Existe otra Barcelona: la que se aleja del turismo, los anuncios institucionales con gente sonriente y el diseño. Es en esa otra ciudad, la canalla, en la que la ex periodista y detective Victoria González se mueve pisando fuerte. Y eso que su avanzado estado de gestación no se lo pone fácil.
Cuando Victoria recibe el anónimo encargo —acompañado de un cheque de explícito y sustancial contenido—, empieza a imaginar que los infiernos barceloneses que ella conoce están a punto de ganar kilómetros de profundidad. Dos hermanas desaparecidas, de tres y cuatro años. Una de ellas, ya asesinada brutalmente; la otra, en paradero desconocido. Lo que significa que hay que encontrarla lo antes posible, viva y entera preferentemente.
Cristina Fallarás
Las niñas perdidas
ePUB v1.2
Enylu19.07.12
Título original:
Las niñas perdidas
Cristina Fallarás, 2011.
Nº Páginas: 189
Editor original: Enylu (v1.2)
Corrección de erratas: Ledo
ePub base v2.0
P
iensa Esto no es un encargo normal, es una venganza. Respira hondo, se pasa la mano por el pelo brillante, puro cuervo, y llama con los nudillos. Una venganza. Entra.
Pero tú quién coño eres, piensa y no dice. Genaro no puede creer esa habitación. Un matón no puede creer que la habitación de un empresario del mal sea tan parecida a la imagen de la habitación de un empresario del mal que tiene en la cabeza. La ha visto en una película de narcotraficantes norteamericanos de los años setenta, y en una teleserie de domingo por la tarde con rubia en bañera, y en sus delirios más crecidos de cocaína y esmoquin blanco. Esto mola tío, esto mola demasiado para que tu culo lo disfrute, piensa también.
Lo tiene todo: columnas con bustos de falsos emperadores, mujeres de mármol descansando sobre sus tetas mutiladas, chimenea con capacidad para el descenso de tres viciosas disfrazadas de Papá Noel, grandes espejos de marco dorado, barra de bar acolchada en crema con sus correspondientes taburetes, moqueta blanca de pelo largo y el resto de tópicos que un pobre encumbrado a empujones criminales puede haber soñado en su vida.
Al fondo, sentado más allá de un macizo escritorio impropio, él. Un solo sillón enorme de piel, la misma piel crema de la barra, encara el gran ventanal que hace las veces de fachada. Genaro lo mira y piensa La única tarea de tu sillón es sentirte el puto amo, colega, que yo a los que son como tú me los sé de memoria, jodido calvo yonqui, que no se me escapa una, joder con el tío, toda Barcelona a tus pies, cabrón, a tus pies de hijo del demonio peor, para comerte a las niñas que se salen del cuento, eres la bruja, la puta bruja mala que acecha los muslitos.
El sillón. Vigilar la ciudad como quien vigila la estricta propiedad de un viñedo.
—Le traigo lo suyo —dice Genaro, y su voz es la de otro.
Por la izquierda de la cristalera, allá lejos, aparece un velero no mayor que la uña del meñique de una niña de dos años. Entre ellos dos y el mar, toda la ciudad con sus cinco torres enanas dándose importancia.
El calvo le observa desde el sillón con una crueldad sin avidez. Resulta extraño que su cabeza, completamente pelada, no brille. Las fotos no suelen captar la mirada, las fotos no tienen fondo. Genaro se ha quedado clavado, sin capacidad para enunciar que le sobrevuela un cortejo de ángeles dolorosos tallados en obsidiana. Lleva un par de semanas frente a las tres fotos del calvo que le ha hecho llegar su clienta. Ninguna muestra la ferocidad que lo tiene adosado a la puerta de acero mate.
El calvo se toma su tiempo.
Por un momento Genaro cree que el tipo sabe a qué ha venido, que esa mirada le ha traspasado el cráneo —que puede— para colarse entre los pliegues de su cerebro, descifrar sus intenciones y, más allá, descifrar su pasado, su ser íntimo, sus debilidades mayores. Pero él no es capaz… Casi nota cómo sus pensamientos escapan por la brecha abierta y se dibujan en el aire, en una escritura imparable que traza propósitos sobre él y resulta evidente a los ojos del otro. Casi. En cambio, piensa Qué coño de tío eres, maricón de mierda, qué coño me pasa, joder, qué coño… Si un calvo seboso es tan rico que ha aprendido a cubrirse con dinero tejido sobre dinero, te olvidas de que es gordo, crees que tiene pelo y te parece ágil. Eso exactamente le sucede a Genaro cuando el tipo se levanta sin dificultad y se inclina tras el gran escritorio que da la espalda a la postal de la ciudad.
