Las niñas perdidas (11 page)

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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Las niñas perdidas
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Lentamente avanzan por la autopista urbana bordeada de tristes edificaciones levantadas sobre peluquerías de extrarradio y boutiques con nombres como Modas Mary o Puri o también Gyna's. Ya todo es gris hormigón y negro hormiga, excepto un túnel de lavado azul piscina y la lejana torre de un nuevo centro comercial para inmigrantes de consumo básico.

—Colega, me dejas en la puerta principal del centro comercial Nueva Vida, te doy cincuenta pavos y me esperas. ¿Está todo claro?

Genaro ya se rebusca en los bolsillos y saca un fajo de billetes que eriza todas las ganas del taxista. ¿Por qué no?

—Oye, tío —en el retrovisor, los ojos del joven esfuerzan complicidad—, te hago una pregunta sin que te cabrees, ¿vale?

—Hombre, el chófer ha hablado, qué novedad, colega, creía que venía con un chófer mudo. Dispara, colega, dispara rápido que voy con prisa.

—Nada, que si vas a pillar algo, lo que sea, a ver si me puedes pillar algo para mí, y te lo pago y no hace falta que me dejes la pasta, que te espero…

—¡La hostia! Tú no me pagas nada. Yo cuando venga te digo lo que llevo, sin problemas, tío, sin problemas. Pero ¿tú crees en Dios o no?

—Joder, sí. Yo qué sé, creo que sí, pero sin rezar ni nada.

Media hora después, Genaro entra y ya es otro: duro, largo y flexible, puro junco rematado en negro. Lleva encima 25 pastillas diversas, 50 dosis de un gramo de cocaína que contienen cada una, aproximadamente, un 30 por ciento de cocaína y el resto en glucosa, paracetamol y laxante, diez dosis de cristal puro y un revólver de quinta mano, el alma en vilo y los párpados violetas.

—Arranca, colega. —Le alarga un par de gramos de cocaína y dos pastillas al azar—. Déjame donde me has recogido, por el trayecto más corto, a tomar por culo la Meridiana.

El sol ya ha desaparecido detrás del hormigón, pero aún falta una hora larga para que oscurezca del todo. Por la avenida Meridiana, cinco filas de trabajadores acondicionados apenas avanzan.

22

C
uando Victoria empezó a tratar con él, el Conseguidor todavía era el Santo, y en el barrio todo el mundo conocía al Santo. Desde siempre. Llegados a cierta edad, el Santo era el que estaba más arriba, el que podía conseguirlo todo, el que movía los hilos, la referencia, aquél con quien sólo trataban quienes manejaban el cotarro en Viviendas Nuevas, los más duros, los músicos, los camellos, los montadores de escenarios, los libertarios punkis, los dueños de los locales oscuros, los moteros y las chavalas con más piernas, más labios, mejor culo. En un barrio donde el trabajo es un torno de extrarradio, la madre sobrevive agarrada a una fregona y los once son una buena edad para empezar a cargar el pitillo con polen, dios tiene forma de camello con un par de lecturas. El Santo, dos metros de largo, flaco como un perchero e inclinado, melena lacia color miel, melena de niña suave y dentadura del infierno. El Santo, ojos de ámbar, uñas marfileñas, dientes amarillos, hombre correoso color tabaco, piel lisa de cuero brillante tensada por dos pómulos como albaricoques maduros. En el barrio de Viviendas Nuevas se hablaba del Santo como en otros lugares se habla del arcángel san Gabriel o de Ernesto Che Guevara, colocándolo entre las figuras familiares en la estantería del salón pese al miedo de la madre, desafiando al padre. El Santo irrumpía en las familias de Viviendas Nuevas de la mano de la adolescencia del primer hijo, y llegaba para quedarse.

Un día Victoria volvió al barrio y el Santo ya era el Conseguidor. No le extrañó. El Santo ya no era el Santo, y el barrio ya no era el barrio.

