La voz de Leia desafió al intruso.
—Muy bien. Apártese.
Han oyó pasos lentos (dos pares) e imaginó a un equipo de análisis, rastreando formas de vida. Se preguntó si la piedra bloquearía los detectores. No podía coger su desintegrador. De un momento a otro, se fijarían en aquel androide…
—Muy bien, ya han llevado a cabo sus comprobaciones. Ahora fuera de aquí —dijo Leia.
Como en respuesta a la fría amenaza de su voz, los pasos de los milicianos retrocedieron a toda prisa. Al cabo de unos segundos, la joven le llamó.
—Ya se han ido.
—Apártate.
Se cogió con fuerza a las dos paredes, enderezó las piernas y saltó. Por un instante, vio que Leia le contemplaba con expresión horrorizada. A continuación, se produjo una lluvia de hollín, que enturbió su visión.
—No ha estado nada mal —dijo ella.
—¿Y si vuelven?
Han avanzó de costado por la plataforma de piedra que rodeaba el hogar. En cuanto el hollín se posó, pudo ver de nuevo. Menudo desastre. El guardia androide estaba erguido en un rincón, junto a la puerta, artísticamente recubierto con artículos de ropa para dar la apariencia de un mueble. Leia también era rápida.
—Sí —contestó la princesa—. Creo que debemos descartar quedarnos a esperar. —Pasó por una puerta pequeña y salió con una toalla de baño blanca—. Quédate quieto. Haré lo que pueda.
Un minuto después, tiró una toalla negra al suelo.
—De momento, ya estás bastante limpio.
Han estaba contemplando la silla repulsora.
—Oye —dijo—, se me acaba de ocurrir una idea.
G
aeriel se detuvo ante la puerta de Eppie Belden y enderezó su ramo recién cortado de espigas de frambuesos. Cada capullo oloroso habría producido una fruta suculenta, pero un exceso de espigas en una enredadera provocaba que la fruta naciera diminuta y ácida. La simbología (algunos capullos, algunas vidas segadas para permitir que unas pocas crecieran con más fuerza) no la consoló. ¿Comprendería Eppie que su marido, con el que había estado casada durante más de un siglo, había muerto bajo la custodia del gobernador Nereus, o regresaría una y otra vez a su conciencia, como Roviden?
La enfermera de Eppie abrió la puerta.
—Buenos días, Clis.
—Hola, Gaeriel. —Clis se apartó con una expresión peculiar en su cara redonda—. Entra, deprisa.
—¿Qué ocurre? —Gaeriel se encaminó hacia la silla favorita de Eppie. Nadie se sentaba en ella—. ¿Dónde está? —preguntó, alarmada.
—En el estudio.
—¿En el estudio?
—Compruébalo por ti misma.
Gaeriel cruzó el comedor, en dirección al despacho de Orn Belden. Una menuda y encogida figura se silueteaba contra una pantalla de trabajo.
—Eppie —gritó Gaeriel.
La silueta se volvió. El rostro arrugado de Eppie Belden brillaba con la intensidad de un ave pequeña.
—¿Quién, si no, podría estar aquí?
—Lleva así toda la mañana —murmuró Clis—. Entra. No ha parado de preguntar por ti.
—Y por ese joven. —Eppie alejó su silla repulsora de la pantalla—. ¿Quién era? ¿De dónde vino?
Gaeri, casi incapaz de articular una palabra, se sentó sobre una caja. No había más sillas en el despacho.
—Es un… rebelde, pero… muy peligroso. Un Jedi. Uno de ellos.
—Oh, oh. —Los pies de Eppie se removieron bajo la silla—. Nuestros maestros nos han enseñado mucha sabiduría a lo largo de los años, pero también montones de patrañas. —Apuntó con un dedo huesudo—. Deberías juzgar a ese Jedi por lo que hace, no por los rumores o cuentos morales. En cualquier caso, dile que vuelva a verme. —Volvió la cabeza—. Dispón las flores que ha traído Gaeri, Clis.
