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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

La torre prohibida (14 page)

BOOK: La torre prohibida
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O quizá no…

Una infinidad de pies habían recorrido los suelos de aquellos pasillos a lo largo del tiempo. Pero todos debieron hacerlo casi por el mismo sitio, dentro de una franja relativamente estrecha que ocupaba el centro. Así lo revelaba el parqué, cuya madera en esa zona estaba más gastada y oscura, en contraste con la de la zona más próxima a las paredes, que aún conservaba el tono claro de la madera original.

Jack comprobó que era así en los cuatro corredores. Excepto en una parte del que había a su izquierda, a sólo dos metros del cruce. Allí, la madera también estaba gastada al pie de una de las paredes. Creía haber encontrado el lugar por el que habían desaparecido sus huidizos fantasmas de carne y hueso. Se aproximó para analizar el lugar más de cerca, pero el resultado fue decepcionante. Estuviera o no desgastado el suelo, la pared en aquel punto era igual de anodina que las otras. Miró a su alrededor en busca de no sabía muy bien qué. Alguna clase de palanca o interruptor oculto que abriera una supuesta puerta secreta.

Pero no encontró nada. Nada.

Volvió a revisarla palmo a palmo, inútilmente. Se quedó pensativo justo delante, como un crío castigado de cara a la pared por haberse portado mal. Sabía que tenía que estar en lo cierto, por más que una puerta secreta fuera insólita en una clínica de reposo. Pero aún más insólita era la otra opción. Las personas sólo desparecen en los cuentos de brujas.

No se le ocurría nada más. Así que se decidió por algo que —tenía la impresión— el antiguo Jack no debía hacer habitualmente: pedir ayuda. Pedir ayuda a Julia.

Capítulo 19

J
ack, Amy y su hijo Dennis viajaron hasta Monument Valley en un coche de alquiler. El viejo Ford Mustang de Jack no era el vehículo más adecuado para un viaje de cuatrocientos kilómetros. Él lo cuidaba con esmero y siempre lo mantenía impecable. Cuando eran novios, Amy solía decirle que no entendía su relación con ese coche, y que le dedicaba más cuidados y mimos que a ella. Por eso, cuando tenía que realizar un trayecto largo, Jack solía optar por un vehículo de alquiler.

Antes de salir, Jack también reservó una habitación en un hotel de Goulding, la población de Utah situada en pleno Monument Valley. Cuando llegaron allí, después del tranquilo trayecto por carreteras que cruzaban inmensos espacios abiertos, bajo un cielo azul que parecía más grande que en otros lugares de la Tierra, se dirigieron al famoso Goulding Lodge para instalarse, tomar una ducha, cambiarse de ropa y comer algo. Aún les quedaba toda la tarde para visitar las imponentes formaciones rocosas del valle.

Jack pensó que no tenía mucho sentido devanarse los sesos tratando de localizar el punto exacto que representaba el dibujo. Lo mejor era dejarse llevar por Amy; seguirla hasta el lugar al que solían ir cuando eran novios. Si su deducción era correcta, y había sido él mismo quien dibujó esa especie de olvidado «mapa del tesoro», probablemente lo hubiera hecho con la panorámica que le era más conocida.

Aunque eso ahora le hacía plantearse otras cuestiones. Cuestiones angustiosas y perturbadoras que, antes, absorbido por el deseo de descubrir el lugar y su significado, no había tenido en cuenta en toda su dimensión: ¿Por qué se dejaría él mismo ese dibujo? ¿Y la fotografía del petroglifo del «demonio»? ¿Qué trataba de decirse? Y, sobre todo, ¿por qué?

Si algo había aprendido como periodista y reportero es que cada respuesta llega a su debido momento. La investigación de los hechos debe seguir un cauce lógico y, entonces, los descubrimientos surgirán por sí solos, para luego ir ligándose hasta completar la verdad.

La verdad.

