De una ojeada rápida situó varios rostros en el mapa de sus recuerdos y estuvo tentada de unirse a la fiesta, banderas cubanas, puestos de solidaridad con el pueblo saharaui, pañuelos palestinos a un euro la pieza, esquemas de los planes de remodelación del barrio siempre pospuestos otra legislatura. Más allá las litronas, los vasos de plástico llenos de alcohol de matar, los pequeños camelletes cargados para las fiestas, las pupilas dilatadas enfilando la noche de juerga inocente. Pero no tenía tiempo para todo aquello, ni para recordar a su madre, verano tras verano, preparando su puesto, Nicaragua sandinista, recogida de material escolar para Centroamérica, la inocente alegría algo colegial con que cosían las banderas y dibujaban los carteles, Vicky, guapa, con rotulador rojo, siempre con rojo y negro, decía su madre, lápices para los escolares cubanos, abajo el bloqueo, comida popular, tenedores de plástico para cumpleaños de niñas mimadas en manos de los callosos vecinos, cien pesetas de ayuda para la escuela de adultos, nadie analfabeto en las Viviendas Nuevas… No tenía tiempo. Había reconocido a Genaro y tenía algo urgente que hacer.
Rodeó la plaza y se dirigió con determinación hacia el borde del barrio, junto a la frontera que imponía la autopista urbana, ligeramente elevada, bajo cuya mole todavía quedaba algún resto de yonqui, seña de identidad indeleble, como el
heavy
en las fiestas. Se paró frente al bloque de pisos y miró hacia arriba, hacia el piso diecinueve, en el que se levantaba una especie de alero, guarida del dolor, pensó.
Allí estaba, apoyada en la columna de hormigón sobre la que se levantaba otro edificio de nichos, cuando la vio pasar. La chiquilla de las uñas rojas salió del portal como una caperucita siniestra con alma feroz. Minúscula, flaca y perfecta, enfiló la calle y se perdió en las sombras. Al fondo, en la plaza cercana, el grupo
heavy
atacaba los primeros acordes de
TNT
, de AC/DC.
ϒ
—Eres un hijo de puta, cabrón de mierda.
En el quicio de la puerta, el Conseguidor sonreía sin sorpresa.
—Música para mis oídos…
—¡Cállate! —Victoria lo sorteó y entró en la penumbra de aquel extraño espacio-almacén que era la vivienda de su Santo—. Tú enviaste al colgado ese a matar al calvo.
—¿Qué te hace suponer semejante sandez, querida?
El Conseguidor entró detrás de ella con sus movimientos de gran tótem felino, piel de cuero, ojos de miel amarga, lacia melena. Cerró la puerta y se quedó allí mismo, a resguardo de los neones que el rutilante centro comercial Nueva Vida colaba por el gran ventanal apaisado, amarillo, rojo, verde y rosa chicle.
—Yo lo conozco, al colgado que mató al calvo gordo lo conozco de verlo aquí, Santo, a mí no me engañas, es uno de tus visitantes.
—Yo no tengo más visitante que tú, mi reina, yo tengo clientes. Yo no acepto visitas.
La determinación con la que Victoria había llegado empezaba a perder rabia por la serenidad con la que el hombre hablaba.
—Tú le encargaste matar al calvo.
—¿Insistes? Hay algo en lo que te equivocas siempre, deliciosa diosa nocturna: yo no tengo necesidades, mis necesidades son las de los demás. Yo no tengo deseos… si exceptuamos mi perpetuo deseo de ti, por supuesto. Llevo una vida sin grandes ambiciones, una vida sencilla, si me permites llamarla así. Me he hecho viejo y no me puedo quejar. Yo no tomo decisiones, yo sólo soy un humilde proveedor. Dime qué deseas, y yo te lo conseguiré o te diré cómo conseguirlo. Así funciono. Si tú quieres el mal, eso que tú llamas
el mal
, te llevaré hacia él, te daré los instrumentos. Si quieres el bien, lo mismo. ¿Qué diferencia hay, al fin y al cabo? Tu mal es el bien del otro y viceversa. Tú sangre puede ser mi alimento. Su dolor, tu paz.