La corpulenta enfermera salió. Eppie bajó un control que cerraba la puerta.
—Eppie, ¿estás…? ¿Estás bien?
—Has venido para hablarme de Orn, ¿verdad? —El muro de su preocupación se adelgazó, y Gaeri vislumbró su dolor. Aún no lo había asumido por completo. Eppie se abismaba en el trabajo para retrasar la llegada de la pena, —gracias de todos modos, cariño. Lo sé. Nadie pensó en avisarme, pero he estado conectada toda la mañana.
—Pero…
—Hace años que no veo las noticias. ¿Por eso pensaste que no me había enterado? Ten cuidado con tus suposiciones, Gaeriel.
—Pero él… Orn…
Los hombros de Eppie se hundieron y la transformaron en una mujer vieja y marchita.
—Le echaré de menos, Gaeri. Bakura le echará de menos. Aunque los imperiales hablen de una hemorragia cerebral, yo sé que murió por Bakura, como me habría pasado a mí.
—¿Qué quieres decir?
—La confesión es buena para el alma, pequeña, pero aún no estoy preparada para contarlo todo. Una parte no es apropiada para oídos imperiales jóvenes. —Giró la silla repulsora y tocó un control. Una pantalla llena de símbolos se transformó en imágenes de un noticiario—. Incendios, huelgas y batallas callejeras en Salis D'aar. Ojalá tuviera ochenta años de nuevo.
—Eppie, ¿qué has hecho?
—Sólo lo que ese joven… Perdona, ese joven Jedi tan peligroso, me enseñó a hacer. Tienes muchas buenas cualidades, Gaeri, pero reconsidera tu intolerancia.
Gaeriel lanzó una exclamación ahogada.
—¿Te hizo algo, entonces?
—No te abrumaré con el recuento de mi pasado. Pasemos al futuro.
—Puede que tu pasado sea mi futuro.
Los astutos ojos azules de Eppie parpadearon.
—Eso espero. Y también lo contrario.
Gaeri extendió una mano.
—Vas a agotarte. ¿No deberías descansar un rato?
Eppie meneó la cabeza.
—He dilapidado años. Ahora no puedo dilapidar ni tan siquiera minutos. Bakura va a rebelarse. Quiero participar.
Gaeriel tensó las manos para impedir que temblaran.
—¿Rebelión?
—Contra Nereus, por supuesto.
—Pero necesitamos al gobernador Nereus y sus fuerzas. Nos van a invadir de un momento a otro. La Alianza habla de libertad, pero Bakura fue… asolada por el caos. El Imperio nos salvó de la tragedia.
—Nunca nos libraremos de la tragedia, Gaeriel. Cada uno de nosotros ha de ser libre para perseguir su propia tragedia.
Gaeri cruzó las piernas y la miró fijamente. ¿Cómo podía ser aquella lúcida filósofa la enferma mental que había ayudado a cuidar desde antes de partir hacia Centro?
—Incluso después de una derrota —murmuró Eppie—, es posible ser feliz. Ojalá Orn y yo nos hubiéramos dado cuenta.
»En cualquier caso —exclamó—, hay trabajo que hacer. ¿Estás conmigo, o contra mí?
—¿Qué… qué estás haciendo con esa emisora?
—¿Vas a denunciarme? Mira esto.
Giró en su silla y manipuló unos controles situados debajo de la pantalla. Una tecla reprodujo la imagen de llamas que se alzaban cerca del complejo Bakur. Otra, mostró a milicianos cargando contra civiles armados. Otra pantalla anunció que la automatización había enloquecido en la planta de producción de bobinas repulsoras.
—Salís D'aar está furiosa. Orn ha muerto, tu tío ha sido detenido, y también la princesa rebelde. ¿Qué piensas hacer al respecto?
