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Authors: Ana María Matute

La torre vigía (25 page)

BOOK: La torre vigía
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Permanecí mucho rato, oyendo el relincho de mi blanco caballo, tras la puerta de la capilla. Al día siguiente, tras la misa, el Barón Mohl golpearía tres veces mis hombros con el plano de mi propia espada: aquélla que forjó el hombre que prendió fuego a los sarmientos en una lejana vendimia de mi infancia. Me entregarían luego escudo y lanza; y yo debería montar de un salto en mi caballo, introducido por mis compañeros en el atrio. De allí saldría, al galope; y del mismo modo, me seguiría toda la comitiva hasta el campo, donde resplandecía la primavera, tan nueva todavía. Una larga cabalgata de caballeros, con Mohl al frente, sería contemplada de lejos por los campesinos, los niños, los perros y el viento. Y luego celebraríase la justa, donde, tras vencer uno a uno a mis hermanos, podría darles, al fin, muerte. Y el banquete que a este duelo seguiría, constituiría sus únicos funerales.

Invadido por una súbita, recuperada violencia, tomé la espada entre mis manos: era grande, negra y pesada, como el mundo. Sentí que me nacía una ira blanca, tanto como la misma pureza que pretendía simbolizar mi túnica de lino. Me ajusté el cinto, prendí en él mi espada y, con furioso desafío, apreté el pomo hasta sentir que se clavaba en mi carne. Dispuesto a atravesar a todo aquél, o aquello, que osara interponerse en mi camino.

Entonces, me cegó un vértigo grande, jamás conocido. Sentí cómo me tambaleaba; y recordé aquel día en que vi por vez primera el castillo de Mohl reflejado a la inversa en las aguas del Gran Río: cuando creí que el mundo se había vaciado y vuelto del revés.

Las paredes, el suelo, la bóveda, desaparecieron de mi vista. Y me hallé solo, frente a una gran ventana abierta en la nada, a través de la que se agitaban, con vida propia, infinidad de partículas doradas, rojas, verdes. Un joven guerrero apoyaba el pie sobre la testa de un dragón, y, a su espalda, se adivinaba el contorno de un mar, o de una estepa, pero lejanos y luminosos; y no estaban hechos de agua, ni de seca tierra, sino de la misma luz, acaso. Entonces, me vi a mí mismo saltando a lomos del caballo que fuera de mi amada ogresa, con mi túnica blanca y mi espada negra; me vi hostigando mi montura y, al fin, enfurecidos por igual jinete y caballo, saltamos hacia la fantasmal ventana; y me vi huir hacia el campo abierto. Contemplé, así, mi propia cabalgadura, jinete sin freno, hacia una llanura tan vasta que resultaba imposible adivinar su confín. Y me alejé, más y más, estepa adelante; y pude verme cada vez más pequeño, más borroso, más lejano, hasta desaparecer definitivamente en el polvo.

Regresaron entonces las paredes, la bóveda y el suelo. No había ventana alguna, ni destellos de vida lucientes, movibles y desazonados. Tan sólo el muro de la capilla, y sus húmedas piedras, donde el musgo asomaba por entre las junturas. Oí nuevamente relinchar en el pórtico a mi caballo. Desenvainé la espada y grité, a los muros y a mi conciencia, que no iría por propia voluntad hacia mi extinción; que jamás galoparía, tan ciega y neciamente, en pos de mi propia agonía. Que nunca sería un dócil y apagado habitante del polvo, tan ansioso y presto a devorarme.

Estaba solo, pero con la respiración tan agitada, y tan sudoroso y exaltado, como si en verdad hubiera librado una dura batalla. Pensé que tal vez amanecía; que yo estaba encerrado entre los muros de una capilla solitaria, con una espada entre las manos, frente a unos cirios ya casi consumidos. Pero no había alucinación alguna; ya no había sueños, ni vanas visiones, para mí. Se aplacó mi furia, o mi terror —pues tan confundidos estaban que ya no lograba separarlos—. Y revestido de una calma tan suave como la brisa del campo, fui hacia la puerta de hierro, descorrí sus cerrojos y salí de allí.

Avancé, en el húmedo resplandor de la noche, dejé atrás la empalizada, atravesé la muralla, y no me detuve hasta alcanzar la orilla del Gran Río.

De aquellos tres abedules que un día me parecieron la sombra de alguna tristeza, surgieron los tres jinetes negros que tan bien conocía. En estrecha tenaza, me rodearon, para luego cerrarse y caer sobre mí. Oí tres gritos, y me atravesaron tres nombres hermanos; batieron sobre mí los cascos de sus monturas, derribándome. Como una vez (hacía tanto tiempo) hiciera un ultrajado amor con un muchacho de cabello rojo-fuego, galoparon en círculo, en torno a mi cuerpo caído. Sentí las puntas de tres lanzas, atravesándome una y mil veces, entre la amarilla polvareda que levantaban las pezuñas de sus caballos. Oí crujir mis huesos bajo sus golpes, sus lanzadas y sus cascos; y vi fluir mi sangre, como una delgada fuente, en dirección al río.

