La travesía del Explorador del Amanecer (2 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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Lucía dio gracias a Dios por haber practicado mucho su natación durante el verano anterior; pero no se puede negar que le habría ido mejor con brazadas más lentas y si el agua no estuviera mucho más fría de lo que parecía cuando era sólo un cuadro. Aun así, mantuvo la calma y se sacó los zapatos con los pies, como debe hacerlo cualquier persona que cae al agua vestida. También mantuvo la boca cerrada y los ojos abiertos. Estaban aún muy cerca del barco; Lucía pudo ver su costado verde alzándose muy alto sobre ellos, y gente que la miraba desde cubierta. Entonces, como era de esperar, Eustaquio se aferró a ella en un ataque de pánico y ambos se hundieron.

Al salir a flote nuevamente, Lucía pudo distinguir una figura blanca que se zambullía desde uno de los costados del barco. Edmundo estaba bastante cerca de ella, pataleando en el agua y había cogido por los brazos a Eustaquio que aullaba de terror. Luego, por el otro lado, alguien más, cuyo rostro le era vagamente familiar, la sostuvo firmemente. Del barco se oía una serie de gritos y en la borda se podía ver a un sinnúmero de personas apiñadas unas contra otras, arrojando las cuerdas. Edmundo y el desconocido le amarraron una alrededor de ella. Después vino lo que pareció una espera muy larga, durante la cual su cara se puso azul y comenzaron a castañetearle los dientes. En realidad, la demora no fue tan grande como parecía. Estaban esperando el momento oportuno para subirla a bordo del barco, sin correr el riesgo de que se golpeara contra su costado. Pero a pesar de todos los esfuerzos, Lucía vio que tenía una rodilla magullada cuando, finalmente, estuvo en la cubierta goteando y tiritando. Luego, de un tirón subieron a Edmundo y, en seguida, al desdichado Eustaquio. Al último subió el desconocido, un muchacho de pelo dorado, algunos años mayor que los niños.

—¡Ca... Ca... Caspian! —balbuceó Lucía muy sorprendida apenas hubo recuperado el aliento. Pues era Caspian, el joven rey de Narnia, a quien ellos ayudaron a obtener el trono durante su última visita. Edmundo también lo reconoció y los tres se dieron la mano y se palmotearon la espalda con gran júbilo.

—¿Quién es este amigo de ustedes? —dijo Caspian casi al instante y se volvió a Eustaquio con su alegre sonrisa.

Pero Eustaquio lloraba mucho más fuerte de lo que se puede permitir a cualquier niño de su edad, cuando sólo ha sufrido un buen remojón.

—¡Déjenme ir, déjenme volver! ¡No me gustaestar aquí! —vociferaba.

—¿Dejarlo ir?— preguntó Caspian—. Pero ¿a dónde? Eustaquio se abalanzó a la baranda del barco, como si esperase ver el marco del cuadro colgado sobre el mar, o tal vez vislumbrar el cuarto de Lucía. Pero lo que vio fueron olas muy azules salpicadas de espuma y un cielo de color azul más pálido, que se extendían sin interrupción hacia el horizonte. Tal vez no podamos culparlo de que se le fuera el alma a los pies, ya que se estaba mareando rápidamente.

—Rynelf —llamó Caspian a uno de los marineros—, trae vino aromático para sus Majestades. Ustedes necesitan algo para entrar en calor después de ese chapuzón.

Llamaba a Edmundo y a Lucía sus Majestades porque, junto con Pedro y Susana, habían sido reyes y reinas de Narnia antes que él. El tiempo en Narnia transcurre en forma diferente al nuestro. Si pasas cientos de años allá, al volver a nuestro mundo será la misma hora del mismo día en que te fuiste. Y también, si vuelves a Narnia después de pasar una semana aquí, te encontrarás con que han transcurrido mil años narnianos, o sólo un día, o tal vez ni siquiera un segundo; pero eso nunca lo sabrás hasta que llegues allá. Por eso, cuando los niños Pevensie volvieron a Narnia por segunda vez, su llegada fue considerada (por los narnianos) como si el rey Arturo volviera a Inglaterra, como algunos creen que lo hará. Y en mi opinión cuanto antes lo haga, tanto mejor.

Rynelf volvió con el humeante y aromático vino en una gran jarra y cuatro copas de plata. Era exactamente lo que les hacía falta, y a medida que Lucía y Edmundo lo bebían a sorbos, podían sentir el calor que los recorría hasta la punta de los pies. Sin embargo, Eustaquio hizo muecas, tartamudeó y lo escupió lejos; se mareó nuevamente y reanudó sus gritos, preguntando si acaso no tendrían algún alimento energético vitaminizado de cualquier tipo de arbusto y si podrían preparárselo con agua destilada. Y de todos modos insistía en que lo dejaran en tierra en el próximo puerto.

—Has traído un compañero de viaje muy divertido, hermano —susurro Caspian al oído de Edmundo, con risa ahogada.