—¡Si combatimos entre nosotros, los ssi-ruuk nos harán picadillo!
—Por eso hay que proceder con inteligencia. Esa gente que ha salido a la calle sólo es la distracción. Tú y yo, junto con algunas personas más, dirigiremos la auténtica rebelión. Podemos hacer muchas cosas antes de que los alienígenas ataquen.
—Atacarán antes de una hora. Ya he advertido al gobernador Nereus. No queda tiempo.
—Nadie te ha dicho que yo era una guerrillera de los circuitos, ¿verdad?
La idea paralizó a Gaeri. ¿Cómo podía siquiera pensar en colaborar con Eppie y los rebeldes? La Alianza era poco práctica. Ingenuamente idealista.
Su propia tragedia. Si el destino aseguraba un final a su vida, ¿qué tragedia elegiría?
Una triunfal. Se aferró al frágil pensamiento nuevo. No podía denunciar a Eppie Belden.
Ésa es la respuesta
, se dijo. No existía ni un solo oficial, burócrata o profesor imperial al que admirara tanto como a Eppie.
Y aquélla era su decisión. Amaba a Bakura, no al Imperio.
—Estoy contigo —dijo en voz baja.
Eppie apretó su mano.
—Sabía que tenías más sentido común del que demostrabas. Es una dura decisión, muchacha, y te costará…, pero felicidades. Vamos a ver qué más podemos hacer en esa planta de bobinas repulsoras.
—¿Estropeaste el sistema automático?
La sonrisa de Eppie suavizó la mitad de sus arrugas y ahondó las demás.
—Esa planta es lo que valoran más los imperiales de todo Bakura. Si la producción decae, aun en tiempo de guerra, enviarán a todos los milicianos de Salis D'aar para restaurar el orden. Eso deja al complejo Bakur en mis manos…, y en las de unos cuantos amigos.
La sangre de Gaeri hirvió.
—Podré ayudar mejor desde mi despacho. He dejado en él a uno de los androides de los rebeldes.
—Espera. —Eppie rebuscó en un cajón y extrajo un diminuto aparato de plástico y metal—. ¿Sabes algo sobre ese canal de los milicianos, en teoría tan seguro?
Gaeri asintió.
—Orn quería darte esto desde hace mucho tiempo, pero no se atrevía a confiar en ti. Úsalo ahora. Podrás dar algunas órdenes a los milicianos, antes de que vayan a por ti.
Gaeri cerró la mano alrededor del objeto.
—¡Vete ya!
Eppie palmeó su hombro.
Gaeri volvió al complejo en su coche aéreo. Esquivó patrullas de seguridad y pasó entre puntos conflictivos y grupos que se tiroteaban. El androide de los rebeldes, Erredós Dedos, seguía donde lo había dejado, junto a su escritorio. Su cúpula daba vueltas, y emitía pitidos ininteligibles.
—Supongo que querrás decirme algo —gruñó Gaeri—, pero no entiendo nada. ¿Aari?
—Aquí estoy —exclamó su ayudante.
—Interfiere toda la información que puedas del despacho de Nereus, aunque signifique poner en peligro nuestra seguridad. Todo está a punto de venirse abajo.
—De acuerdo.
Gaeri vio, divertida, que el androide rodaba hacia una terminal y también se enchufaba. Su programación debía incluir una percepción y voluntad abundantes.
—Ya, senadora.
Nereus había ordenado a todos los milicianos de la ciudad que reprimieran tres manifestaciones, y enviado a su mejor hombre de inteligencia a la planta de producción de bobinas, en la circunscripción de Belden. Los oficiales de inteligencia disparaban primero e interrogaban a los supervivientes.
Gaeri cerró un puño. Tenía que intentar liberar a tío Yeorg, y también a aquella princesa rebelde. Ningún Captison había flaqueado cuando Bakura se encontraba en peligro. Entregó el chip a Aari.
—Instala eso. Nos conectará con la frecuencia de los milicianos.
