La travesía del Explorador del Amanecer (6 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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—Mi Lord —dijo clavando sus ojos en Gumpas—. No nos has dado la bienvenida que esperábamos. Soy el Rey de Narnia.

—Nada de eso en la correspondencia —dijo el gobernador—. Ni en las actas. Nadie nos notificó de tal cosa. Todo irregular. Encantado de considerar cualquier solicitud...

—Y hemos venido a informarnos acerca de la conducción de la oficina de su Suficiencia —continuó Caspian—. Hay dos puntos, especialmente, sobre los cuales exijo una explicación. En primer lugar, no encuentro ningún registro que indique que estas islas hayan pagado los tributos adeudados a la corona de Narnia, por casi ciento cincuenta años.

—Este es un asunto que deberá ser presentado al Consejo el próximo mes —dijo Gumpas—. Si alguien propone que se cree una comisión de investigación que informe sobre la historia financiera de las islas en la primera reunión del año que viene, bueno, entonces...

—También está estipulado claramente en nuestras leyes —continuó Caspian—, que si el tributo no es entregado, la deuda completa deberá ser cancelada de su propio bolsillo por el gobernador de las Islas Desiertas.

Ante esto, Gumpas empezó a prestar verdadera atención.

—¡Ah, no, ni hablar! —dijo Gumpas—. Es una imposibilidad económica... eh... su Majestad debe estar bromeando...

En su interior se preguntaba si habría manera de deshacerse de aquellos visitantes inoportunos. De haber sabido que Caspian tenía un solo barco y sólo la tripulación de ese barco con él, le habría dicho palabras dulces por ahora, y habría esperado hacerlos cercar y asesinar a todos durante la noche. Pero el día anterior había visto un barco de guerra bajar por los estrechos y enviar señales a su escolta, según él supuso. No supo entonces que era el barco del Rey, pues no había viento suficiente para desplegar su bandera y hacer visible el León dorado. Por eso había esperado los acontecimientos. Ahora Gumpas imaginaba que Caspian tenía una flota completa en la finca de Bern. Jamás se le habría pasado por la mente que alguien atacara Cielo Angosto para tomar las islas con menos de cincuenta hombres. Desde luego no era la clase de cosas que se le ocurriría hacer a él.

—En segundo lugar —dijo Caspian—, quiero saber por qué has permitido establecer aquí este abominable y desnaturalizado comercio de esclavos, contrario a las antiguas costumbres y usanzas en nuestros dominios.

—Necesario, inevitable —dijo su Suficiencia—. Un elemento primordial en el desarrollo económico de las islas, se lo aseguro. El auge de nuestra actual prosperidad depende en gran medida de este comercio.

—¿Qué necesidad tienes de esclavos?

—Para la exportación, su Majestad. Venderlos principalmente a Calormen; y tenemos otros mercados. Somos un gran centro de comercio.

—En otras palabras —dijo Caspian—, no los necesitas. Dime ¿para qué sirven fuera de poner dinero en los bolsillos de un tipo como Pug?

—La juventud de su Majestad... —dijo Gumpas con lo que pretendía ser una sonrisa paternal—, no le permite entender el problema económico que esto significa. Yo tengo estadísticas, tengo gráficos, tengo...

—Por muy joven que sea —interrumpió Caspian—, creo entender el mercado de esclavos por dentro tan bien como su Suficiencia. Y no veo que traiga a las islas ni carne, ni pan, ni cerveza, ni vino, ni madera, ni repollos, ni libros, ni instrumentos musicales, ni caballos, ni armaduras, ni ninguna otra cosa digna que valga la pena tener. Pero ya sea que lo haga o no, esto debe terminar.

—Pero esto significaría volver atrás —resolló el gobernador—. ¿No sabes nada de progreso y de desarrollo?

—Los he visto nacer —dijo Caspian—. En Narnia los llamamos
un mal camino.
Este comercio debe terminar.

—No puedo responsabilizarme de una medida semejante —dijo Gumpas.