¿Quería realmente descubrirla? Era feliz con Amy y con Dennis. Quizá debía olvidarse de todo, recurrir de nuevo al doctor Jurgenson y vivir con ello de la mejor manera posible. Aceptar que su mente estaba trastocada, pero que podía superarlo con la ayuda incondicional del médico y de su familia.

Era un bonito pensamiento. Sosegador. Aunque necesitaba saber. ¿Y si aquello no era un simple fruto de su imaginación? Cuando estudiaba en la universidad, su querida profesora dijo algo en cierta ocasión que se le quedó grabado para siempre: «Creemos que este mundo nos es conocido. Confiamos en que es predecible. Pero, en realidad, apenas sabemos nada. Podría aparecerse Dios ahora mismo, delante de nosotros, y decirnos que somos unos pobres idiotas.»

Dios. Jack no confiaba demasiado en la idea de un ser supremo. Aunque ahora, aproximándose a Monument Valley al principio de la tarde, con esa inabarcable y sobrecogedora imagen frente al parabrisas del Jeep —el sol en lo alto, el cielo intensamente azul, ni una sola nube—, algo le hacía sentir que los seres humanos no estamos solos en este mundo; que no todo el partido de la existencia humana se juega en el campo de la vida física.

Dennis señaló hacia delante desde el asiento trasero y exclamó:

—¡Hala!

Sólo dijo eso. Sin más. Una expresión llana de su asombro. Él era un niño, pero en aquel lugar cualquier adulto hubiera sentido lo mismo: pequeñez como criatura y, al mismo tiempo, grandeza en el espíritu. Algo similar a lo que se siente dentro de una catedral. Jack y Amy únicamente habían visitado juntos una vez Europa, en su viaje de novios. Él había estado en el Viejo Continente en otras ocasiones, pero nunca entró en una catedral, ni tampoco lo había hecho en sus viajes a otras zonas del mundo —exceptuando San Patricio, en Nueva York, que era demasiado moderna—. Entraron por primera vez en París. En Notre-Dame, en la Île de la Cité, la antigua Lutecia, y les impresionó; no ya por su magnificencia, sino por el olor de los siglos, el vapor de los afanes humanos llenando el aire.

En silencio, Jack musitó una especie de oración casi inconsciente. Si Dios no existía, cuánto valor humano desaprovechado…

Detuvo el todoterreno en el límite permitido. No quería que apareciera una patrulla de vigilancia de la reserva y les echara. Amy le fue guiando hasta el páramo donde, según ella, solían acampar. Ni siquiera estando allí, Jack era capaz de recordar nada. Ni siquiera las sensaciones, que suelen imprimirse de un modo más difuso pero, a la vez, más hondo que las imágenes o los pensamientos.

—Es justamente ahí —dijo Amy, al tiempo que señalaba con el dedo una gran roca.

—¿Ahí? —preguntó él sin esperar respuesta.

Salió del camino y estacionó donde le había indicado Amy. A pesar de tener una habitación en el pintoresco hotel local, ella se había empeñado en que llevaran consigo la tienda de campaña y pasaran la primera noche en el valle. Jack adujo que haría mucho frío cuando el sol se pusiera, pero eso no la convenció: llevaría la suficiente ropa de abrigo para Dennis, y ellos aún eran lo bastante jóvenes como para soportar una simple noche de acampada.

En cuanto el coche se detuvo, el niño salió corriendo. Amy le gritó que no se alejara, aunque allí no había peligro. Exceptuando la posibilidad de toparse con una serpiente. Por eso advirtió a Dennis durante el viaje que no se le ocurriera levantar ninguna piedra y llevaba en el botiquín inyecciones de antihistamínico.

Jack sacó un par de sillas plegables y la tienda de campaña del enorme maletero del Jeep. Abrió las sillas a un lado y se dispuso a montar la tienda. Prefería no tener que hacerlo por la noche a la luz de la lámpara de camping que Amy había comprado el día anterior, junto con víveres para una semana por lo menos.

