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Authors: Kathy Tyers

Tags: #Ciencia ficción

La tregua de Bakura (29 page)

BOOK: La tregua de Bakura
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Sí. Cetrespeó. Dando por sentado que burlaran a los guardias de la puerta, Han sólo podía utilizar una cosa: un codificador maestro, capaz de superar los circuitos de seguridad que analizaban las huellas digitales, de la retina y la voz. Eran ilegales, e imposibles de fabricar en la mayoría de los planetas, porque los circuitos maestros de casi todos los planetas estaban codificados contra androides.

—Tienes toda la razón —dijo a Cetrespeó. Corrió hacia el sofá repulsor más cercano, investigó en el circuito de control y sacó el chip maestro—. Toma. Bórralo e imprime un código anulador imperial.

—¡Señor! —gritó Cetrespeó, como una soprano horrorizada—. Nos licuarán a todos si falsificamos…

—Hazlo —gruñó Han—. En este lugar no hay androides, de modo que tampoco hay seguridad antiandroides. Está chupado.

No recobró la tranquilidad hasta que Cetrespeó le tendió el chip reimpreso. Lo acarició. Aquella suave tira de plástico y metal de seis centímetros le introduciría en casi todo, incluyendo un buen fregado, si se lo encontraban encima. Lo guardó en el bolsillo de la camisa.

—General Solo, ¿no deberíamos avisar a la población del inminente ataque?

—¿Dices que la senadora Captison te trajo aquí?

—Sí, pero…

—Se lo dijiste, ¿verdad?

—Sí, pero…

—Entonces, ella se ocupará. Confía en mí. —Han puso el desintegrador en posición de «aturdimiento» (sólo por respeto a los deseos de Leia, se dijo)—. Vamos. Primera parte.

Menos de un minuto después, abrió la puerta y retrocedió. Cetrespeó salió al vestíbulo como una exhalación, lanzando chillidos, agitando los brazos y oscilando de un lado a otro. Han contó hasta tres y concedió tiempo a los milicianos para preguntarse si debían derribar al androide o fulminarle con el Propietario. Después se agachó y gateó hasta la puerta. Sólo se veía a un miliciano, pero su atención estaba concentrada en Cetrespeó. Éste giraba en círculos y farfullaba en algún idioma ignoto. Han apuntó a una parte débil de la armadura, disparó y saltó al otro lado de la puerta. El otro miliciano disparó hacia el pecho de Han, pero el rayo pasó por encima de su cabeza. Derribó al otro miliciano.

—Estupendo, Cetrespeó. Vamos a esconderles.

Han agarró a un guardia por las botas y le arrastró hacia el interior del apartamento. Cetrespeó cogió los rifles desintegradores de los milicianos, mientras Han tendía al segundo junto a la puerta.

—Deprisa. —Ató a los dos guardias con un cable—. Apuesto a que no volverán a vernos el pelo por aquí —murmuró. Liberó a Cetrespeó del cepo—. Ya está. Ha llegado el momento de pirarnos. Yo iré a por Leia. Tú asegúrate de que Luke recibió el mensaje.

—Pero, señor, ¿cómo llegaré allí? Incluso en los planetas de la Alianza, no se permite a los androides pilotar vehículos sin ir acompañados.

Han reflexionó. ¿Debía dejar a Cetrespeó en el
Halcón
? ¿Pedir a Chewie que abandonara la nave y viniera a buscarlo? Demasiado tiempo. Demasiado peligroso.

Ah, ya.

—Muy bien, Rayo de Sol, prepárate a convertirte en un héroe. —Desató a un miliciano y le arrancó el casco—. Ayúdame.

Cetrespeó se acercó.

—Y ahora, ¿qué…? Oh, no. Señor, no me ordene…

—No te dispararán si llevas esto. Quiero que regreses al
Halcón
.

Al poco, Cetrespeó iba vestido de miliciano, y su voz quejumbrosa se filtró por el casco blanco.

—Pero, señor, ¿dónde encontraré un coche?

—Sígueme, y pon el rifle en «aturdimiento». Vas a dispararme a mí.

—¿Algo más? —lloriqueó Cetrespeó—. Déjeme su comunicador, se lo ruego. Debo ponerme en contacto con el amo Luke.

Han se lo tiró. Cetrespeó lo cogió. Han asintió.

—Adelante —ordenó.

Se lanzó por el pasillo hacia el ascensor más próximo. Miró hacia atrás y vio que Cetrespeó luchaba por mantenerse erguido y disparaba ráfagas aturdidoras mientras avanzaba. Han esperó a que el androide se acercara un poco más, y luego entró en el ascensor.

Cuando salió al tejado, los acontecimientos se precipitaron. Se elevaba humo por un lado. Las detenciones habían enfurecido a los bakuranos. Varias personas de aspecto enojado, que se dirigían hacia el ascensor más cercano, se dispersaron cuando se metió de un salto en un coche abierto. Agitó el chip codificado sobre su panel de reconocimiento, y el motor cobró vida. Entretanto, el miliciano imperial más torpe de la historia salió del ascensor, sin dejar de disparar con el rifle a cualquier cosa que se moviera, sin acertar en ningún caso. Los bakuranos se tiraron al suelo.