No hacía ni un mes que la detective había acudido a ver al Conseguidor y se lo tuvo que pensar mucho antes de volver. Dos veces en el mismo mes tras más de diez años sin encontrarse le parecía demasiado. En aquella otra ocasión fueron la rabia y la confusión de su preñez reciente las que la llevaron hasta la puerta de su pasado. Sucedía que alguien le había cortado la mano al mítico John
Slowhand
Clairbone,
su
mano, la que ella sentía que le pertenecía, la que había puesto música a su adolescencia y su juventud, la mano con la que Slowhand tejía aquellos solos de guitarra a cuyas cuerdas Victoria se agarraba colgada del último ácido para subir al cielo. Sí, al cielo, y no pocas veces junto al Santo, que ahora ya no era el Santo. Sucedía que al viejo roquero le habían rebanado la mano un mes antes en un concierto en Barcelona y Victoria había explotado. Se tomó el asunto como una agresión, a su historia y a sus modos, y se lanzó a la calle acompañada de las protestas de Jesús a descubrir al hijo de puta que se había encaprichado por aquella mano para su colección personal. Creyó ver en todo aquello un ataque a su vida, a su pasado, lo ligó a la frustración de edad y barriga, y acabó en casa del Conseguidor. Pero el asunto era más patético, porque no había coleccionistas y demasiado tarde se dio cuenta de que estaba haciendo el ridículo y, para colmo, no iba a cobrar un duro por todo aquel desatino. Se había dejado llevar por el dolor y la perplejidad, y la equivocación la había llevado hasta las fauces del Santo, que ya era conocido mucho más allá de las fronteras del barrio y de Barcelona como el Conseguidor. Se juró a sí misma que una y no más, que no volvería. Evidentemente, se equivocaba.

Aquel mediodía decidió recorrer en autobús urbano la distancia que separaba el Hospital de la Santa Creu i Sant Pau de su barrio, por disfrutar del trayecto. Las Viviendas Nuevas quedaban siempre lejos de todo. Eran la frontera de Barcelona por el norte, la mismísima raya, zona obrera, ni siquiera fabril, dormitorio sobre la autopista de salida de la ciudad hacia la zona más gris del área metropolitana. Antes, cuando sus veinte años, bloques con pisos de cuarenta metros cuadrados en los que nunca funcionaba el ascensor, no se recogían las basuras, refugio de los yonquis del lugar y de los que tenían allí sus camellos habituales. Ahora, a sus casi cuarenta, tras el bajón en la heroína y los años de buenos sueldos, las Viviendas Nuevas se habían convertido en el nido de los inmigrantes últimos, un híper de la coca más rastrera coronado por el centro comercial Nueva Vida, neones circulares, hamburgueserías, reggaetón, pantalones elásticos blancos y vientres con tres tripas superpuestas al aire.

—Mi reina. —El Santo no consiguió que la sorpresa pareciera real—. Algo tremendamente bueno debo de haber hecho, sin duda algún error en mi infame existencia, para merecer este premio.

—Sí; yo también me alegro de verte, ¿puedo? —preguntó Victoria señalando con la barbilla el interior del piso.

—Sabes que no soy digno de que entres en mi casa… la frase no es mía, desde luego, pero por favor.

Victoria entró. No podía soportar el olor de aquel extraño piso. ¿Cómo era posible que tras todos los años pasados, más de dos décadas desde la primera vez que pisó aquello, aún conservara el tufo a rancio de cuando no era más que un gran almacén de cemento bajo el terrado?

—Un hijoputa calvo gordo adicto al opio y a las niñitas —soltó a bocajarro—, muerto y troceado como un cerdo. ¿Te dice algo?

—Me dice, querida, que incluso pronunciando las palabras más desagradables sigues resultando la mujer más bella sobre la tierra.

Victoria se tocó la tripa —un momento de nada, pequeña, un par de minutos— para dejar claro cuál era su estado. Un mensaje.

—Reina, ni lo intentes —atajó el hombre—, el día que llegues sin piernas, arrastrándote y seca como una bota viuda te seguiré deseando, ya lo sabes.

