La torre prohibida (29 page)

Read La torre prohibida Online

Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

BOOK: La torre prohibida
9.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ya fuera, giró sin pensarlo a la derecha. Rodeó el edificio y luego se encaminó hacia el lago. El sol pronto se ocultaría bajo su líquido horizonte. Estaba ya tan bajo que resultaba imposible mirar en esa dirección sin quedar deslumbrado. Jack avanzó con la cabeza gacha. No sabía adónde iba, pero eso no le hizo reducir el ritmo de sus pasos. Se conformaba con alejarse de aquel edificio moribundo y de los espíritus muertos que habitaban en él.
Menos Julia,
pensó.

—Menos Julia.

Tuvo la necesidad de decirlo en voz alta.

El fulgor del sol se redujo un poco. Distinguió una figura al borde del lago, en la que creyó reconocer la silueta del doctor Engels. Había querido hablar con él y ahora se lo encontraba allí, cruzándose en su camino por puro azar. O no. ¿Quién podía saberlo?

Engels contemplaba la lejanía al borde del embarcadero de madera, que se adentraba veinte metros en las aguas del lago.

Miraba fijamente hacia el horizonte y más allá; hacia donde el resplandor del sol, insoportable un minuto antes, remitía a marchas forzadas. Las sombras se apresuraban a ocupar su lugar.

Y a caer sobre ellos.

—Buenas tardes, Jack.

Engels seguía de espaldas mientras él avanzaba por la tarima del embarcadero, haciendo crujir sus tablas. No le respondió hasta detenerse junto al doctor al borde del lago.

—Quiero salir de aquí —dijo.

Era imposible que Engels no le hubiera oído, pero eso es lo que parecía, porque no se inmutó en absoluto.

—¿Me ha oído? —se vio forzado a preguntar Jack ante el persistente silencio.

El sol era ahora un disco de bordes temblorosos pendiendo sobre las aguas. Su luz se había vuelto anaranjada y mortecina. En los destellos que llegaban a sus rostros ya no había calor alguno.

—Lo más probable es que ya no esté allí realmente… Me refiero al sol —le aclaró el doctor a un confuso Jack, sin conseguir despejar su desconcierto—. La última imagen que vemos del sol antes de que desaparezca es un espejismo. ¿Sabía eso, Jack? El verdadero sol ya está bajo el horizonte, pero nosotros seguimos viéndolo encima de él, porque su luz se curva al atravesar la atmósfera.

¿Qué diablos tenía eso que ver con él y con lo que acababa de decirle a Engels?

—No me importa lo que el sol haga o deje de hacer, doctor.

Jack estaba molesto y pretendía transmitirlo a sus palabras, pero había en ellas más inquietud que ira. El comentario de Engels le había provocado un inesperado desasosiego: que algo pueda verse aunque ya no esté ahí.

—Voy a marcharme de la clínica —dijo Jack, yendo ahora más lejos al manifestar con claridad su intención de hacerlo.

—Eso no va a ser posible.

El doctor no le estaba amenazando, aunque Jack casi deseó lo contrario. Era mucho más difícil aceptar, o entender siquiera, la pétrea convicción de sus palabras. No eran una amenaza, no. Ni tampoco una opinión o una sugerencia. Encerraban el peso de lo inevitable.

—Usted no puede impedírmelo.

—Los dos sabemos que eso no es cierto, Jack.

Éste no quiso pensar en lo que Engels pretendía expresar con eso (¿se refería al enjambre?). Se obligó a tomárselo como una amenaza, aunque sabía que no lo era.

—¿Quiere decir que estoy aquí recluido? ¿Que esto no es una clínica, sino una prisión?