El velero se mueve lento. Es un insecto sin estela cruzando nada.
—Ven chico, acércate.
Una señal con la mano grande.
Zarpa de carnicero. Eso piensa Genaro y se pone en marcha. Le intimida todo, el personaje, el entorno, y sobre todo la ausencia de escolta o guardaespaldas —la seguridad que acompaña al tipo— y la facilidad con la que ha llegado hasta él. Un ascensor particular desde la calle que da a una sola puerta, la suya, de acero, sin timbre ni mirilla.
Yonqui obeso puto calvo podrido. Eso se dice, yonqui asesino de niños, violador, mala madre te parió, tragarás todo tu oro y morirás vomitando monedas, ogro feroz de los cuentos más bestias, piensa, ogro que devora los muslitos de las niñas que ya han engordado. Pero no acumula rabia suficiente. Genaro sabe lo que necesita y se resiste. Más rabia, rabia hasta la ceguera. Tiene que echar mano de las imágenes del vómito, están en su cabeza, han pasado intactas, toma a toma, en orden perfecto, desde la grabación hasta su cerebro; su pobre cabeza que creía podrida y ha resultado virginal ante el espanto absoluto. Nota cómo las palmas de las manos se le humedecen y pone en marcha el vídeo que guarda registrado en el alma, su pobre alma que daba por seca y a la que al final ha oído aullar sin consuelo.
—L
o quiero muerto —dijo ella, la cara borrosa bajo una nube eléctrica de pelo naranja pajizo—. Me han dicho que usted mata.
En aquel momento, Genaro dudó si dar la vuelta en redondo o partirle la cara. El error fue dudar. Se quedó y escuchó.
—Traigo esto para usted. Es una grabación. Da igual cómo la he conseguido. También traigo las fotos del tipo que la encargó y todos los datos que a usted le puedan hacer falta. Sé cuáles son sus tarifas y no me importa pagar el doble. Cuando usted haya visto la cinta, comprenderá por qué quiero que lo mate. Yo nunca lo mataría, no por falta de coraje, sino porque no sé hacerlo y temo que algo pueda fallar y sobreviva. Considero que, aunque éste sea su trabajo, no le vendrán mal algunas razones más allá del dinero. Están en el vídeo. La que sale era mi hija, la mayor. La otra, la otra… Bueno, le dejo un número de móvil, sólo existe para usted. Llámeme cuanto necesite. No dude. Y no falle.
Se fue con la misma sequedad con que se había presentado y a Genaro le quedó la sensación de que ella ya estaba muerta. Muerta y seca. Como esos cadáveres a los que les sigue creciendo el pelo. Una muerta pelirroja, pensó, muy apropiado, a los muertos el pelo no les puede salir negro, claro, el pelo seco de las muertas ha de ser pelirrojo pajizo, y casi se divirtió un rato con esas cosas.
No sabía quién se podía haber ido de la lengua, él trabajaba sólo para algunos clientes fijos; poco y bien, le iba la vida en ello. Mientras tanto, jugaba a ser un delincuente menor traficando con cristal y otras excentricidades tóxicas. Ella se equivocaba: para matar no le hacían falta razones más allá de la pasta. Pero sí órdenes. Por eso puso el vídeo al llegar a casa. Aquella mujer llegó con un encargo, y para matar hacen falta órdenes. Las encontró frente a la pantalla.
Luego, cuando descubrió que el calvo le daba al opio, se le abrió el cielo; no había muchos camellos que movieran opio en la ciudad y él sabía dónde acudir. Todo pasaba por un mismo sitio: un ático de extrarradio donde reinaba el emperador de los imposibles, el pídeme y tendrás, un ático al que sus ocupaciones le llevaban a menudo. El opio del calvo pasaba por ese ático, y él era el hombre adecuado para el transporte. El resto, hasta el momento de enfrentarlo, fue fácil. Muy fácil. El acceso más fácil de su carrera.
