Las niñas perdidas (8 page)

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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Las niñas perdidas
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—Ya…

—Qué cosas, ahora no le cabrían a nadie en la cabeza, creo. Forman parte de otro mundo, de hace muchísimo más tiempo del que en realidad ha pasado. No sé, quizá sólo han desaparecido de mi mundo, no del mundo. Las tatas se sentaban en la terraza fea de la finca familiar. Así la llamábamos, la terraza fea, porque daba a la carretera general, en contraposición a la terraza bonita, que era la de los mayores. Carretera viene de carreta, ¿no?, qué palabra tan antigua. Dos kilómetros más allá estaba el cuartel de San Bernardino. Todos los reclutas pasaban por delante de las tatas, de las piernas con gruesas rodillas de las tatas, las batas demasiado levantadas. Tenían los muslos como de carne de bebé, eso me parecía. Ellas, al paso de los convoyes, se levantaban un poco más la bata, hasta que se les viera la punta en el triángulo de la braga o se les imaginara mucho. Y los reclutas gritaban como fieras, se reían y se tocaban la entrepierna.

—Mmm…

—Las tatas nos miraban a las niñas: «¿Vosotras sabéis lo que es un beso de amor?». Y yo que sí, poniéndome otra calcomanía en el brazo izquierdo. Era pecado, eso era un beso de amor, pecado del malo y era algo que después de pensarlo dejaba un incómodo sabor en la boca, aunque la calcomanía prestaba desde luego un buen refugio. Parecían tan mundanas, las tatas, tan listas, tan putas. Luego todas, ellas y nosotras, las niñas, cantábamos otra vez. Le voy a cantar a usted:

Con un cuchillito

de punta alfiler

le saqué las tripas,

las llevé a vender.

A veinte, a veinte,

las tripas calientes

de mi mujer.

17

TODO SE REDUCE A UNA BOTELLA VACÍA.

CUANDO TODO SE REDUCE A UNA BOTELLA VACÍA HAY QUE SALIR CORRIENDO.

AL EXTERIOR.

A BUSCAR UNA BOTELLA LLENA.

La periodista Victoria González se quedó embelesada ante la superficie blanca de la mesita de centro de su salón. ¿Por qué nadie bebe? Ya no era una superficie blanca, sino una superficie blanca con una leyenda en cuatro frases escrita en rojo puta que terminaba con una botella llena. Era evidente que no iba a poder utilizarla para las siguientes rayas de cocaína. Cuando pintas con carmín la superficie de una mesa, la inhabilitas para lo otro. ¿Por qué ya nadie bebe?

Agarró el pintalabios y sobre la pantalla del televisor empastó con mayúsculas:

5
MINUTOS.

Era el tiempo que se daba para encontrar una botella llena, sabiendo que el camello le había fiado, pero era más que improbable que lo hiciera el dependiente del Seveneleven de la Gran Vía. El tipo era paciente y dejaba que la periodista Victoria González, a quien veía aparecer por las mañanas en el canal local de televisión —aunque no sólo por eso—, robara de vez en cuando un número de
Private
. Una veinteañera robando ejemplares de
Private
es una golosina. De ahí a pasarle una de las botellas de ginebra que tenía detrás de su puesto en la caja, encerradas con llave, había un trecho. ¿Por qué
ya
nadie bebe conmigo?

Había algo que la periodista Victoria González siempre olvidaba y sólo volvía a recordar en el momento exacto en el que enfrentaba la cara del amable tipo de la caja nocturna del Seveneleven de la Gran Vía: era un padre de familia. ¿Por qué coño tengo que ir a elegir siempre este puto Seveneleven con un padre de familia al frente, el único Seveneleven de esta puta ciudad que no tiene a un cocainómano, o aspirante a, detrás de la caja nocturna, delante de las botellas encerradas?

—Hola, guapetón.

