—¿Secreto? —le dijo Faetón a Diomedes—. ¿Qué locura te ha poseído, amigo mío? Finalmente hemos hallado al enemigo: juntemos toda la fuerza de la Ecumene contra él. ¡Secreto! ¡Deberíamos hacer sonar trompetas desde los tejados! Ah, no tenéis tejados en Neptuno, ¿verdad? ¡Deberíamos enviar ecos profundos contra las capas de banda pesada, y enviar señales que reboten de un pico al otro de cada témpano en el fondo del mar de metano líquido!
—No hacemos las cosas así en Neptuno —le dijo Diomedes a Faetón, ocultando una sonrisa con la mano—. Eso sólo está en una escena de la ópera de Jantipo.
—Y no hacemos las cosas así en las fuerzas armadas —le dijo Atkins a Faetón torvamente—. En primer lugar, yo soy la fuerza unida de toda la Ecumene. Sólo yo. En segundo lugar, no confiscaré esta nave. Ya no nos apropiamos de bienes privados para uso público, gracias a ese estúpido acuerdo de no agresión que debió revocarse tiempo atrás, a mi juicio. Además, cuando Ao Varmatyr envió su transmisión, si contenía la información de los últimos recuerdos de Ao Varmatyr, entonces Nada Sofotec, o lo que esté en esa nave hundida en el Sol, ya sabe que hemos detectado su presencia.
—Odio admitirlo, mariscal —le dijo Faetón a Atkins, fatigosamente—, pero ninguna señal fue enviada desde esta nave.
—¿Qué? Explícate.
—La emisión estaba destinada a salir del impulsor principal mientras la nave estaba en marcha. Lo único que hice fue bajar el escudo de popa y cerrar el impulsor. Si las partículas fantasma pudieran penetrar el crisadmantio, Ao Varmatyr no habría intentado persuadirte de que abrieras los puertos mentales de mi armadura, la cual estabas usando. Simplemente habría dominado tu circuito interno a través del blindaje de la armadura. Yo sabía, pues, que al bajar el blindaje de la nave detendría la transmisión. Seguí la senda proyectada de las partículas fantasma extrapolando a parar de sus reflejos a lo largo del caparazón interno del escudo cerrado de popa. Nadie sabe que nosotros vamos allá.
—¿Nosotros?
Faetón inhaló profundamente. Pensó en su potente nave, y el potente sueño que la había inspirado. Pensó en todo aquello que estaba dispuesto a abandonar, esposa, padre, hogar. Se preguntó qué deber tenía hacia una sociedad que, a causa de ese sueño, lo había desterrado.
—Mariscal —preguntó—, francamente, ¿tienes alguna nave, algún vehículo, que pudiera penetrar en el núcleo externo de un sol de tamaño mediano? ¿Algún arma que pueda llegar allí? ¿Algún modo de perseguir a ese monstruo si no te presto mi
Fénix Exultante?
—La única arma que poseo que puede llegar allí tardaría sesenta años en finalizar su acción de fuego, y probablemente extinguiría el Sol. No sería mi primera opción.
—Entonces somos nosotros.
—Bien. No sé si quiero llevarte a un combate. Podríamos...
—No. Ya vi lo mal me interpretaste cuando eras yo. Creo que necesitas a mi verdadero yo para conducir esta nave apropiadamente. Prepararé la nave para el vuelo. Pero... —Faetón alzó la mano—, ¡no quiero intervenir en la matanza! Estaré allí como estuve aquí, escondido en un perro, quizá, o bajo un diván. Te llevaré al campo de batalla, mariscal, pero nada más. Haré lo que haya que hacer, pero la guerra no es mi trabajo. Tengo otros planes para mi vida y otros sueños para esta nave.
—Si haces lo que es preciso, está bien —dijo Atkins hoscamente—. No esperaba más de ti.
Diomedes alzó un dedo.