Pero el Conseguidor no deseaba nada. Lo tenía. Había empezado, en aquellos otros tiempos, los tiempos en que aún era el Santo, trapicheando con todas las drogas conseguibles y con las que no. El único proveedor de opio de Barcelona. Era flexible y esa fue su fortuna. Cuando las chavalas no tenían con qué comprar, él aceptaba que le pagaran con algún numerito sexual, polvos largos, complicados, ansiedad en desarrollo. Polvos sin apenas humedad, máquinas de conseguir. Pasó a grabarlos, y después montó la habitación del espejo. Las parejas más sucias y los hombres aquellos que llegaban duros como tablas sabían que, además de lo que fuera que desearan, podían quedarse detrás del espejo, en la habitación contigua, a observar aquellas hazañas de consoladores enrevesados y disfraces de látex en las que adolescentes principiantes en la aguja fingían contorsionarse y se dejaban hacer, dejaban que las cosas sucedieran sobre ellas. Consiguió una buena clientela. Después, lo demás. Todo, absolutamente todo lo que no circulaba por los canales legales, y lo que uno no se podía imaginar, los caprichos más inconfesables, se vendían en aquel piso de arrabal.

Victoria luchaba por no recordar todo aquello, su participación.

—Venga ya, Santo, no tengo ganas de jugar.

—Juguemos, pues —dijo el Conseguidor, y de detrás de algún lugar pero como si no hubiera salido de ningún sitio apareció una jovencita menuda y perfecta con una bandeja de plata, y sobre la bandeja, dos minúsculas copas talladas y una botella del mismo cristal llena de un líquido ambarino.

—No valen trampas. —Era extrañamente asombroso el perfecto flequillo negro y recto que caía a peso sobre los ojos de la chica dejándolos a oscuras, su cuerpo sin curvas, sus minúsculas uñas pintadas de un rojo que brillaba más allá de la luz, uñas como lamparillas minúsculas. Y pensó es una menor. O es una muñeca.

—Nada de trampas, mi reina, sólo buen licor y mi más absoluta entrega.

Cuando Victoria quiso darse cuenta, la chica había desaparecido y volvía a estar a solas con el Conseguidor, que se había sentado contra la luz de la ventana.

—¿Cuánta gente mueve opio en esta ciudad, Santo?

—Nadie que yo no conozca, alteza, nadie que tú no puedas conocer. ¿Estás probando nuevos caminos a la perfección?

—Quiero saber quién era el calvo muerto.

—Ya veo, nuevos caminos a la muerte, no está mal, como vía no está mal…

—Mira, Santo, he visitado el lugar donde una niña pasó un paquetón de horas, y un minuto ya sería demasiado tiempo, donde le hicieron cosas que no quiero saber y donde murió en una agonía de vómito. Pero esa es sólo una de las dos niñas a las que busco. Me falta su hermana. Si no me equivoco, su cuerpo estará ahora en un lugar semejante a aquél, espero que muerto, porque así habrá cesado su sufrimiento.

—¿Y yo qué tengo que ver con esos tremendos sucesos, vida de mi vida, luz de mis oscuridades?

—No lo sé, Santo, no lo sé, pero sí estoy segura de que sabes a qué me refiero.

—Qué mala imagen tienes de mí, amada, qué terrible.

—Te equivocas, no es por la mala imagen que tengo de ti por lo que vengo a verte, sino por la buena. Tú controlas estas cosas, tú consigues lo que ellos piden, y me estoy refiriendo a las sustancias, porque prefiero no pensar más allá.

—¡Pero veo que mi reina no bebe!

Victoria volvió a tocarse la tripa. Le apetecía una copa, le apetecía terriblemente una copa, y no sólo una copa, desde antes de entrar en aquella casa, desde que bajó del autobús y puso el pie en el barrio y tuvo que decírselo en voz alta para acordarse de que no quería nada, de que no iba a comprar nada, de que no estaba allí como consumidora de las mil maravillosas sustancias que aquel barrio y su memoria guardaban para ella.