Una mamada rápida que descartó al instante cruzó por su cabeza. Padre de familia. ¿Dónde están todos los que ya no beben conmigo? Un hombre con mirada de buey enamorado custodiando las botellas era un mal negocio, así que recorrió las estanterías del local sin ganas siquiera de romper las cosas. Allí no había nadie más que ella, ella y el buey cándido. Volvió a maldecir su elección y cuando estuvo lo suficientemente lejos de la caja se quitó las bragas con un movimiento rápido, procurando que quedara claramente grabado en la cámara que vigilaba la nevera con pollos asados envasados al vacío como cerebros churruscados de vaca, tortillas de patatas con aspecto de esponjas de baño y lácteos líquidos para yonquis desdentados. El tipo vestía el uniforme gris y naranja de los Seveneleven: un pantalón gris de pinzas claramente inflamable, una camisa blanca con rayas naranjas y una cazadora de tergal naranja con bolsillos al bies. Victoria González se acercó hasta quedar pegada a él, detrás del mostrador. Con una mano, le acercó la cabeza hasta poder susurrarle una despedida al oído mientras con la otra le metía las bragas en un bolsillo. Luego, salió y no paró hasta llegar al portal del comisario Toni Estella.

—¿Me das algo de beber?

El portero automático tardó más de lo acostumbrado en abrir la puerta. Lo que pasó después, Victoria no lo pudo recordar jamás, ni por supuesto se había atrevido a preguntárselo a él, pero aquél fue su último encuentro íntimo tras cerca de un año tormentoso y desatado.

ϒ

Aquel día, en la terraza del bar Canadá, patatas bravas, calamares, tortilla española, bombas picantes, el comisario parecía un resto abandonado por la riada a la sombra insuficiente de un toldo cortesía de Coca-Cola, brillante de sudor, con la camisa abierta, como siempre sin corbata, y la americana colgándole a ambos costados. Habían pasado doce años y a Victoria todavía le resultaba atractivo. Estella conservaba cierto paletismo español de interior que chocaba con su aspecto de alemán alto, arrubiado y con una madurez elástica. Guardaba un paleto con nostalgia de cigüeñas, riachuelos y sombra de chopos que desarmaba a la detective. Eso, y el recuerdo de aquellos tiempos en los que ella metía bragas en los bolsillos de los dependientes bovinos y aullaba semiinconsciente debajo de aquel cuerpo.

—En el Guinardó un hombre ha matado a su madre con un hacha, un hacha de monte, de las de cortar madera, si es que alguien sigue cortando madera en el monte. ¿Te lo puedes creer? Un hacha en medio del Guinardó… —hablaba sin mirarla, como siempre que se encontraban, al principio. Le costaba trabajo o le despertaba la pena contemplar a Victoria, volver a entablar alguna relación con ella, cualquier tipo de relación.

—Las putas de mi barrio ahora son negras, me juego la teta derecha a que ninguna llega a los dieciséis y están en guerra con los travestís porque se llevan de calle a los turistas rubios, a los que están forrados. —Imitó el tono que Estella había utilizado—. Negritas menores en cada esquina para el turismo de bajo coste. Y esto, ¿te lo puedes creer tú?

El comisario nunca sonreía. Se pasó la mano por la barba bien afeitada, la piel blanca de alemán de la meseta, y pidió otra Coca-Cola «poco cargada», o sea otro ron con Coca-Cola.

—¿Te acuerdas de aquel tipo de Vallvidrera, el de la distribuidora que apareció hecho un cristo en su despacho hace un par de semanas? —Por fin se volvió hacia la mujer pero evitó sus ojos. Ella no se acordaba.

—Define «hecho un cristo» —le respondió por decir algo.

—Hostias, Victoria, hecho un cristo es hecho un cristo, destrozado, masacrado, con unos tajos más o menos tan increíbles como la presencia de un hacha en la Rambla de la Montaña del Guinardó. No estoy para juegos hoy.

—Desde luego, los ricos se apuntan a todas las excentricidades. Hay que ver. Pero sigue, porque no me acuerdo del caso.

