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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (54 page)

BOOK: La tierra en llamas
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—¡Por Alfredo! —gritaban, para añadir—: ¡Por Eduardo!

Steapa, que valía por tres, con su formidable fuerza y su extraordinario manejo de la espada liquidaba a cuantos daneses se le ponían por delante. Y le llegaban refuerzos. Más y más hombres saltaban desde la muralla y formaban un muro de escudos por la parte de dentro del portalón cerrado. Los escudos de Osferth y Eduardo se solapaban. El padre Coenwulf, decidido a no perder de vista al Heredero, también había saltado; se dio media vuelta y retiró la tranca que cerraba el portón. Tardó un rato en abrirlo, porque los hombres de Pyrlig seguían descargando hachazos contra los enormes tablones, hasta que oyeron las voces de Coenwulf pidiéndoles que pararan. Se abrieron las puertas, pues, y al sol de la mañana, rodeados de humo y de enjambres de abejas que revoloteaban, llevamos la muerte a Beamfleot.

El asalto había pillado por sorpresa a los daneses, que habían confiado en que los hombres de Steapa se retirarían al amanecer, en el preciso instante en que iniciábamos el ataque, pero ni aquel contratiempo había disminuido su capacidad de respuesta ni tampoco nos había procurado una ventaja decisiva. Se habían sobrepuesto con celeridad, habían defendido la muralla con tesón y, de no haber recurrido a las abejas, es probable que nos hubieran derrotado. Cuando un enjambre de abejas enfurecidas se abalanza sobre un hombre, éste no está en las mejores condiciones de combatir, y eso fue lo que nos permitió llegar a las almenas; por si fuera poco, una vez abiertas las puertas, los sajones cruzaban el foso y, sin dudarlo, se llegaban al fuerte. Al ver la que se les venía encima, los daneses emprendieron la retirada.

Pasa muchas veces: en más de una ocasión he visto a hombres que luchan como titanes, dejando un reguero de viudas y huérfanos a su paso, ofreciendo a los poetas la oportunidad de acuñar nuevos vocablos para describir sus hazañas, que, de forma inesperada, se vienen abajo, cuando la bravura deja paso al terror. Eso fue lo que les pasó a los daneses que, de temibles enemigos, se convirtieron en hombres que huían como podían, buscando a la desesperada el modo de escapar.

Sólo tenían dos formas de salir del fortín. Algunos, los menos atinados, se retiraron hacia las construcciones que se agolpaban en el extremo oeste del fuerte; los más, sin embargo, se abalanzaron hacia una puerta situada en la muralla sur que daba a un embarcadero de madera a orillas de la ensenada. Aun con marea baja, la cala era demasiado profunda como para cruzarla a pie, y no había puente ni nada parecido, tan sólo un barco atravesado en mitad del canal sobre el que cayeron en tromba con tal de alcanzar la ribera de Caninga, donde les aguardaban los hombres que no habían tomado parte en la defensa del fortín. Ordené a Steapa que se los quitase de en medio y, al frente de los hombres de la guardia de Alfredo, se dirigió hacia el improvisado puente. A los daneses, no obstante, pocas ganas les quedaban de pelear y huyeron por piernas.

Otros, muy pocos, dejaron atrás las murallas que miraban al sur y al oeste y pensaron en huir cruzando el foso. Pero allí se encontraron con los jinetes a las órdenes de Weohstan, que les procuraron un expeditivo y sangriento final. Más numerosos fueron los daneses que se quedaron en el interior del fuerte, concentrándose en un extremo tras un irregular muro de escudos que se desbarató en cuanto aparecieron las espadas sajonas. Las mujeres y los niños chillaban; los perros aullaban. La mayoría de las mujeres y los niños estaban en Caninga y, a gritos, pedían a sus hombres que regresaran a sus barcos. El barco, el último refugio de todo danés. Cuando las cosas se tuercen, los hombres se hacen a la mar, confiados en que las hilanderas les darán otra oportunidad. Pero la mayoría de los barcos estaban encallados: eran tantos que era imposible amarrarlos en aquel angosto canal. Los hombres que habían llegado a Caninga trataron de escapar de las garras de Steapa, algunos incluso se arrojaron a la ensenada tratando de abordar los barcos que estaban a flote, pero se encontraron con las tropas de Finan, que había permanecido al acecho hasta que los hombres que guardaban el extremo este se olvidaron de todo ante el evidente desastre que se estaba produciendo al otro lado. En ese instante, al frente de soldados sajones, hombres de la guardia del propio Alfredo, cruzó los bancos de arena.

