La torre prohibida (31 page)

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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

BOOK: La torre prohibida
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Se fijó en el bosque tétrico que tenían a su izquierda mientras navegaban paralelamente a la orilla. Allí fue donde él se perdió.

—Tiene que acabar en algún sitio —musitó.

Su plan, que cambiaba a cada minuto, era intentar rodear ese bosque por el lago. Y, con suerte, llegar a alguna zona despejada. Por primera vez desde que despertó en el hospital, con todos sus recuerdos borrados, sentía algo de esperanza. No sabía qué les esperaba fuera de la clínica o adónde irían, pero no le importaba. Sólo le importaba escapar de allí y no regresar jamás.

Su ánimo vaciló cuando pasaron junto a un gran tronco putrefacto que se inclinaba sobre el lago. No había razón para preocuparse, se dijo. Era un simple árbol muerto, como otros muchos que poblaban el bosque, todo él moribundo.

Julia también tenía la vista clavada en el tronco ennegrecido. Su corteza, desprendida como la piel de un leproso, colgaba hasta entrar en contacto con el agua. Ésta ya no lo alimentaba. Sólo contribuía a pudrir aún más sus entrañas.

—Algo está mal —dijo ella.

Se volvió para mirar a Jack. Su expresión lúgubre no hizo sino aumentar el desasosiego que sentía. Era cierto: todo estaba mal. El calor insoportable, el agua helada, la neblina que parecía tener vida, las sombras que habían visto avanzar por el jardín, los destellos en la otra orilla, el silencio absoluto de la noche, el bosque que acechaba a su lado… Aunque Jack estaba seguro de que ella se refería a otra cosa.

Remaron con más fuerza para apartarse cuanto antes del tronco caído. Un poco más adelante, Julia dejó los remos a Jack para seguir achicando el agua, que empezaba a acumularse peligrosamente en el fondo de la barca. Esta vez él sí logró adquirir un ritmo acompasado y avanzar a buena velocidad. Incluso se permitió esbozar una leve sonrisa y alejar los malos pensamientos. Antes o después llegarían a los límites del bosque y volverían al mundo, donde había personas que no se pasaban el tiempo con la mirada perdida. Y coches y ruido y aire acondicionado y vasos de cerveza helada.

Sólo la inercia de esa ensoñación mantuvo en su sitio la sonrisa de Jack segundos después de que viera, a lo lejos, algo que debió haberla borrado al instante. Era otro tronco ennegrecido que se inclinaba sobre el lago. Su corteza, desprendida, recordaba a las terribles escamas del rostro de un leproso. Colgaba hasta adentrarse en el agua…

Julia había dejado de achicar y miraba también en esa dirección.

—No… no puede ser —musitó.

Y lo repitió en voz alta, como si con eso pudiera convencerse a sí misma de que, en efecto, no podía ser el mismo tronco de antes. Tenía que ser otro. Habían avanzado al menos trescientos metros por el lago.

A Jack le dolían los brazos, pero se esforzó en redoblar el ritmo al pasar junto a aquel tronco que se parecía demasiado al primero. Dejó su mente en blanco para clavar la vista en la orilla casi invisible. Recorrieron varios cientos de metros más en unos pocos minutos. Pero allí estaba de nuevo: el tronco ennegrecido, podrido y muerto, inclinándose sobre las aguas.

El mismo tronco.

A Jack le asaltaron las palabras que el doctor Engels le había dicho esa tarde en el embarcadero. Las que llevaban consigo el peso de lo inevitable: «Nadie puede escapar de aquí.»

—¡No!

Su grito repentino hizo a Julia desequilibrarse. Se incorporó instintivamente para intentar agarrarla, pero fue peor. La barca se bamboleó con violencia y ella cayó por la borda. Se oyó un chapoteo y desapareció bajo las aguas.

