La tierra silenciada (22 page)

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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

BOOK: La tierra silenciada
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—Harold murió hace mucho tiempo, papá. Mucho tiempo.

Peter levantó la cabeza de la almohada.

—¡No me digas!

—Hace quince años.

—Dios bendito. Nadie me cuenta nada. Dudo mucho que recuperemos ese dinero.

—Déjalo estar, papá.

Peter arrugó la nariz.

—Me comeré una uva.

—Ya las he lavado, por eso no te preocupes —dijo Jake, y acercó las uvas a su padre.

Peter se reclinó y empezó a comerse las uvas, masticándolas muy despacio, con la mirada fija en el techo. Transcurrieron unos veinte minutos. Por fin Peter preguntó:

—¿Dónde está Charlie? Estoy muy preocupado por él.

—Charlie se ha ido, papá.

—¿Que se ha ido? Pero si estaba aquí hace un momento.

—Escucha, papá. Estás en un hospital.

—¿Cómo?

—En el hospital de Warwick. Estás bajo tratamiento por el cáncer. Te pondrás bien.

—¿Cómo?

—Zoe vendrá mañana conmigo a verte.

—¿Zoe? Zoe es tu mujer.

—Exacto.

Peter se irguió como pudo. Contrajo el rostro al enderezarse a causa del esfuerzo. Luego miró alrededor, como si viera la habitación por primera vez.

—Tengo cáncer.

—Sí, papá. Pero todo va bien.

—Mentiroso.

—Todo va bien. Acabo de hablar con la hermana de la sala. Oye, te he traído un poco de coñac. Del bueno.

—Coñac. Eres un hacha, hijo. Un hacha.

Jake se levantó y sirvió dos chorros de coñac, esta vez generosos, en los vasos de papel. Entregó uno a su padre, que bebió un buen trago. De pronto se abrió la puerta.

Entró briosamente en la habitación una mujer de mediana edad con el pelo a cepillo, blandiendo un sujetapapeles en una mano y pulsando repetidamente el botón de un bolígrafo con la otra. Vestía un ajustado traje negro dividido por un ancho cinturón carmesí. La vivacidad de su cara era tal que exhibía una energía casi caricaturesca.

—¡Buenas! ¡Buenas! ¿Cómo estamos hoy?

—Bien —respondió Jake—. Gracias.

—Estupendo, maravilloso —dijo ella—, porque estamos recogiendo peticiones para la RHW.

—¿Peticiones?

—¿Y tú quién coño eres? —bramó Peter—. ¿Quién coño te ha dejado entrar?

La vivacidad desapareció del rostro de la mujer. Concentró toda su atención en Jake.

—Para la RHW. La Radio del Hospital de Warwick. Estoy recogiendo peticiones y esta noche pondremos las canciones solicitadas.

—¡Mira que eres estúpida, puta de mierda!

—A mi padre le gusta bastante Sinatra, y cosas así —dijo Jake.

—¿Conoces la canción
Tú y yo en una canoa de plomo
? ¿No? Pues yo tampoco, joder. Deberían enterrarte en un ataúd en forma de Y, ¡puta!

—Se llama Peter Bennett y le gustaría oír
Love Is the Tender Trap
.

La mujer lo anotó cuidadosamente.

—Love. Is. The. Tender Trap
. Esa me gusta. Bueno, estupendo, maravilloso. Ya los dejo con lo suyo.

Ahora Peter llevaba puestas las gafas y, sujetándose la montura con los dedos y arrugando la nariz en una mueca de desprecio, miraba a la mujer del cinturón rojo.

—Gracias —dijo Jake—. Le gustará.

Cuando la mujer se fue, Peter susurró:

—No le hagas ni puto caso a esa fulana. Ven, acércate, quiero decirte una cosa. Más cerca.

Jake se inclinó sobre la cama. Peter, con una seña, le indicó que se aproximara aún más. Quería decir algo en voz muy baja. Juntó las yemas del pulgar y el índice.

