La Trascendencia Dorada (22 page)

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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: La Trascendencia Dorada
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—Los deseos de Faetón fueron los que desencadenaron el conflicto —dijo Helión—. Si el plan de la Ecumene Silente requería que ellos permanecieran ocultos durante miles de millones de años, hasta que pudieran alcanzar la supremacía en todo el espacio cercano, ¿por qué arriesgarlo todo, por qué arriesgar generaciones de planificación, sólo para abatir a Faetón? He aquí el porqué. —Señaló una vez más la esfera de luz centrada en Cygnus X-1—. Esto define la mayor extensión a la que puede expandirse la Ecumene Silente desde ahora. Esto indica dónde podría estar dentro de cinco, diez, cincuenta milenios. Esta esfera externa abarca todas las estrellas con planetas dentro de un alcance de quinientos mil años luz. Y aquí es donde Faetón, con la
Fénix Exultante,
podría fundar colonias en cincuenta milenios...

Una ancha zona de luz dorada se propagó desde el Sol, llegó al límite exterior de la otra esfera y siguió propagándose.

—Aquí está en cien milenios...

La esfera dorada llegó más allá del límite de la proyección. Parecía llenar la noche.

—Y no puedo mostrar dónde estará Faetón dentro de quinientos milenios sin reducir la escala del modelo —dijo Helión—. Sería un importante segmento de este brazo de la galaxia. ¿Entiendes por qué actuaron para detenerlo? Porque una vez que se fuera de este sistema, ninguna nave lo alcanzaría, nadie podría detenerlo. No con esa nave.

—¿Das por sentado que ellos no podrían construir una nave como la
Fénix Exultante?

—Sospecho que su nivel tecnológico es inferior al nuestro. Si nos igualaran, ¿por qué se ocultarían? Y un secreto mantenido con tanta diligencia durante siglos habla de un gobierno central fuerte, lo cual supone una disminución de las libertades personales, y por tanto falta de innovación, y por tanto estancamiento. No me importa cuán listos sean sus sofotecs; ni siquiera los sofotecs pueden cambiar las leyes de la física ni las leyes de la economía, la política y la libertad. Creo que no tienen ninguna nave como la
Fénix Exultante.
Creo que no tienen hombres como Faetón. No sé qué motiva a los silentes, ni quiénes o qué son. No sé cuánto tiempo han estado entre nosotros, observándonos, quizá influyendo sobre nosotros de maneras sutiles. Lo único que sé, basándome en el modo en que han salido de su escondrijo, es que temen a Faetón.

Señaló las estrellas ilusorias que lo rodeaban.

—Él puede desbaratar todos sus sueños imperiales.

Cerró el puño. Las estrellas se disiparon. Volvió la luz normal.

Dafne se apoyó las manos en las caderas y frunció el ceño.

—Bien, si lo odian a él, deben amarte a ti. Tú y los Exhortadores os empecinasteis en detener a Faetón y matar su sueño. Lo hicisteis mortal y lo abandonasteis para que muriera en el desamparo. Vosotros hicisteis el trabajo de la Ecumene Silente. ¡Vosotros!

—Una circunstancia trágica nos obligó —dijo gravemente Helión—. Procurábamos preservar esta civilización, la mejor civilización que la mente del hombre puede concebir. Y aun así no causamos ningún daño a Faetón; simplemente nos negamos a ayudarle a poner en peligro nuestra vida, y urgimos a otros a no ayudarle. ¿Se nos puede culpar por eso?

Los ojos de Dafne destellaron.

—¿Culpar? No es ilegal ser cobarde, si a eso te refieres. Ni hipócrita. Pero yo no haría todo aquello que permite la ley, ni cosas que sé que están mal. Toda tu vida has predicado que la gente debe evitar lo que es malo, feo, ruin e inhumano, aunque esté permitido legalmente. Lo has predicado con frecuencia. Es fácil decirlo, pero difícil hacerlo.

Helión contrajo las cejas.

