Authors: Ana María Matute
Como mordida, la mano que apretaba la daga se apartó bruscamente. Vi cómo los tres retrocedían entonces, y pude apercibirme de que los otros dos ocultaban a la espalda idénticas manos, por lo que supuse ensartaban también en su índice tan tenebrosas joyas.
—¡Idos, malditos! —grité, anegado en mi propio terror—. ¡Regresad al infierno de donde salisteis...!
Nunca hablaba así, y, cuando oía parecidas expresiones de labios de mis compañeros, juzgábalas necias. Pero en aquel momento comprendí que aquellas palabras me nacían de un lúcido terror, que al fin me derribó al suelo. En vano intenté asirme con ambas manos a los muros, pues resbalaron, sin fuerza, sobre las piedras. Y sin embargo, aun hallándome tan indefenso, y en tan propicia ocasión para ello, en lugar de matarme, mis hermanos retrocedieron. Miráronse unos a otros (con la torva complicidad de las bestias que se interrogan entre sí, antes de huir o atacar en manada). Y supe por qué sus rostros siempre me recordaron el gesto apaleado de los lobos en invierno, dispuestos a la más atroz carnicería con tal de saciar su vieja hambre. Súbitamente, en mudo acuerdo, mis hermanos se deslizaron en las sombras; y, a poco, oí el galope de sus caballos, alejándose.
Me levanté, despacio. Una fría humedad bañaba mis manos, cuello y frente. Volvía a mí, con estremecedora precisión, el momento en que tres jóvenes y muy valientes caballeros corrieron un día hacia el remanso maldito, allí donde las aguas eran más traidoras, y rescataron del río el cadáver de la Baronesa. Eran los más esforzados, los primeros en acudir al lugar del peligro; los últimos en la mesa y el afecto; eran, sin duda alguna, mis hermanos. En este punto de mis pensamientos, hube de apretar los puños sobre mis ojos y mi boca, y espantar, como a bandada agorera, la visión de aquellos tres guerreros turbiamente engarzada a la sonrisa de unos dientes blanquísimos, delgados y afilados; una sonrisa cuyos dientes recorrieran y arañaran mi piel de muchacho ignorante. Me vino un gusto a sangre roja y fresca y regresaron, hasta sentirlas clavadas en mi carne, las noches de mi bien amada ogresa, cuando acudía a arrebatarme del sueño, o de la inocencia. Y en estos recuerdos, tan vivos como un tajo en mis entrañas, mezclábase también la mirada celosa y sedienta de mis hermanos: aquellas ocasiones en que la descubrí frenada, como halcón que domina algún feroz deseo, sobre la indiferente arrogancia de mi señora. Y de nuevo fluyeron a mi sangre oscuros manantiales de placer y de pavor, y arrastraron la inútil añoranza de ella y de sus noches, pues éstas lucían entre las piedras húmedas del oscuro corredor (allí donde habían deseado matarme mis hermanos) como luciérnagas, o estrellas errantes, en la más negra ausencia. Y a pesar del terror que me invadía, una verdad abrióse camino en tan febril y lúgubre esplendor, pues, como vuelo blanco entre las brumas de la noche, como el guerrero que asola y destruye más allá del odio, aleteaba esa palabra —todavía más ciega— que llaman los hombres amor.
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Cuando al fin regresé a la mesa de mi señor, su cabeza reposaba sobre el vino derramado. Como falsa sangre, el vino empapaba la blanca raíz de su sien; pero supe que alguna sangre verdadera brotaba allí, pues, por vez primera, me pareció un hombre viejo y muy herido.
Paseé mis ojos por la sala: los cuerpos derrumbados y ebrios de aquellos hombres, tan fuertes y temerarios, parecían ahora informes despojos. Roncaban unos, otros semejaban muertos, caídos bajo los bancos, o como rotos y desarticulados, sobre las mesas. El fuego moría sobre los leños calcinados, y en su rojo resplandor, alzábanse de los rostros contornos amenazadores; y doblaba las gargantas en remedo de la más grotesca muerte.
