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Authors: Kathy Tyers

Tags: #Ciencia ficción

La tregua de Bakura (39 page)

BOOK: La tregua de Bakura
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La conciencia de Gaeri tiró en ambas direcciones. No podía permitir que el gobernador Nereus ejecutara a tío Yeorg, pero tampoco podía pedir a Bakura que se plegara a los deseos de Wilek Nereus. Se dispuso a saltar sobre él. Dos milicianos levantaron sus rifles desintegradores.

—Guardaespaldas entrenados —sonrió el gobernador Nereus—. Vigilan cada uno de tus movimientos.

Gaeri paseó la vista por el despacho de Nereus, y tomó nota de las placas, las proyecciones tridimensionales y los cristales. Dientes, parásitos, ¿qué otros intereses detestables ocultaba?

—Ha dicho que le dejará vivir, pero ¿lo hará, o le infectará con otro parásito, como a Eppie Belden? Eso no es vivir.

—Orn Belden opinaba lo contrario.

Entró otro miliciano, que empujó a su tío esposado con el extremo de su rifle. Yeorg se mantuvo bien erguido, y se le antojó más alto que Nereus, pese a la envergadura de este último.

—Una oferta, Captison, y un minuto para aceptarla —anunció Nereus—. Conecte la red tridimensional. Diga a su pueblo que deponga las armas y se someta al poder imperial. A mí, como su sucesor. O morirá aquí, ante los ojos de su sobrina.

Yeorg Captison no vaciló. Enderezó los hombros y logró imprimir dignidad a su viejo y roto uniforme bakurano.

—Lo siento, Gaeri. No mires. Recuerda mi valentía.

—Gaeriel. —El gobernador Nereus se humedeció el labio superior—. ¿Efectuarás la transmisión? Tal vez podrías dorar la píldora…

En aquel instante, el miliciano situado detrás de tío Yeorg se dobló y cayó. Un penetrante zumbido electrónico surgió de los cascos de los cinco milicianos. Gaeri saltó hacia el más cercano, cogió su rifle y lo apuntó en dirección al gobernador Nereus. Era evidente que éste había vacilado. Su adornado desintegrador continuaba en la funda.

Los cinco milicianos se retorcieron. Incluso desde aquella distancia, el zumbido hería sus oídos. ¿Qué estaba pasando?

—Quítese el desintegrador, Nereus —dijo con voz temblorosa.

Fuera lo que fuese, parecía su oportunidad.

—Ni siquiera sabes dónde está el seguro —replicó el gobernador, pero mantuvo las manos sobre el escritorio.

Tío Yeorg cogió con movimientos torpes el rifle de otro miliciano. Aunque seguía esposado, el miliciano ya no tenía su rifle.

La consola de mando del gobernador Nereus destelló y se apagó. La puerta se abrió. Eppie Belden entró con un paso vigoroso, sorprendente para una mujer de 132 años. La seguía su enfermera de cara redonda, Clis.

—Aja —exclamó Eppie—. Los tenemos a todos. —Se encaminó sin vacilar hacia el gobernador y le quitó el desintegrador de la funda. Después desarmó a los restantes milicianos—. Clis —ordenó—, busca un vibrocuchillo y corta las esposas de Yeorg.

Clis salió a toda prisa, pálida y poco feliz con la confrontación. Gaeri comprendió a Clis. Lo sorprendente era la valentía de Eppie.

—Tú —rugió Eppie al gobernador Nereus—, si esas manos se mueven, eres hombre muerto. ¿Comprendido?

—¿Quién eres, anciana?

Eppie lanzó una carcajada.

—Adivínalo, jovencito. Soy la venganza de Orn Belden.

Belden: los labios de Nereus formaron la palabra.

—No puede ser usted —gritó—. Las lesiones del neocórtex son permanentes.

—Díselo al comandante Skywalker.

La mejilla del gobernador Nereus se agitó.