—Odio ser obstruccionista —dijo—, pero no tenemos la propiedad legal de la nave en este momento. Comprendo que es muy heroico y grácil, en las óperas, que los preceptores y caballeros andantes se adueñen de lo que necesitan cuando lo desean, o que roben vellocinos de oro, las esposas de otros hombres, carruajes de motor aparcados o espacio mental comunal, según lo justifique la emergencia. Pero esto no es una ópera.
—La amenaza es real, la necesidad es inmediata —le dijo Atkins a Diomedes—. Si no podemos usar esta nave, ¿qué sugieres que hagamos?
—¿Yo? ¡Yo robaría la nave, por supuesto! Pero yo soy, neptuniano, y cuando mis amigos envían archivos infectados para corromper mi memoria o embriagarme, lo tomo como una broma. Un poco de vandalismo fortuito puede hacerle mucho bien a un hombre. ¿Pero vosotros? Pensé que la gente del sistema interior sólo sentía un infinito respeto por cada matiz de la ley. ¿Os habéis vuelto neptunianos?
Faetón alzó la mano.
—La discusión no viene al caso. Como piloto de la nave, las instrucciones del propietario me permiten reaprovisionarme de combustible en las circunstancias y condiciones que yo juzgue necesarias. Bien, lo juzgo necesario. Decid a la tripulación que desembarque, y que llevaré la nave a un vuelo de práctica bajo la superficie del Sol.
Diomedes sonrió.
—¿Me pides que mienta? Pensé que en nuestros tiempos, con tantas máquinas noéticas a mano, ya no estaba de moda.
—Te pido que los engañes. A fin de cuentas, eres neptuniano, ¿verdad?
Diomedes se había ido para supervisar el desembarco y la migración masiva de la tripulación. Le divertía que un cuerpo humano no le permitiera enviar partes o aplicaciones de sí mismo para realizar el trabajo. Así que había cruzado la cubierta del puente, buscando la casa de baños del nivel inferior del carrusel, para encontrar una piscina de sueños desde la cual pudiera hacer telepresencia. Había ido patinando, saltando y corriendo como un niño, pues nunca había estado en un cuerpo que pudiera patinar, saltar y correr.
Los espejos energéticos a izquierda y derecha exhibían el estado de la gran nave mientras se preparaba para el vuelo, redistribuyendo masas entre las células de combustible, preparando el núcleo impulsor, erigiendo puntales titánicos o microscópicos, poniendo algunas cubiertas en hibernación, desmantelando o comprimiendo otras.
Estos procedimientos eran automáticos. Faetón y Atkins estaban sentados a la ancha mesa de madera y marfil, ambos reacios a citar el tema sobre el cual ambos meditaban.
Fue Atkins quien rompió el embarazoso silencio.
Sacó del morral dos tarjetas de memoria y las deslizó por la mesa hacia Faetón.
—Aquí tienes. Éstas te pertenecen, si las quieres.
Faetón miró las tarjetas sin tocarlas. En su filtro sensorial apareció un archivo de descripción. Contenían los recuerdos que Atkins había tenido cuando estaba poseído por la personalidad de Faetón. Le ofrecía la posibilidad de injertar esos recuerdos en su memoria, de modo que los acontecimientos parecieran haberle pasado a Faetón, no a otra persona.
Faetón puso una expresión severa. Parecía escéptico, y quizás un poco triste, o aburrido, o lastimado. Extendió la mano como para devolver las tarjetas a Atkins sin comentarios, pero luego, para su propia sorpresa, las recogió y les dio la vuelta.
El visor sintético de la tarjeta se encendió, y Faetón observó el flujo de imágenes y signos dragontinos.
Bajó la tarjeta.
—Con todo respeto, mariscal, ésta no era una buena descripción de mí. No ansío aferrar un arma en cuanto despierto confundido. Puedo hacer rápidos cálculos astronómicos de memoria, y habría estado muy interesado, y todavía lo estoy, en los detalles técnicos del proyector de partículas fantasma construido por Jenofonte.