Algunos pajes y escuderos, con el rostro desencajado por la fatiga, disponíanse a arrastrar a sus caballeros al lugar del sueño. Ortwin me avisó entonces de que había llegado el momento de llevar al lecho al Barón, y en ese instante divisé algo, caído bajo el asiento de mi señor. Me agaché a recogerlo, y, al tomarlo entre mis manos, vi que era uno de sus guantes negros, y componía el gesto de su mano, llamándome hacia el Gran Río; la fiereza de su puño, el día que empuñó la lanza para ensartar la boca del muchacho rubio-fuego; el ímpetu que le empujara cuando, en el silencio de la nieve, atravesó el cuerpo de Lazsko. Solté aquel guante, como si se tratara de un animal dañino, presto a morderme. Y supe que en la negra llamada, y en el negro puño que tan bien sabía dañar —que en aquella gran ceguera, en suma— también ardía, y devoraba, la palabra amor.
No pude contener más mi aversión, y en lugar de ayudar a Ortwin, como era mi obligación, salí huyendo, perseguido por un invisible, aunque avasallador ejército: un ejército compuesto de ojos suplicantes y feroces, de anillos con sonrisa de ogresa, y de rojos mechones que, ora flotaban al viento, ora prendíanse en las llamas de una hoguera humana.
Cuando me hallé, al fin, bajo el cielo de la noche, un viento suave me llegó. Lo bebí con sed, y pensé que el mío era un cansancio demasiado grande, y antiguo, para albergarse en una vida tan corta. Luego parecióme que el viento desprendía de mi piel, y alejaba de mi ánimo, la repugnancia, el terror y el hastío que me provocaba la proximidad de aquellos con quienes me tocó compartir la existencia. Como lanza de luz, o fuego, abrióse paso un rayo en la oscuridad que anegaba mi conciencia, y en él se abatió todo vestigio de sumisión, o desaliento. Me pareció entonces que sólo allí, bajo el cielo de la reciente primavera, donde el día comenzaba a dorarse lentamente, otra luz pugnaba por estallar dentro de mí; que alguna noche se alejaba o moría. Y me dejé invadir, irremediablemente, por un desconocido sol. Se me antojó, entonces, que mi naturaleza luchaba por renacer de sí misma, igual que una nuez joven empuja y revienta la vieja cáscara, hasta asomar su verde piel al mundo.
En aquel momento brilló un punto del cielo.
Levanté los ojos, para ver de dónde provenía tan poderoso sol, y distinguí un resplandor poco frecuente sobre las almenas de la torre vigía. Aunque muchas veces miré hacia aquella torre, nunca la vi de tal modo encendida. La sangre afluyó a mis venas, con la misma fuerza con que el fuego de sol embiste las aguas contra el hielo invernal. Y sentí un aliento y bienestar tan renovados, como no recordaba haber sentido, ni en las solitarias galopadas de mi infancia.
Lo cierto es que la torre parecía emanar de sí misma la luz, en lugar de recibirla. Guiado por un extraño, pero indudable mandato, avancé hacia ella, busqué su entrada y comencé a subir los retorcidos escalones. Tenía la certeza de que en lo alto clamaba una llamada, invocándome. Al tiempo que ascendía, oí más claramente y con más seguridad este requerimiento, y todo mi ser respondía y aceptaba la invisible súplica o, acaso, exigencia, pues no podía especificar su naturaleza. Y a cada peldaño que ganaba, me sentía enviado, sin posible elusión, a mi verdadero destino.
Cuando llegué a lo más alto, y me asomé por sobre las almenas, el resplandor del amanecer me cegó. Hube de cubrirme los ojos, y, al liberarlos de nuevo, descubrí al vigía frente a mí, mirándome. Esperándome, desde no sabía qué clase de mundo, ni qué clase de tiempo.
