracé una señal curva aquí.
Ayla miró el punto señalado por la joven y se sorprendió al ver que lo que al principio parecía un agujero practicado con una punta afilada era en realidad una pequeña línea curva. Miró más detenidamente el grupo de marcas y de pronto ya no le parecieron tan al azar. Daba la impresión de que se regían por una pauta, y se interesó cada vez más en las explicaciones de la joven.