—El caso es lo de menos. Un hampón de no te menees, de los de oscuros negocios y seguridad privada al que alguien, seguramente en un ajuste de trapicheo negro, le dio un repaso digno de constar en los anales de la tortura más creativa. Sólo te digo que para llevarlo al forense tuvimos que recoger del suelo sus pedazos y no nos salían las cuentas.

—Jodeeer. Creo que el consumo de cine gore está afectando a los modos de la delincuencia de esta ciudad, comisario. No sé qué será lo siguiente que te vas a echar al cuerpo, pero te aseguro que no necesito que me lo cuentes. Bastante tengo con lo mío.

—Por eso mismo te lo estoy contando, Vicky,
por lo tuyo
. —El uso del apelativo Vicky significaba que ya volvía a estar la relación establecida, y que el primer ron con Coca-Cola, que quizás era el segundo, empezaba a hacer efecto—. Resulta que el local aquel en el que encontramos el cuerpo de la hija de la Sánchez de Andrade está a nombre del fiambre, del calvo hecho picadillo.

—Y eso quiere decir que…

—Eso no quiere decir nada, en general. Pero en particular significa que esto apesta. Podría ser que un pez gordo tuviera tantos garajes, trasteros y almacenes que se le descuidara uno y fuera justo el que escogieran los violadores sicópatas de una niña y que luego resultara que, oh casualidad, al pez gordo alguien le quisiera mal y le hiciera mucha pupa. Podría ser pero no nos lo creemos, ¿verdad?

Toni Estella había hablado con cansancio y con cariño, pero Victoria se puso rígida porque lo último que necesitaba aquella mañana era más dolor, más sangre, más malos en su historia y que el caso se le retorciera hasta el punto de mezclar una niña violada sin uñas ni dientes con un gordo calvo troceado. O sea, que bastante tenía con una muertita y el fantasma de la otra como para tener que ponerse a hurgar entre los despojos de un villano que atufaba a dolores mayúsculos. La mano se le fue a la tripa, no pasa nada, pequeña, no te asustes, nos mantendremos frías y a distancia.

—Dime la verdad, Vicky, ¿qué buscas en todo esto?

El hombre se agarró al gesto de la mano para cambiar su estilo de «comisario Estella» al estilo «Toni» y ella volvió a aquella noche en la que todo se rompió para borrarla de un cabezazo turbio.

Vale, pensó, ¿qué busco? ¿Qué busco
exactamente
? ¿Es por la pasta? Sí, en gran medida es por la pasta, pero eso era al principio. Luego ya no. Joder, 30.000 euros caídos del cielo, pongamos que una aportación anónima a la causa de mi candidatura a madre, en la que nadie, ni siquiera el bueno de Jesús, tiene mucha confianza. El primer encargo anónimo de mi carrera, y con un pastón por delante. ¿Caben remilgos? Ni uno. Un encarguito raro, se tuvo que admitir. La nota le contaba de dos niñas desaparecidas, dos hermanas, y no la instaba a encontrarlas, o al menos no directamente, y eso que por el capital recibido ella no sólo estaba dispuesta a encontrarlas, sino que podía haberlas reeducado en un intensivo revolucionario sin competencia, pero estaba claro desde el principio que no se trataba del SOS de unos padres con niñas descarriadas. Era más complicado. «¿Quiénes son los culpables de todo esto, en un sentido amplio?» Ésa era la pregunta, según la carta, a la que Victoria tenía que responder a cambio de los 30.000 euros. ¿A quién?, se preguntó al leerla, ¿a quién tengo que responderle esta pregunta? Para empezar correctamente tuvo que admitirse que no tenía ni pajolera idea de qué sujeto requería sus servicios y también que estaba dispuesta a trabajar en esas condiciones de forma extraordinaria. Sólo le daban unos cuantos datos: los nombres de las niñas, Andrea y Josefa Rebollo Sánchez de Andrade, una foto de cada una de ellas con su nombre escrito detrás, los datos de una madre de acogida en cuyas abnegadas manos suponía que las había depositado el juzgado de turno y el emplazamiento a próximas comunicaciones escritas. Nada de internet, nada de mails: un sobre acolchado, un folio, caligrafía perfecta y los billetes, todos nuevecitos, uno encima del otro. Sin sello, depositada en su buzón directamente por la mano que suponía iba a dirigirla en los días siguientes. Eso para empezar. Y para seguir, otra pregunta: ¿a qué se refería el contratante cuando escribía «todo esto»? Le pedía que descubriera a «los culpables de todo esto». Ahí es nada, pensó, y encima habla de los culpables «en un sentido amplio». Calma, se dijo entonces, mucha calma, Victoria, que
esto
no ha hecho más que empezar y todas las palabras irán llenándose de sentido.