Era casi tan joven como yo, aunque los costurones que cruzaban su rostro lo desfiguraban hasta el punto de fingir una falsa decrepitud. Pero en cambio, sus ojos eran tan brillantes y vivaces, que me asaltó la duda de haberlos conocido antes, aunque no sabía dónde, ni cuándo. Y tan familiar me resultaba aquella mirada, que estuve a punto de recordar su nombre, edad y aun vida (cosas que, en verdad, desconocía totalmente).
Él no debía experimentar iguales o parecidas sensaciones; por contra, mostrábase visiblemente amedrentado. Retirándose hacia un rincón de la torre —donde se amontonaban cuernos, bocinas y una cornamusa—, murmuró:
—¿Por qué has subido hasta aquí, joven caballero?
—¡No soy caballero! —respondí, con violencia que me sorprendió a mí mismo. Pues noté en mis palabras un odio del todo innecesario, ya que a nadie en particular iba dirigido. Procuré dominar la rudeza de mi tono, y añadí—: Tú me esperabas. Sé que, de algún modo, estabas aguardándome, puesto que he oído tu llamada.
—¿Cómo es posible que te esperase? —murmuró, lleno de recelo.
El puesto de vigía solía encomendarse a la gente de más baja y mísera condición; y la verdad es que a tal lugar no solían llegar, sin motivo fundado, los jóvenes nobles, ni gente alguna.
—Lo sabías —repetí aferrándome con extraño desespero a mis palabras—. Tú sabías que, un día u otro, yo vendría aquí...
—Yo no sé nada —negó—. Sólo vigilo, sólo espío lo que ocurre, o lo que pudiera ocurrir, en la lejanía... Soy un hombre alerta, y nada más.
Pero al decir estas cosas, tan punzante me pareció la mirada de sus ojos, que parecía atravesar el aire, el confín de la tierra y la piel del cielo. Pues eran iguales a dos flechas disparadas por el tiempo y el mundo, hacia otro tiempo y otro mundo para mí indescifrables.
Y de esta forma entendí —pues nada ni nadie hubiera logrado arrancarme tal seguridad— que aquello que estaba sucediéndome desde que levanté los ojos a la torre no era extraordinario ni maravilloso; no pertenecía al mundo de leyendas o historias de criaturas no humanas que tantas noches de invierno, junto a mi amada señora, oí narrar; sino que obedecía a una fuerza absolutamente natural, aunque superior al común entendimiento humano. No se producía en mí, pues, hechizo, alucinación o fruto de veneno alguno. Lo que me había empujado hasta aquellas almenas, y me retenía junto a ellas, pertenecía a un orden de hechos que sucedían, y al mismo tiempo habían sucedido, y aún seguirían sucediendo, sin principio ni fin visibles. Pues inscritas estaban en una materia, o tiempo, que nada tenía de diabólico o de irreal, sino que provenían de mi tiempo y materia misma. Aunque en un grado distinto al que, hasta el momento, pude alcanzar. De forma que hubieran podido tomarse por sueños, o visiones, y no lo eran. Y comprendí que jamás había estado tan lúcido, y despierto, mi entendimiento.
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Nada más hablamos el vigía y yo, en nuestro primer encuentro. Pero desde aquel día, apenas me liberaba —con el sueño del Barón— de mi servidumbre, subía a la torre. Solía ocurrir esto, apenas anunciado el amanecer. Y, con toda la fuerza y esperanza que cabían en mi ser, ascendía los desgastados escalones, tan estrechos que a cada revuelta mi cuerpo chocaba contra los muros. Aquella esperanza —aún sin acertar qué cosa esperaba— fluía entonces, tan ardientemente, y llenaba de tal modo mi espíritu que, sin poder descifrar en qué se sustentaba, ni a qué obedecía, ni por qué razón había llegado a poseerme de tal forma, me advertía de que allí, en lo más alto de la torre, encontraría un día el destino que confusamente añoraba, y aún perseguía; puesto que lo entendía, ya, como la máxima realización de una humana existencia.