De pie en el centro del bote, Jack esperó unos ansiosos segundos. Pero ella no reapareció y entonces saltó también de la barca. El choque de su cuerpo ardiendo con el agua helada le cortó la respiración. ¿Cómo podía estar tan fría si hacía tanto calor?

Se quedó ciego bajo el agua, hasta que sus ojos se acostumbraron a la casi inexistente iluminación que provenía del cielo, de la pálida luna en lo alto. Miró a su alrededor, agitándose a uno y otro lado. El cuerpo le temblaba. Vio el rostro blanquísimo de Julia surgir entre el fango y las algas en suspensión. Parecía un fantasma. Una mano igual de blanca se aferró a uno de sus brazos. Intentó sacarla a la superficie, pero algo la tenía aprisionada. Eran las raíces del tronco. Sus pies se habían enredado en ellas y no conseguía soltarse.

Jack sintió que se quedaba sin aire. Aun así, se sumergió por debajo de Julia y tiró con todas sus fuerzas de la raíz. La boca se le abrió bajo el agua por el esfuerzo. Pero ella por fin quedó liberada.

Emergieron a la superficie ansiando respirar. Tomaron una enorme bocanada de aquel aire pútrido y enrarecido, que les hizo sentirse enfermos pero vivos.

—La barca —dijo Julia, casi sin aliento.

Estaba ya muy lejos de ellos, y los remos flotaban cada uno por su lado, separándose de la orilla. Jack hizo el amago de ir en su busca, pero Julia le detuvo.

—No vayas.

—Pero… —protestó él.

—No vayas. No lo conseguirás.

En los últimos días, Jack casi había olvidado lo que era el frío, pero ahora los dientes le castañeteaban dentro del agua gélida. No, no lo conseguiría. Julia tenía razón. Era mejor no intentarlo.

Estaban relativamente cerca de la orilla. Nadaron hasta ella y se dejaron caer en el suelo. Lo cubría una hojarasca medio descompuesta, que marcaba el comienzo del bosque. Quisieran o no, ahora tendrían que atravesarlo. No les quedaba otro remedio.

Desde la hojarasca, recuperando el calor de su cuerpo empapado, Jack miró con resentimiento a aquel tronco maldito. Con resentimiento y con auténtico miedo.

Capítulo 41

J
ack siguió al camionero, un paso por detrás, hasta el exterior del restaurante de carretera. Como había supuesto, el suyo era el gran camión que exhibía en sus laterales DALLASTECH TEXAS. Era tan enorme que incluso resultaba difícil subirse a la aerodinámica cabina, de largo morro proyectado hacia delante, a pesar de los dos escalones situados bajo la puerta.

—¿Qué tiene que hacer en Dallas con tanta prisa? —le lanzó el camionero tras acomodarse y arrancar el motor, que más parecía de un barco que de un vehículo terrestre.

La pregunta cogió a Jack por sorpresa.

—Tengo que… ver a una persona.

—Sin trabajo, ¿eh?

La nueva y escueta pregunta, tan directa, del rudo hombre, volvió a hacer a Jack vacilar. Hasta que comprendió a qué se refería.

—Soy periodista… Pero no, ya no tengo trabajo.

Un chasquido con la lengua del camionero y un respetuoso silencio, que parecía decir «las cosas están muy mal para todos», se mantuvo durante algunos minutos. Jack se sumió en sus pensamientos. Bajó los párpados por un instante y trató de no pensar en otra cosa que no fuera Kyle Atterton.

Sin saber a ciencia cierta cuánto tiempo había transcurrido, y sin ningún motivo aparente, volvió a abrir los ojos de pronto. Lo hizo por una incomprensible y repentina sensación de peligro. Y lo que vio frente a él, en la carretera, le llenó de temor.

O, más bien, lo que no vio.

—¡CUIDADO! —gritó con todas sus fuerzas, a la vez que se agarraba al asiento y estiraba sus piernas, como si quisiera accionar un inexistente pedal de freno.

—¿Qué…?

