Las niñas perdidas (15 page)

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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Las niñas perdidas
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—Dame su dirección.

Victoria pasó por su casa para comprobar que Jesús seguía bajo los efectos de los dos somníferos que le había obligado a tomar y se dirigió a casa de su madre sin pararse a decidirlo. En la anterior visita al Conseguidor se le había quedado pendiente ir a verla, ya que estaba en el barrio. De nuevo el autobús, de nuevo los cambios y de nuevo la sensación de que el barrio era otro, ella era otra, el Santo era otro y su madre, quizá sólo ella, era la misma.

Uno, dos, tres… veinticinco, veintiséis… cuarenta, cuarenta y uno… ¡y ochenta y siete! Los ochenta y siete escalones de su infancia, de sus castigos con el plato frío entre los pies, de sus primeros besos desabridos, de los toqueteos adolescentes. Los ochenta y siete putos escalones empapados en col hervida, berza para caldo, desinfectante y desconchones donde aprendió a morderse el labio para no gritar Hijo de puta, eso duele.

Llamó un par de veces sin mucha esperanza mientras sacaba las llaves del bolso y entró. Definitivamente hay barrios —y las Viviendas Nuevas ganaba en eso— en los que los olores permanecen, se pegan a las paredes, a la triste tapicería raída del único sillón frente al televisor permanentemente encendido, a las cortinas marrones y naranjas; al alma triste de sus mujeres con las manos abrasadas por la lejía. Asomó la cabeza al pequeño salón sabiendo lo que había. Se acercó, le quitó el cigarrillo apagado de entre los dedos sin pensar en nada concreto y se sentó frente a su madre en una silla coja.

Inevitablemente, le vino a la cabeza la imagen de la evanescente señora de Sánchez de Andrade recostada entre tules blancos. ¿Qué fue lo que lanzó tan lejos a su hija Adela como para no volver a encontrarse? Para empezar, saber que no la necesita, o sea, que se lo puede permitir. Estos ricos no necesitan a sus hijos, pensó, ya me gustaría a mí saber si habría sido capaz la joven Adela de salir corriendo dejando atrás a una madre abandonada. Pero la Sánchez de Andrade no estaba abandonada, ella tenía a su atlético marido, los whiskys compartidos, el club de polo, las amigas, los viajes, la chacha que limpia, la chacha que plancha, la chacha que cuida a los críos. Se imaginó sus manos inmaculadas, su piel inmaculada, su puto culo inmaculado. Pensó en la posibilidad de borrarse, de desaparecer, y sólo concluyó que no sabía si su madre había sido una buena madre. Sencillamente había sido, era su madre. A veces a palos, como en todo. Nunca había juzgado a su madre, ¿por qué juzgaba entonces a la de Adela? Su madre bebía desde que ella se acordaba, a veces caída en mitad del pasillo, a veces muerta con zapatos sobre la colcha sucia de la cama. ¿Y qué? Nunca había juzgado a su madre, era su madre y era así. Pensó entonces, y eso era nuevo, que probablemente no era normal no haberla juzgado, que todas las hijas juzgaban a sus madres y que a lo mejor si ella hubiera hecho lo mismo, si se hubiera enfrentado a sus cogorzas, su madre podría haber cambiado, pero desechó esa idea. Seguramente por eso le resultaba tan cercana, tan comprensible, Adela arrebujada en un rincón del salón al borde de la inconsciencia, y de repente se imaginó a sí misma de pequeña, de muy pequeña, meada y cagada como decían que habían encontrado a las hijas de Adela y le sorprendió que esa imagen no le molestara demasiado. Indulgencia de hija. ¿Amor? Quién sabe. Costumbre, seguro. ¿Cuántas veces hay que encontrarse a una hija meada y cagada y hambrienta para decidir que su madre es incapaz? ¿O hay algo más? ¿Qué hay en esa Adela refugiada en los jardines del Hospital, una Adela que tiene casa, que está al corriente de sus pagos, cuyas cuentas le permitirían vivir como una persona normal? ¿Qué funciona «raro» en su cabeza? De nuevo no pudo evitar la misma conclusión: para empezar, lo hace porque se lo puede permitir. ¿Sabes qué, tía?, pensó, ¿sabes qué, Adelita de mierda? Que mecagoen tus muertos, y nunca mejor dicho. Que mecagoen tus risas de niña bien y tus tonterías. De paso, se cagó también en el puto culo intacto de la madre de Adela, y de un ronquido, la suya abrió los ojos.