Aquello podría explicar la ausencia de visitas del exterior, y que nadie hubiera ido a ver a Jack cuando estaba ingresado en el hospital. Puede que el mismo hospital formara parte de una cárcel de alta seguridad. Una en la que los presos no tuvieran derecho siquiera a visitas. Otro Guantánamo. A Jack le costaba verse a sí mismo como un terrorista sanguinario, o algo aún peor, capaz de justificar su reclusión en una de esas cárceles. Pero, como no recordaba nada de su vida anterior, ignoraba por completo quién o qué era. Si sus pesadillas se debían a recuerdos verdaderos, como le hacía suponer la de Julia, entonces él quizá era el asesino sin alma que mató a aquella joven en Níger y violó su cadáver. Un monstruo. Y la clínica, un lugar donde se encerraba a los monstruos hasta borrar su recuerdo del mundo.

—¿Qué es este lugar realmente?

No creyó que el doctor fuera a contestarle.

—Es un lugar de paso.

Jack liberó ahora toda su furia. La hizo desatarse el miedo a que tal vez mereciera estar allí encerrado.

—¿De paso hacia dónde, maldita sea? ¡Sea claro por una vez!

—No puedo serlo más por ahora. Por su propio bien.

—¡Estoy harto de que me diga que todo esto es por mi propio bien! ¿Qué bien, doctor? Yo no estoy bien. De hecho, cada vez estoy peor. Mi pesadilla ha cambiado para peor…

Seguía furioso. No era su intención mostrar signos de debilidad ni confesarse ante Engels. La culpa la tenía aquel maldito lugar. Y el maldito calor que los sofocaba día y noche. Jack se alegró de que ya no hubiera luz. Así, Engels no podría ver su expresión atormentada.
No le hace falta la luz para verme,
pensó al recordar cómo Kerber había avanzado sin vacilaciones en la oscuridad profunda del bosque.

—Ya sé que su sueño ha cambiado —afirmó el doctor.

A Jack se le escapó un resoplido. Hizo una mueca sin el menor atisbo de humor.

—¿Que lo sabe…? —Sólo Julia y él mismo lo sabían—. ¿Ahora consigue leerme la mente mientras duermo?

—Está muy cerca de descubrir lo que le ha traído hasta aquí. Debe confiar en mí, Jack.

—¿Quiere que confíe en usted? Muy bien. Dígame entonces la razón de todo esto, porque yo cada vez lo entiendo menos. Explíqueme, por ejemplo, por qué el guarda que vigila la entrada de la clínica come carne cruda de perro. O quién es esa pareja que ronda por allí. O cómo puede actuar un enjambre de insectos como si tuviera una sola mente y atacar a una mujer. Y, sobre todo, quiero que me explique cómo es posible que ella aún siga viva.

Engels no se sorprendió al oír nada de aquello, ni trató de convencerle esta vez de que se trataba de meras alucinaciones, fruto de su estado mental. Eso fue lo más perturbador. Por primera vez, Jack sintió miedo de verdad.

—Todo ocurre por una razón —dijo el doctor—. No lo dude.

Las máscaras empezaban a caer. El decorado a su alrededor se diluía para empezar a mostrar la misteriosa realidad que ocultaba. Aunque Jack ni siquiera era capaz de imaginársela
(pueden verte aunque ya no estés allí).
Notó un sudor frío que afloraba a su piel y comenzaba a empaparle todo el cuerpo.

—Encontraré algún modo de escapar, se lo garantizo.

No parecía juicioso decirle algo así a su carcelero. Pero fue lo primero que se le ocurrió. Cualquier cosa era mejor que abandonarse a esos pensamientos luctuosos y esquivos.

Engels lo escuchó sin inmutarse. Su respuesta mostraba otra vez el peso de lo inevitable:

—No podrás, Jack. Nadie puede escapar de aquí.

Capítulo 39

U
na repentina voz dentro de su cabeza —parecida a la del viejo Pedroche— impulsó a Jack a cambiar de carretera. ¿Era una especie de aviso del indio, de su espíritu protector, enviado desde alguna dimensión desconocida? ¿O sólo, una vez más, fruto de su mente trastornada?