—¡Pobres diablos! —me contaría más tarde—. ¡Sólo tuvieron tiempo de enderezar el costado que miraba al mar! Así que atacamos por el otro lado. Coser y cantar.

Tengo mis dudas. Porque dieciocho de los suyos se fueron a la tumba, y otros treinta resultaron gravemente heridos. Pero se apoderaron del barco. No podían cruzar la ensenada ni bloquear el canal, pero estaban donde yo les había dicho que estuvieran, mientras nosotros tomábamos el fortín.

Sajones vociferantes vengaban el humo que cubría los cielos de Mercia y se llevaban por delante a cualquier danés que les saliese al paso. A gritos, aquellos hombres que trataban de proteger a los suyos aseguraban que se rendían, pero hachas y espadas no atendían a razones. La mayoría de las mujeres y los niños corrieron a refugiarse en la casona, donde guardaban el incalculable botín que allí habían enviado los hombres de Haesten.

Me había hecho a la mar hasta Frisia en busca de un tesoro, y resulta que me lo encontraba en Beamfleot: talegos de cuero rebosantes de monedas, crucifijos de plata, píxides de oro, montones de hierro, lingotes de bronce, pieles apiladas, un verdadero tesoro. Era una casona oscura. Contados rayos de sol se colaban por el hastial que, apoyado en unas astas de toro, miraba al este; la única luz del recinto procedía de la fogata situada en el centro, que iluminaba el botín dispuesto en derredor, bien a la vista, señal inequívoca para todos los moradores de Beamfleot de que Haesten, su señor, les recompensaría de tantos esfuerzos. Aquellos hombres que le habían prestado juramento de lealtad sabían que se harían ricos, y les bastaba con darse una vuelta por la casona para convencerse. Contemplaban aquel espléndido tesoro, y soñaban con nuevos barcos y nuevas tierras. Allí estaban los tesoros de Mercia, no protegidos por un dragón, sino defendidos por Skade en persona.

Que era peor que un dragón enfurecido. Tan sobrecogedora en su locura que me atrevería a decir que, en aquel momento, estaba poseída por las furias. Encaramada en lo alto del tesoro, en pie, sin yelmo, con aquellas greñas enmarañadas y negras, profiriendo improperios, con una capa también negra por encima de los hombros y una cota de malla sobre la que se había colgado cuantas cadenas de oro había podido atropar. Tras ella, en el estrado elevado donde se alzaba una enorme mesa, un montón de mujeres y niños apretujados. Vi a la mujer y a los dos hijos de Haesten, tan asustados de Skade como de nuestra presencia.

Los estridentes aullidos de Skade paralizaron a los míos que, si bien ocupaban la mitad de la estancia, parecían acobardados ante semejante furia. Habían acabado con un buen puñado de daneses que yacían por el suelo cubierto de juncos del recinto, a la sazón empapados en sangre reciente; incapaces de dar un paso adelante, no apartaban los ojos de aquella mujer que los maldecía. Con
Hálito-de-serpiente
chorreando sangre, me abrí paso entre ellos. Al verme, Skade no dudó en apuntarme con la hoja de su espada.

—¡Traidor, perjuro! —me espetó.

Me incliné ante ella, y dije en tono burlón:

—¡Reina de la marisma!

—¿Qué hay de vuestras promesas? —gritó, antes de abrir unos ojos como platos, si bien aquel gesto de sorpresa no tardó en dejar paso a la ira—. ¿Es ella? —me preguntó.