Pero antes que pudiese decir cualquier otra cosa, Eustaquio gritó nuevamente:

—¡Por el amor del cielo! ¿Qué es eso? Saquen esa horripilancia de aquí.

En realidad esta vez tenía algo de razón en sorprenderse, ya que de la cabina de popa había salido algo en verdad muy curioso, y se acercaba lentamente hacia ellos. Podríamos decir que se trataba, y de hecho eso era, de un ratón; pero este era un Ratón que caminaba en sus patas traseras y medía cerca de sesenta centímetros de alto. Alrededor de su cabeza llevaba una delgada banda de oro que pasaba por debajo de una oreja y por encima de la otra, y en ella había pegada una gran pluma carmesí. (Como el pelaje del Ratón era muy oscuro, casi negro, el efecto era audaz y llamativo). Su pata izquierda se apoyaba en la empuñadura de una espada casi tan larga como su propia cola; con un equilibrio perfecto, elegantes modales y aspecto grave, se paseaba por la cubierta oscilante del barco. Lucía y Edmundo lo reconocieron de inmediato. Era Rípichip, el más valiente de todos los Animales que Hablan de Narnia y el Jefe de los ratones. Se había hecho merecedor de eterna gloria durante la segunda batalla de Beruna. Lucía, como siempre, tuvo muchas ganas de tomarlo en sus brazos y regalonearlo, pero bien sabía que jamás podría darse ese gusto, ya que esto ofendería profundamente a su amigo. En lugar de ello se arrodilló para hablar con él.

Rípichip adelantó su pata izquierda, dejando atrás la derecha, hizo una reverencia y le besó la mano; luego se enderezó, se retorció los bigotes y dijo con su voz aguda y chillona:

—Mis más humildes respetos a su Majestad y también al Rey Edmundo —al decir estas palabras, se inclinó nuevamente—: Sólo la presencia de sus Majestades faltaba a esta gloriosa aventura.

—¡Uf! Llévenselo de aquí —gimió Eustaquio—, odio los ratones y jamás he podido soportar a los animales amaestrados. Son tontos, vulgares... y... sentimentales.

Después de mirarlo fijamente durante algunos segundos, Rípichip se volvió a Lucía y dijo:

—¿Debo suponer que esta persona tan increíblemente grosera está bajo la protección de su Majestad? Porque de lo contrario...

En ese momento Lucía y Edmundo estornudaron.

—¡Qué tonto he sido al dejarlos aquí con sus ropas empapadas! —exclamó Caspian—. ¿Por qué no van abajo y se cambian? Yo le cederé mi cabina a Lucía, por supuesto, pero me temo que no tenemos ropa femenina a bordo. Tendrás que arreglártelas con algo de lo mío. Rípichip, como buen compañero, enséñale el camino.

—Por servir a una dama, hasta por un asunto de honor debe ceder su lugar... al menos por el momento —señaló Rípichip y lanzó una mirada muy dura a Eustaquio. Pero Caspian los obligó a apresurarse, y pocos minutos más tarde Lucía estaba dentro de la cabina de popa. Se enamoró de ella en el acto: las tres ventanas cuadradas, por las que se veía el agua azul y arremolinada a popa; las tres bancas bajas con cojines que rodeaban tres costados de la mesa; la lámpara de plata que oscilaba sobre su cabeza (“hecha por los enanos”, pensó Lucía en seguida, por su exquisita delicadeza); y, colgada en la pared de enfrente, sobre la puerta, la imagen de Aslan, el León, pintada en oro. Todo esto lo captó Lucía en un minuto, ya que inmediatamente Caspian abrió la puerta a estribor y entró.

—Esta será tu habitación, Lucía. Yo sólo recogeré alguna ropa seca para mí —dijo mientras revolvía uno de los cajones—, y luego me iré para que puedas cambiarte. Si tiras tu ropa mojada al lado de la puerta, encargaré que la lleven a la cocina para secarla.

Lucía se sintió tan en su casa como si hubiese estado semanas en la cabina de Caspian; el movimiento del barco no la molestaba, ya que había hecho numerosos viajes cuando fue reina de Narnia, mucho tiempo atrás. La cabina era diminuta, pero clara y llena de paneles pintados (pájaros, animales salvajes, dragones carmesí y parras); además estaba inmaculadamente limpia. La ropa de Caspian era demasiado grande para ella, pero pudo arreglárselas; no había esperanzas de usar sus zapatos, sandalias y botas de mar, pero a ella no le importaba andar descalza a bordo. Cuando finalmente terminó de vestirse, se asomó a la ventana para mirar el agua que pasaba vertiginosamente, y respiró profundo. Estaba segura de que allí lo pasarían muy bien.

A bordo del Explorador del Amanecer

—¡Ah! Ha llegado Lucía —dijo Caspian—. Te esperábamos. Este es mi capitán, Lord Drinian.

Un hombre de pelo negro dobló una rodilla ante Lucía y besó su mano. Sólo se encontraban presentes Edmundo y Rípichip.