—Si me equivoqué respecto a Faetón, fue un error fáctico, no un error de principio. Yo ignoraba, como todos en la Ecumene Dorada, que la Ecumene Silente había sobrevivido y al parecer tiene propósitos hostiles hacia nosotros. A causa de ese afortunado accidente, el peligroso sueño de Faetón ahora nos hace más bien que mal; pero si los hechos hubieran sido como yo creía anteriormente, el peligro no nos habría hecho ningún bien, ni Faetón habría tenido derecho a exponemos a él.

—Hay una mentira en el fondo de todo lo que dices —dijo Dafne—. No es la guerra lo que temes, la guerra interestelar. Faetón nunca planeó eso, y la guerra no es inevitable sólo porque las personas sean diferentes. La guerra era sólo una excusa. Lo que temes es la libertad, la falta de control. Al cabo de muchos siglos de odio y violencia, perfidia y afán de poder, los sofotecs nos condujeron a una sociedad que la gente nunca habría tenido la honradez ni la capacidad lógica para construir por sí misma. Una sociedad en la que nadie puede obligar a nadie a hacer nada, salvo detener el uso de la fuerza. ¡Pero no era suficiente para ti! Construiste tu Gris Plata y tu movimiento nostálgico y romántico en arte y sociometría, y trataste de persuadir a todos de que vivieran en el pasado. Y tampoco fue suficiente para ti. Tú y tus amigos, Orfeo y Vafnir y toda esa pandilla, decidisteis persuadir cuando no podíais forzar, pero el objetivo era el mismo. ¡Tú y tu Colegio de Exhortadores usasteis a la opinión pública como arma, para derribar a cualquiera que cuestionase el precioso modo de vida que queríais imponer! ¡Cualquiera que lo cuestionase! ¡Cualquiera que quisiera llevarlo a las estrellas! ¡No queríais esa libertad que decíais proteger, y menos para Faetón! ¡Claro que no! Porque no puede haber presión de la opinión pública entre los mundos de soles distantes; las noticias son demasiado lentas, el espacio demasiado grande. Puede haber un gobierno entre las estrellas, si es un gobierno como el nuestro: pequeño, discreto, escrupuloso, incapaz de hacer nada salvo defender la paz, incapaz de usar la fuerza salvo para detener la fuerza. Porque, con un gobierno así, la gran distancia y la falta de comunicación no importan. Pero lo que no puede haber entre las estrellas son estas cosas: un Colegio de Exhortadores; un monopolio del control de tormentas solares, como el tuyo; un monopolio de la vida eterna, como el de Orfeo; el control de Vafnir sobre las fuentes energéticas; el emporio del entretenimiento de Ao Aoen, y demás.

—El peligro de violencia todavía es real, si nos expandimos. ¿Los actos de los espías y agentes de la Ecumene Silente entre nosotros no lo demuestran?

—Nuestra capacidad para sobrevivir a la violencia también se expande. Desde la invención de la bomba atómica, la humanidad tuvo el poder para destruir un planeta. ¡Pero nadie puede destruir un cielo nocturno constelado de estrellas vivientes!

—Los sofotecs no sólo nos han dado un gobierno de infinita libertad sino también, todo hay que decirlo, de infinito libertinaje. También nos dieron, por primera vez, la capacidad para controlar con precisión nuestro destino, para predecir el curso del futuro y, si lo usamos sabiamente, el poder para proteger nuestra bella Ecumene Dorada de convulsiones y horrores. Pero el control es la clave. Con ayuda sofotécnica, puedo controlar el furibundo caos del Sol, y poner a nuestro servicio las obtusas fuerzas de la naturaleza. Quizás el sueño de Faetón ahora sea necesario, pero todavía es desmedido y excesivamente ambicioso. La culpa es mía. Es demasiado parecido a mí. Es como yo sería sin la cautela apropiada y la moderación para restringir mis actos a aquéllos que sirven al bien social. Él es un espíritu de fuego indómito. El hecho de que ahora lo necesitemos, de que las amenazas externas nos obliguen a reconciliarnos con él, no hace que su temeridad, su desconsideración, su insubordinación, hayan sido virtudes desde el principio.