—Sólo pensé que sería agradable que... —dijo Atkins, pero se interrumpió.
Atkins no era un hombre muy expresivo. Pero súbitamente Faetón tuvo un atisbo de su alma. A la persona que había desafiado al silente en el puente de la
Fénix Exultante,
la persona que había tenido los recuerdos de Faetón pero el instinto de Atkins, se le había negado el derecho a vivir; había sido borrada, reemplazada por Atkins cuando los recuerdos de Atkins se restauraron automáticamente. Atkins no quería que esa persona, ese falso Faetón, esa pequeña parte de sí mismo, muriera del todo.
Faetón pensó en su progenitor. Una cosa muy similar le había sucedido a Helión. Y quizá no fuera infrecuente en la Ecumene Dorada. Pero a Faetón nunca le había pasado. Nadie había sido él y había querido seguir siendo él.
Esa versión faetonizada de Atkins, con el nombre de Dafne en los labios en el último momento de existencia, se había extinguido, gritando que quería seguir siendo quien era...
—Lo lamento —dijo Faetón.
—Ahórrame tu piedad —resopló Atkins con agrio humor.
—Sólo quise decir... Debe ser difícil para ti... para cualquier hombre... comprender que, si fuera otra persona, no necesariamente desearía volver a ser él mismo.
—Estoy acostumbrado. Descubrí hace largo tiempo que todos quieren un Atkins cuando hay jaleo, pero que nadie quiere ser Atkins. Es sólo una cosilla más que debo hacer...
La imaginación de Faetón terminó la frase: para protegeros a todos los demás.
Faetón tuvo la imagen de un hombre solitario, desdeñado sin gratitud por la sociedad por la cual luchaba; consagrado a proteger una utopía, no podía disfrutar de sus placeres. La imagen lo impresionó profundamente, y una emoción lo embargó, vergüenza, pasmo o ambas cosas.
—Si no quieres esos recuerdos, Faetón, destrúyelos. A mí no me sirven de nada. Pero debo decir que no todas las emociones que surgieron me pertenecían. No era mi instinto el que hablaba.
—No estoy seguro de entenderte...
Atkins se reclinó en la silla y miró a Faetón con una expresión cauta, severa, juiciosa.
—Sólo la vi una vez —dijo con voz calma y glacial—. Quedé impresionado. Ella me gustó. Era agradable. Pero, para mí, no era más que eso. No habría dado la espalda a la misión más importante de mi vida por ella. No infringiría la ley por ella, y no habría intentado arruinar mi vida al perderla por primera vez. Pero yo no soy tú, ¿verdad? Piensa en ello.
Atkins se puso de pie.
—Si me necesitas, estaré en la casa médica, preparándome para la aceleración. Si llama la Mente Bélica, pásame allí la llamada.
Giró sobre los talones y se marchó.
Faetón se quedó a la mesa un rato, sin moverse, sólo pensando. Recogió las tarjetas y las hizo girar una y otra vez entre los dedos, una y otra vez.
Debió comprenderlo de inmediato, pero fue un proceso muy lento. ¿Por qué Atkins, cuando estaba poseído por los recuerdos de Faetón, había proclamado su amor por Dafne? ¿Era porque a Atkins le gustaba ella, o porque le gustaba a otro...?
—Pero ella no es mi esposa —murmuró Faetón.
Al margen de lo que pensara de Dafne Tercia, el maniquí emancipado, al margen de sus sentimientos, al margen de que se pareciera a su esposa y actuara como ella, no era su esposa.