Fuera como fuese, Jack obedeció el mandato sin pensarlo demasiado. Cambió a una ruta que seguía un trazado algo más hacia el norte. Luego tendría que volver a descender, pero el rodeo no era muy importante. Aunque había otra cuestión que sí lo era. Si la voz de Pedroche era real y le había alertado para que cambiara de dirección, quizá era porque la policía ya estaba al tanto, a esas alturas, del coche en que se desplazaba. Demasiado pronto, pensó. Eso convertía en acuciante cambiar también de nuevo de vehículo.

—Pedroche… —musitó, sin obtener respuesta.

Una sensación de vacío le inundó de pronto. No ya por su familia asesinada, sino por todo lo que estaba sucediendo. La idea de entregarse le asaltó como la única opción cabal. ¿Cómo pensaba llegar hasta Dallas, entrar en el restaurante donde en teoría comía Atterton a diario, y matarlo a sangre fría, delante de todo el mundo…?

Pero no, no sería a sangre fría. La sangre de Amy y Dennis aún estaba muy caliente, abrasadoramente caliente, en su memoria.

—¡No! —gritó para convencerse.

Como se había repetido en todo momento desde que encontró el papel doblado en el cofre, aquello era lo único que le quedaba, su única razón para seguir adelante. Atterton tenía que haber sido el asesino. Ya le intentó matar en Níger, después de que lo capturaran por su culpa. Haberse librado de la cárcel o de la ejecución, gracias al dinero de su padre, no le bastaba. Tuvo que vengarse de ese modo tan terrible y despiadado.

—Ojalá me hubiera matado a mí… —volvió a hablar Jack en voz alta, sin nadie que pudiera escucharle. Salvo, acaso, el viejo indio desde el más allá.

Si Kyle Atterton le hubiera matado a él, su sufrimiento habría acabado. Amy y Dennis seguirían vivos. Lo habrían pasado mal al principio, pero el tiempo lo cura todo. Amy era fuerte y, con seguridad, habría logrado sacar adelante a su hijo sola. Quizá incluso hubiera sido bueno para ellos, ya que únicamente les había causado dolor.

El alba no tardaría en despuntar. A lo lejos, en el horizonte, empezaban a verse algunos tímidos reflejos. Norman Martínez hizo un cálculo mental: Jack podía haber recorrido, en el mejor de los casos para él, unos cuatrocientos kilómetros de los mil que lo separaban de Dallas. No podría correr demasiado porque se arriesgaba a ser detenido por algún agente de carreteras. Él, sin embargo, con la sirena de la policía en el salpicadero del coche, tenía vía libre para pisar a fondo el acelerador.

—Aún estoy a tiempo —se dijo.

Si lograba llegar a Dallas antes que Jack, tendría la oportunidad de hablar con el jefe de policía de la ciudad y convencerle para que estableciera un anillo en torno al perímetro. Mientras la policía de Nuevo México esperaba a que apareciera en dirección a la frontera del país vecino, él aún podía evitar lo que se proponía hacer. Si es que realmente quería evitarlo.

—Soy un agente de la ley.

Por encima de sus sentimientos personales, estaba el cumplimiento de su deber. Kyle Atterton podía ser la criatura más despreciable del mundo y tal vez mereciera morir. Pero eso no le correspondía decidirlo a él. Ni a Jack.

El teléfono móvil, que también le había entregado el agente que le llevó el vehículo, sonó con su insulso timbre de fábrica. Tenía que ser su jefe. Era el único que conocía ese número. Martínez dudó, pero al fin aceptó la llamada.

—¿Qué coño cree que hace? —le espetó el comisario nada más contestar.

—No sé a qué se refiere…

—El GPS de su coche dice que se está moviendo hacia el este. Yo le ordené ir al sur, ¿o es que no me entendió bien? ¿No fui lo suficientemente claro?

Durante unos segundos, Martínez titubeó. Pero enseguida se rehizo.

—Mire, señor, el destino de Jack Winger es Texas. Suspéndame cuando regrese si me equivoco. Pero ahora déjeme actuar.

—Muy bien —aceptó el comisario tras una pausa—. Usted mismo se ha cortado la cabeza. Haga lo que quiera el tiempo que le dure.