—¿Por qué mataste al calvo?
Victoria lanzó la pregunta de nuevo, pero esta vez ya sin fuerza. En realidad, sonó más como una súplica, una petición de ayuda, una necesidad de socorro susurrada. Empezaba a rendirse y a sentirse tremendamente cansada. De golpe, sus piernas eran dos sacos de arena, la cintura a punto de quebrársele. Miró en torno a sí y se sentó en la misma silla que había ocupado algunos días antes.
—Sigues en eso… —El Conseguidor también tomó la misma posición de entonces, colocando su asiento contra la ventana, mirando hacia Victoria, el rostro oculto a contraluz—. Yo no maté a tu calvo, vida de mi vida, ni siquiera conocía a ese pavo personalmente, y créeme que es extraño, dadas sus inclinaciones. Claro que sabía de su existencia, criatura, claro que sabía de sus actividades, esta ciudad es tan pequeña… Digamos que él estaba en mi círculo mmm…
social
, ¿no es gracioso? Había cierta intersección entre su vida y mi dedicación. Pero yo sólo proveo, satisfago las necesidades de otros. Es un mero intercambio digamos que comercial. ¿No recuerdas?
—¿Entonces quién mató al calvo?
—Si ya lo sabes, ¿para qué preguntas?
—¿Por qué? ¿Quién pagó el encargo, Santo, quién hizo las presentaciones?
—¿Qué buscas, emperatriz?
Poco a poco, Victoria se había ido plegando al tono del Conseguidor, a su juego. Se daba cuenta y no oponía ninguna resistencia.
—Quiero saber quién mandó matar al pederasta.
—No seas simple, mi diosa, estás hablando conmigo. ¿Qué buscas?
La detective se quedó en silencio hipnotizada por el perfil del hombre que recortaban las luces de neón. Pensó Busco ahuyentar el dolor, borrarlo de golpe,
solucionarlo
. No, siguió, no es eso, busco vengar a Adela Sánchez de Andrade, vengar a esa madre que perdió a las hijas de manera injusta, mezquina y repugnante. O tampoco eso, no, se dijo, o sólo busco entender qué puede pasarle a una madre, hasta qué punto está expuesta una hija, busco saber qué pasará con mi hija y conmigo en la vida que nos espera, qué puede llegar a suceder, qué cosas suceden y hasta qué punto.
—Vas por buen camino —le interrumpió el Conseguidor—. Digamos que estás haciendo un cursillo acelerado. ¿Por qué entonces te quedas en los intermediarios? ¿Qué te da miedo? ¿Por qué no vas a la fuente?
El Conseguidor se levantó y se dirigió hacia la otra puerta de la nave en total oscuridad. Entonces sonó el teléfono móvil de Victoria, provocándole un sobresalto que despertó a la criatura en el vientre.
—Jesús…
—Jefa, el pájaro ha volado.
La voz de su ayudante y su rimbombante jerga despertaron a la detective de un sopor en el que no sabía que había caído.
—¿Qué dices?
—Que el loco se ha escapado, jefa, que se ha ido.
—¿Cómo…?
—No lo sé, ha ido al baño y no ha vuelto, de repente ya no estaba… Yo qué sé, Vicky, está como una cabra, no deja de hablar del diablo y de un castigo. ¿Dónde estás?
—Por favor, Jesús, ven a recogerme al barrio, a la plaza de la Jeringa. No tengo fuerzas para ponerme a buscar un taxi.
—No te muevas, jefa, voy para allá. No te muevas de la puta Jeringa. —Victoria se levantó de la silla como quien sale de un sueño espeso o quien emerge de una bañera tibia. Dejó la casa sin cerrar la puerta, salió a la calle y comenzó a llorar tranquilamente.