En cuanto a su esposa real, la recordaba con toda claridad. Una mujer de belleza, ingenio y gracia perfectos, una mujer que lo hacía sentir como un héroe, una mujer que evocaba las glorias de épocas pasadas. Recordaba muy bien cuando se habían conocido en una luna de Urano, cuando ella lo buscó para entrevistarlo para su documental dramático. Había entrado en su vida inesperada, rápida y plenamente, como un rayo de luna que transforma una noche angustiosa en un mágico paisaje de plateada maravilla. Él siempre había estado aparte de los demás en la Ecumene Dorada. Los hombres lo miraban de soslayo, o parecían incómodos ante sus ambiciones, como si considerasen inapropiado, en la era de los sofotecs, que los hombres de carne y hueso soñaran con grandes logros.
Pero Dafne, la encantadora Dafne, tenía un alma en que el fuego y la poesía aún vivían. Cuando estaban en Oberón, ella lo había urgido a no dejar escapar un solo día sin trabajar en un gran logro. Su espíritu tenía toda la valentía que les faltaba a los que se acurrucaban en la Tierra. Y cuando su frío interés profesional en él comenzó a ser un cálido interés personal, cuando ella le tocó la mano, cuando él tuvo la audacia de invitarla, no para intercambiar información sino para agasajarse con la mutua compañía, la sonrisa de Dafne fue tan inesperada y gloriosa y prometedora como su imaginación de soltero podía esperar.
Pero no... Esa Dafne, la Dafne que había conocido en Oberón, no era la Dafne real. Era el maniquí. Dafne Tercia. Esta Dafne.
La Dafne real había tenido miedo de abandonar la Tierra.
La Dafne real tomaba sus sueños con mayor frialdad, y sonreía, y murmuraba palabras de distraído aliento cuando Faetón hablaba de ello. Era más irónica y menos expresiva que su maniquí embajador.
Pero se había casado con ella. Ella era real.
Ella también creía en el heroísmo, aunque pensaba que era algo del pasado, algo que no se permitía en el presente.
Él había entrado en comunión plena con ella en muchas ocasiones. Sabía exactamente lo que ella pensaba. No había engaños ni malentendidos entre marido y mujer en la Ecumene Dorada, en el presente. Él sabía que ella lo amaba con sinceridad. Sabía que sus ambiciones la incomodaban un poco, pero no porque pensara que estaban mal (¡claro que no!), sino porque pensaba que eran sumamente acertadas. Y temía que alguien lo detuviera. Temía que alguien lo aplastara. Habían pasado los años y él había tomado ese temor con una sonrisa. ¿Quién lo detendría, quién lo aplastaría? En la Ecumene Dorada, la sociedad más libre que la historia había conocido, ninguna actividad pacífica estaba prohibida.
Pasaron años y décadas, y Faetón se dijo que el temor de su esposa por él era una señal de su amor. Se dijo que, a medida que el tiempo demostrara que él podía realizar grandes hazañas, ella llegaría a entender: se dijo que, en ese brillante día soleado, los temores de Dafne se esfumarían como si ella despertara de una pesadilla.
Luego había fracasado el proyecto Saturno, frustrado por la deserción de los inversores. Al mismo tiempo, los Exhortadores comenzaron a reparar en él. Neo Orfeo y Tsychandri-Manyu Tawne habían hecho circular epístolas públicas que condenaban a «los que toman a la ligera las opiniones y sensibilidades de la mayor parte de la humanidad» y regañaban a «cualquier aventurero inescrupuloso que, en aras de su propia gloria, procure crear desarmonía o generar controversias dentro del apacible orden de nuestro eterno modo de vida». No lo mencionaban por el nombre (dudaba que los Exhortadores tuvieran tantas agallas), pero todos sabían a quién condenaban. Durante su viaje de regreso a la Tierra, muchos de los discursos, secuencias de distribución mental y coloquios a que lo habían invitado se cancelaron de pronto sin explicaciones. Algunos de los clubes sociales y tertulias en que se había inscrito por insistencia de su esposa devolvieron los honorarios de inscripción y lo expulsaron. Le informaron de estas decisiones por radio, sin darle oportunidad para hablar. No había nada oficial. No, era una presión silenciosa pero exasperante.