Flap, flap, flap, flap.
—Lo de siempre. Estás sangrando mucho, negrita, creo que no estás bien. En Indochina no se debería sangrar tanto, a estas alturas. Qué cosa, sentirse en Indochina, ¿no? Estamos hace décadas, o eso parece… Hace décadas, las niñas, la casa… el pasado murió hace décadas en Indochina.
L
a pelirroja se ha quedado dormida, como en aquella otra ocasión con las niñas, no hace en realidad tanto tiempo.
Cuando vuelve a despertarse, han pasado algunas horas y de la mulata sólo queda un resto parduzco sin limpiar sobre la silla vacía.
La mujer alza la vista como si fuera ciega. Allá arriba, muy arriba, una paloma cruza bajo la cúpula sin el alboroto esperable. La mujer ahora anaranjada a la luz del tímido amanecer, no ve —quizá por lo dilatado de sus pupilas, quizá por el tamaño del insecto— caer la garrapata que se desprende de un ala de la paloma y va a dar un par de baldosines más allá de su pie derecho.
Y vuelve a bajar la vista después de que el bicho rebote.
—Los días han pasado tan deprisa que ya hace años. ¿Cuántos años?
»Un día te lo quitan todo, seguramente porque juzgan que no lo mereces. Entonces caben dos cosas: cabe luchar o cabe abandonarse. Y yo no supe luchar. Creo que ya no tenía fuerzas. O también puede que esto sea otra excusa.
Habla sola hacia el ventilador y no parece importarle. Por la postura y el ritmo de su voz aparenta estar exhausta.
—Salí a la calle, me senté en un banco y allí permanecí. Es inútil tratar de pensar cuánto tiempo. Sólo que cuando quise darme cuenta ya no tenía zapatos ni ropa interior, como lo de los dientes. Dos dientes menos.
»Contra mi cuerpo, contra mi piel y mi pelo y mis ojos, contra mi esqueleto habían dictado sentencia los justos. Me habían quitado a mis hijas (con cuánta soltura, con qué frivolidad se hacen esas cosas) y lo único que me quedaba por hacer era sentarme allí, en la calle, y dejar que las cosas sucedieran.
»Las cosas. Hay que ver las cosas que suceden.
Sacude la cabeza con gesto de perplejidad y se concentra en secarse el sudor que la ha dejado empapada durante el sueño.
E
l despacho, que no era despacho sino espacio entre paneles, lo decía todo, póster de desnutridas comunidades indígenas, panel de las especies marinas amenazadas de extinción, gran retrato en blanco y rojo de las últimas focas masacradas. Y tras su silla, un lema impreso en letras de manifestación obrera: «Su muerte, la nuestra».
La mujer que recibió a la detective Victoria González era exactamente la hembra que uno espera encontrar en un entorno semejante, una de esas activistas que parecen existir con una finísima capa de ceniza sobre la ropa y algo de polvos de talco en las zonas del cuerpo que no están a la vista. No era difícil imaginársela preparando pastel de zanahoria y queso las mañanas de sábado a la luz de un piso triste en algún extrarradio cercano a la montaña, con aquellas manos algo infantiles, manos de dedos acabados en punta, carne débilmente afilada poco útil para las caricias, para escribir a máquina o para agarrar con calor. Dedos de punta fría, como la nariz que moquea.
—Ha sido terrible, terrible, fortísimo. Vivimos en una sociedad horrible y violenta donde vamos de cabeza al abismo, al infierno. ¿Cómo no vamos a ser brutales, cómo no vamos a ser lo peor, si estamos permitiendo que todo muera a nuestro alrededor sin mover un dedo? ¿Cómo vamos a defender a los nuestros si ni siquiera somos capaces de hacer nada para que exista un mundo en el que sobrevivan? Le voy a dar un dato que probablemente no conoce, porque a nadie le interesa que se conozca, claro, no será porque nosotros no nos esforzamos por intentar que el mundo lo sepa. Dentro de diez años, sólo diez años, ni usted ni yo podremos comer sardinas. ¡Sardinas! Fíjese lo que le digo, humildes sardinas. ¿Lo entiende? Ni anchoas, ni merluza, ni rape, ni por supuesto bacalao o atún.