—Muy bien, entonces —dijo Caspian—, te relevamos de tu cargo. Milord Bern, ven acá...

Y antes de que Gumpas se diera verdaderamente cuenta de lo que ocurría, Bern, con sus manos entre las del Rey, se arrodilló y prestó juramento de gobernar las Islas Desiertas conforme a las antiguas costumbres, derechos, usanzas y leyes de Narnia.

—Creo que ya hemos tenido bastante de gobernadores —dijo Caspian. Y dio a Bern el título de Duque, Duque de las Islas Desiertas.

—En cuanto a ti, Milord —se dirigió a Gumpas—, perdono tu deuda por los tributos. Pero mañana, antes del mediodía, tú y los tuyos deberán abandonar el castillo, que desde ahora es la residencia del Duque.

—Miren, todo está muy bien —dijo uno de los secretarios de Gumpas—, pero supongamos, caballeros, que ustedes terminen con esta comedia y trabajemos un poco. Para nosotros el asunto es realmente...

—El asunto es —dijo el Duque— si tú y el resto de la chusma se irán con o sin una paliza. Puedes elegir lo que prefieras.

Cuando todo se arregló amigablemente, Caspian hizo traer caballos; había unos cuantos en el castillo, aunque muy mal cuidados. Junto a Bern, Drinian y algunos otros, cabalgó hacia el pueblo y se dirigió al mercado de esclavos. Era un edificio largo y bajo situado cerca del puerto. La escena que se desarrollaba cuando ellos entraron, se parecía a cualquier otra subasta: es decir, había una gran multitud y Pug, desde un estrado, gritaba con voz ronca:

—Ahora, caballeros, el lote veintitrés. Excelente trabajador agrícola terebintiano, apto para trabajar en minas o en las galeras. Menos de veinticinco años de edad. Ni un solo diente malo. Un tipo bueno y musculoso. Tachuelas, sácale la camisa para que los caballeros puedan verlo. ¡Ahí tienen músculos! Mírenle el pecho. Diez crecientes ofrece el caballero del rincón. Debe estar bromeando, señor. ¡Quince!, ¡dieciocho!..., dieciocho es la postura por el lote veintitrés. ¿Alguien da más?... Veintiuno. Gracias, señor. La oferta es veintiuno...

Pero Pug se interrumpió boquiabierto al ver a los personajes vestidos con armaduras que subieron al estrado, haciendo sonar los metales.

—Arrodíllense todos ante el Rey de Narnia —dijo el Duque.

Todos escucharon el cascabeleo de los caballos piafando afuera, y muchos habían oído rumores del desembarco y de los acontecimientos en el castillo. La mayoría obedeció. A los que no lo hicieron, los tiraron al suelo sus propios vecinos. Algunos vitorearon.

—Estás condenado, Pug, por haber puesto ayer tus manos sobre nuestra real persona —dijo Caspian—, pero tu ignorancia queda perdonada. El comercio de esclavos ha sido prohibido en todos nuestros dominios, desde hace un cuarto de hora. Declaro en libertad a todos los esclavos en este mercado.

Levantó la mano para acallar las ovaciones de los esclavos, y continuó:

—¿Dónde están mis amigos?

—¿Aquella adorable niñita y el encantador joven caballero? —preguntó Pug con una sonrisa zalamera—.

¡Pues bien, los agarraron en el acto!

—¡Aquí estamos Caspian, aquí estamos! —gritaron Edmundo y Lucía al unísono.

—A su servicio, Majestad —chilló Rípichip desde otra esquina.

Habían sido vendidos, pero los hombres que los compraron se quedaron a fin de hacer ofertas por otros esclavos; por eso no se los habían llevado aún. La multitud se apartó para dar paso a ellos tres y hubo fuertes apretones de mano y saludos entre Caspian y sus amigos. En seguida se acercaron dos comerciantes de Calormen. Los calormanos tienen la cara oscura y largas barbas, usan túnicas sueltas y turbantes color naranja, y son un pueblo antiguo, sabio, rico, cortés y cruel. Se inclinaron atentamente ante Caspian y le hicieron muchos cumplidos sobre las fuentes de prosperidad que riegan los jardines de la prudencia y la virtud (y muchas cosas por el estilo), pero, por supuesto, lo que querían era el dinero que habían pagado.