—¡A estas alturas, Skywalker ya habrá muerto! Se lo comerán vivo. De dentro afuera…

Dio la impresión de que Eppie se encogía.

—Cobarde.

Apunto el desintegrador a su pecho para silenciarlo. El hombre respiró hondo, abrió y cerró los puños. La escena se prolongó varios segundos, hasta que Eppie bajó el arma apenas.

—Voy a entregarte a los rebeldes —gruñó—. Tenía en mente que fueras juzgado por un tribunal revolucionario de Bakura, pero si has matado al Jedi de los rebeldes, sospecho que su venganza será mucho más refinada que la de Bakura.

Gaeri deseó que Eppie le matara ahora (tenía suficientes redaños para ello), pero Eppie opinaba de manera distinta. Gaeri miró por la ventana del despacho. Otro miliciano se retorcía sobre el sendero del jardín. Un compañero suyo se quitó el casco, lo tiró a un lado, se arrodilló, se cubrió los oídos con las manos y agitó la cabeza. —¿Dónde estabas, Eppie? —preguntó Gaeri.

—Muy cerca, en el complejo —murmuró la anciana—. ¿Es verdad lo que ha dicho de Skywalker?

—No tenemos la confirmación de que haya muerto, pero el gobernador Nereus… le infectó. ¿Cómo lo has hecho?

Movió una mano para abarcar el centro de mando de Nereus y los milicianos caídos.

Eppie miró a Nereus.

—Un par de docenas de viejos amigos que aún ocupan altos cargos, con buenos códigos de acceso. Una fuerza de invasión alienígena que mantiene a casi todos sus milicianos demasiado ocupados para cuidar sus espaldas. Y un nuevo aliado. Entra —gritó hacia atrás.

Erredós Dedos, el androide de Luke, entró.

—Cuando la patrulla de emergencia te recogió —siguió Eppie—, encontró una terminal maestra y me llamó. Envié a un amigo a buscarlo. Este amiguito vale su peso en combustible de reactor de los circuitos maestros.

—¿Le quitaste el cepo?

Nereus retorció las manos a sus costados.

—Deberías maniatarle —susurró Gaeri—. Está perdiendo el control.

Eppie movió el seguro del arma.

—Casi tengo ganas de que intente algo.

Luke, aovillado en la oscuridad, tuvo una idea. Respiró con lentitud y concentró su atención en los puntos de instinto vivo que moraban en su pecho. Tocó uno. Neurológicamente primitivo, su única reacción fue encogerse y continuar comiendo. Eran parásitos, sin duda. Sintió su hambre voraz.

Cuando el pánico amenazó con inmovilizarle, pensó en el olor a sangre, dulce, caliente, algo metálico. Extendió una mínima sonda hacia uno de los seres.

Una conciencia minúscula comprendió. Luke imaginó partes de boca que se aflojaban y una cabeza que se volvía hacia él. Era dificilísimo proyectar el olor al tiempo que juzgaba su efecto sobre la primitiva conciencia alienígena. Acarició el segundo ser con el olor.

Su corazón latía sordamente alrededor de su punto de conciencia. Apartó la ilusión del olor unos milímetros, una tentación para que la siguieran. Una conciencia se oscureció y olvidó el olor. La rozó de nuevo con el tentador aroma a vida. Lo reconoció. Se acercó más.

No podía concentrarse en ambos seres. Su cuerpo deseaba toser y, al cabo de unos momentos, algo empezó a gestarse.

Inhaló con cautela y estalló. Algo salió disparado de su boca.

Uno no era suficiente. Casi agotado, creó de nuevo la ilusión y acarició al ser restante. Captó su atención un instante, pero luego la perdió. Lo atacó de nuevo con la percepción.

Esta vez, lo consiguió. Muy lentamente, lo condujo por un oscuro túnel bronquial. Irradiaba un hambre feroz. Procuró no toser o tragar saliva. Respiró hondo, hasta que los pulmones le dolieron.