—No, yo no… —Fijó la vista en el cielo, que atardecía despacio más allá de la cabeza del Conseguidor. Supuso que serían las nueve de la noche y no fue capaz de calcular en qué había perdido tanto tiempo. Sí recordó que no había comido nada en todo el día.

—Ya, preciosísima, ya sé, su alteza va a ser madre. Es emocionante, claro. No te negaré que me siento conmovido, quién iba a suponer. —El Conseguidor cogió con delicadeza una de las pequeñas copas, un recipiente como llegado de algún palacio antiguo, la llenó de licor y se la acercó a ella lentamente—. Pero esto no dañará a la hija ni a la madre, mi diosa, no temas.

Victoria la cogió y jugó con ella un rato. A medida que bajaba la luz exterior, la oscuridad iba dibujando con más claridad los rasgos del hombre. En aquella penumbra, el Conseguidor parecía una máscara india, pensó, o la momia de un dios todopoderoso resucitada. Bebió. Estaba sentada en una sencilla silla de madera frente al hombre, a cinco metros de distancia. La distancia era imprescindible, hacía muchos años que no tocaba al Santo, ni un roce, había entrado en la casa sorteándolo y ni siquiera cuando él le tendió la pequeña copa sus dedos se encontraron.

Llevaban algunos minutos en silencio, cada uno esperando al otro, y justo cuando parecía que la luz del día iba a extinguirse definitivamente, una explosión de brillo en amarillo, rojo, verde y rosa chicle entró por la ventana y volvió a convertir el rostro del hombre en una mancha oscura sin accidentes. El Conseguidor sí pudo ver el gesto de alarma de Victoria y soltó una carcajada que no hizo más que aumentar el susto de la detective.

—Ah, mi reina, no estabas avisada… Te presento la última novedad en majadería total. —El hombre señaló vagamente con la mano tras de sí sin volverse—: He aquí el gran centro comercial Nueva Vida, que ilumina mis noches y las de los pobrecillos desgraciados que pululan por sus alrededores. ¿No es maravilloso?

Detrás de la cabeza del Conseguidor, a la derecha de la gran ventana industrial, se alzaba una torre alta y redonda con almenas, toda ella rodeada por anillos de neón amarillos, rojos, verdes y rosas chicle. El parpadeo de aquel despropósito iluminaba el interior del salón intermitentemente dándole un aire de verbena siniestra. Victoria no pudo evitar pensar en el uso que aquellas luces indirectas podían tener en los actos que allí dentro sucedían. ¿O ya no sucedía nada allí dentro?

—Mi vida es tranquila ahora —respondió él a sus pensamientos—, tengo todo lo que necesito, y necesito tan poco… únicamente lo que necesitan los demás.

Victoria acabó su copita.

—El calvo, Santo —insistió con impaciencia—, dime algo del gordo.

El Conseguidor la miró a los ojos largamente, recompuso su cara en cara sin gesto, viajó hacia dentro de sí mismo petrificado durante interminables minutos recortado contra los colores comerciales y de golpe, como fulminado, sin mediar palabra, se dejó caer al suelo, a sus pies, con toda su envergadura inclinada hacia las rodillas de la mujer, que se cruzaban bajo la panza. Ella no se movió, pero sintió cómo el bebé saltaba en su interior. Supo que no tenía que mover un músculo y mantuvo la cabeza alta, la mirada perdida en la ventana. Tumb, tumb, tumb, el corazón doble en su seno. La vivienda del Santo estaba montada en el espacio al estilo de un almacén que coronaba el bloque de viviendas de extrarradio sin que se supiera con qué finalidad. Los largos ventanales apaisados ofrecían una imagen desalentadora de las poblaciones que lindaban por el norte con la ciudad, bloques, más bloques, algunos montes pelados y un río moribundo y tóxico. Sentía la presencia del hombre ahí abajo como la de un animal salvaje que se acerca a la hembra, lo sentía sin miedo y con reverencia. La transformación del Conseguidor podía olerse, era una bestia, respiraba como respiran las bestias, era así de grande y también así de peligroso. Ella sólo pensaba no me toques, no se te ocurra tocarme, si me tocas te mato.

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