P
erro. Victoria pensó perro y en el bar que había junto al portal del mismo edificio pidió un botellín de agua para los Alka-Seltzer. Era un edificio torcido de la calle Sant Pere més Alt, cercano al Palau de la Música, que debió de ser lejanamente señorial y resultaba ya sólo sucio. En la fachada, junto a la puerta, un pequeño buzón que seguramente a la madre polvorienta le resultaba coqueto repetía, bajo el nombre de una asociación, el lema «Su muerte, la nuestra». La culpa no es mía, se dijo la detective, ella mentó la bicha. Metió los dos Alka-Seltzers dentro del botellín, volvió a poner el tapón y otra vez: perro. El gas acumulado por las pastillas efervescentes le llenó la boca de burbujas rabiosas y reprimió un par de eructos. Aquella mujer merecía una dosis doble de antiácido y también merecía perro. No bastaba araña, por supuesto, no bastaban hámster, pollito ni paloma. Perro.
Victoria cogió el coche y tomó el camino hasta el cementerio de Montjuïc a través de la montaña, montañita, urbana, una de las vías con menos tránsito de Barcelona. Montjuïc es una colina-necrópolis, con su fascinante ladera calada de nichos que miran al mar, emperifollada con ángeles dolientes y vírgenes de acceso al otro mundo. El día estaba denso, brillante y húmedo hasta la asfixia. Algunos turistas militantes, muy pocos, se atrevían a subir a pie montaña arriba con sus mochilas a la espalda, sandalias atadas con velcro y disfraz de doctor Livingstone, supongo, desafiando el mediodía de agosto para llegar hasta el castillo, en la cima. Allí comerían un bocadillo contemplando una de las imágenes más bellas de la ciudad y bajarían satisfechos y aburridos a sumergirse en el cocido del centro urbano. Chup, chup, la bonita sauna callejera de suelo orinado y apretón monumental.
La vertiente sepultura de la montaña mira al puerto de carga y a la Zona Franca, de espaldas a la ciudad, tierra de nadie, de obreros vencidos, pura calima de aromas insanos. Así es la montaña de la ciudad, con una cara de castillo, palacio, palacete y museos que da hacia los barrios biempensantes y otra, perforada de muertos, a la zona industrial del sur, la triste, la de puerto y colonia fabril en desaparición. Victoria llegó hasta la explanada sucia que en otros tiempos fue el barrio de Can Tunis y esperó dentro del automóvil. Su muerte, la nuestra, volvió a repetirse sabiendo por qué estaba allí, aunque sin total convencimiento.
Era la primera vez que lo iba a hacer embarazada. No te preocupes, pequeña, se susurró hacia el vientre, no vas a notar nada, si acaso una sensación de desahogo, el necesario lavado a la rabia. Tú nunca como ella, petita, nunca como la virgen de las focas sacrificadas, santa madre de las desgracias lejanas, jueza de los comportamientos próximos. Se pasó la mano por la panza. No caerás en esas manos, no olerás el incienso del coño de esa malfollada capaz de llorar por una anchoa y reseca para nuestras chiquillas muertas. Encendió sin cargo de conciencia el primer cigarro del día.
Entre los cascotes que habían sido aquel nido de autoconstrucción denominado barrio de Can Tunis le llamó la atención una puerta que seguía en pie, en su marco, sin pared que la sostuviera. Estaba entreabierta. Pensó qué tontería, una puerta no es una puerta si no da entrada a nada. ¿Qué es entonces? Es la nada misma hecha objeto. El acento de la nada. Recordó cómo era antes todo aquello, una pequeña colonia de yonquis moribundos aislada del resto de la ciudad por una autopista urbana, una montaña-cementerio y el mar. Los yonquis… Recordar a los yonquis la llevó de nuevo a cagarse en la administración pública. La administración, la misma que gobierna el «amparo» de los hijos de padres descarriados, con el encantador apoyo de la OMS, había decidido declarar enfermos a los yonquis, convertirlos en enfermos. Ellos acuerdan el nombre, se dijo, nombran y modifican lo nombrado, de puto yonqui a pobre enfermo al amparo de la administración. Así que optaron por desmantelar aquel maravilloso gueto de muerte lenta que era Can Tunis, tan útil para todos, sobre todo para los ahora considerados enfermos, y dejaron que volvieran a instalar su miseria sin dientes en los portales del Raval, a dos pasos de su despacho, carne de patada y reclusión.