—Es muy justo, señores —dijo Caspian—. A todo aquel que compró un esclavo hoy, se le devolverá su dinero. Pug, saca todas tus ganancias, hasta el último mínimo. (Un mínimo equivale a un cuadragésimo de creciente).

—¿Es que su Majestad pretende arruinarme? —gimió Pug.

—Toda tu vida has vivido del sufrimiento ajeno —dijo Caspian—, y si quedasen la ruina, es preferible ser mendigo que esclavo. Pero ¿dónde está mi otro amigo?

—¿El? —dijo Pug—. Por favor, lléveselo, se lo agradeceré. Feliz de deshacerme de él. Jamás había visto algo más difícil de vender en el mercado, en todos los días de mi vida. Al final lo ofrecí en cinco crecientes y, así y todo, nadie lo compró. Lo tiré gratis junto a otros lotes, y nadie lo quiso tampoco, ni siquiera lo miraron. Tachuelas, muéstranos a Enfurruñado.

De ese modo presentaron a Eustaquio y por cierto que parecía estar de mal humor, ya que, aunque a nadie le gustaría que lo vendieran como esclavo, debe ser aún más mortificante ser una especie de esclavo de repuesto al que nadie quiere comprar. Subió hasta donde se encontraba Caspian y dijo:

—Ya veo. Como siempre. Divirtiéndote en algún lugar, mientras el resto de nosotros estábamos prisioneros. Supongo que no has averiguado nada del cónsul británico. Por supuesto que no.

Aquella noche hubo una gran fiesta en el castillo de Cielo Angosto.

—¡Ojalá mañana empiecen nuestras verdaderas aventuras! —dijo Rípichip al irse a la cama, después de hacer sus reverencias a todos.

Pero en realidad no podría ser mañana, ni nada parecido. Por ahora se aprestaban para dejar atrás todos los mares y tierras conocidos, y tenían que hacer grandes preparativos. El
Explorador del Amanecer
quedó vacío y ocho caballos lo arrastraron a tierra sobre grandes olas. Los más expertos carpinteros de barcos lo revisaron entero hasta el último rincón. Luego lo echaron nuevamente al mar y lo aprovisionaron con todos los víveres y el agua que podía contener, es decir, para veintiocho días. Aun así, como Edmundo lo hizo ver con desilusión, esto les permitiría navegar sólo quince días en dirección este antes de tener que abandonar su búsqueda.

Mientras se hacían estos preparativos, Caspian no perdió la oportunidad de interrogar a todos los capitanes navales de más edad que pudo encontrar en Cielo Angosto, para averiguar si sabían algo o habían oído algún rumor sobre la existencia de tierras hacia el este.

Sirvió muchas jarras con cerveza del castillo, a hombres de caras curtidas, de cortas barbas grises y claros ojos azules y, a cambio de esto, escuchó muchos cuentos increíbles. Pero los que parecían ser más veraces no sabían de tierras más allá de las Islas Desiertas, y muchos pensaban que si navegabas alejándote hacia el este, entrarías en los profundos oleajes de un mar sin tierras, que se arremolinan eternamente alrededor del borde del mundo.

—Y pienso que es allá donde se fueron a pique los amigos de su Majestad.

El resto sólo contaba extrañas historias sobre islas habitadas por hombres sin cabeza, islas flotantes, trombas marinas, y fuego que quema de un extremo a otro de las aguas. Sólo uno de ellos, para felicidad de Rípichip, dijo:

—Y tras todo aquello está el país de Aslan. Pero eso es más allá del fin del mundo, y ustedes no pueden llegar allá.

Mas, cuando le interrogaron, solamente pudo decir que se lo había escuchado a su padre.