Aunque no me la esperaba, allí estaba Etelfleda. Le había dicho que no se moviese del viejo fuerte, que contemplase la refriega desde lo alto de la colina y aguardase nuestro regreso. Pero, tan pronto como había visto que los nuestros tomaban al asalto las murallas, había insistido en estar a nuestro lado. Los hombres se hicieron a un lado para dejarles paso, a ella y a los cuatro guerreros de Mercia que la acompañaban. Llevaba una sencilla túnica de color azul pálido, con el bajo empapado tras haber cruzado el foso. Se cubría los hombros con una capa; alrededor del cuello, lucía un crucifijo de plata. Parecía una reina. Aunque no llevaba oro encima, aun con la túnica y la capa embarradas, estaba deslumbrante. Skade la observó, volvió los ojos hacia mí y comenzó a aullar como una raposa moribunda. En un santiamén, saltó desde el montón de riquezas amontonadas y, con gesto de odio, apuntó con la espada a Etelfleda.

Me puse delante. Su espada resbaló al chocar con el reborde de hierro de mi escudo astillado y la embestí con el tachón. El pesado escudo se le vino encima con tanta fuerza que soltó la espada y, dando gritos, cayó de espaldas sobre los tesoros allí amontonados. Con los ojos llenos de lágrimas, pero con voz de loca furiosa, aun tendida como estaba, me señaló con el dedo y dijo:

—¡Caiga sobre vos mi maldición! ¡Os maldigo a vos, a vuestros hijos, a vuestra esposa, vuestra vida quedará maldita por siempre como vuestra tumba, igual que el aire que respiréis, los alimentos que toméis, los sueños que tengáis, la tierra que piséis!

—¿Así me maldijisteis a mí? —preguntó alguien, desde uno de los extremos en penumbra de la estancia, algo que se arrastraba y que tiempo atrás había sido un hombre.

Era Harald, el mismo que había tratado de apoderarse de Wessex, aquél que le había prometido que haría de ella la reina de Wessex; el mismo que, gravemente herido en Fearnhamme, había buscado cobijo entre los espinos, defendiéndose de forma tan encarnizada que Alfredo le había pagado con tal de que se marchara. Se había llegado a Beamfleot, buscando la protección de Haesten. Era un hombre quebrantado y lisiado, que había visto cómo su mujer calentaba el lecho de Haesten; un hombre que, en su alma, acumulaba un odio tan grande como el que sentía Skade.

—Me maldijisteis —continuó—, porque no os proporcioné un trono —se acercó a gatas hacia ella, arrastrando sus piernas inválidas, con la única ayuda de sus brazos fuertes. Sus cabellos rubios, antes tan poblados, clareaban, y no eran sino pingajos que caían sobre su rostro contraído por el dolor—. Permitidme que haga de vos una reina —mientras se hacía con un cordón de oro del montón, una preciosa cadena de tres hilos de oro entrelazados, rematados por dos cabezas de oso con ojos de esmeralda—. ¡Seréis como una reina, amor mío! La barba le llegaba a la cintura. Con las mejillas hundidas, la mirada ojerosa, las piernas renqueantes, cubierto con una basta capa de lana, un sencillo jubón y unas polainas, allí estaba Harald el Pelirrojo: el mismo que un día, al frente de cinco mil hombres y dispuesto a arrasar Wessex, había metido a Alfredo el miedo en el cuerpo, se arrastraba por los juncos y le tendía el cordón a Skade, quien, tras mirarlo, emitió un lastimero quejido.

No aceptó la corona que le ofrecía. Él levantó el cordón de oro, se lo colocó en la cabeza y lo dejó caer, ladeado. Skade empezó a llorar. A rastras, Harald se acercó a ella.

—¡Amor mío! —dijo, con voz quebrada por el cariño.

Etelfleda se había situado a mi lado. Sin darse cuenta, me había tomado el brazo con el que sostenía el escudo y se abrazaba a mí.

—¡Tesoro mío! —susurró Harald, acariciándole los cabellos, para añadir—: ¡Tanto como te quise!