Eso sí, había resultado una medida muy beneficiosa para los amos hartos de perro. Al amor del camposanto y el puerto era fácil abandonar a la bestia y volver hasta casa por la ronda de circunvalación, «autopista mortal» la llamaría aquella estéril madre culpable de su excursión. A los perros les gustan los cementerios. A saber.
No tardó en aparecer el primero. Era el típico ejemplar de la zona. Sin raza, sin miedo y con la ferocidad justa que da el hambre. Lo que necesitaba.
A partir de ahí, la operación resultaba fácil. Salir del coche y sentir la descarga de adrenalina con el primer ladrido. El miedo a la bestia no se pierde, y tampoco eran tantas las veces que Victoria necesitaba perro. Un perro eran palabras mayores, un perro era el fruto de aquella demente defensora del mejillón salvaje, calva y blanda, la naturalísima peste del brócoli al vapor. Encararse a él, desafiado sin enfrentarse y moverle al ataque. Levantar el antebrazo izquierdo en el momento exacto, justo cuando el animal salta con las fauces abiertas, perdiendo saliva, con la lengua como un enorme filete de jamón cocido. Sentir el dolor duro de su dentadura en la carne, apenas un instante, disparar la mano derecha con el grueso machete de monte contra el gaznate del bicho y retirarse de un salto inmediatamente. Visto y no visto. Y respirar hondo, aún entrecortadamente. Visto y no visto. No hay que permitir que manche.
Sin embargo, observó al animal, vio cómo se acercaba mostrando las fauces y una inmensa pereza totalmente nueva, sorprendente, la dejó clavada en el asiento. En cualquier otra ocasión le habría bastado rememorar a la puñetera madre no-madre para volver a prender la rabia y salir a resarcirse, pero no merecía la pena. Un cambio, que no quiso asociar a nada, le dijo que si había rabia, adelante, pero que provocarla era una estupidez. Y se sintió mayor. Volvió a pensar en la mirada del joven agente, en las palabras de Jesús sobre las viejas roqueras, en el artículo del diario sobre la nueva masculinidad, y todo le resultó tremendamente cansado. Bah. Encendió el coche y calculó que le quedaban un par de horas de descanso hasta la entrevista con los abuelos de las crías. Desde el mar se acercaban unas nubes de plomo que presagiaban agua.
INSTRUCCIONES PARA MATAR A UN PERRO
E
n el caso de que usted haya decidido matar a un perro, debe tener en cuenta que resulta imprescindible usar un coche. Para matar a un perro es necesario elegir el lugar donde se refugian los perros descarriados que pasan hambre, las bestias que ya han perdido el miedo al hombre, huidas de toda posibilidad de perrera o bala. Normalmente cerca de un camposanto. Quien decida matar a un perro debe llevar consigo:
1. Un cuchillo carnicero de hoja media recién afilado o un cuchillo de monte.
2. Un guante de caza no necesariamente de neopreno. Puede sustituirse por un retal amplio de cuero o, si la necesidad es dura, un simple paño de cocina.