Dafne se cruzó de brazos, con un relampagueo de furia burlona en los ojos.

—¿Conque ésa será tu disculpa por robar la inmortalidad de Faetón y arrojarlo a los perros? «Lo lamento, hijo, pero ahora te necesitamos. Ah, de paso, yo siempre tuve razón.»

La pena oscureció el rostro de Helión. Agachó la cabeza.

—Ahora esta discusión es irrelevante —dijo—. Sin duda el exilio de Faetón será anulado, pues el ataque que lo instó a abrir el cofre de memoría era real, en definitiva.

—¿Y eso es todo? —rezongó Dafne—. ¿Ninguna disculpa, ningún arrepentimiento?

—¿Si me arrepiento de mi papel en estos acontecimientos? —murmuró Helión, como si hablara consigo mismo—. Ciertamente deploro los acontecimientos pero, por mi parte, me comporté tan honorablemente como pude. —Elevó la voz—. Y el honor requiere que no traicione mi juramento de respaldar a los Exhortadores, aunque Aureliano, la Mente Terráquea y todo el mundo me desprecien por ello. Aunque los Exhortadores sean a veces un instrumento débil y perverso, y ataquen con crueldad a quienes no merecen el castigo que ellos infligen, constituyen el único instrumento que tenemos para preservar la decencia, la humanidad, el decoro, la integridad de la vida. Si no fuera por ellos, todos estaríamos dentro de máquinas, embriagados y enloquecidos por sueños infinitos y perversos. Sin ellos, no tendríamos ningún control sobre este loco torbellino que llamamos vida.

—¡Estupendo! —se burló Dafne—. ¡Esa disculpa es aún mejor! «No es que te amara menos a ti, querido Faetón, sino que amaba más a los Exhortadores (llanto).» ¡Ja! ¡Los Exhortadores son meros matones, y tú lo sabes! ¿Qué importa que sus actos sean privados, legales y no coercitivos? ¡Son ellos los que siempre dicen que no todo lo que es legal es correcto! Y no me importa si no lo llamas coerción. Ni siquiera intentaron razonar con Faetón. Trataron de abrumarlo e intimidarlo. Bien, su sistema no funciona tan bien con gente que no se deja intimidar. Estaban equivocados, totalmente equivocados. Y también tú. Despierta de tu ensimismamiento, Helión, y admite que estabas equivocado.

—¿Una disculpa? Lloraría de alegría si viera de nuevo a mi hijo, pues aún lo amo y aún es mi hijo, pero no me apartaré un ápice de los principios que rigen mi vida. Sea mi hijo o no, su error o su acierto no dependen de sus lazos de parentesco conmigo. —Alzó la cabeza, suspiró, se encogió de hombros—. Pero no importa. Esta discusión es estéril. El acto está cometido. La discusión, insisto, es irrelevante.

—¡No, Helión! —exclamó Dafne con voz fría y vibrante—. ¡Eres tú quien se ha vuelto estéril, es tu opinión la que se ha vuelto irrelevante! Faetón sabe construir. Él construyó la situación en que te encuentras. Su amnesia, su sometimiento a los Exhortadores en Lakshmi... no fue impulsado a estas cosas por la pesadumbre. Actuó con cálculo atento y desapasionado, y se usó a sí mismo con la misma e implacable eficiencia que aplica a las fuerzas y materiales inanimados para lograr sus diseños de ingeniero. Quería tiempo para hallar el modo de sacar a la
Fénix Exultante
de la sindicatura; quería desarmar a la oposición.

—¿Y en qué fallaron sus cálculos? —dijo Helión.

Dafne rió.