La muy increíble madre de acogida, pensó Victoria, virgen vieja coronada de canas ingrávidas, puro estereotipo zen, osa contestarme con anchoas a la pregunta sobre las niñas. Mamá yoga, meditación y chacras, le escupió mentalmente y era lo peor que se le ocurría, mamita tofu, arroz integral con cominos, cuchara de palo, puta madre de la tierra estéril. Sí, madre yerma ejerciendo el guiñol de madre universal. Hijas de acogida, alimentos de acogida, pensamiento de acogida. No tienes nada tuyo, le dijo sin palabras, echando fuego por los ojos. La otra, ni caso, alzaba los ojos con un deje soñador que no tenía nada que ver con la irritación que aseguraba sentir. Cacho bruja, se dijo Victoria, e inmediatamente pensó que no era para tanto, joder, que lo que pasaba es que ya estaba necesitando alguna emoción fuerte y agotadora que le lavara esa capa de rabia.
Al fin y al cabo, intentó convencerse, una más entre la muchedumbre de personas de buena voluntad o mala conciencia, sobre todo mala conciencia, que se dedican a la noble y vieja tarea de hacerse el bien a sí mismas. Acogen niños, militan en organizaciones por luchas sin solución, rechazan los tintes de pelo sintéticos y la ropa de marca y compran alimentos ecológicos en locales de escasa ventilación.
—Pero eso no será lo peor, no señora —seguía su perorata la madre de acogida—, porque para ese tiempo, el Ártico ya se habrá fundido y lo más probable es que la población china se haya multiplicado hasta el punto de necesitar todo el oxígeno que produzca el planeta, un planeta sin selvas, téngalo en cuenta. Sí, sí, lo oye bien, y lo peor es que tendrán dinero para pagarlo, porque amiga, el oxígeno, igual que el agua, la humilde agua, han pasado a ser bienes adquiribles y no derechos de los humanos. ¿Y qué hacemos nosotros mientras tanto? ¿Me puede usted decir lo que estamos haciendo? No, claro que no, porque no estamos haciendo nada de nada de nada. Bueno, yo sí, claro que yo sí, pero ¿quién soy yo en medio de una raza ultraegoísta y caníbal más preocupada por el consumo de moda y el destino de sus próximas vacaciones que por su propia vida? Ja, ya verá cuando se den cuenta de que las vacaciones se van a acabar. Y yo no puedo hacerlo todo, y cuando digo yo es un decir, no se crea que me considero tan importante, me refiero a todas las personas que, como yo misma, luchamos a diario y a costa incluso de nuestra salud por conseguir posponer aunque sea un poco este desastre universal. Pero somos tan pocos, tan poquitos… No le daré números para no avergonzarla.
Nada, absolutamente nada de nada salió de la boca de Victoria. Frente a la infecundidad revolucionaria de aquella pobre mujer tuvo que concentrar todos sus esfuerzos en no saltarle a la yugular. «Su muerte, la nuestra», leyó de nuevo, y deseó fuertemente hacerle daño, daño físico, le costó reprimirse, agarrarle del cuello y empotrarle la cabeza contra el póster, «su muerte». Imaginaba, al oírla, la posibilidad de llenarle la boca, tapársela hasta el ahogo con el cadáver de un gato recién desnucado con sus propias manos. Qué bestia, se dijo pensando en sí misma. «Su muerte, la nuestra.»
—Nada de lo humano me es ajeno. —Victoria no retiró los ojos del póster.
—¿Perdón?
—Nada, otro eslogan.