—Nos hemos quedado sin provisiones. Ya no nos harán ningún otro envío por aire. No. Nuestra única posibilidad es cruzar la montaña.

—Recuerda que…

—Calla y escucha. Dejaremos a los partisanos las ametralladoras Bren y la munición. Los boches pensarán que seguimos aquí. Charlie tiene gangrena y no puede siquiera moverse. Siento un gran aprecio por ese tipo… es el mejor… pero ya sabes lo que voy a tener que hacer.

—No, papá.

—No hay más remedio, hijo, no hay más remedio.

Jake vio a su padre apretar los dientes. Peter, reclinándose, se retorcía los dedos. Su estado de angustia saltaba a la vista.

Jake se aclaró la garganta.

—Papá, ya me ocuparé yo de eso.

—¿Cómo?

—De Charlie. Ya me encargo yo.

—No. De eso ni hablar. No y no, joder. Aquí soy yo el oficial de mayor rango y esa tarea me corresponde a mí.

—Ya lo haré yo por ti.

—No, ni hablar, es una orden. Es mi responsabilidad, no tuya. —Peter clavó la mirada en él y Jake, quizá por primera vez en su vida, comprendió hasta qué punto su padre era una persona feroz y resuelta.

—Tú no puedes moverte —dijo Jake por fin—. Estás aquí postrado. Voy a hacerlo yo con tu permiso o sin él.

—Ni se te ocurra, hijo. Ni se te ocurra.

—Voy a hacerlo, voy a salir ahora mismo por esa puerta.

Peter montó en cólera. Haciendo caso omiso de las protestas de su padre y de todas las obscenidades que las acompañaron, Jake se levantó, salió de la habitación y cerró la puerta. Desde allí, oyó bramar a su padre: «Vuelve aquí, mierdecilla», y demás. Jake exhaló un profundo suspiro y se pasó las manos por el pelo. Una enfermera guapa lo miró desde el mostrador. Él cruzó los brazos y se quedó de espaldas a la puerta cerrada durante unos tres minutos.

Pasado ese tiempo, volvió a entrar. Su padre, ya más tranquilo, lo miró con actitud expectante.

—Ya está —dijo Jake.

—No he oído el tiro.

—He silenciado el arma. Charlie está muerto. Asunto resuelto.

Peter se quitó las gafas y se pellizcó el caballete de la nariz.

—Un buen hombre, joder. Uno de los mejores.

Luego volvió a mirar alrededor. Posó la vista en la botella de coñac que estaba en el aparador, y en las uvas, y finalmente en Jake.

—Jake, ¿qué demonios haces aquí?

—He venido a verte, papá.

—Pero tú no deberías estar aquí. No entiendo nada. Tú no deberías… Dios mío, qué confundido estoy. Qué confundido.

Jake percibió un temblor en su voz, un temblor que nunca había oído. Era la primera señal de fragilidad emocional que advertía en su padre, y le traspasó el corazón. Se levantó e hizo ademán de abrazarlo, pero Peter casi pareció sentir repugnancia. Lo abrazó, pues, solo a medias, e interrumpió el abrazo fingiendo que arreglaba la almohada y estiraba las sábanas.

—¿Dónde está Zoe? —preguntó Peter.

—¡Ah! Vendrá mañana.

—Quiero ver a mi Zoe. Es una chica encantadora. Quiero verla.

—Claro, papá. Vendrá mañana.

—Hoy ha preguntado por ti —dijo Jake a Zoe esa noche.

—¿Me ha llamado por mi nombre? No puede estar tan mal si ha preguntado por mí llamándome por mi nombre.

Jake le había hablado de los delirios de Peter, de que creía hallarse otra vez en los montes italianos.

—Está retrocediendo en el tiempo. Va y viene.

—¿Por qué crees que ha vuelto a esa época concretamente?

Jake movió la cabeza en un gesto de negación.

—Puede que haya sido la etapa más angustiosa de su vida. Además, siente culpabilidad. Tuvo que matar a uno de sus hombres.

—¿Eso te lo ha contado él?