—Hola, hija, ¿cuándo has llegado? Me he quedado frita…

La madre de Victoria se incorporó del raído sofá donde yacía como si la mano de un titiritero invisible tirara sin ganas de los hilos de un esqueleto mal cubierto.

—Un día de estos te vas a morir quemada.

La madre se miró los dedos amarillentos de los que Victoria acababa de retirar el cigarrillo. Se encogió de hombros y echó la mano al suelo para alcanzar un vaso mediado que había dejado junto al sillón. Lo vació de un trago y dejó escapar una tosecilla animal.

—¿Comes? —le preguntó Victoria.

—¿Y tú, cariño, cómo te encuentras? —Le miraba la tripa intentando sonreír.

—Bien, mamá, yo estoy bien.

—¿Qué tal en el periódico?

—Bien, mucho trabajo —mintió, como siempre.

—¿En qué andas ahora?

—Ya sabes, mamá, lo de siempre, investigación, jueces corruptos, policías hijos de puta…

—Así me gusta, hija, dale fuerte a los hijos de puta capitalistas, ¡fascistas de mierda!

—Ya. Mamá, tienes que comer más, pareces una calavera.

Lanzó una risa ronca.

—Soy una calavera.

Su madre acumulaba todos los fracasos imaginables: amor, política, lucha, vida. A su madre le había fallado el marido, nunca sirvió para esposa; le habían fallado los amantes, que siempre desaparecen, y también los compañeros, amparados en distantes construcciones familiares. Le había fallado el partido, le habían fallado las asociaciones, le había fallado la revolución, ja la revolución, y hasta la URSS y el Frente Sandinista le habían fallado. Apostó mal, pensó Victoria, y ahora quién sabe si se para a mirar todo aquello y a mirarse, o sencillamente va ahogando la amargura en el sillón. La vieja se levantó con dificultad y rebotando entre las paredes del estrecho pasillo llegó hasta el baño sin sospechar, ni importarle, que cuando salga su hija ya se habría ido. Victoria ya tenía una dirección a la que ir.

31

—¿
H
as llamado ya a tu hermana?

El Alemán apesta. Sigue bajo los soportales que hay frente a la casa de Adela. Se ha quedado a vivir allí, porque le da igual un sitio que otro, porque está a cubierto y porque sabe que, teniendo a Genaro cerca, le irá cayendo de vez en cuando algo que echarse al cuerpo.

—No me jodas, Alemán, no me jodas.

—¿Por qué me dices que no te joda?

—Por no decirte que apestas a mierda, colega. —El Alemán le mira con su cara de niño gigante un poco retrasado, los ojos muy abiertos—. Que no, joder, que no la he llamado. Mañana por la mañana la voy a llamar, ¿te enteras? Hoy ya se ha hecho tarde. Joder, me he levantado casi de noche. Estoy colgándome, Alemán, me estoy volviendo majara, esa puta cría me va a matar.

—¿Tu sobrina?

—Qué coño mi sobrina, joder, que no te enteras nunca, Alemán, qué coño mi sobrina… la otra cría, otra cría que tú no conoces ni conocerás, colega, porque la tengo aquí —Genaro se da una palmada fuerte en la cabeza, contra la sien—, se me ha quedado a vivir aquí dentro y me está volviendo loco.

El Alemán se encoge de hombros y, viendo que esta vez no hay botella por medio, vuelve a acomodarse entre sus cuatro perros pulgosos. Genaro da vueltas acelerado en torno a él.