—¡En nada! Tú ayudarás y respaldarás a Faetón en su intento, y pagarás sus deudas para liberar su nave, o te apartarás pasivamente del camino mientras él toma tu fortuna, heredada por veredicto del tribunal, y hace lo que tú deberías hacer. ¿No lo ves aún? Faetón nunca te engañaría. Nunca usaría la ley de esta manera, salvo para recobrar aquello que se le prometió.

—¿Prometió?

—Tú se lo prometiste. En la última hora de tu vida anterior. En la hora que olvidaste.

—¿Cómo puedes saber esto?

Dafne sonrió triunfalmente.

—Lo sé porque él lo sabe, y he compartido sus recuerdos, como corresponde entre marido y mujer, durante nuestro viaje desde la Tierra. Él lo sabe porque tú se lo dijiste. Tú le contaste la intuición, la epifanía que te hizo reír antes de tu muerte, el secreto para derrotar al caos.

Helión guardó silencio, consternado. El hecho de haber dado su palabra a Faetón, aunque hubiera olvidado su juramento, no era una nimiedad. Helión no era como otros hombres: para él, era intolerable pensar que no cumpliría su palabra.

—Ya he rechazado ese trato —dijo sin embargo—. Ni siquiera para salvar mi alma, o mantener mi nombre incólume, daré la espalda a lo que juré a los Exhortadores.

—Te lo diré de todos modos, porque lo que hagas no tiene importancia. Escucha.

—Estabas ardiendo en medio de la peor tormenta solar que nuestros registros recuerdan. Tus sondas profundas no te habían avisado con antelación. Sabías que en las complejas y turbulentas reacciones que bullían en el centro del Sol había ocurrido algo anormal; alguna coincidencia, la interferencia constructiva de dos capas de convección, quizá, o el súbito enfriamiento de grandes tramos del submanto por un capricho estadístico, creando una inversión en las capas. Algo que el modelo estándar no predijo ni podía predecir. Un cambio diminuto que condujo a resultados complejos e imprevisibles. En otras palabras, caos.

«Todos los demás huyeron. Todos tus compañeros y tripulantes te dejaron luchar solo contra la tormenta.

»No los culpaste. En un momento de intuición cristalina, comprendiste que eran cobardes más allá de la mera cobardía: dependían tanto de los circuitos de inmortalidad que ni siquiera imaginaban el acto de arriesgar la vida. En este sentido todos eran iguales. No sabían que no eran valientes: ni siquiera podían pensar que morir fuera posible. ¿Cómo podían pensar en afrontar la muerte sin rehuirla?

»Tú no la rehuíste. Sabías que morirías; lo supiste porque los sofotecs, que son inmunes al dolor y al temor, gritaban, fracasaban y desaparecían.

»Y en ese momento de agonía, con toda tu vida expuesta como una sola imagen para que la examinaras en un momento congelado del tiempo, supiste que nadie era inmortal, en definitiva. El día puede estar lejano, más lejano que la muerte del Sol, o la extinción de las estrellas, pero llegará el momento en que nuestros sistemas numénicos fallarán, nuestras brillantes máquinas se extinguirán, y nuestras copias y recuerdos se perderán.

»Si toda vida es finita, sólo importan la gracia y la virtud con que se vive, no la duración. Así que decidiste quedarte otro momento, y erigir campos magnéticos, descargar masas de interrupción en la corriente, para romper con los patrones de refuerzo de la tormenta.

»No te importó la vida sino el honor, Helión, así que te quedaste un momento más, y otro.

»Por la radio clamaban voces pidiendo que enviaras tu mente a un lugar seguro, fuera del alcance del peligro. La creciente estática de la tormenta las ahogó; te reíste, porque en ese momento no comprendías qué temían esas voces.

«Viste el plasma que penetraba un escudo tras otro, como si una inteligencia malévola arrojara una lanza de fuego para partir tu Plataforma Solar en dos, o vomitara llamas devastadoras para incinerar la indefensa
Fénix Exultante,
que estaba en reposo, con el casco abierto, las células de combustible expuestas al peligro.

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