Authors: Ana María Matute
—Aunque, naturalmente, no habrá lugar a ello.
Afirmación que nadie puso en tela de juicio.
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En la zona del Gran Río más próxima al castillo, el padre de mi señor había mandado construir un puente, por lo común intransitable a todo aquel que no tuviera un permiso especial. Más hacia el norte, existía una tosca pasarela, hecha de juncos y troncos de abedul, y que, año tras año, solía arrastrar el ímpetu de los deshielos. Para los campesinos era éste el único paso disponible hacia las praderas, y viceversa. Tras su destrucción, ellos volvían a construirlo nuevamente, todas las primaveras. Pero aquel año aún no habían tenido tiempo de llevar a cabo esta tarea, y un gran número de villanos se cruzaron en el puente señorial con nosotros. Acudían al castillo para sumarse a la tropa, pues si bien nadie los reclamaba en estos servicios durante las épocas de paz, todo hombre dueño de un caballo, un arma o herramienta equivalente, desde un hacha, como los leñadores, hasta una cuchilla, como los curtidores, en tiempos de peligro debía presentarse en la fortaleza, por si el Barón precisaba de su servicio (y vidas, se entiende).
Apenas entramos en las praderas de la orilla este, el viento se aplacó en una rara brisa, cesó la lluvia de arena y restos calcinados, y un sol pálido se abrió paso entre la bruma. Entonces, se encendió el verde, apenas nacido, de las altas hierbas, de forma que, en algunos puntos, semejaba de color azul. Mecíase, bajo el fresco soplo, en una suave ondulación, y me pareció reconocer el mar, aunque nunca lo había visto, en su viento, color y balanceo. Y en aquel mar (a un tiempo desaparecido y renacido) crepitó la violencia, en lo más hondo de mis entrañas. Levantóse en mi ánimo la pasión y sed de sangre, y avivé el trote de mi caballo, acercándolo cuanto pude al de mi señor. Inmerso nuevamente en aquel vino viejo, áspero y agraz donde flotaban las pequeñas cabezas —en forma de racimos azulnegro— de las moras. Como una diminuta, múltiple y aglutinada decapitación.
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Por segunda vez durante aquella jornada tuve ocasión de comprobar la desatada furia que albergaba mi señor, el Barón Mohl. Y, por ende, la falsedad de su habitual continente. De suerte que hube de maravillarme de su poderosa voluntad, también, ya que la supo amordazar durante tanto tiempo.
Pues eran como uno y cien gritos de guerra, no sólo su cuerpo, su lanza y su montura, sino el suelo bajo los cascos de Hal, el cieno que saltaba bajo sus pezuñas entre salpicaduras de sangre, el viento que levantaba su crin, el cabello de Mohl y las colas negras de su capa. Toda la furia de la tierra era su furia, y no hallaba suficiente alimento para saciar la jauría que confundía su espíritu y cuerpo en una sola fiebre: hambre y sed de sangre le sustentaban y torturaban a la vez, desde las más remotas raíces de su vida. Arrastraba mi señor esta sed y esta hambre, y nunca llegó a ver su fin. Pero no había en él rastro alguno de odio.
Viéndole avanzar con todos sus hombres sobre la dispersa tropa enemiga, sin freno ni reflexión alguna, desmoronóse, de súbito, la ilusión de aquello que tenía por valor, y tanto me enorgullecía en los otros hombres como en mí mismo: comprendí que tan sólo albergaba la más grande ceguera e ignorancia de la tierra. Negro y alto entre los gritos de sus hombres, Mohl atravesaba los cuerpos con su lanza, y acudía, con júbilo, a aquéllos que con mayor furia venían a su encuentro. Así, unos y otros blandían espadas, y clavaban hombres y bestias en la tierra. Y viendo aquella furia sin honor, ni gloria, ni belleza, pensé que también todos ellos rebasaban la línea del odio, pues no hubiera bastado el odio entero del mundo para albergar un viento y una sed tan antiguas como insaciables. "El odio, me dije, era cosa de los hombres. Los guerreros —que a la hora del combate, no son jamás hombres— viven más allá del odio".