Lo único que Bern podía decir era que había visto a sus seis compañeros navegar hacia el este, y que nunca más había vuelto a saber de ellos. Dijo esto cuando estaba con Caspian en el lugar más alto de Avra, que domina el mar oriental.

—A menudo he estado aquí por la mañana —dijo el Duque—, y he visto el sol saliendo por el mar. A veces parecía que estuviera un par de millas más allá, y he pensado en mis amigos y me he preguntado qué habrá verdaderamente tras el horizonte. Nada, probablemente, y, sin embargo, siempre me avergüenzo un poco de haberme quedado atrás. Pero quisiera que su Majestad no se fuera. Podríamos necesitar su ayuda aquí. El haber cerrado el mercado de esclavos puede significar un mundo nuevo. Temo una guerra con los calormanos. Mi Señor, piénsalo bien.

—Hice un juramento, señor Duque —dijo Caspian—. Y de todas formas ¿qué podría decirle a Rípichip?

Lo que la tormenta trajo consigo

Cerca de tres días después de su arribo, el
Explorador del Amanecer
fue remolcado fuera del puerto de Cielo Angosto. La despedida fue muy solemne, y una gran multitud se reunió para verlos partir. Hubo aplausos y también lágrimas cuando Caspian pronunció su último discurso a los habitantes de las Islas Desiertas y se despidió del Duque y su familia. Pero cuando el barco se alejaba de la orilla, con su vela púrpura aún crujiendo perezosamente, y el sonido de la trompeta de Caspian en la popa se hizo más débil a través del agua, todo el mundo quedó silencioso. Pronto apareció el viento. La vela se hinchó, el remolcador soltó el barco y regresó remando. La primera ola grande creció rápido bajo la proa del
Explorador del Amanecer,
y el barco volvió a tener vida. Los hombres que no estaban en servicio bajaron, Drinian tomó la primera guardia en la popa y la nave puso proa en dirección este, girando al sur de Avra.

Los días que siguieron fueron deliciosos. Lucía pensaba que era la niña más afortunada del mundo, pues al despertar cada mañana veía los reflejos del agua iluminada por el sol bailando en el techo de su camarote, y a su alrededor veía todas esas preciosas cosas nuevas que traía de las Islas Desiertas (botas marineras, botines, capas, chaquetillas y bufandas). Y luego iría a cubierta, a mirar un mar de un azul más brillante cada mañana y beber un aire día a día más cálido. Después venía el desayuno y un hambre que sólo se siente en el mar.

Lucía pasaba largas horas sentada en el banquito de popa jugando ajedrez con Rípichip. Era divertido verlo levantar, con sus dos patas, esas piezas demasiado grandes para él, y pararse en la punta de los pies si tenía que hacer una movida en el centro del tablero. Era un buen jugador y, cuando se acordaba de lo que estaba haciendo, generalmente ganaba. Pero de vez en cuando Lucía era la vencedora, porque a veces el Ratón hacía cosas tan ridículas como poner en peligro un caballo entre una torre y una reina juntas. Esto ocurría cuando él momentáneamente se olvidaba de que se trataba de un juego de ajedrez y estaba pensando en una batalla real y hacía que el caballo se moviera como él lo hubiera hecho en su lugar. Rípichip tenía su mente llena de aventuras imposibles, leyendas de gloria o de muerte y actitudes heroicas.

Pero momentos tan agradables no podían durar eternamente. Una tarde en que Lucía miraba distraídamente hacia popa la estela que el barco dejaba tras de sí, vio de pronto una gran masa de nubes que se formaba al oeste con asombrosa rapidez. De pronto se hizo un hueco entre las nubes por donde se desparramó una dorada puesta de sol. Detrás del barco las olas parecieron tomar extrañas formas, y el mar, un color pardo o amarillento, como el de las velas sucias. El aire se puso frío. El barco parecía moverse inquieto, como si presintiera el peligro a sus espaldas. La vela podía estar plana y lacia, y al momento siguiente desplegarse con violencia. Mientras Lucía observaba estas cosas, extrañada por un siniestro cambio que se percibía en el ruido del viento, Drinian gritó:

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