Centró su atención en el jersey de la mujer, una prenda tejida a mano, mal tejida quizá con la intención de que resultara evidentemente artesanal, con los codos clareados por el uso, el cuello vencido y los puños algo desbocados, pero impecablemente limpia. Buscó una mancha y no la encontró. Era un jersey como las odiosas prendas de su adolescencia, tricotadas por su madre en los ratos libres, con colores vivos, generalmente a rayas, unas veces con las mangas lisas, otras también rayadas. Ese aire casero y pobre que tenían los jerséis de su adolescencia la obligaba a quitárselos en el portal y llevarlos en el bolso durante todo el día, pasando frío, hasta que volvía a ponérselos antes de entrar en casa. Sólo una demente podía usarlos más allá de la imposición del amor materno, pensó, y también que todas las prendas de su hija provendrían de tiendas, estarían bien cosidas y, a partir de cierta edad, tenderían a negro o al gris.
—Y precisamente por eso he superado lo de las pobres niñas, por mi concienciación —seguía la no-madre—. A cualquier otra persona le pasa una cosa semejante y ya no vuelve a levantar cabeza. Pero yo he visto morir a miles, qué digo miles, a cientos de miles de bebés foca a golpes, sobre el charco que forma su propia sangre inocente después de ser brutalmente apaleadas sin piedad por bestias que se hacen llamar hombres; he visto cómo muere el coral salvaje de los mares y los peces se ahogan lentamente en los restos plásticos de nuestra terrible civilización; cada día soy consciente de la destrucción y la crueldad sin fin del ser humano. Esta organización a la que tengo el orgullo de representar y en la que trabajo sin respiro maneja cifras que quitarían el sueño a cualquier persona con un mínimo, y digo mínimo, de sensibilidad, y todo esto, amiga, todo esto me ha ido curtiendo y endureciendo hasta convertirme en ésta que tiene usted delante, una mujer capaz de sobreponerse a los descubrimientos más abismales porque sabe que su labor en esta tierra es otra, no lamerse las heridas y autocompadecerse, sino una lucha sin cuartel para que toda esta inconcebible crueldad no quede sin denuncia. Al menos, ya que no podemos pararla, porque los intereses creados son insuperables y diría que hasta satánicos, es nuestro deber hacer que se sepa. Por eso, quién sabe, quién sabe lo que habrá sido de aquellas dos pobres niñas, en manos de qué desaprensivo esclavista o tratante de blancas habrán caído. Comprenderá que llegados a este punto, yo ya me lo creo todo. Se puede usted imaginar cuál será el destino de las desgraciadas, ¿no?
—No mucho.
Victoria dudó de que la no-madre tuviera capacidad para captar su tono.
—Cualquier lupanar del sudeste asiático donde van para saciar sus bestiales apetitos las mismas alimañas que se alimentan de seres indefensos, los mismos que jamás han dedicado ni dedicarán un segundo de su tiempo a pensar en qué mundo, en qué erial dejarán sobreviviendo a sus hijos.
—Sus hijos…
—Sí, sus hijos, sus hijos. Son los voraces, amiga, aquellos que igual que no lo piensan dos veces antes de abandonar a su pobre perro en una autopista a la espera de una muerte segura, desertan de sus propios vástagos dejándolos en manos de desconocidas cuidadoras de origen lejano y más lejana conciencia. Yo misma formo parte de uno de los extremos más duros de esa cadena inhumana. Mire, hace ya muchos años que acojo a esas criaturas de desecho, compañeras de las pobres niñitas por las que me pregunta.
Mmmm, Victoria pensó en ese perro abandonado y se relamió. No debiste nombrarlo, chica vieja, le dijo mentalmente, no debiste mentar la soga en casa de esta ahorcada, madre estéril, triste célibe, ahora me va a ser muy, pero que muy difícil quitármelo de la cabeza. Un escalofrío y el brillo de la sensación futura golpearon intensamente su mente. El escalofrío del adicto, la cabeza del adicto. Mmmm, siguió, ¡perro! Intervén, se dijo, cambia el rollo o vas a salir corriendo a buscar un buen ejemplar animal en el que desatar la rabia.
—¿Cómo desaparecieron las niñas?
—Estaban en el parque, y de repente ya no estaban.