Un gran silencio sucedió al galope de sus caballos alejándose.

Entonces oí los gritos de los primeros tordos, el suave rastrear de la culebra en las ortigas; varias salamandras me contemplaban, con sus ojos de oro: ínfimos dragones, desprovistos de todo poderío. De alguna forma, me vi inclinado sobre el agua, que se tiñó de rojo. En el centro de aquella sangre vi, flotando, mi cabeza degollada. (Pero no era mi cabeza, sino otra, que mucho se parecía a la de mi padre).

Después, tropezaron mis manos con el pomo de mi espada, y acto seguido la oí, golpeando contra los escalones de la torre vigía. Porque, si bien mi cuerpo habíase liberado de todo peso, ella arrastraba de mi cinto, y chocaba y rebotaba en todos los peldaños.

" " "

El vigía había muerto, o huido, aunque no podía precisar cuándo: si desapareció para siempre del torreón de mi padre, la noche en que partí con él mi caza; o en un tiempo en que solía otear hacia la lejanía, doblado su cuerpo sobre las almenas; o acaso, mucho después, una vez todas estas cosas ya se habían cumplido. En todo caso, allí no estaba, ahora, pues al hombre cuyo cadáver yacía junto a la cornamusa, no lo conocía yo, ni le había visto nunca. Allá abajo, junto al Gran Río, tres abedules se movían dulcemente, en una tierra tan olvidada como la imagen de un joven recién investido caballero, o un escudero que escanciaba vino en la copa de su señor.

La hierba de la pradera —y de todas las praderas del mundo— se balanceaba, como un mar atrapado en un intento de huida. Contemplé las lágrimas de todas las madrugadas de la tierra; y vi al dragón, y su lomo erizado de lanzas y guerreros (aquellos que venían de Septentrión); lanzaban un grito largo, que yo reconocía: un grito que no movía las hojas, ni los cabellos, ni las ropas de las gentes; al igual que otro viento, que ya nada podía contra mí. Los guerreros arrojaron al aire sus lanzas, que se perdieron, en oscura bandada, hacia las nubes. Luego, el dragón zozobró, y, al fin, se hundió definitivamente en el vasto firmamento. De forma que pude contemplar a mi pasado, a mi vieja naturaleza, a mis antiguos dioses, sueños y terrores, tragados en el olvido.

De las tierras altas, de los bosques, surgieron los jinetes blancos y los jinetes negros. Y de las murallas del castillo de Mohl fueron a su encuentro jinetes blancos y negros. Entonces vi al Señor de los Enemigos; tan arrogante, y gallardo, y valiente, que un último grito de violencia se levantó en mi ánimo. Me enorgullecí de su furia, admiré su valor y su crueldad, me devolvió la imagen de mi infancia, tendido en la pradera, nublados los ojos de placer ante el sueño de la guerra y de la sangre. Pero la espada negra se alzó de mis propias manos, y segó, para siempre, el orgullo, la crueldad, el valor y la gloria. "El Mal ha muerto", me dije.

Entonces, distinguí sobre la hierba a mi señor, el Barón Mohl. Estaba muy distante y, sin embargo, la profunda sombra de sus ojos buscaba —y encontraba— los míos. Le vi derribado de su caballo Hal, herido. La sangre fluía mansamente de su boca, y en aquella roja y débil fuente percibí claramente su llamada, el reclamo de una prometida lanzada. Hal le había abandonado; vi su desenfrenada carrera hacia los negros caballos, en dirección a alguna selva, o alguna calcinada planicie. Yo había dado promesa de atravesar su cuerpo, el día en que me pidiera lo imposible, pero mi promesa se había perdido en una tierra y en un tiempo inalcanzables. Entonces, la piedad regresó a mí, y, tal vez, el amor. Pero alcé la espada, y el amor, y la piedad, quedaron segados para siempre. Y me dije: "El Bien ha muerto".

Miles de flechas taladraban mi cuerpo, pero no podía, ya, sentir dolor alguno. Y grité, espada en alto, que estaba dispuesto a partir en dos el mundo: el mundo negro y el mundo blanco; puesto que ni el Bien ni el Mal han satisfecho, que yo sepa, a hombre alguno.

El alba trepaba por las piedras de la torre; mostraba antiguas y nuevas huellas de todas las guerras y todos los vientos. En algún lugar persistía el enfurecido piafar de negros y blancos animales, agrediéndose, aún, tras la muerte de los hombres.

Pero yo alcé mi espada cuanto pude, decidido a abrir un camino a través de un tiempo en que

Un tiempo

A veces se me oye, durante las vendimias. Y algunas tardes, cuando llueve.

Fin de la obra.

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