Han esperó hasta que Cetrespeó entró en otro vehículo, y luego puso rumbo norte. Sólo miró atrás una vez, para comprobar que Cetrespeó no se había estrellado al intentar despegar. Después se concentró en el frente, mientras el viento revolvía su cabello.

La cantina contigua a la Plataforma 12 olía a humo y grasa vieja. Todo en su interior parecía barato, desde el suelo negro astillado hasta los paneles del techo. Algunos echaban chispas, como si su suministro de energía se estuviera agotando. No había nada automático, ni siquiera moderno. Los turistas la calificarían sin duda de «pintoresca».

Luke contempló la terminal de comunicaciones que descansaba sobre una mesa central, y luego hacia una mesa apartada, protegida por un desportillado tabique. Un individuo robusto, con aspecto de mecánico, estaba inclinado sobre otra terminal. Luke sólo había visto dos en el edificio, aparte de la cabina exterior, desde el cual no podía comunicar con las naves en órbita.

Por lo tanto, tendría que utilizar la terminal semiprivada, aunque eso significara esperar varios minutos. De todos modos, no podía hacer nada hasta que la lanzadera orbital llegara. Quería hablar con Wedge y averiguar el estado de la red defensiva, y por qué la lanzadera se retrasaba. ¿Alguna otra maniobra de Nereus? Miró por la ventana oeste de la cantina. El
Halcón
sólo se encontraba a un cuarto de kilómetro de distancia, pero no podía verlo por culpa de los andamies y naves aparcadas.

Algo arañó el mugriento suelo detrás de él. No era una de las sillas repulsoras de Bakura, sino una normal, barata y metálica. Luke se volvió. La mesa del rincón estaba vacía.

Luke se sentó de cara al salón, tecleó su código y solicitó conexión con Wedge Antilles.

Letras negras aparecieron debajo de las que había escrito.

El capitán Antilles no está, señor. Soy el teniente Riemann. ¿Puedo ayudarle?

Luke reconoció el nombre, un joven artista de reputación interplanetaria, a quien el Imperio había obligado primero a esconderse, y después a tomar las armas en su contra.

—¿Cuál es la situación de la red defensiva? —preguntó en voz baja—. ¿Han observado algo raro durante las últimas horas?

La comunicación habría sido mucho más eficaz por mediación de Erredós. Se preguntó si los androides habrían terminado la traducción encargada por el primer ministro Captison.

Apareció la respuesta.

La red continúa igual. Todo el mundo mantiene la órbita asignada. Hemos captado muchas conversaciones en las frecuencias de los Flautas durante la última hora, pero las naves y el crucero más cercanos no se han movido.

Algo se estaba gestando, aunque los ssi-ruuk no se hubieran movido. Preguntó sobre la llegada de la siguiente lanzadera.

Va de camino, señor. Debería aterrizar dentro de 30 minutos.

Luke dio las gracias al teniente y cortó la comunicación.

¿Qué iba a lograr en treinta minutos, aquí? En el fondo de su mente, oyó que Ben Kenobi le decía al maestro Yoda «Aprenderá a ser paciente». Decidido a demostrar que Ben estaba en lo cierto, se obligó a calmarse. Pronto estaría a bordo del
Frenesí
, y en cuanto Han hubiera localizado a Leia y recogido a los androides, se reunirían con Chewbacca en el
Halcón
. Se levantó de la mesa.

Cuando iba a pasar ante un reservado abarrotado de forasteros, el comunicador que llevaba en el bolsillo de la camisa pitó. Giró en redondo y se encaminó al rincón, donde sacó el aparato.

—¿Qué pasa, Han? —preguntó en voz baja.

—Amo Luke —exclamó la voz de Cetrespeó—. Me alegro mucho de haberle localizado. El ama Leia ha sido detenida. El general Solo ha ido a rescatarla.

Luke se acurrucó detrás del tabique y bajó aún más la voz. Mediante el expediente de interrumpir y repetir atropelladas preguntas, averiguó a dónde se había dirigido Han.

—Señor —añadió Cetrespeó—, los ssi-ruuk pretenden atacar dentro de una hora. Debe darse prisa. Avise a Chewbacca de que voy hacia el
Halcón
, disfrazado de miliciano. Que no me dispare.

¿Menos de una hora? ¿Y su lanzadera se retrasaba?

—¿Dónde está Erredós?

—La senadora Captison se lo llevó, señor. Tendremos que volver a por él. Señor, si opina que seré más útil en tierra que en el espacio durante las próximas horas…

—Ve al
Halcón
. Hablaremos más tarde.

Luke guardó el comunicador en el bolsillo y extendió la mano hacia el tablero de comunicaciones. ¿Debía enviar a Chewie hacia las colinas, con el
Halcón
, para ayudar a Han? No. En ocasiones, Han se movía con mucha mayor rapidez de la esperada. Cabía la posibilidad de que no se encontraran.