—Digamos que ha salido a relucir. No sé si conviene que vengas mañana. Conmigo estaba bien, pero cada vez que entraba una mujer en la habitación se ponía como loco: todo eran sapos y culebras.

—Eso a mí no me asusta.

—No, eran sapos y culebras de rabia. Sapos y culebras descontrolados.

—Tengo que ir. Además, ha preguntado por mí, ¿no? Tengo que ir.

Al día siguiente por la tarde fueron los dos. La enfermera del mostrador les dijo que Peter había pasado un mal día. Cuando entraron, Jake creyó percibir un miasma, una nebulosidad en la habitación que no había detectado la tarde anterior. Al principio dio la impresión de que Peter dormía, pero de pronto abrió los ojos.

—Esto pinta mal —anunció Peter.

Jake no supo si se refería al cáncer o a sus posibilidades en los montes.

—Eres un luchador, papá —dijo—. Siempre has sido un luchador.

Peter pareció detenerse a pensarlo.

Zoe se acercó a él.

—Hola, papá. —Lo llamaba «papá», igual que a Archie, cosa que a Peter le complacía.

—Zoe —dijo él, aceptando un beso—. No sabes las ganas que tenía de verte.

—Pues aquí me tienes. ¿Cómo te encuentras?

—Con mucho dolor. No se me va ni con la morfina. Y a veces no sé dónde estoy. Y me entran ganas de llorar. Pero ahora eso no lo vamos a permitir, ¿verdad que no?

—Claro que no —respondió Zoe. Se sentó en el borde de la cama y le acarició el pelo—. Ahora estamos aquí a tu lado.

—En fin, dejémoslo. Tenía algo importante que decirte, pero se me ha ido de la cabeza por completo. Ya no sé ni para qué me sirve.

Esperaron en silencio mientras él rebuscaba en su memoria.

Jake se sentó en la silla de plástico y dijo:

—¿Anoche pusiste la emisora del hospital?

—¿Cómo?

—Tenían una petición tuya. Frank Sinatra. Pusieron la canción especialmente para ti.

Peter miró a Zoe y se echó a reír, pero al hacerlo sintió una punzada de dolor.

—¿A que está como un cencerro? ¿De qué demonios habla? No me explico cómo se te ocurrió casarte con él.

—Es un misterio, papá —contestó ella.

—Ah, sí, ya me acuerdo de lo que quería decirte. Quédate con él, por su bien. Hasta que la muerte nos separe y todo eso. Quédate con él. Has sido una pieza clave en la vida de este chico. Lo digo en serio.

—¿Ah, sí?

—Era eso. Y también quería pedirte una cosa. Un pequeño abrazo. Tuyo. Un pequeño abrazo.

—Eso no es problema, Peter.

Zoe se deslizó hacia él por la cama con cuidado tanto como le fue posible, lo rodeó con los brazos y apoyó la cara en su áspera mejilla sin afeitar. Jake los miraba desde la silla de plástico. El abrazo duró diez o doce segundos, durante los cuales Peter acarició ligeramente con un dedo el pelo de Zoe.

—Con eso ya es suficiente —dijo.

—¿Y para mí no hay ningún abrazo?

—Eso no es cosa de hombres.

—Como tú digas.

A Peter no le quedaban ya muchas ganas de charla. Zoe y Jake se cansaron de buscar temas de conversación, desenterrando noticias en las que acaso él estuviera interesado. Pero no parecía estar ya en las garras del pasado, y Jake lo agradeció. No quería tener que salir a pegarle un tiro a Charlie por segunda vez.

Al cabo de un rato Peter se durmió, y se marcharon. El hospital los informaría si se producía algún cambio en su estado. En el camino de vuelta a casa, condujo Zoe.

—¿Has notado ese olor? —preguntó Jake mientras ella iba al volante.

—¿Qué olor?

—Quizá no fuera nada.

Llegaron a casa, y Jake, antes de meter la llave en la cerradura, oyó sonar el teléfono. Llamaban del hospital para anunciar que Peter había fallecido hacía menos de una hora.