A su lado, el camionero dio un respingo por el sobresalto. No entendía lo que pasaba, pero aun así soltó el acelerador. El monstruoso motor emitió una especie de quejido y se oyó la exhalación del sistema de presión.

—¡Ahí, ahí delante!

Jack tenía la mirada fija en un punto de la vía. Ya había amanecido, aunque las luces del camión seguían encendidas. Su tenue reflejo hacía brillar las rayas discontinuas de la calzada hasta un punto en el que todo desaparecía. Todo, hasta convertirse en una negrura insondable, opaca, como si el mundo acabara en ese preciso lugar y se precipitara en un abismo sin fondo.

—¡Frene!

—¡Ahí no hay nada! —exclamó el camionero.

Aunque su voz no sonaba segura. Sus muchos años en la carretera le habían enseñado a ser precavido. Hizo caso del grito de Jack y pisó el freno. Lo hizo enérgicamente, pero con suavidad. No quería perder el control del vehículo, que el tráiler hiciera la tijera por pararse con demasiada brusquedad y que acabaran volcando.

Cuando quedó detenido por completo, Jack descendió de la cabina sin mediar palabra. Anduvo algunos pasos hacia la negrura absoluta. Al hacerlo, como en un espejismo —o, más bien, lo contrario a un espejismo; como si el espejismo fuera todo menos la negrura—, ésta se fue disolviendo ante sus incrédulos ojos. Desapareciendo para dar paso a la interminable vía asfaltada, cuyo final se perdía en el horizonte, a la luz del nuevo día.

Tras Jack, el camionero, que también había bajado, miraba hacia ninguna parte. Su excitación estaba remitiendo. Lo que ahora creía es que llevaba a un chiflado en su camión. A punto estuvo de darse media vuelta, regresar a la cabina y largarse sin decir adiós. Pero antes de que tomara esa decisión, Jack salió de su trance y lo miró a los ojos. La cordura había regresado a su mente, acompañada de la conciencia de que tenía que darle a aquel hombre una explicación que lo convenciera de no abandonarlo allí mismo.

—Debió de ser un reflejo —dijo, sacudiendo la cabeza.

—¿Un reflejo…? ¿De qué?

El camionero seguía recelando.

—Me pareció ver el reflejo de un coche en aquella zanja. —Jack señaló una hendidura en el terreno—. Creí que era un coche volcado.

—Allí no hay nada. Pero… —dijo el hombre, comprensivo—. Pero más vale asegurarse, claro está.

La actuación de Jack parecía haberle satisfecho. No era tan extraño que un accidente pasara desapercibido en aquellas vías tan poco transitadas. Y menos durante la noche o las primeras horas de la mañana.

—No debía haberse puesto a gritar de ese modo —le recriminó el camionero—. Por poco me da un infarto.

—Lo siento. Es que… me asusté.

El fondo de lo que decía Jack era cierto: se había asustado.

Y aún se sentía como si una mano férrea le apretara el corazón dentro del pecho.

—Bueno, no tiene importancia. Volvamos al camión. Ya voy con retraso y no quiero que me llamen la atención por llegar tarde.

Aquel pobre muchacho había nacido en un mal momento. El médico que asistió a su madre en el parto estaba borracho como una cuba y permitió que se mantuviera demasiado tiempo sin oxígeno. Al médico lo inhabilitaron y pasó un par de años en la cárcel del condado, pero el niño sufriría las secuelas durante toda la vida. Su cerebro nunca se desarrolló de un modo normal. Caminaba algo encorvado, era lento en el pensar y en todos sus movimientos, faltos de coordinación.

—¿Qué es eso? —dijo para sí, con su voz gangosa.

Era el hijo de los dueños del restaurante de carretera tras el que Jack escondió el pequeño Hyundai del viajante. Había salido a dar de comer a los conejos que tenían en esa parte, y que le dejaban cuidar porque ésa era una de las escasas actividades que le ponían contento. Mejor eso que tener que quitarle los ratones que aplastaba sin querer y que guardaba en su habitación, para acariciar su suave pelo hasta que se pudrían.