—¿Sabes una cosa? Aún estoy en forma, Alemán. Aún tengo cuidado con el grifo de la bañera, y dejo la tele encendida y ese tipo de cosas, pero en una de estas… Mira mis botas.

—¿Qué les pasa a tus botas?

—Joder Alemán, el blanco es blanco y el negro, negro. ¿Te parecen las botas de alguien que ha perdido la cabeza?

—No. Son tus botas de siempre.

—Pero ¿te parecen las botas de un yonqui o de un vagabundo?

—No. Me parecen tus botas de siempre.

Genaro cierra los ojos con fuerza y sacude la cabeza negando algo que sólo él conoce.

—¿Qué te pasa, amigo? —pregunta el Alemán.

—No sé, colega, no lo sé, hace días que me ronda algo, alguien, joder, yo qué sé. —Se queda callado unos segundos, centrado en las puntas de sus botas blancas y negras de piel de serpiente—. ¿Tú crees en el diablo, Alemán?

—Yo creo en mis perros.

—Hostias, tío, ¿no sabes cuándo te hablan en serio, o qué? No me jodas, colega, ¿crees en el diablo sí o no?

—¿Por qué me haces esa pregunta?

—Por nada, colega, por nada. Déjalo, porque si no me voy a poner de los nervios, joder.

—Vino una mujer —dice el vagabundo como de pasada.

—¿Y qué, colega, te la has tirado? —Genaro deja escapar una risa nerviosa que pronto se convierte en una serie irreprimible de carcajadas que le hacen saltar las lágrimas. En un gesto habitual en él, salta sobre la pierna derecha con la izquierda levemente encogida y se dobla de la risa.

—No venía por mí. Creo que venía por ti.

El Alemán levanta la cabeza hacia el cielo y termina de acostarse. Su gesto y el tono de su voz dejan claro que la risa del otro le ha ofendido, pero Genaro está demasiado ido para reparar en sutilezas. Se queda tieso, de pie, a dos metros de donde el bulto del vagabundo se funde con el de los perros, y da un respingo. En un segundo se encuentra sobre su amigo, le agarra la cara con las dos manos y le obliga a enfrentar la suya, a menos de un palmo de su nariz. Ni siquiera nota ya el olor a mierda.

—¿Qué quiere decir que venía por mí, hijo de puta? ¿Qué coño quiere decir eso?

Aunque su voz y su gesto son claramente amenazantes, el Alemán ni se inmuta. Se encuentra debajo de él y abulta el doble. Lentamente lo aparta, como quien espanta a un insecto engorroso, y se pone de pie.

—No estás siendo muy amable, amigo.

Genaro, que ha quedado en el suelo, mira hacia arriba a la mole del tipo, y decide que no es el momento de jugársela, con todo en contra. Así que saca la cartera y empieza a hacer un par de rayas.

—Joder, Alemán, qué sensible estás últimamente, no me jodas, ¿no ves que voy hasta el culo? ¿No te he dicho que me estoy volviendo loco, colega? ¿Tú te crees que estas cosas se las cuento a cualquiera o qué? Pues no, colega, pues no, estas cosas te las cuento a ti porque somos amigos, así que ven aquí, vuelve a sentarte, vamos a compartir esto como buenos amigos y luego me traigo de la gasolinera una botellita de JB como dios manda y me cuentas tus cosas.

El Alemán jamás rechaza una invitación. Sonríe con su cara de gran bobo, se sienta y espera a que Genaro vuelva con el whisky.

—Me tienes que contar cómo lo haces para que te vendan una botella por la noche.

Genaro hace un esfuerzo por no perder la paciencia. En realidad no confía en absoluto en la cordura del Alemán. Lo conoce desde hace muchos años, de ir encontrándoselo en la calle, en las noches, por los alrededores del Barrio Chino y de la montaña de Montjuïc, de sentarse a charlar con él cuando ya ha agotado todos los demás recursos para seguir quemando vida tras el amanecer, pero nunca le ha parecido un tipo cuerdo. Por eso no se arriesga.