Sin decir nada más a su jefe, Martínez colgó. Aquel hombre era lo que su abuelo, mexicano, hubiera llamado un auténtico zoquete. Pero, al menos, le daba carta blanca para perseguir a Jack hasta Texas. Quizá debería haberle explicado al comisario por qué sabía eso, aunque significara que cazaran a Jack sin contemplaciones. Su obligación de detenerlo era doble. Quería protegerle, pero también tenía que evitar, como fuera, que asesinara a Kyle Atterton.

Kyle Atterton había volado en su
jet
privado desde el aeropuerto de Sunport, en Albuquerque, al Fort Worth de Dallas. Él mismo pilotó el Falcon de su padre, después de asearse debidamente, darse una ducha caliente, dormir unas horas y cambiarse de ropa. Como si no hubiera sucedido nada digno de mención.

Acababa de tomar tierra y estaba siguiendo las indicaciones de pista para llevar al aparato hasta su lugar de aparcamiento. Evocó para sí su último crimen. Era la primera vez que mataba a alguien cuyo nombre conocía y por otro motivo que no fuera saciar su enfermiza sed de sangre. Y también era la primera vez que mataba en su propio país.

Se consideraba a sí mismo una especie de vampiro: una criatura poderosa, casi invulnerable, que tenía el derecho, a través de la fuerza y el poder otorgados por el dinero de su familia, de hacer todo lo que deseara. Su trabajo para la compañía le dejaba mucho tiempo libre y le llevaba a viajar a numerosos lugares del mundo. En casa se recreaba montando fiestas multitudinarias, repletas de mujeres jóvenes y dispuestas a tener sexo con un hombre rico como él; en el extranjero, asesinaba. Siempre también a mujeres, a las que violaba cuando estaban en trance de morir o recién muertas. Eso le llenaba de excitación y desataba sus instintos más íntimos y primarios.

Aparcado el jet, accionó los controles para apagar todos los sistemas. Se desabrochó el cinturón y salió de la cabina. A pie de escalerilla le esperaba su chófer, con el lujoso Maybach bicolor que acababa de regalarle su padre después de cerrar un suculento negocio en una nación asiática a la que, teóricamente, las empresas norteamericanas tenían prohibido suministrar armas. Pero no a empresas de terceros países, que luego las revendían al comprador definitivo. Un simple truco para apaciguar las conciencias débiles de los votantes y los accionistas.

—Bienvenido, señor —le saludó el chófer, con la mano enguantada sujetando el tirador de la puerta trasera del enorme automóvil.

—Qué estupendo amanecer —contestó Atterton mirando al cielo, sonriente.

—Así es, señor.

El conductor cerró la puerta en cuanto Atterton se acomodó en la parte de atrás y acto seguido ocupó su asiento al volante.

—¿Adónde, señor? —preguntó.

—Directamente a casa. Estoy algo fatigado y hoy quiero comer en el Abacus.

El asfalto seguía corriendo bajo las ruedas del Hyundai robado por Jack. Pero, a medida que avanzaba, su intranquilidad también iba en aumento. Estaba seguro de que desviarse de la ruta principal no era suficiente para eludir a la policía y el cerco que, a esas alturas, debían de estar estrechando sobre él.

Necesitaba otro coche. ¿O había alguna otra posibilidad?

La había. Jack se dio cuenta de pronto, la idea le asaltó como un flash de cámara fotográfica o una señal, al pasar junto a un restaurante de carretera en el que había aparcados varios camiones. Uno de ellos, un gigantesco tráiler de poderosa cabeza Peterbilt, exhibía en sus costados, con letras casi tan altas como la caja, la marca DALLASTECH; y, por debajo, en tipografía algo menor, TEXAS.

Other books

Lost & Bound by Tara Hart
En las antípodas by Bill Bryson
Sheer Blue Bliss by Lesley Glaister
31 Flavors of Kink by Leia Shaw & Cari Silverwood
Behind Closed Doors by Lee, Tamara
Florida Firefight by Randy Wayne White
The Winter King by C. L. Wilson