Una vez en lo alto de la torre, me sentía liberado de toda la angustia, recelo y aun mezquindad en que me sabía atrapado de día en día. Y así fue avanzando, y ensanchándose, el débil diálogo comenzado entre el vigía y yo. Un lazo cada vez más fuerte nos unía; y llegó a ser tal nuestro entendimiento, que muy pocas palabras nos bastaban para llegar a un común interés en nuestra plática. En verdad, estábamos ligados por invisible dogal, que nos amarraba uno al otro, en indisoluble ligadura; una enlazada memoria, aún no entendida por mí ni por él, nos envolvía. Y sabíamos que, algún día, nos revelaría el estado más alto de la naturaleza a que pertenecíamos.
Hablábamos de todas las cosas que atisbaba desde su puesto. Y con frecuencia solía anunciarme cierto Gran Combate, mas este combate no llegaba. Todas las cosas que alcanzaban sus ojos desde la altura, iba yo ordenándolas, lenta y pacientemente —aunque no las viera—, en mi conocimiento, y grabándolas en mi memoria. Pero caía a menudo en pantanos de oscuridad, que mucho me turbaban, y en los que me sentía resbalar, y hundir, sin asidero posible.
Cierta madrugada, me anunció, exaltado:
—¡Te veo llegar, joven señor! Avanzas por la otra orilla del Gran Río, y galopas sobre la pradera. Mas también veo merodear, cerca de ti, un perro lleno de furia, que lanza dentelladas a tu paso... Es el terror, y acecha tu cabalgadura; y tú tienes miedo.
Estas palabras hubieran despertado mi ira (y tal vez me habrían impulsado a matar a quien las dijera). Pero él ya era del todo diferente a los demás hombres, para mí. Puesto que todo lo que veía semejaba a mis ojos y entendimiento las piezas que faltaban al disperso tablero de mis dudas, y de mi vida toda. Y, muy a menudo, llegué incluso a creer que su voz partía de mí mismo, y no de sus labios.
En lugar del orgullo ultrajado, me abatió entonces una gran tristeza; y le confesé que, verdaderamente, desde el día en que nací, tenía miedo. Aunque no sabía por qué, ni de qué: si de la vida o de la muerte, del mundo vivo o del fin de ese mismo mundo, que, acaso, aborrecía.
Los ojos del vigía parecieron confundirse en la borrosa luz del horizonte. Noté su gran esfuerzo por distinguir algo; hasta que al fin volvió a hablar:
—¡El fin del mundo!... Veo al miedo empequeñecido, y sin poder alguno. Pues el fin del mundo que yo distingo no es para ti el triunfo de la muerte, ni el de la oscuridad. Ni tampoco es el triunfo de la luz...
Estas palabras me llenaron de desasosiego. Lo zarandeé con violencia, pues en las ocasiones que oteaba la lejanía, parecía inmerso en una atmósfera distinta; más allá de las palabras, de mi presencia, y aun de sí mismo. Y llegué a pensar que en esas ocasiones una fuerza inhumana lo mantenía pegado a las almenas, la mitad del cuerpo doblado sobre el vacío; e imaginé que, si el peso le venciera, navegaría por los ríos del amanecer, y llegaría a desaparecer de mi vida para siempre.
—El fin del mundo es el triunfo de los hombres: una victoria más brillante que ninguna luz conocida. Y esa victoria alcanza al universo entero, y forma parte de una inmensa esfera, que jamás empieza, y jamás termina. Hay ahí más luz que toda la luz de esta parte del mundo. Y en el centro estás tú, con las tinieblas bajo los pies, y sin muerte: pues eres la imagen contraria del mundo.
En aquel momento se alzó el sol: rojo e iracundo, como una salvaje protesta. Rompió la bruma del amanecer, se apoderó de la tierra, despertó hombres, animales, levantó el brillo del Gran Río, y deshojó el rocío de la noche. De nuevo se perfilaron los árboles, las sombras de la lejana selva, las distantes praderas.