Genaro ve cómo, sentado tras la gran mesa, el calvo revuelve en uno de los cajones de su derecha. ¿Para qué esperar? Lo tiene todo planeado. El pequeño hilo de sangre cayendo del oído de la niña, punzón, cuchilla, aguja, recorriendo el cuello para ir a alojarse, alambre, espino, barra, bajo la axila infantil. Saca del bolsillo la pequeña cerbatana y de un disparo sin saliva le clava el dardo en el pecho. Tres, dos, uno, ¡sueño!
El velero desaparece por la derecha. El mar añil dibuja una línea infantil para separarse de un cielo casi blanco. Sin dejar de mirarlo, se prepara otro gramo de cocaína sobre la misma mesa. Esto no es un encargo normal, se repite, es una venganza.
El calvo sale de entre las brumas del veneno parpadeando e inmediatamente sonríe sobre las babas que le barnizan la papada con un brillo agrio.
—¿Y qué vas a hacerme que no me guste?
Está desnudo y atado al mismo sillón de piel crema claveteado en el que ha recibido su ración de sueño. Tiene frente a él, sobre la mesa, una pequeña cámara de vídeo en forma de teléfono móvil, algo parecido a un punzón pero en grueso, varias cuchillas de afeitar, dos agujas de hacer ganchillo, una gran barra de hierro oxidado con restos de lo que fue una capa de pintura blanca y una pequeña madeja de alambre fino con lo que queda después de haberle atado las manos, los pies y el cuello a la butaca, y de haberle estrangulado el pene y los testículos en una madeja morada.
¿Cómo matarlo? ¿Cómo matarlo,
solamente
? Si ella, la madre, está seca, Genaro todavía tiene sangre en las venas. Y un vídeo grabado imagen a imagen en la cabeza.
—Lo mismo que usted hizo o encargó que hicieran con la niña del vídeo. Eso es exactamente lo que voy a hacerle. Ni más ni menos. —Genaro tiembla. Ya tiembla.
Por los ojos del gordo calvo pasa un brillo que se instala. Levanta la cabeza en la medida de lo posible, el fino alambre le rasga la piel del cuello y la raya de sangre marca en grueso una arruga. Empieza a congestionarse con toda su altivez, sin perder ni un soplo de seguridad en sí mismo.
—Amigo, si sé a cuál se refiere, y creo que lo sé, eran dos niñas, no una, y estaban regaladas. Ah, nos las dieron, y es de muy mala educación no hacerle a un regalo el aprecio que merece. En realidad se las dieron a ellos, pero yo supe, lo supe y por eso, por saberlo, fui partícipe. Sí, participé en aquello, no hay razones. Parece que sigo teniendo suerte. No porque la hermana tuviera peor final, que lo tuvo, y mucho más largo, sino porque yo le estaba esperando y usted ha venido. No saldré de ésta. —El intento de risa queda en borbotón—. Le esperaba, a usted o a quien fuera, y ha tardado, pero aquí está. Yo voy a morir, merezco morir, deseo morir. Usted no tiene capacidad para entender cuánto lo deseo y yo no tengo tiempo para explicárselo, es demasiado largo. Le espero en la paz del infierno, y le aseguro que cuando por fin le llegue el momento, después de lo que guarda en su cabeza, de ver lo que ha visto, respirará tranquilo y el abismo le parecerá el mayor remanso de paz imaginable.
L
a calle Joaquín Costa del Raval barcelonés es territorio de filipinos, paquistaníes, algún marroquí y una horda de piojosos pendulantes. Dos o tres coctelerías desubicadas arrastran al anochecer a algún moderno y un puñado de aspirantes a intelectual tatuado, sin que cambie un ápice el sucio corredor. En los pequeños balcones uno puede observar, si se fija, a alguna niña en bragas a la espera de que su madre consiga del cliente una eyaculación rápida. Si en la ciudad hubiera asesinatos, podrían fácilmente ocurrir en esa calle y sus alrededores. Pero no hay asesinatos, y en las aceras se amontonan basuras, borrachos, lateros, jóvenes traficantes de metanfetamina oriental, grasa de
durum
, algún tomate reventado en descomposición y estudiantes universitarios.