Pero en otras, se enredaba en situaciones demasiado complicadas para manejarlas con un desintegrador. Luke se mordió el labio. Tenía que ayudar a Han y Leia, pero también debía alertar al
Frenesí
, y subir a bordo, antes de que los alienígenas atacaran. Como comandante, era su principal responsabilidad. Volvió a llamar al teniente Riemann.

Para ser una ciudad en la que imperaba el toque de queda, Salis D'aar le pareció a Han un lugar pletórico de vida. Pequeños grupos corrían de edificio en edificio, esquivando pelotones de milicianos. Un vehículo de seguridad se lanzó hacia él. Salió del carril y se internó en un cañón flanqueado por edificios altos y rampas para vehículos terrestres. Su perseguidor le siguió, disparando al azar. Han frenó, entró en una vía estrecha, dio media vuelta y volvió al cañón. El vehículo de seguridad se zambulló en la vía estrecha y pasó por debajo de él. Han no le vio salir.

En cuanto recobró la serenidad, se alejó de la ciudad y sobrevoló el río del oeste, lo bastante bajo para coger peces y a escasa distancia del enorme risco blanco de su derecha, con la esperanza de burlar la vigilancia. Esperó hasta que las estribaciones fueron lo bastante altas para proporcionarle cierto refugio. Después cruzó el río y siguió un pequeño afluente.

Una vez localizado el valle en cuestión, no tardó en divisar su objetivo, un antiguo edificio de troncos en forma de T, con techo de piedra verde oscuro, acurrucado contra una pared rocosa. Planeándolo con dos minutos de antelación (Cetrespeó se sentiría orgulloso), se desabrochó las correas de seguridad y apoyó los pies sobre las superficies de control, preparado para saltar. Nadie disparó cuando se acercó. Aminoró la velocidad sobre las oscuras copas de los árboles. Cuando juzgó que la velocidad era apropiada, saltó hacia unos matorrales. El vehículo se estrelló contra el muro opuesto del recinto con una estruendosa explosión. Cuando cuatro milicianos navales corrieron hacia los restos, Han se deslizó por una puerta que nadie vigilaba en aquel momento, colgada de unos enormes goznes negros.

Sólo una puerta estaba cerrada al zaguán principal. Un esquelético androide de seguridad estaba sentado a su lado, como una jamba de más. A los imperiales no les importaba alimentar los sentimientos antiandroides de los bakuranos en aquella instalación privada. Han apuntó el desintegrador hacia el torso del androide y disparó. Rayos azules le rodearon y encendieron los cuatro apéndices similares a varas de su «cabeza». Han se acercó. El androide chisporroteó, humeante.

Seguridad mínima
, observó, y movió el chip frente a la cerradura.
Demasiado fácil
. Si se trataba de otra trampa…

Se las arreglaría. Cetrespeó ya estaría de vuelta en el
Halcón
. Lástima de no haber llevado su comunicador, pero las señales electrónicas habrían atraído a todos los milicianos del recinto.

—¿Leia? —llamó en voz baja. La habitación estaba a oscuras—. Soy yo.

Las luces se encendieron.

—Caramba —dijo la voz de Leia, desde una silla repulsora que flotaba sobre el marco de la puerta—. Menos mal que has hablado. Te hubiera aplastado.

Posó la silla repulsora al pie de una cama anticuada. Han jamás había visto que una silla repulsora hiciera aquello. Leia había reprogramado sus circuitos.

—¿Te han hecho daño?

Introdujo al chamuscado androide en la habitación antes de cerrar la puerta. Si nadie lo veía, quizá no se darían cuenta de que estaba estropeado.

—No. Si no lo entendí mal, el gobernador Nereus pretendía regalarme al siguiente emperador. Ha insistido en que gozaré de su hospitalidad. El almuerzo fue delicioso. Hasta tengo chimenea.

Abarcó con un ademán la rústica habitación. Madera clara y tosca cubría las paredes y el techo.

—De modo que eres la invitada a la que no se permite marchar.

—No me quedaré mucho tiempo. Larguémonos. —Puso los brazos en jarras—. Has encontrado una manera de entrar. Supongo que no habrás pensado en una forma de salir.

—Aún no.

Leia puso los ojos en blanco.

—Otra vez.

—Escucha, corazón —dijo Han con aire pensativo, mientras se sentaba en el borde de la cama—, manipulé la caja negra de un aerocoche y lo estrellé contra el muro. Pensarán que la diñé hace bastante rato. Esperemos una hora, dejemos que exploren y registren el terreno…

Enérgicos pasos se acercaron a la puerta. Han saltó de la cama.

—¿Puedo trepar por ahí?

Se precipitó hacia la chimenea.

—Claro que no. Demasiado estrecho.

Demasiado tarde. La puerta zumbó. Han cogió una vara de hierro del interior de la chimenea ennegrecida, saltó todo cuanto pudo y elevó las piernas.

—¿Has visto algo sospechoso por esa ventana? —preguntó una voz, filtrada por un casco.

Han se encajó entre dos paredes de piedra negra y rugosa. Quería subir más, pero no se atrevía a llamar la atención si caía hollín. Los residuos humeantes cosquillearon su nariz y garganta. Al pensar en aquel guardia androide sentado junto a la puerta, sus manos se cubrieron de sudor.

—No lo he intentado.

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