Aari enarcó una ceja negra. Erredós Dedos gorjeó y pitó. Hasta Gaeri se dio cuenta de que estaba nervioso.
Sus manos temblaban. Al cabo de unos minutos, habrían apresado a cualquiera que interfiriera sus líneas y cambiado todos los códigos de seguridad, pero aquél sería su homenaje al valiente anciano.
—Ya lo tengo —anunció Aari un momento después, desde el escritorio contiguo.
Gaeriel tecleó en su consola y obtuvo los datos de la planta de extracción de zumo de namana, situada a unos quince kilómetros en dirección a la costa (un pasatiempo irrelevante, sin interés militar), y después se introdujo en los bancos de información de los milicianos. Sustituyó sus datos por la producción de bobinas repulsoras. Cuando intentaran intervenir la fábrica de Belden, todos los datos que poseyeran serían incorrectos. Se encontrarían perdidos por completo, y quizá proporcionarían a los hombres de Belden el tiempo suficiente para… Bien, no estaba segura de qué tramaba Eppie, ni tampoco quería saberlo.
Sin embargo, llamó al supervisor de la planta por una frecuencia convencional. Le avisó de que los milicianos se hallaban en camino, y que la resistencia de Bakura había empezado. No se trataba de una acción muy revolucionaria, pero confundiría al Imperio durante unos cuantos minutos más.
—Muy bien, Aari. Saca el chip.
Su ayudante obedeció.
—Será mejor que lo funda.
—Muy bien.
Ahora que ya podía pensar en liberar a tío Yeorg, comprendió que sólo conocía a una persona capaz de ayudarla. Despejó su terminal y se inclinó sobre el androide. Pensó que era ridículo hablar con él.
—Erredós Dedos, ¿puedes ayudarme a localizar al comandante Skywalker?
Chewbacca paseó lentamente alrededor del
Halcón
, sin descuidar la vigilancia. La nave estaba preparada para despegar, todos los sistemas funcionaban, de momento, y tenía buen aspecto desde fuera, o sea, se inclinaba muy cerca de la superficie blanca de cristal áspero, tan baqueteada y rayada que cualquier observador casual estaría dispuesto a jurar que nunca más volvería a alzar el vuelo. El wookie examinó cada nave y andamio, cada vehículo de tierra aparcado y edificio, hasta donde alcanzaba su vista. Ni rastro de Luke.
Por fin, oyó el zumbido de un aparato que se acercaba. Chewie se escondió detrás del casco, para poder disparar sin ser visto. Segundos después, el vehículo aterrizó. Un miliciano descendió con movimientos torpes.
Podía significar problemas. El miliciano se arrastró hacia adelante, con los brazos colgando de una manera extraña. O no podía gritar, o prefería pasar desapercibido.
Chewie no estaba dispuesto a correr riesgos. Sacó el desintegrador, lo puso en «aturdimiento» y disparó una vez.
El miliciano siguió avanzando. Chewie disparó de nuevo. Esta vez, el miliciano cayó. Chewie decidió que la armadura podía serle útil, y rechazó la tentación de dejar tirado al desconocido. Arrastró el cuerpo, sorprendentemente pesado, por la rampa de subida al
Halcón
. La escotilla principal se cerró con un siseo. El wookie se agachó y levantó el casco del miliciano con sus enormes garras.
Una cabeza dorada brillaba en su interior.
—¡… uke! ¡Amo… uke! ¡Amo…! —repetía, con voz menuda y acelerada.
¡Cetrespeó!
Ahora tendría que repasar de nuevo todos aquellos diagnósticos. Disgustado, Chewie siguió quitándole la armadura.
Luke consultó por última vez el agrietado crono de la cantina. Dentro de cinco minutos, si la lanzadera no había llegado, se reuniría con Chewie en el
Halcón
.
Contempló un pedazo de carne misteriosa, grasienta y mal cocida.