La mujer sonrió por primera vez en todo el encuentro, mostrando unos dientes grises consecuencia quizá de algún abuso de su madre, seguramente por prescripción médica. Volvió a mirar hacia el techo con aire soñador, esta vez sonriente, y Victoria tuvo la certeza de que aquel gesto era fruto de muchos años de ensayo ante el espejo de su casa. De todos los gestos que esta perra ha ensayado desde que esperaba una regla que le llegó tarde, pensó, éste es el que más le ha gustado.
—Estaban… y de repente, no estaban. Ya sabe.
—No, lo cierto es que no sé. ¿Qué quiere decir que de repente ya no estaban?
La madre de acogida cambió la mueca soñadora por desconfianza y Victoria se preguntó si la absoluta transparencia de aquella mujer era producto de la alimentación macrobiótica o le venía de serie. La detective quería, exigía, necesitaba para las hermanas desaparecidas un monólogo semejante en importancia y vehemencia al monólogo de amor por la sardina. Por lo menos.
—Pues eso mismo. Que las busqué y las busqué y habían desaparecido. —Parecía molesta, como si se sintiera insultada, como si por primera vez se diera cuenta de que la embarazada que tenía delante no cumplía la máxima de las embarazadas, sentimientos blancos, amor infinito, lagrimal tembloroso, amor por el mundo.
—Pero no me dirá que le parece normal que unas niñas desaparezcan así, de un plumazo, en un parque público.
—Bueno, le puedo asegurar que ni es tan raro ni era la primera vez que me pasa. Los padres biológicos, y sobre todo las madres biológicas, se revuelven muchas veces contra la situación. No son gente que admita de buen grado el hecho de que a sus vástagos se les ponga al amparo de personas normales. Los padres biológicos de estas niñas, sobre todo las madres biológicas, son gente que tiene mucho más claros sus derechos que sus deberes, ya sabe.
—No, no sé.
Caso omiso.
—En general, no son mujeres que admitan de buen grado casi nada. —Cabeceó y las canas que flotaban sobre los pelos todavía negros permanecieron quietas, como si fueran de alambre o pertenecieran al aire más que a la cabeza que se movía—. En fin, que seguí los trámites acostumbrados: di parte a la policía y a la administración, ¿qué otra cosa podía hacer? Tengo entendido que la madre biológica de aquellas niñas incluso vive en la calle, una indigente, seguramente drogadicta la pobre.
—Y luego…
—Luego, nada, ya lo sabe. ¡Qué preguntas me hace! Nada de nada. ¡Si es que las instituciones no dan abasto! Vivimos tiempos demenciales, demenciales… Me han llegado niños de familias donde la muerte es costumbre, hijos de asesinos y padres drogadictos, de hedonistas incapaces de abandonar sus abominaciones para hacerse cargo de las propias vidas, las que ellos engendran. ¡Ay, amiga!, ¿cómo vamos a hablarles del planeta, de la vida destruida, la vida como concepto, si la suya propia no les merece ni el menor sacrificio? Son los mismos, no le quepa duda, que dentro de diez años, fundido el Ártico, cuando en la tierra sólo queden los pollos ciegos y pelados de las granjas industriales, gritarán exigiendo alimentos prohibidos. —Estalló en una carcajada histérica que recordaba, también tras algunos ensayos, a la de Cruela de Vil ante los dálmatas, y que luego se convirtió en risilla ladina—. Perdone que me ría. Me gustará ver cómo consiguen entonces el atún rojo para su sushi asesino, las aves de sus celebraciones, la carne tierna de cría lechal, los mejillones, su preciada merluza… ¡No podrán! ¿No se da cuenta? Por mucho dinero que tengan, por mucho poder, les será del todo imposible conseguirlos, sencillamente porque ya no quedará sobre la tierra o bajo el mar ni un solo ejemplar de esos animales que ahora desperdician en sucios banquetes orgiásticos. Pero no vaya a creer ni por un instante que eso me amedrenta. No, amiga, no. Ya he vuelto a comunicarme con las autoridades pertinentes para recordarles mi disposición a acoger a cualquier otra criatura necesitada de un hogar, y no cualquier hogar, sino uno donde se respeta el equilibrio de la vida y de la tierra y el mar.