La primera niña aparecida, la muerta sin uñas ni dientes, ya le dio la pista de que la cantidad recibida a lo mejor no era tan desorbitada como ella había creído. Tuvo que admitir que no es lo mismo un secuestro paterno, pongamos por caso, o la investigación sobre una madre de acogida fulera, que hurgar en el asesinato y tortura de una chiquilla de tres años. Joder, no es lo mismo, se dijo, y por ahí va lo de que la pasta, con mi tripa, una panza llena de niña con sus huesitos, sus pequeñas vísceras en formación, el tumb, tumb, tumb del minicorazón dale que te pego, etcétera, hay ciertos sembrados que hieden y tienen en la entrada un gigantesco neón multicolor de no pasar.
NO PASAR
, parpadeaba,
NO PASAR
. Pero treinta mil. Ah, treinta mil… Diez veces más de lo que solía cobrar por mover el culo. Por esos treinta mil se había decidido a patear elegantemente el cartelito sobre el estiércol, ésa era la verdad y luego, con los pies ya en la mierda, la verdad se le había complicado.

Victoria dejó que su mente siguiera. Tú preñas y te dices, todo va bien, ya es tarde, tengo una edad y si no tiro adelante ahora me quedo sin descendientes. Tonterías, tonterías y mucha literatura. Tú preñas y tienes dos opciones en las que participa muy poco la cabeza: que la tripa siga su curso o cortarle el rollo. Hay veces en las que lo último no tiene discusión, se corta el rollo. ¿Por qué? Quién sabe. El adminículo delator te da positivo y en el momento exacto en el que lo tiras a la basura sabes que el siguiente paso es pedir hora para deshacer el entuerto. Con o sin ayuda. Con o sin compañía. Con o sin corresponsabilidad. Con o sin. En mi experiencia, siempre sin. Pero hay otras veces, es obvio en mi caso, en el que tiras el puto adminículo a la papelera del baño y dices hum… Y, ¡ah! ese hum, ese hum es ya tu perdición. No hay que pensar, no al menos a cierta edad. Hum quiere decir mañana ya lo decido, y esa noche bajas la guardia y a la noche siguiente te descubres fantaseando tiernos abrazos, y si eres lo suficientemente lista sales corriendo y te agarras un colocón de los que hacen época para poder utilizar la excusa de que aquello que está en la tripa ya ha sufrido una intoxicación irrecuperable y que hay que darle matarile cuanto antes, porque es ya un desecho. Pero si en lugar de ponerte hasta el culo de todo lo tóxico que puedas trajinarte te descubres con una taza en la mano, sea lo que sea que lleve esa puta taza, caldo, té, café con leche o agüita del grifo, has de tener claro que te está mandando de una patada en el culo al blandengue universo de las madres abstinentes. O sea, que en principio, esos billetes del sobre me han hecho ponerme de estiércol hasta la ingle, pero en realidad esto es lo que es, la contribución del dios de las madres insomnes a mi inconsciencia, y como tal tengo que admitirlo. Voy a parir, está decidido y no hay vuelta atrás, bien está pues que alguien se ocupe providencialmente de que no me convierta en una madre desasistida y mendicante. Desde luego, por otra vía no iba a venir la subvención…

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