3. Un coche, lo dicho, para desplazarse.
4. Una botella de aguardiente.
Una vez localizado el lugar, y tras varias visitas de comprobación, detenga el coche a la vista pero en un ribazo, esquinado, de manera que las bestias sólo puedan llegar de una en una. En cuanto aparezca el ejemplar, cúbrase el brazo izquierdo (en caso de ser diestro) con el guante/trapo/retazo y plántele cara sin ferocidad. En las primeras experiencias puede facilitarle la tarea portar un filete crudo para tentar a la bestia. El animal atacará. En el momento en el que vea que ya el perro le gana el terreno, inicie un movimiento inquieto sin salida y largue un grito dirigido a nadie, al cielo, a su presente. Entonces verá que la bestia se anima, recula y salta. Ahí debe ser rápido. Levante el brazo izquierdo (en caso de ser diestro) e intercepte con él las fauces del canino a la vez que dispara su mano derecha armada del cuchillo contra el cuello en un movimiento de abajo arriba. Al hacerlo, debe arquear el cuerpo hacia atrás para no salpicarse. Sacuda en ese instante el guante/trapo/retazo con el perro asido y retroceda. Mírelo retorcerse mientras pierde la sangre suficiente para inmovilizarlo. Diríjase al maletero del coche, extraiga la botella de aguardiente y échese un trago criminal directamente de gollete.
—H
ola. Ya está.
—Bien. Gracias.
Genaro mira al cielo, que comienza a oscurecerse, y luego se mira las botas, sus botas blancas y negras de piel de serpiente. Piensa que la mujer pelirroja estaba durmiendo, que la ha despertado o tiene voz de sonámbula. Después de tardar tanto en decidirse a llamarla, no sabe qué decir. Al darle el número de teléfono ella le dijo que era solamente para él, para que él le llamara, y eso ha hecho.
—¿Puedo… podemos vernos? Me gustaría… Yo querría encontrarme con usted.
—¿Para qué?
—No hay dios —dice secamente el asesino a sueldo—. No hay dios, mujer.
Lo dice sin pensarlo y sin siquiera escucharse a sí mismo. Si lo hiciera, se daría cuenta de que su tono es el mismo con el que un adulto todavía joven le comunica a su hermano que vive en un país lejano que el padre ha muerto, y que ha caído entonces en la cuenta de que su muerte, pese a ser imprevista, era de esperar.
—Sí hay dios. No le ponga las cosas tan fáciles, no le allane el camino. No olvide el dolor.
—Yo tendría que verla. Estoy… No estoy…
Calla. La mujer tarda en contestar y Genaro vuelve a mirar al cielo. Al cielo de dios, de su dios inexistente, no al cielo de las nubes que empieza a soltar un chispeo de agua sucia que no va a mermar el calor sino todo lo contrario. En los párpados lleva marcados en rojo los tres días de insomnio que le ha costado resolverse a llamar. No quiere estar solo. Estar con cualquiera significa soledad, con cualquiera menos con ella, esa pelirroja que le pareció muerta y a quien ahora se siente ligado por el desgarro. La percibe parte de su intimidad, tremendamente. ¿Cómo decirlo? Es más, ¿cómo pensarlo? Genaro no piensa en esas cosas, pero actúa porque las sabe. O como si las supiera.
Después de cebarse en el calvo salió del edificio de la misma manera que había entrado, sin ningún obstáculo, sin cruzarse con nadie, ni guardaespaldas ni portero. Nada. Recuerda haber reproducido en aquel cuerpo todo lo que el verdugo no identificable había ejecutado sobre el de la pequeña de la grabación, absolutamente todo, paso por paso, metódicamente. Tiene el orden del dolor grabado a sangre. Él mismo es puro dolor, quién iba a decirlo. Recuerda su actuación lejanamente, como algo ejecutado por otra mano y entrevisto sin curiosidad. La grabación de la chiquilla ocupa todas sus capacidades.
—Él me estaba esperando. Estoy seguro.
—No necesitamos estar tan seguros siempre. La seguridad… bueno, usted, la gente sigue buscando las seguridades.