—¿Dónde está Eustaquio? —preguntó Lucía.

—En su cama —respondió Edmundo—, y creo que no podemos hacer nada por él. Lo único que se logra al tratar de ser amable con él, es que se ponga peor.

—Mientras tanto, tenemos que conversar —dijo Caspian.

—Por supuesto —convino Edmundo—, y, en primer lugar, sobre el paso del tiempo. Según nuestro tiempo, hace un año que nos fuimos de aquí, justo antes de tu coronación. ¿Cuánto ha transcurrido en Narnia?

—Exactamente tres años —contestó Caspian.

—Y ¿todo anda bien? —preguntó Edmundo.

—No supondrás que yo abandonaría mi reino y me haría a la mar si las cosas no anduvieran bien —dijo el rey—. La verdad es que no podrían andar mejor. Los problemas entre los Telmarinos, Enanos, Animales que Hablan, Faunos y demás, terminaron y el verano pasado les dimos tal paliza a esos gigantes camorreros de la frontera, que ahora nos rinden homenaje. Además, tengo un excelente regente para cuando estoy fuera: Trumpkin, el Enano. ¿Se acuerdan de él?

—Mi querido Trumpkin —suspiró Lucía—. ¡Por supuesto que sí! No podrías haber elegido mejor.

—Es leal como tejón, Señora, y tan valiente como... como... un ratón —dijo Drinian.

Iba a decir
como un león,
pero se dio cuenta de que los ojos de Rípichip estaban fijos en él.

—¿Cuál es nuestro rumbo ahora? —preguntó Edmundo.

—Bueno —comenzó Caspian—, es una historia bastante larga. Tal vez recuerden que cuando yo era un niño, el usurpador, mi tío Miraz, se deshizo de siete amigos de mi padre (que habrían estado de mi parte), enviándolos a explorar los desconocidos mares del este, más allá de las Islas Desiertas.

—Sí —respondió Lucía— y nunca jamás regresaron.

—Así fue —continuó Caspian—. El día de mi coronación, con el consentimiento de Aslan, juré que si lograba establecer la paz en Narnia navegaría hacia el este durante un año y un día, con el fin de encontrar a los amigos de mi padre o saber de su muerte y vengarlos si podía. Sus nombres eran Lord Revilian, Lord Bern, Lord Argoz, Lord Mavramorn, Lord Octesiano, Lord Restimar y Lord... Lord... Me es tan difícil recordar el otro nombre...

—Rup, su Majestad, Lord Rup —recordó Drinian.

—Rup, Rup, eso es —dijo Caspian—. Ese es mi objetivo principal, pero mi amigo Rípichip tiene una ilusión aún más grande.

—Todas las miradas se volvieron al Ratón.

—Tan grande como mi buen humor —dijo éste—, aunque puede ser tan pequeña como mi estatura. ¿Por qué no ir hasta el confín oriental del mundo? Y ¿qué podemos encontrar allí? Yo espero encontrar el país de Aslan. Siempre es del este, del otro lado del océano, desde donde viene a nosotros el gran León.

—¡Oigan, esa sí que me parece una buena idea! —exclamó Edmundo con voz de admiración.

—Pero ¿crees realmente que el país de Aslan es de esa clase... Es decir, ese tipo de país al que se puede llegar navegando? —preguntó Lucía.

—No lo sé, Señora —contestó Rípichip—, pero ocurre lo siguiente: cuando estaba en mi cuna, una ninfa del bosque, una Dríada, recitó este verso sobre mi cabeza:

“Donde el mar y el cielo se encuentran,

donde las olas se hacen más dulces,

no dudes Rípichip,

que encontrarás lo que buscas.

Allí en el Oriente absoluto”.

—En realidad —continuó el Ratón— no entiendo el significado de estas palabras, pero su sortilegio me ha acompañado siempre.

Después de una breve pausa, Lucía preguntó:

— ¿Dónde estamos ahora, Caspian?

—El capitán puede responder mejor que yo a esa pregunta —dijo Caspian.

Drinian extrajo entonces su carta de navegación y la extendió sobre la mesa.

—Esta es nuestra posición —dijo señalando el lugar con el dedo—, o lo era al mediodía de hoy. Tuvimos viento favorable desde Cair Paravel y nos mantuvimos un poco en dirección al norte, hacia Galma, donde llegamos al día siguiente. Allí nos quedamos durante una semana, ya que el Duque de Galma organizó un gran torneo en honor a su Majestad, quien desmontó a muchos caballeros.

—Y sufrí algunas caídas bastante peligrosas, Drinian. Todavía me quedan los rasmillones —añadió Caspian.

—Y desmontó a muchos caballeros —repitió Drinian con una sonrisita—. Nosotros pensamos que el duque habría estado dichoso si su Majestad el Rey se hubiese casado con su hija, pero nada sucedió.

—Era bizca y tenía pecas —recordó Caspian.

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