Al norte de la pradera, parte del bosque se incendió. El cielo se teñía de malva, y el viento trajo por sobre nuestras cabezas infinidad de partículas encendidas. Una lluvia de cenizas pareció anegarnos y abrasarnos. Luego, el viento giró como una enorme noria, y llevó su rescoldo de muerte hacia otra parte del mundo.
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Cuando cesó el combate, recorrí la pradera, tras mi señor. Un olor espeso y dulzón, unido al de la leña ardiente y las cenizas, brotaba del suelo. Mohl avanzaba, en el silencio de los muertos. Reposado, altivo y rígido, contemplaba los diezmados despojos como puede contemplar un labrador el fruto de su siembra. Pues otro, al parecer, ni conocía ni podía dar.
Aquí y allá levantábanse humaredas, aún ardían rescoldos, y el conocido olor a carne quemada volvió. Apretando los dientes entré en él, y pasé sobre él reteniendo un vómito en verdad nunca olvidado. (Una mancha negra y grasienta en la tierra, un silencio igual al que hollábamos juntos mi señor y yo). Señor de la Muerte, salpicado de sangre, Mohl paseaba la oscura gloria de la guerra allí donde poco antes intentaba estallar la naciente primavera. Y de súbito, viendo frente a mí la silueta de mi señor y su arrogante desprecio por los vivos y los muertos, recordé a mi padre, bastón en alto, paseando por la viña a lomos de sus jorobados. Por un momento temí que, como aquel pobre viejo, estallase Mohl en una risa o un llanto infantiles, totalmente desprovistos de sentido. Pero otro recuerdo vino a borrar tan inquietante y paradójica imagen: la infinita desesperanza de mi señor, depositando un halcón en mi hombro; un pájaro, o un amigo, o un recuerdo, que no lograba recuperar, mientras decía que el mundo, y el rey, tan sólo residían en él. "Hordas a caballo", me pareció oír, "Ralea inmunda, bestias a caballo..."
Entonces Mohl se volvió a mí, y claramente oí su voz, aunque sus labios permanecían cerrados:
—Reino vagabundo, ¿cuándo hallarás...?
Un caballo corría desaforado hacia nosotros, con la crin en llamas. Tan blanco, bajo el pánico del fuego, que semejaba transparente. Hal, caballo negro, se alzó de patas, piafando con espanto impropio de él. Bajo la dura mano que lo conducía, volvió grupas, y así galopamos juntos, en el viento y azote de unas cenizas que no sabía si tenían el calor del fuego o de la sangre mientras las sentía resbalar viscosamente sobre mi rostro.
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Antes de que la primavera llegara a adueñarse de la tierra, cesaron los combates, replegáronse los devastados grupos enemigos, cesaron los incendios y las muertes. Y los campesinos regresaron a los campos, lenta y resignadamente, como muy viejos y muy fatigados animales.
Antes de que la hierba ondeara en las praderas, gran cantidad de los hombres de Mohl habían perdido la vida. Pero vanamente busqué entre los muertos a tres feroces y muy bravos guerreros. Al frente y al fin de todas las luchas, cubiertos de sangre y lodo, reaparecieron siempre ante mis ojos.
El viento dispersó y enfrió las cenizas del bosque incendiado. Un tropel de aves voraces oscureció el cielo, los primeros brotes de los árboles. Muchas cruces se alzaron aquí y allá, y ciertas piedras, cubiertas de signos misteriosos, marcaron la ruta de alguna muerte tan oscura como prontamente olvidada.
Con el calor del sol volvió la paz al castillo. Cerca del río, en la colina, habían florecido los cerezos. A veces, trotaba hacia ellos, sobre el caballo de mi amada señora, y me tendía después bajo las blancas ramas, en busca de una parcela de soledad.