—Pues nada, colega, cuando lo necesites, me pides que te la compre yo, y asunto arreglado. ¿Qué me decías de una mujer?

—Pero yo no quiero que me la compres tú. Quiero saber por qué no me la venden a mí.

Genaro cuenta hasta diez.

—Mira Alemán, si quieres, cuando nos acabemos esta botella te acompaño a la gasolinera y les digo que eres amigo mío y que tienen que venderte alcohol a ti también, ¿eh?

El vagabundo no parece muy convencido, pero no insiste.

—Esta tarde ha venido una mujer.

—Sí Alemán, eso ya me lo has dicho, pero no me has explicado por qué dices que venía a verme a mí.

—No he dicho que viniera a verte a ti, sino que venía por ti.

—¿Y qué coño quiere decir que venía por mí, colega, se puede saber qué coño quiere decir eso?

Genaro vuelve a gritar, pero el Alemán ya tiene el cuello de la botella metido en la boca, lo que disminuye considerablemente su peligrosidad. Traga, deja que un reguerillo de líquido le baje por la barbilla y el cuello y sigue.

—Se ha parado aquí mismo, y ha estado mucho rato mirando hacia tu casa.

—¿Hacia qué casa, Alemán?

El gigantón señala hacia el edificio donde vivía Adela.

—Tu casa.

—Ésa no es mi casa, colega, ésa es la casa de una amiga que uso porque me la ha prestado. Sobre todo tienes que tener eso muy claro, Alemán, porque si no me puedes joder vivo, colega, ésa no es mi casa y yo no estoy ahí.

—Entiendo, pero se veía la luz de la tele por la ventana.

La cabeza de Genaro empieza a funcionar a toda mecha. La puta tele. ¿Cómo no ha caído que puede llegar otra persona, otra persona que busque a Adela, o incluso la policía, y ver la tele?

—Mecagoendiós, Alemán, mecagoen todas las vírgenes, ahora sí que estoy jodido. ¿Cómo era esa puta? ¿Era una poli, o qué?

—No creo.

—¿Qué no crees?

—No creo que fuera puta y tampoco creo que fuera poli.

—¿Y puede saberse por qué no lo crees?

—Era una mujer embarazada. Ni las polis ni las putas están embarazadas.

Genaro intenta pensar, pero por el momento le resulta imposible. La resaca de la noche anterior mezclada con el colocón que ya lleva puesto le impide cualquier ejercicio mental. Decide que va a ir a ver a la Gorda Caterina, a ver qué tiene para él, no quiere que se acaben las existencias. La Gorda es una lesbiana cincuentona con los dientes comidos por la heroína que atiende a cualquier hora del día o de la noche. Mueve de todo por los bares, todo lo que sea ilegal. En su casa, fuera de los horarios comerciales, por así llamarlos, además de venderte lo que necesites, te invita a un caldo de gallina que suavice la resaca, pasada o por venir. Genaro la usa para los menudeos más menudos, y a veces como hombro y a veces como punchingball. Hace una última pregunta antes de largarse.

—Sólo dime una cosa, Alemán, es una cosa muy importante. Esa mujer embarazada, ¿era pelirroja?

32

A
Victoria no le gustaban las ideas que le rondaban la cabeza, porque empezaban a asomarle ciertos temores acerca de quién le estaba pagando, un tema en el que prefería no pensar. Más, se había impuesto no pensar en ello en absoluto, pero la cabeza, ay la cabeza. A su lado, Jesús seguía metido hacia dentro, con los ojos cerrados hacia el mar, hermético, seguramente destilando el horror. Llevaban cerca de tres horas sentados en una terraza entoldada de la playa, uno de esos chiringuitos montados para turistas jóvenes sobre una tarima de madera en la arena. Mojitos falsos, camareros falsos, ensaladas de falsa lechuga, falsa madera y arena falsa hecha con el polvo sobrante de las obras urbanas. Justo lo que necesitaban. Jesús no habría resistido una playa real. Y ella, probablemente tampoco.

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