La zona más llana y despejada estaba al otro lado de la roca junto a la que había estacionado el vehículo. Jack observó el mejor lugar para instalar la tienda por encima del abultado paquete que ésta formaba en sus brazos. Fue al girarse sobre sus pies cuando lo vio. Y la impresión hizo que la tienda se le cayera al suelo: era el perro. No uno cualquiera, sino el mismo perro asilvestrado que se le había cruzado en la carretera, de regreso a casa, la última vez que llevó a Dennis a Laguna Pueblo para jugar con su coche teledirigido.

—¿Qué pasa? —exclamó Amy con voz asustada, aunque aún no había visto al animal, que, desde su ángulo, quedaba detrás del coche.

—¡Coge a Dennis y no te acerques aquí!

Ella se quedó un segundo clavada en el sitio y luego le hizo caso. Corrió hacia el niño y lo aupó sobre su pecho.

Mientras, Jack había agarrado una de las traviesas de la tienda y avanzó dos pasos hacia el gran perro negro, que lo observaba impasible, con una expresión neutra tan amenazadora como la del ser retratado en la fotografía del petroglifo indio.

—¿Jack…? —dijo Amy asustada.

—No pasa nada, cariño. Camina muy despacio hacia el coche y métete en él.

Ella empezó a hacerlo hasta que vio la figura del animal, contrastando con su negrura en el terreno vivamente anaranjado. Jack creyó que se asustaría aún más, pero sucedió lo contrario. El perro cambió el gesto, agachó la cabeza y la giró hacia Amy con una mirada lastimera en los ojos. De pronto, ya no parecía amenazador, sino un pobre cachorro abandonado al que se hubiera hinchado con una bomba neumática.

—¿Eso es lo que te ha alarmado? —preguntó Amy con Dennis aún en sus brazos. Lo bajó al suelo, sin soltar su mano y añadió—: Si sólo es un perro abandonado. Mira qué cara más guapa… Seguro que tiene hambre. Voy a darle algo de comer.

Lo más natural habría sido que Jack tratara de detenerla. Decirle que estaba equivocada; que ese animal no era un simple perro, y mucho menos una criatura inofensiva y solitaria. Pero Jack no hizo nada de eso. Se limitó a quedarse en silencio, con la traviesa aferrada en la mano, dispuesto a actuar si era necesario.

No lo fue. Amy dejó a Dennis tras ella y sacó un paquete de beicon de la nevera que estaba en el maletero, lo abrió y se lo tendió al animal. Éste se acercó despacio, como si tuviera vergüenza, y engulló las lonchas relamiéndose con su lengua increíblemente larga. Por la mente de Jack cruzó la idea de aprovechar la ocasión para abrirle la cabeza con un golpe certero y seco. Aunque no podía hacer eso. ¿Qué pensaría su mujer? ¿Que se había vuelto loco de pronto? ¿Y Dennis? Él tampoco estaba asustado. Se quedó de pie, quieto, donde le había dejado su madre, y contemplaba la escena expectante, sin atreverse a tomar la decisión de aproximarse.

Mientras el perro terminaba su inesperado almuerzo, Jack notó cómo se le aflojaba la mano de la traviesa. Él también empezaba a pensar que había exagerado. Ese perro no podía ser el mismo con el que se cruzó en la carretera volviendo a casa. Era absurdo creer que había recorrido cientos de kilómetros para aparecer en un lugar yermo como aquél.

Cuando el animal acabó, se relamió de nuevo. Amy le dio también un poco de agua, que bebió ruidosamente. Después, se dio media vuelta y se alejó sin más, con un andar lento y triste.

—Pobrecillo —dijo Amy.

Dennis había ido ya hasta ella. La agarró de una mano y tiró hacia abajo.

—¿Nos lo podemos quedar, mami?