Entonces, tosió. El ser se aferró a sus dientes y le mordió. Luke lo escupió, y después lo buscó en la oscura cabina. Notó que aplastaba algo. No pudo encontrar al otro parásito.

Quedó tendido sobre la cubierta, demasiado agotado para sentirse victorioso, y se cerró al mundo exterior para realizar un ejercicio de concentración. Su desesperación aumentó poco a poco, y entonces recordó a Dev. Tenían que encontrar una forma de salir del
Shriwirr
. Sin energía, y sujeto a un ataque, era probable que estallara a su alrededor.

No podía. El sueño le dominaba, al igual que el trance de curación Jedi. Le dolían los ojos. Si los cerraba unos momentos…

Un brillo en una mampara atrajo su atención. ¿Veía luces en el pasillo?

—Luke —llamó la voz de Leia—. ¡Luke!

Se levantó de la cubierta, incrédulo.

—¡Aquí!

Le ardía la garganta. Estaría sangrando.

Una linterna de bolsillo iluminó el puente del
Shriwirr
, seguida por un brazo esbelto. El resto de Leia llevaba una mascarilla respiratoria, traje de vuelo y botas magnéticas. Han y Chewie aparecieron detrás. Su linterna brillaba como la vida misma.

—¿Cómo has subido a bordo? —preguntó Luke.

Leia corrió hacia él.

—Dejaron abiertos los muelles de aterrizaje. Se han ido. La nave está desierta, salvo por ti.

—¿Dónde está…? —empezó Luke.

Entonces, vio a Dev.

El chico estaba tendido a su lado, envuelto en sus ropas. Respiraba con lentitud. Enormes quemaduras rojas surcaban sus brazos y cara. Sus párpados cubrían cavidades hundidas.

A su lado, sobre la cubierta, se retorcía un ser largo y grueso como un dedo. A la luz, sus patas cortas se agitaban frenéticamente. Su cuerpo, gordo y húmedo, a rayas verdes y negras, se estrechaba hasta un extremo puntiagudo. Leia, asqueada, lo aplastó.

—Gracias —susurró Luke.

—Tranquilo, muchacho.

Han se arrodilló y se lo cargó al hombro.

Luke tragó saliva.

—Coged a Dev.

—Estás de broma… ¡Leia!

La joven estaba intentando arrastrar al muchacho inconsciente. Chewie la apartó y alzó a Dev como un muñeco.

—Vámonos —ordenó Han.

Ya a bordo del
Halcón
, Leia se arrodilló junto al catre de Luke y apoyó la cabeza en su hombro. Él aceptó el vínculo con su fortaleza. Se bañó en la energía terapéutica de tacto limpio, cálido y familiar. Cuando tragó saliva, ya no le dolió la garganta. No tardaría en poder respirar sin toser.

¿Dónde habría contraído aquellos repugnantes parásitos?

Se incorporó.

—Descansaré más tarde —insistió—, de veras.

—Lo necesitas —murmuró Leia—, pero ahora no tenemos tiempo. Aún hemos de dar cuenta del
Dominante
. Sus equipos de reparación habrán estado ocupados.

—¿Qué ha pasado?

Luke se encogió al pensar en Pter Thanas. ¿Le habría condenado a la esclavitud?

—Sus impulsores laterales han estallado, de modo que no puede maniobrar. Además, Bakura ha enloquecido. Al parecer, ha empezado la revolución.

Luke se levantó. La pierna derecha todavía le dolía, pero no tanto.

—Estoy preparado —dijo, pero permitió que Leia le sostuviera.

Fueron juntos a la cabina. Leia le ayudó a sentarse.

—Hola, jovencito —le saludó Han—. Para estar muerto, tienes muy buen aspecto.

Chewbacca corroboró sus palabras con un bramido.

Luke carraspeó a modo experimental.

—Gracias. —Señaló la radio subespacial—. ¿Sabéis algo de Gaeriel Captison?