El claxon de un coche le recuerda que se ha parado en mitad de la calzada. En la acera de enfrente, algunas personas aprietan el paso ante la inminencia de la tormenta. Todo eso, y el hecho de caminar mirando hacia arriba, terrados, balconadas y cúpulas, le ha dejado instalada la sensación de estar en alguna ciudad extranjera a la que no recuerda qué trabajo le ha llevado. Echa a andar con pesadumbre. La única parte de su cuerpo que mantiene cierta tensión es la mano que sostiene el teléfono.
—El puto no dejó de sonreír ni un momento. Me esperaba y disfrutó con aquello.
—Mire, las cosas suceden de forma extraña por nuestra culpa. Siempre esperamos lo normal, y lo normal se convierte en normal porque precisamente copia aquello que esperamos. Pero eso ocurre pocas veces.
—Era como torturar a un mártir. Entiéndalo, el muy cerdo, un mártir entregado al dulce suplicio.
—Ahora mismo, si le digo la verdad, estoy saliendo de Indochina, de algún sitio parecido a Indochina. Y no sé qué pensar.
V
ictoria se dijo que eran ya muchos años viendo a hijos de puta, oyendo los argumentos podridos de los hijos de puta, asistiendo a cómo los hijos de puta razonan su condición, sus decisiones, sus dejaciones, como para no darse cuenta de inmediato de que aquellos dos eran unos jodidos farsantes, amén de católicos en falsete, fachas, mentirosos y adictos. Ella, a los calmantes, y él, al whisky de malta. Por ejemplo.
La detective se sentía viviendo pruebas duras. Primero la niña, su cadáver dolorosísimo, la violencia extrema. Después, la madre de acogida, que le pareció otra hija de puta en toda regla: perro. Y por fin, los abuelos, los puñeteros abuelos que habían sido incapaces de hacerse cargo de las criaturas, las suyas, las hijas de su propia hija, esa mujer con quien tarde o temprano acabaría encontrándose. Pensó que el asunto no había hecho más que empezar, porque también estaba pendiente localizar a la otra hermana o lo que quedara de ella, a esas alturas ya no lo sabía. ¿Qué perturbadora sorpresa me espera tras la niña número dos?, pensó mientras aguardaba a que el abuelo se sirviera un whisky con agua. Y se mordió la lengua rabiosamente por haberla numerado. La sangre sabe a metal, tópico pero cierto. Si uno no piensa, lo no pensado no existe, esa es la pura verdad, se dijo mientras veía cómo el hombre se demoraba con los hielos, retrasando el momento de enfrentarse con ella, probablemente por pereza, y también se dijo que la única manera en la que podía manejarse en aquel caso era sin anticipar los acontecimientos, sin jugar a pensar en lo que iba a llegarle. Uno no puede permitirse el lujo de jugar a imaginar el dolor o la muerte, bastante dolor y bastante muerte llegan sin ayuda. No podía hacer conjeturas sobre la otra niña, la hermana de aquel cuerpo sin uñas ni dientes. No debía hacerlas.
El abuelo, don Alejandro Sánchez de Andrade, ginecólogo reputado, había luchado a fondo para evitar su abuelidad. Apestaba a horas de gimnasio y sol, sol real, sol de cielo, no rayos de cabina. Vientre plano, espalda ancha, pecho en oferta de polvos memorables, polvos de acogida transitoria, manicura exacta, terno impecablemente sport. Y una hija díscola que ahora andaba por las calles, viviendo quién sabía dónde y con quién, después de perder la custodia de sus dos hijas, la compañía de su marido y el amparo de su familia, si es que alguna vez lo había tenido. Victoria se sintió entrando en el mágico mundo de los amparos familiares. De los desamparos, por lo tanto. Evidentemente don Alejandro Sánchez de Andrade no podía permitirse el lujo de esa mancha. Seguramente estaba convencido, además, de que no la merecía, de que el castigo de una hija como la suya estaba destinado a otro pecador. De ahí el whisky, pensó, aniquilador de los errores del destino veleidoso.