La travesía del Explorador del Amanecer

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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Un viaje al auténtico fin del mundo, donde múltiples profecías se verán cumplidas...

Un rey y unos inesperados compañeros de viaje emprenden una travesía que los llevará más allá de toda tierra conocida. A medida que navegan por mares que no aparecen en los mapas, descubren que su misión es más arriesgada de lo que habían imaginado y que el fin del mundo es, en realidad, el umbral de una tierra incógnita.

C.S. Lewis

La travesía del
Explorador del Amanecer

ePUB v2.0

Johan
 
16.04.11

El cuadro de la habitación

Habia un niño llamado Eustaquio Clarence Scrubb
[1]
y casi merecía ese nombre. Sus padres lo llamaban Eustaquio Clarence y sus profesores, Scrubb. No puedo decirles qué nombre le daban sus amigos, porque no tenía ninguno. El no trataba a sus padres de “papá” y de “mamá”, sino de Haroldo y Alberta. Estos eran muy modernos y de ideas avanzadas. Eran vegetarianos, no fumaban, jamás tomaban bebidas alcohólicas y usaban un tipo especial de ropa interior. En su casa había pocos muebles; en las camas, muy poca ropa, y las ventanas estaban siempre abiertas.

A Eustaquio Clarence le gustaban los animales, especialmente los escarabajos, pero siempre que estuvieran muertos y clavados con un alfiler en una cartulina. Le gustaban los libros si eran informativos y con ilustraciones de elevadores de granos o de niños gordos de otros países haciendo ejercicios en escuelas modelos.

A Eustaquio Clarence no le gustaban sus primos, los cuatro Pevensie —Pedro, Susana, Edmundo y Lucía—. Sin embargo, se alegró mucho cuando supo que Edmundo y Lucía se iban a quedar durante un tiempo en su casa. En el fondo le gustaba mandar y abusar de los más débiles; y aunque era un tipo insignificante, ni siquiera capaz de enfrentar en una pelea a Lucía, ni mucho menos a Edmundo, conocía muchas maneras de hacer pasar un mal rato a cualquiera, especialmente si estás en tu propia casa y ellos son sólo visitas.

Edmundo y Lucía no querían por ningún motivo quedarse con sus tíos Haroldo y Alberta. Pero realmente no lo pudieron evitar. Ese verano su padre fue contratado para dictar conferencias en Norteamérica durante dieciséis semanas y su madre lo acompañó, pues desde hacía diez años no había tenido verdaderas vacaciones.

Pedro estudiaba sin descanso para un examen y aprovecharía sus vacaciones para prepararse con clases particulares del anciano profesor Kirke, en cuya casa los cuatro niños tuvieron fantásticas aventuras mucho tiempo atrás, en los años de la guerra. Si el profesor hubiera vivido aún en aquella casa, los habría recibido a todos. Pero, por diversas razones, se había empobrecido desde aquellos lejanos días y ahora habitaba una casita de campo con un solo dormitorio para alojados.

Llevar a los otros tres niños a Norteamérica resultaba demasiado caro, así es que sólo fue Susana. Los adultos la consideraban la belleza de la familia, aunque no una buena estudiante (a pesar de que en otros aspectos era bastante madura para su edad). Por eso, mamá dijo que “ella iba a aprovechar mucho más un viaje a Norteamérica que sus hermanos menores”. Edmundo y Lucía trataron de no envidiar la suerte de Susana, pero era demasiado espantoso tener que pasar las vacaciones en casa de sus tíos.

—Y para mí es muchísimo peor —alegaba Edmundo—, porque tú, al menos, tendrás una habitación para ti sola; en cambio yo tengo que compartirla con ese requete apestoso de Eustaquio.

La historia comienza una tarde en que Edmundo y Lucía aprovechaban unos pocos minutos a solas. Por supuesto, hablaban de Narnia; ese era el nombre de su propio y secreto país. Yo supongo que la mayoría de nosotros tiene un país secreto, pero en nuestro caso es sólo un país imaginario. Edmundo y Lucía eran más afortunados que otras personas: su país secreto era real. Ya lo habían visitado dos veces; no en un juego ni en sueños, sino en la realidad. Por supuesto habían llegado allí por magia, que es el único camino para ir a Narnia. Y una promesa, o casi una promesa que se les hizo en Narnia mismo, les aseguraba que algún día regresarían. Te podrás imaginar que hablaban mucho de todo eso, cuando tenían la oportunidad.

Estaban en la habitación de Lucía, sentados al borde de su cama y observaban el cuadro que colgaba en la pared frente a ellos. Era el único de la casa que les gustaba. A tía Alberta no le gustaba nada (por eso el cuadro había sido relegado a la pequeña pieza del fondo, en el segundo piso), pero no podía deshacerse de él porque se lo había regalado para su matrimonio una persona a quien no quería ofender.

Representaba un barco... un barco que navegaba casi en línea recta hacia uno... La proa era dorada y tallada en forma de una cabeza de dragón con su gran boca abierta; tenía sólo un mástil y una gran vela cuadrada, de un vivísimo color púrpura. Los costados del barco, lo que se podía distinguir de ellos al final de las alas doradas del dragón, eran verdes. El barco acababa de encumbrar sobre la cresta de una imponente ola azul que, al reventar, casi se te venía encima, llena de brillos y burbujas. Obviamente, el barco avanzaba muy veloz impulsado por un alegre viento, inclinándose levemente a babor. (A propósito, si van a leer esta historia y si aún no lo saben, métanse bien en la cabeza que en un barco, mirando hacia adelante, el lado izquierdo es babor y el derecho, estribor.) Toda la luz del sol bañaba ese lado de la nave, y allí el agua se llenaba de verdes y morados. A estribor, el agua era de un azul más oscuro debido a la sombra del barco.