—Tal vez —dijo Han—. Un grupo afirma que ha detenido a Wilek Nereus. Se han atrincherado en el sector de los despachos imperiales del complejo. —Dio la impresión de que el
Dominante
pasaba bajo el casco del
Halcón
; una ilusión, por supuesto. Era el
Halcón
quien estaba maniobrando, no el
Dominante
—. Cetrespeó se encargó de facilitar la recarga de los bancos de energía mientras estábamos en la nave de los Flautas. Creo que podremos dispensar a Thanas el trato que merece. Después ya nos ocuparemos de Nereus.

—Es fácil de…

—Espera —dijo en voz algo más alta Luke.

De haber estado en el lugar del comandante Thanas, habría ordenado destruir el enorme y valioso crucero antes de que cayera en manos de la Alianza. No divisó ni un solo caza TIE. Se habrían dispersado, temerosos de ser atrapados por las ondas expansivas de un crucero de clase
Galeón
al estallar. Como para confirmar las suposiciones de Luke, una babel de voces rebeldes anunció que el
Dominante
había perdido los generadores de los escudos.
Perdidos, no. Los ha desconectado
, adivinó Luke.

—¡Allá va!

Han imprimió un giro de ciento ochenta grados al
Halcón
para asestar un golpe mortal.

—¡Espera! —repitió Luke—. Esa nave nos interesa. Aun averiada, es una buena presa. —Luke se inclinó hacia el micrófono—. A todas las fuerzas —ordenó—. Soy el comandante Skywalker. Alto el fuego. Fuerzas de la Alianza, confirmen la recepción.

—¿Qué? —preguntó Han.

Tres pilotos jóvenes también protestaron.

Luke repitió la orden, y luego trató de proyectar la Fuerza hacia el comandante Thanas una vez más. No pudo. Pese a haber expulsado los parásitos antes de que royeran su corazón, estaba demasiado débil para utilizar la Fuerza. Si Thanas se decantaba por destruir al
Dominante
, Luke no podría hacer nada.

Excepto…

Proyectó calma en la Fuerza. Paz. La paz era posible…

Y era la última oportunidad de Thanas.

Pter Thanas se encogió cuando oyó la orden de Skywalker por la radio subespacial. Durante la batalla, algo había despertado en él, algo importante. Algo que había sepultado años atrás, en Alzoc III.

Nereus no vacilaría en enviarle allí. Desvió la vista hacia un compartimento protegido por barrotes rojos. Albergaba una palanca con la inscripción «autodestrucción». Otro compartimento, en mitad del puente, contenía a su pareja. Si se tiraba de ambas al unísono, volarían el generador principal del
Dominante
. La explosión destruiría todo cuanto lo rodeara.

Su carrera había terminado.

Se volvió hacia su ayudante, un hombre que se erguía muy tieso.

—Que todo el mundo abandone la nave —ordenó.

Los miembros de la tripulación tal vez consiguieran alejarse lo suficiente para escapar a la destrucción. Los tripulantes del puente, sin embargo, debían permanecer en sus puestos. Así lo regulaba la disciplina imperial. El funcionamiento de las palancas era instantáneo.

El joven ayudante removió los pies, a la espera de la siguiente orden.

Thanas contempló sus botas negras, inmaculadamente relucientes sobre una cubierta reluciente. En Bakura, al igual que en Alzoc III, había recibido órdenes antiéticas de un oficial superior al que no respetaba. Aquéllos podían ser sus últimos momentos, sacrificados a un Imperio indiferente… El legado de un emperador muerto.

O podía recapacitar y admitir que toda su vida era una equivocación.

Una vez más, recordó las órdenes del gobernador Nereus. Se irguió con frialdad y paseó la vista por el puente. Su tripulación se estaba preparando para un acto final de heroísmo.

—Comunicaciones —ladró—, pónganme con Skywalker. Dondequiera que esté.

—Entendido, señor.

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