14

Jake estaba ante la ventana de la habitación del hotel.

—¿Qué miras? —quiso saber Zoe.

—Nada.

Zoe se acercó para verlo con sus propios ojos, pero él se apresuró a volverse y cortarle el paso. Ella se rió, y cuando intentó esquivarlo, él se lo impidió de nuevo.

—¿Qué haces?

Jake no contestó. Se limitó a sujetarla para evitar que se aproximara a la ventana. Zoe trató de apartarle los brazos, pero él la estrechó contra sí, la llevó hacia la cama y la derribó en ella.

—¡Suéltame, Jake! Quiero ver qué hay.

Lo hizo a un lado de un empujón, se levantó como pudo y corrió a la ventana. Observó el paisaje nevado. El cielo, ya encapotado, presagiaba la aparición de negros nubarrones. La calle se curvaba a lo lejos, flanqueada a ambos lados por árboles como centinelas helados en una guerra olvidada. No había nada que no hubiera visto antes.

Jake, colocándose detrás de ella, miró por encima de su hombro. Rodeándole el vientre con un brazo, la acarició.

—¿Qué era? —preguntó Zoe, exigiendo una respuesta.

—Nada.

—Mientes.

—Sí.

—Pues dímelo.

—No.

Zoe se estremeció sin saber por qué. Se volvió y le apretó la mandíbula con la mano.

—¿Estás protegiéndome? No quiero que me protejas. Debes decirme todo lo que haya que saber sobre este sitio.

Jake le apartó la mano de su boca.

—Era un caballo.

—¿Un caballo?

—Sí, un caballo. Y un trineo. Estaba esperando ahí. Ya se ha ido.

—¿Por qué no me lo has dicho?

—Ya lo había visto antes. Me da miedo.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo que lo has visto antes?

—Sí. Varias veces.

—Yo también lo vi.

—¿Cómo? ¿Lo viste? ¿Viste ese caballo y no me lo dijiste?

—Sí. Un caballo negro enorme con un penacho rojo, que tiraba de un trineo gigantesco.

—¿Cómo es posible que no me lo hayas dicho, Zoe? ¿A quién se le ocurre?

—Mira quién habla. Hace un momento ni siquiera me has dejado mirar por la ventana.

Jake movió la cabeza y se hundió en una silla.

—De acuerdo. Hagámonos una promesa. No intentemos protegernos el uno al otro. Aquí, en este lugar. Lo digo sinceramente.

Jake escuchó atónito a Zoe mientras le contaba que había salido furtivamente en plena noche y se había acercado al vaheante caballo, que le había acariciado los costados e incluso había intentado subir al trineo. Le dijo que el caballo y el trineo eran enormes, pero cuando ella trato de subir al trineo, este se agrandó de repente hasta alcanzar un tamaño descomunal; o tal vez ella se había encogido, como Alicia.

Decidieron salir y echar un vistazo al lugar donde poco antes estaba el caballo.

Se veían huellas en la nieve, las de los patines del trineo y los cascos del caballo. Había también algo de bosta.

—Bueno, eso demuestra que era real —dijo Jake—, pero mira esto.

Cogió un poco de bosta con la mano enguantada y se la acercó a Zoe para que la viera.

—Muy bonita. Gracias.

—Mírala.

Tenía la forma y la textura corrientes de la bosta de caballo. Sin embargo emitía ondas de luz iridiscente. Destellaba. En medio del remolino de su propia luz, despedía un resplandor azul, verde, rojo y violeta.

—¿Estamos soñando? —preguntó Zoe—. ¿Es un efecto óptico?

—No.

Pero mientras Jake sostenía la bosta resplandeciente en su mano enguantada, esta se desvaneció, se desintegró, se convirtió en arena, desapareció. El resto de la bosta caída en la nieve se esfumó también, y lo mismo ocurrió con las huellas de los cascos y los surcos como raíles de tranvía dejados por los patines del trineo.

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