Por las niñas muertas, por Jesús, por Adela, por ella misma, por su madre y por su propia hija.
L
a mujer lleva las uñas pintadas de rojo mercromina, como si hubiera sufrido un accidente. Da la sensación de que tiene las puntas de los dedos heridas, y sus ojos llorosos, verdes e irritados, bien podrían dibujar el gesto de haber soportado un tremendo dolor. Flequillo hasta las pestañas. Un flequillo no como el de Betty Page, qué bruta, sino más bien un flequillo hija joven de presidente norteamericano años cincuenta una pena que la niña nos haya salido tan puta, qué pena lo del alcohol, qué se le va a hacer, nada de escándalos ahora, déjala que haga lo que quiera, más adelante ya se verá.
Cuando levanta la cara, el camarero se da cuenta de que no es tan mujer, de que efectivamente, es la hija de un presidente, aunque sea el presidente de una multinacional, allá arriba.
Detrás de ella, la gorda Caterina pasea la barra como si estuviera buscando algo, o porque está buscando a alguien, un resto de clientela, esperando que un moribundo le lance el gesto. Es la hija herida del presidente de algún rascacielos la que se vuelve.
—Vamos al baño, ¿no?
Y la gorda Caterina, lesbiana vieja sin sus dientes delanteros, con sus pelos en el bigote cepillo, y con el culo encallecido, con toda su historia a rastras, la gorda se estremece. Nadie en su sano juicio entraría en el baño con una mujerniña que tiene las uñas pintadas con mercromina, cabeza de heredera y ojos de demente insomne.
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El hombre que entra en el bar no tiembla. El tío este no tiembla, piensa el camarero, y tiene que pensarlo porque todo en el hombre que entra indica que está temblando, sus manos adelantadas con los dedos separados, los ojos muy abiertos con las cejas enarcadas, la boca con el labio inferior húmedo colgando, el pelo que reluce mojado en negro marino, la frente decorada de sudor.
Genaro se acoda en la barra y se peina el flequillo como quien da la mano al cuervo. Quizás el primer sonido que emite es un graznido, pero suena hacia dentro y, además, suena detrás de la muralla que sus brazos forman ante el rostro.
El segundo sonido es un gemido que cruza el bar. Alguien con los poderes necesarios habría podido ver cómo a través de la boca del hombre y sus fosas nasales sale una espiral violácea, cómo vuelve a peinarle en azul el ala brea del flequillo, cómo recorre la barra, pasa entre las mesas rozando las nucas grises de los yonquis habituales, llenando de inquietud el alma de los insectos que proliferan bajo las mesas, cómo llega hasta las puertas batientes del baño, las cruza dejándolas en vibración y traspasa el tablón que separa el váter de chicas del resto del cubículo agrio, cómo sube hasta el techo, se arremolina allí y baja para envolver la inclinada testa de la heredera del imperio absoluto justo en el momento en el que ella, echando la cabeza atrás, asimila la dosis exacta de cocaína a través de las vías respiratorias para seguir jugando. Arggg.
Ya estás aquí, susurra la mujerniña heredera de quién sabe qué mundos al plantarse ante el hombre que un minuto antes, sólo un minuto, ha expirado aquel gemido violeta y turbulento. Genaro la mira y va a decir ¿de qué coño te conozco, de qué me suenas?, pero en cambio baja del taburete, se abraza al cuerpo menudo de ella, la envuelve casi, y se deja sacudir al fin por los sollozos que lleva demasiado tiempo dosificando desde la caja de los horrores.
Ella alarga la mano pintada de rojo, dolorosísima, hasta la mejilla afilada bañada en lágrimas y le recorre la cicatriz hasta el párpado inferior del ojo derecho, lentamente. Se sorbe él las palabras con mocos, babas y lágrimas. Ha comprendido.
—Tengo un alma que vender —murmura.