—Me pregunto —comentó Edmundo— si no será peor mirar un barco de Narnia cuando uno no puede ir allí.

—Incluso mirar es mejor que nada —señaló Lucía—, y la verdad es que ese es un barco típico de Narnia.

—¿Siguen con su viejo jueguito? —preguntó Eustaquio Clarence, que había estado escuchando tras la puerta, y entraba ahora en la habitación con una sonrisa burlona.

Durante su estada con los Pevensie el año anterior, se las arregló para escuchar cuando hablaban de Narnia y le encantaba tomarles el pelo. Por supuesto que pensaba que todo esto era una mera invención de sus primos, y como él era incapaz de inventar algo por sí mismo, no lo aprobaba.

—Nadie te necesita aquí —le dijo fríamente Edmundo.

—Estoy tratando de hacer un verso —dijo Eustaquio—, algo más o menos así:

“Por inventar juegos sobre Narnia, algunos niños están cada vez más chiflados”.

—Bueno, para comenzar, Narnia y chiflado no riman en lo más mínimo —dijo Lucía.

—Es una asonancia —contestó Eustaquio.

—No le preguntes lo que es una aso-cómo-se-llama —pidió Edmundo—. Lo único que quiere es que se le pregunten cosas. No le digas nada y a lo mejor se va.

Frente a tal acogida, la mayoría de los niños se habría mandado cambiar o, por lo menos, se habría enojado; pero Eustaquio no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que se quedó allí dando vueltas, con una mueca burlesca, y en seguida comenzó nuevamente a hablar.

—¿Les gusta ese cuadro? —preguntó.

—¡Por el amor de Dios! No lo dejes que se ponga a hablar de arte y todas esas cosas —se apresuró a decir Edmundo.

Pero Lucía, que era muy sincera, ya había dicho que a ella sí le gustaba y mucho.

—Es un cuadro pésimo —opinó Eustaquio.

—No lo verías si te vas para afuera —dijo Edmundo.

—¿Por qué te gusta? —preguntó Eustaquio a Lucía.

—Bueno, por una razón muy simple —respondió Lucía—: realmente el barco parece moverse. Y el agua se ve como si estuviera en verdad mojada. Y las olas se ven como si en verdad subieran y bajaran con la marea.

Es evidente que Eustaquio podría haber respondido de mil maneras a este comentario, pero no dijo nada, porque en ese mismo momento miró las olas del cuadro y vio que efectivamente parecían subir y bajar. Sólo una vez había estado en un barco (y aquella vez únicamente hasta la cercana isla de Wight) y se mareó en una forma horrible. El ver las olas en el cuadro lo hizo volver a experimentar esa desagradable sensación; se puso verde y trató de mirar otra vez, pero en ese momento ocurrió algo que hizo que los tres niños quedaran con la boca abierta, mirando con ojos fijos.

Seguramente lo que ellos vieron es difícil de creer cuando se lee en un libro, pero el presenciarlo fue igualmente increíble. Todos los elementos del cuadro comenzaron a moverse, pero no como ocurre en el cine, ya que los colores eran demasiado claros, limpios y reales como para una película. Se sumergió la proa de la nave en la ola, haciendo explotar una masa de espuma; luego la ola se alzó tras el barco y por primera vez se pudieron ver su popa y cubierta, pero pronto volvieron a desaparecer con el impacto de la siguiente ola que lo azotó, levantando nuevamente su proa. En ese mismo momento, un cuaderno que estaba tirado en la cama al lado de Edmundo comenzó a agitarse, luego se elevó y, por último, cruzó suavemente los aires hacia la muralla que estaba tras él. Lucía sintió que su peló le azotaba la cara como en los días de viento; y ese era un día ventoso, pero el viento soplaba desde el cuadro hacia ellos. Y de pronto, junto al viento vinieron los ruidos: el murmullo de las olas, el golpe del agua contra los costados del barco, los crujidos y el fuerte rugido constante que el agua y el aire producían de proa a popa. Pero fue el olor, ese olor violento y salado, lo que finalmente convenció a Lucía de que no estaba soñando.

—¡Basta! —se oyó la voz chillona de Eustaquio, rechinando de miedo y rabia—. Esto debe ser un truco estúpido inventado por ustedes. ¡Basta! Se lo diré a Alberta... ¡Ay!

Los otros dos niños estaban más acostumbrados a las aventuras, pero así y todo cuando Eustaquio dijo “Ay”, ambos dijeron “Ay” al mismo tiempo. La causa fue una gran ola salada y fría que reventó justo fuera del cuadro, dejando a los niños sin respiración por su chasquido, además de completamente empapados.

—¡Voy a hacer añicos esa porquería! —gritó Eustaquio.

Y a continuación sucedieron muchas cosas al mismo tiempo. Eustaquio se precipitó hacia el cuadro. Edmundo, que sabía algo de magia, dio un salto y corrió tras él advirtiéndole que tuviese cuidado y no fuera tonto. Lucía trató de cogerlo por el otro lado, pero fue arrastrada hacia adelante. Y ahora sucedía que o bien ellos se achicaron, o el cuadro se hizo más grande. Eustaquio saltó para tratar de descolgarlo de la pared y de pronto se encontró parado en el marco; lo que vio frente a sí no era un vidrio, sino que el mar de verdad, y viento y olas que se precipitaban contra el marco, como contra una roca. Se desequilibró y trató de agarrarse a los otros dos, que habían saltado a su lado. Hubo un segundo de lucha y griteríos, y cuando creyeron haber recuperado el equilibrio, se levantó a su alrededor una gran ola azul que los arrastró y los precipitó al mar. El grito desesperado de Eustaquio se acalló repentinamente cuando se le llenó la boca de agua.

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