Pero raramente lo conseguía, pues tres jinetes me divisaban prestamente y me obligaban a huir.
Mis obligaciones junto al Barón aumentaban. Y día a día me ataban a su mesa, a la silla de su caballo, a sus libaciones, a sus solitarios discursos, y a sus silencios: los ojos en la nada, presos como incautos insectos en el vidrio verde de sus ventanas privadas.
Estaba próxima la Pascua. Y, cierta noche, mientras le tendía el lienzo para que enjugara en él sus dedos, me dijo, de forma que todos lo oyeron (y en especial mis hermanos):
—Tengo decidido que la ceremonia de tu investidura sea el día de Pentecostés. No has podido combatir aún; pero he visto tu comportamiento en las últimas luchas, y tengo para mí que nadie con más méritos, ni más razón, merece ese público reconocimiento.
Al oírle, mis hermanos ya no pudieron contenerse. El mayor se puso en pie, con el puño apretado en el pomo de su espada:
—Señor, otros hay en este castillo que merecen, también, algún reconocimiento a su valor, a su lealtad, y a su total entrega a vuestra enseña.
Su voz sonó baja y oscura, tanto que no parecía brotada de humana garganta, sino de algún abismo.
—¡Siéntate! —fue todo el comentario del Barón, mientras enjugaba sus dedos con displicencia.
Mi hermano obedeció. Pero tan despacio, y con tal encono, que por un momento temí reventaran al fin tantos y tantos agravios retenidos en años de servicio oscuro y fiel. Pero tanto el mayor como los dos menores sabían contenerse, permanecer pacientes y taimados. En verdad que la escuela donde se habían formado no les hubiera permitido otra actitud, pues en su forma de ser y de entender la vida, no había otra elección que la paciencia, la miseria o la muerte.
Estas cosas (y otras) puedo razonarlas ahora reposadamente, pero no así entonces. No sentía ni odio ni amor por mis hermanos. Ante ellos, sólo un frío húmedo y cauto, que se parecía al terror como gota de agua a gota de agua, me inundaba. Cosas peores que sus golpes tuve ocasión de conocer en esta vida, y albergaba la sospecha, incertidumbre o desánimo, de que alguna cosa podía sucederme aún peor que el dolor que pudiera venirme de ellos. En verdad que la injusticia, tan brutal como escandalosa, reptaba en todo aquello que tocaban. Y el husmo de esta desventura trascendía a la simple vista de sus rostros, y emponzoñaba mi conciencia. Pues si injustos fueron ellos conmigo, injusto era el mundo con ellos, y todo cuanto mora en él. Aunque no lo razonase entonces claramente, estas cosas alentaban y destilaban en mi ánimo su venenoso zumo.
Aquella noche el Barón prolongó sus libaciones más de lo usual. Habiéndose acabado el vino en la pequeña despensa, junto a la sala de los ágapes, me ordenó bajar a la bodega, y ordenase al bodeguero que abriera una de las cubas más añejas del vino de mi padre; aquéllas que, por sus años y calidad, se reservaban para grandes solemnidades y festejos.
Mucho sorprendió a todos semejante despilfarro o, al menos, desorden en las costumbres y tradiciones del castillo. Esto era de por sí poco común, pero aún menos presumible en un hombre como Mohl. Tal sorpresa, empero, no fue acompañada de disgusto por parte de los comensales sino al contrario.