El chico dio varios pasos tambaleantes hacia el coche. Llevaba en una de sus manos un cubo de metal con el pienso de los conejos, que se le cayó al suelo. Podía sufrir un retraso mental severo, pero también era capaz, por alguna razón incomprensible, de percibir cosas que las personas llamadas normales casi nunca podían captar. Como ahora.

A cualquier persona le hubiera extrañado ver allí un coche, oculto tras el restaurante, con los cerrojos de las puertas abiertos. Pero a él no. No era eso en absoluto lo que llamaba su atención, sino algo invisible, que no estaba físicamente en aquel lugar: una imagen sombría, oscura y aterradora; una amenaza tenue pero muy presente, como un eco del pasado que regresara de otra dimensión.

—¡Mamáaa! —gritó, al tiempo que retrocedía.

Se tropezó con el cubo y dio con la rabadilla en el árido suelo. Los conejos lo miraban impasibles desde sus jaulas. A lo lejos, un buitre describió un amplio círculo en el cielo.

—¿Qué te sucede, Jimbo? —dijo la madre al verlo despatarrado en el suelo, con una mezcla de alarma y condescendencia. A pesar de su tamaño, era un muchacho muy sensible y asustadizo.

—Mamá… Ahí… —respondió él, señalando al coche—. Ahí hay algo… malo.

La madre se fijó en el automóvil. Era inusual que alguien lo hubiera dejado en ese sitio. Pero, aparte de eso, no parecía tener nada de malo. Seguramente pertenecía a algún cliente que, por alguna razón que a ella no le importaba lo más mínimo, había decidido estacionarlo allí detrás.

—No pasa nada, hijo. ¿Lo ves?

Sin dejar de mirar al chico, que seguía sentado en el suelo con las piernas encogidas, la mujer fue hasta el coche y abrió la puerta del acompañante. Eso hizo al muchacho levantarse con tanta brusquedad que estuvo a punto de volver a tropezarse. Estaba muy asustado. Al borde de las lágrimas.

—Pero ¿qué te ocurre? ¿No ves que no…?

Con la cabeza vuelta a un lado, la madre no pudo terminar la frase. Volvió los ojos hacia el interior del coche. De pronto, un agudo olor a podredumbre había salido de él. Un olor incalificable, a putrefacción y muerte.

Por una vez, el cabeza hueca del comisario tuvo que ceder ante los hechos. Acababa de telefonear de nuevo a Norman Martínez para informarle de que el coche de Jack había sido localizado en dirección a Texas, abandonado en un restaurante de carretera.

—Tenía usted razón, Martínez —reconoció el comisario con la boca pequeña.

—Lo que importa ahora es detenerle sin que nadie resulte herido.

—Eso ya no está en nuestras manos. A estas alturas es muy probable que Winger haya salido de Nuevo México. Las autoridades tejanas se encargarán a partir de ahora. Nosotros no tenemos nada más que hacer. Ni usted tampoco, Martínez. Ya no es asunto nuestro.

—De todos modos —dijo el policía—, seguiré tras él.

El comisario guardó silencio unos instantes. Le debía algo de margen por su tozudez y su valoración errónea de la situación.

—Está bien. Pero no intervenga. Sólo haga de apoyo y no se meta en líos. Por mucho que lo sienta usted, su amigo Winger es carne de cañón.

—Salvo que yo pueda evitarlo.

La última frase no fue otra cosa que un susurro entre dientes, cargado de ira. Martínez se sentía impotente. Cada vez más. A cada minuto que pasaba, Jack se alejaba más de él y se acercaba a las fauces de los lobos que lo acechaban. Como había dicho su jefe, Jack debía de estar ya en Texas. Pero él también. Hacía una hora que había cruzado la frontera del estado, resuelto a llegar a Dallas lo antes posible. Sólo deseaba estar aún a tiempo de salvar a su amigo.

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