—¡Y yo! —replicó Skade, rodeándole con sus brazos; ambos se abrazaron a la luz de la fogata.

Con un hacha en la mano, uno de los que estaban a mi lado dio un paso adelante. Lo detuve. Había visto el movimiento que Harald había hecho con la mano derecha. Sujetaba los cabellos de Skade con la mano izquierda mientras, con la derecha, rebuscaba bajo la capa que llevaba.

—¡Amor mío! —decía, sin dejar de repetirlo una y otra vez, hasta que su mano derecha se movió con rapidez. Los hombres inválidos de piernas compensan su pérdida con la fuerza de sus brazos. La hoja del cuchillo traspasó los eslabones de la cota de malla que llevaba Skade. Se quedó rígida, abrió los ojos con desmesura igual que la boca, que Harald besó, mientras dirigía el puñal hacia arriba, cada vez más arriba, rasgándole la cota de malla con aquel acero que, tras abrirle el vientre, seguía subiendo hacia el pecho, sin apartarse de él mientras la sangre manaba por aquella honda herida, hasta que con un grito postrero, aflojó el abrazo, puso los ojos en blanco y cayó de espaldas.

—¡Acabad lo que habéis empezado! —rezongó Harald, sin mirarme siquiera, mientras trataba de hacerse con la espada que Skade había soltado y que lo llevaría al Valhalla.

En ese instante, recordé cómo había matado a la mujer de Æscengum, a pesar de los gritos de su hija. Con el pie, aparté la espada. Sorprendido, alzó los ojos, y mi cara fue lo último que vio.

Nos quedamos con treinta de los barcos. El resto los quemamos. Tres consiguieron hacerse a la mar, tras dejar atrás a los hombres de Finan arrojándoles las lanzas que habían encontrado amontonadas en el pantoque de uno de los barcos varados que, como baluartes, guardaban la entrada de la ensenada. La guarnición del barco que estaba encallado en Caninga retiró la enorme cadena que bloqueaba la entrada y los tres barcos se hicieron a la mar. El cuarto no tuvo tanta suerte. Ya casi habían dejado atrás a Finan y a los suyos, cuando una certera lanza alcanzó al timonel en el pecho, que se vino al suelo, el remo del timón se quedó fijo y el barco se fue contra la orilla. La nave que venía detrás chocó con él, le abrió un boquete y empezó a hacer aguas, mientras la subida de la marea la arrastraba ensenada arriba.

Atrapar a los supervivientes en aquella maraña de marismas, cañaverales y entrantes que era Caninga nos mantuvo ocupados todo el día. Hicimos cautivos a centenares de mujeres y niños; nuestros hombres eligieron a aquéllos que querían como esclavos. Allí fue donde conocí a Sigunn, una muchacha que no dejaba de temblar a la que descubrí en una zanja. Rubia, pálida y menuda, viuda a sus dieciséis años, porque su marido había muerto en el fuerte. Al verme llegar entre los juncos, se engurruñó.

—¡No, no, no! —no dejaba de repetir.

Le tendí la mano; al cabo de un rato, comprendiendo que el destino no le dispensaba otra salida, me dio la suya y la dejé al cuidado de Shitric.

—Velad por ella —le dije en danés, una lengua que entendía bien—. Mirad que no le pase nada.

Quemamos los fuertes. Yo era partidario de conservarlos y servirnos de ellos como fortalezas para defender Lundene. Pero Eduardo insistió en que la refriega de Beamfleot no había sido sino una incursión más en Anglia Oriental y que apoderarnos de los fuertes supondría una violación del tratado que su padre había suscrito con el rey de aquel territorio. De nada sirvió que le insistiese en que la mitad de los daneses de Anglia Oriental se habían unido a las fuerzas de Haesten. Eduardo no dio su brazo a torcer en cuanto a que había que respetar el acuerdo firmado por su padre. Así que echamos abajo las enormes murallas, apilamos los maderos en el interior y los prendimos fuego. Antes, nos llevamos el tesoro; nos hicieron falta cuatro de los barcos que nos habíamos quedado para cargarlo.

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