Antes de que Jack abriera la boca para negar en redondo esa posibilidad, su mujer se agachó junto a él y dijo:

—No, hijito, no podemos.

—¿Por qué…? —exclamó Dennis, con un mohín en sus labios y los ojillos apenados.

—Porque no sabemos si es de alguien. O si está malito.

Eso pareció calmar al niño, que bajó la cabeza y se quedó mirando al suelo sin rechistar. Jack fue hasta él y lo cogió por las axilas para levantarlo.

—Vamos a montar la tienda. ¿Me ayudas? Esto también es una cosa de hombres.

Amy sonrió. No estaba preocupada por la reacción de Jack. Había sido exagerada, pero comprensible. Sólo trataba de defender a su familia. Algo a lo que los hombres se sienten inclinados, incluso en situaciones que no encierran el menor peligro. Ese pobre animal famélico no tenía nada de hostil. Amy lo sabía porque en su casa siempre había habido perros. Sabía distinguir, por su pose y su mirada, cuándo había que tener cuidado.

A la caída de la tarde, los tres se abrigaron y fueron a dar una caminata por los alrededores. Sabían que tendrían que turnarse para llevar a Dennis en brazos, de modo que habían cogido previsoramente una mochila para niños. Siempre guiado por su mujer, Jack fue el primero en cargar con el niño. Había un sendero que partía del lugar donde habían montado la tienda de campaña y que discurría hacia lo más profundo del valle. Desde allí, el paisaje era aún más espectacular, con las mesas recortándose en el cielo y el sol arrojando profundas sombras en ese aire tan ligero y límpido.

Contemplaron la puesta de sol en un horizonte que parecía infinito. Sus últimos rayos inflamaron el azul de la bóveda celeste para tornarla púrpura, naranja y, finalmente, declinar en violetas y azules dando paso a la negrura. Una negrura total, como ya no podía verse cerca de ningún núcleo urbano debido a la contaminación lumínica, que aclaraba el cielo y volvía locas a las aves. Las estrellas refulgían vibrantes en todo su esplendor. Había miles de ellas, millones, perfectamente visibles, a pesar de que la mayoría de ellas parecían más pequeñas que la cabeza de un alfiler a diez metros de distancia.

Amy apoyó su cabeza en el hombro de Jack y le acarició el brazo. Él se giró para besarla en el pelo. Luego estuvieron un largo rato mirando hacia lo alto, con Dennis sentado entre ellos. Jack apenas podía recordar cuánto tiempo hacía que no contemplaba las estrellas, aunque de niño, en verano, le trasmitían un anhelo en el espíritu que le hacía sentirse parte de algo más grande, y desear hacer grandes cosas en el futuro.

Grandes cosas que nunca habían llegado.

—Te quiero, amor mío —dijo Amy.

Dennis soltó una risilla y levantó la mano hacia la estela que, justo en ese momento, había dejado una estrella fugaz.

—Tú eres el que la ha visto —le dijo Jack—. Puedes pedir un deseo.

El niño se quedó pensativo, haciendo un sonido monocorde con la boca. Cuando al fin se le ocurrió algo, empezó a decirlo en voz alta. Amy negó con la cabeza y se puso un dedo en los labios.

—No, hijito. Tienes que pensarlo y no decírselo a nadie. Si no, no se cumplirá.

—Ah, vale… —Después de unos segundos en que la expresión de Dennis recordó a la de un científico elaborando alguna de sus fórmulas, exclamó—: ¡Ya está!

—Muy bien —dijo Jack—. Ahora vamos a esperar a ver si vemos más estrellas fugaces.

Logró acabar la frase por pura inercia. La impresión anuló todos sus pensamientos y los focalizó en una única dirección. Antes no se había dado cuenta, pero ahora, con el manto de la noche cubriendo el vasto paisaje, le asaltó la imagen del dibujo hallado en el maletín, que se superpuso delante del valle y las montañosas mesas como en una película en 3D.

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