La bebida y sus secuelas (la embriaguez no aviva el ingenio, ni esclarece las ideas, ni eleva el espíritu) se prolongaron mucho más allá de la media noche. Las pláticas de los caballeros, escuderos y toda clase de comensales, eran ya prácticamente indescifrables cuando mi señor, que a pesar de estar en verdad ebrio manteníase envarado y correcto (pues apenas si la lentitud con que modulaba sus palabras hacía suponer la enorme cantidad de vino ingerido), me ordenó que llenara una vez más su copa. Le obedecí, y al hacerlo asió con tal fuerza mi muñeca, que hube de reprimir un grito. No me tengo por alfeñique, ni asustadizo, pero puedo asegurar que ni el grillete más feroz me hubiera producido dolor y terror semejantes. Jamás antes había rozado su piel mi piel, al menos deliberadamente. Y por ser ésta la primera vez, me pareció muy poco afable.
Pese a que hablaba con cierto esfuerzo, sus palabras fueron muy reposadas y claras:
—Una vez seas armado caballero, librarás un hermoso combate, y te he destinado como contrincantes a tus hermanos. Uno por uno los derribarás, y tendrás libertad para disponer de sus vidas como te plazca. Espero que los mates, uno a uno. Luego, ceñirás para siempre la espada al cinto, guerrearás a mi lado, y jamás volverás a servir mi mesa. Por contra, te sentarás a mi derecha. Y este puesto que te designo, no podrá ser violado ni por el mismo Rey si nos desenterrara del olvido, y hasta aquí llegara. Ahora, baja otra vez a la bodega, y ordena que abran otra cuba.
Dijo estas cosas con la pausa y minucia con que ordenaba disponer de tal o cual prenda, o sus armas, o la comida que apetecía. Miré inquieto hacia el lugar donde solían sentarse mis hermanos. No estaban allí, y supuse que aguardarían en la bodega, o tras la cortina, o tras el biombo, para saltar sobre mí y prodigarme, a su sabor, las peculiares demostraciones de su afecto. No podía retardar la orden de mi señor, así que dirigí mis pasos a la salida. Mas esta vez me hallaba prevenido, y cuando en el oscuro corredor cayeron sobre mí, les fue muy difícil sujetarme. Me defendí a golpes y dentelladas, como mejor pude. En tanto descargaba mi furia, ciegamente, venían a mi mente los proyectos de mi señor. Y al comprobar entre golpes y furor que yo solo y desarmado podía aún zafarme con tal ímpetu de ellos tres —y sabido es que no eran gente frágil ante la lucha—, sentí un violento envanecimiento: mi fuerza era muy grande, pensé, y si yo quería, nadie podría aniquilarme ni vencerme jamás. Con este pensamiento redoblé mi natural fiereza y, si mi hermano mayor no hubiera apoyado la punta de su daga en mi garganta, tal vez el resultado de tan desigual combate hubiera tenido muy distinto fin.
Vi tres rostros crispados sobre el mío, y noté en mi garganta el filo cortante, de forma que relajé los músculos y aguardé, jadeando como perro. Sentí entonces una gran amargura y esa amargura me avisaba de algo que había en el mundo, o en los hombres, que manaba veneno suficiente para corroer los más inocentes hechos o, incluso, los más hermosos, tal como podía serlo, acaso, el amor entre hermanos.
—Oyeme bien, engendro de senil lujuria —mi hermano arrastraba sus palabras en un odio tan maduro que adivinábase largamente acariciado—. No vuelvas a interponerte en nuestro paso; deja este castillo y abandona al Barón antes de que te degollemos como a un cerdo. Ten por seguro que, si no lo haces, la muerte que te daremos será peor que la de tu antecesor, pues música de arpas celestes parecerá la de aquel desdichado, al lado de la que te propine nuestra mano.
En aquel momento algo brilló, muy cerca de mis ojos: en el índice de la vellosa mano, que tanto acercaba su daga a mi muerte, resaltaba un curioso anillo. Era tosco, de hierro negro, pero en su centro relucían dos piedras largas, casi cegadoras en su blancura, agudas y delgadas como diminutos puñales. Un estremecimiento recorrió todo mi ser, al tiempo que murmuraba:
—Hermano... ¿dónde conseguiste las piedras de este anillo? ¿A qué sonrisa... a quién, las arrancaste?