Alguien con los poderes necesarios habría podido ver cómo la mano de ella deja el rostro surcado por hileras de microgotas de mercromina que penetran la piel y luego penetran la sangre y podría haber visto cómo los ojos del hombre al fin se secan hasta quedar completamente negros, dos bolas de azabache que permanecerán así hasta el fin de sus días, cuando muera tirado en un rincón del parking de un edificio noble.
—N
unca hay que fiarse de un tipo con las botas de piel de cocodrilo, jefa, mucho menos si son blancas y negras.
—Jesús, no me vengas con monsergas. ¿Cómo pudiste dejar que se te escapara?
Ninguno de los dos iba a hablar de la noche anterior, de Victoria por fin llorando a mares sentada en la base de la jeringa iluminada, entre los acordes de la banda de
heavy
y la samba del puesto brasileño, mojitos a tres euros. El día había amanecido nublado, el despacho estaba inusitadamente fresco, la detective parecía más relajada que los últimos días y Jesús acababa de preparar sendos cafés cargados y ya había tomado posiciones en su sillón trapero.
—Esta sí que es buena, ahora eres tú la que llega con reclamaciones. Joder, jefa, ¿cómo pudiste tú dejarme allí con aquel demente? Estaba completamente pirado, ¡como una puta cabra! Creía que el diablo estaba guiando sus pasos para no sé qué misión. Y luego lo del castigo, qué pesado el hijo de puta con el jodido castigo, que si se lo merecía, que si ya estaba todo decidido…
—Y en cierta manera, no se equivocaba.
—¿Me lo vas a explicar todo o necesitas que me arrodille?
—El tipo Ese, la verdad es que no sé ni cómo se llama, mató al calvo. De eso estoy segura, ya viste además cómo reaccionó a mi farol.
—¿Cómo lo sabías?
—No lo sabía, pero a él sí lo conozco. Es un colgado peligroso, un traficante medio que se gana la vida haciendo trabajos feos. Si el calvo le daba al opio, él se lo vendía. Si había que matar… Y estaba en el piso de Adela, demasiadas casualidades.
—¿Cómo de feos son sus trabajos?
—En general, romper unas piernas, quemar una casa, saltar algunos dientes, un ojo… Pero tampoco se ha negado en algunos momentos a volarle la cabeza a alguien. Eso sí, todas las víctimas estaban dentro del negocio, ningún inocente. Lo conozco de mis épocas peores, era uno de los habituales del Conseguidor. Ya sabes: armas, direcciones, trapicheos… Por eso, cuando lo vi en el piso de Adela no me cupo duda, el tipo había ejecutado un trabajito por encargo. Pero creo que erré el tiro.
—Estoy hasta los huevos de tu Conseguidor, jefa, hasta las mismísimas pelotas. ¿Qué tiro erraste?
—Pensé que el Santo tenía algo que ver, el encargo…
—Lo que no me extrañaría un puto pelo, porque ese pájaro tiene algo que ver en todo lo que huela a mierda de aquí a Katmandú. Y puede que más lejos, fíjate lo que te digo, puede que más lejos.
—No, al asesino lo contrataron, pero no fue el Santo, no tiene ninguna razón para hacerlo. Lo hizo alguien que sí tenía razones, buenas razones, y también el dinero suficiente.
—¿Adela Sánchez de Andrade?
—Eso creo, Jesús.
—¿Para vengar la muerte de sus hijas?
—Eso creo, sí.
El ayudante se quedó pensativo. Dejó el café sin tocar en el suelo y, sin levantarse, abrió la neverita que tenía junto a la silla y sacó una cerveza negra. Lentamente, se la bebió de un trago mirando a Victoria por encima de la botella.
—Ya, jefa… —Se incorporó y por el tono Victoria tuvo claro que iba a lanzar una de sus observaciones difíciles—. Y según tú, ¿cómo se enteró Adela Sánchez de Andrade de que era aquel calvo gordo el que había raptado a sus hijas de manos de la madre de acogida?